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EL DIARIO DE RICARDA

15 de abril.

¡Ha sucedido algo maravilloso!

¡He visto a Keith! Ha sido hoy, en el pueblo. He vuelto a saltarme la cena, porque me pone de los nervios tener que hacer el numerito con esa pandilla de hipócritas. No soporto lo falsos que son, siempre con su buen humor y con su hay-que-ver-lo-mucho-que-nos-queremos. Pero no es más que teatro. ¡Puro teatro!

(Papá empieza a ponerse pesado. Dice que si mañana no ceno con ellos se enfadará conmigo. Pues lo lleva claro. ¡Con amenazas no conseguirá nada!)

He ido hasta el pueblo caminando. Me llevó más de media hora. Evelin, la pobre gordinflona, siempre se queja de lo largo que es el camino, pero a mí no me importa. Estoy en forma. Me alegro muchísimo de que mamá insistiese tanto en que no dejara el deporte. Lo que más me gusta es el baloncesto. ¡Y no lo hago nada mal!

Al llegar al pueblo me senté en el borde de la maceta gigante que hay frente a la tienda de comestibles. Allí suelen reunirse los jóvenes del pueblo. Pero hoy no había nadie. Falta poco para Semana Santa y seguro que la mayoría se han ido de vacaciones o aprovechan para ir a Leeds o así durante la semana. Pero no me importó. De hecho, me gustó estar un rato sola, lejos del grupo superguay. Las que más me molestan son Diane y Sophie. Dan pena; son tan insoportables que las mataría. Ya a su edad son casi tan horribles como su madre, así que cuando sean mayores no habrá quien las aguante. ¡Qué asco!

¡¡¡Y entonces llegó él!!!

Al principio no lo vi. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás mientras pensaba en todas estas cosas. De pronto noté que un coche se detenía cerca de mí y oí su voz:

—¡Eh, pequeña!

Así me llama. Y eso que no soy nada pequeña. ¡Con sólo quince años ya mido metro setenta y cinco! Claro que Keith debe de medir al menos uno noventa, y para él todos somos pequeños. (De todos modos, me mola mucho que yo sea la única a la que llama «pequeña».)

¡Estaba tan guapo, tan moreno! Llevaba unas gafas de sol chulísimas, una camisa tejana arremangada y una pasada de reloj en la muñeca. Keith tiene unas muñecas superfuertes, muy morenas. Me encantan su pelo oscuro y ondulado y sus ojos verdes.

Casi me desmayé, y creo que me puse muy roja.

—Hola, Keith —le dije—, ¿qué tal? —Bien, ¿y tú?

—También, gracias.

—Sube —me dijo—; vamos a algún sitio a charlar un rato.

Cuando subí al coche me temblaban las piernas y tenía una sensación extraña en la barriga. Keith empezó a conducir. Ya ni siquiera recuerdo de qué hablamos. Creo que le hablé de baloncesto y de cuánto me agobian Patricia, Diane y Sophie. Keith se rió mucho cuando imité a la cursi de Diane. Y entonces dijo que mi inglés ha vuelto a mejorar mucho, y que ya no tengo tanto acento y me expreso fenomenal. ¡Si supiera que me paso horas enteras estudiando inglés como una loca! Mi profesor está alucinado de lo que me esfuerzo y de lo que he mejorado últimamente.

Salimos del pueblo y nos adentramos en el campo hasta llegar a una granja abandonada en el pantano. Yo nunca había estado allí, pero Keith dijo que él solía ir mucho cuando era pequeño y tenía que asistir a la escuela.

—Aquí fumé mi primer cigarrillo —me contó—, y aquí venía cuando me peleaba con mis padres o me dejaba una chica o simplemente quería pasar solo un rato.

—¿Tenías pensado venir aquí hoy también?

—No. Estaba a punto de irme a Leeds, a ver quién había por ahí. Pero contigo… —al decir esto me miró directamente a los ojos— contigo prefiero estar solo.

Aquel lugar fue en su día una granja de ovejas, pero su último dueño murió hace muchos años y desde entonces todo está abandonado. La casa está tapiada con tablones de madera y no se puede entrar, pero hay un granero que se conserva bastante bien. Es evidente que Keith va mucho por ahí, porque en una esquina hay un sofá y un sillón viejos, y un montón de botellas vacías usadas como candelabros. No pude evitar acordarme del último verano, y del granero que había en la granja de un amigo de Keith, cuyo padre nos descubrió a solas. No pasó nada de nada, pero el hombre montó un circo impresionante. Lo único que hicimos fue acostarnos sobre la paja y contarnos historias cogidos de la mano, aunque sé que en el pueblo dijeron que nos habíamos dado un revolcón en el pajar. Por suerte mi padre no se enteró de nada. Aun así, supongo que la idea no era pasarnos toda la vida cogidos de la mano y charlando, así que yo estaba bastante nerviosa. Nunca he besado a un chico en la boca, y por supuesto nunca he hecho nada de lo otro. En cambio Keith ya tiene diecinueve años y seguro que ha tenido muchas experiencias.

Hoy estuvimos un rato sentados en el sofá. Keith encendió las velas (¡súper romántico!), pero al cabo de un rato empecé a tener frío. Él lo notó y entonces me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia su cuerpo.

—Eres distinta del resto de las chicas —me dijo—. Me encanta estar contigo.

¡Y entonces me besó!

Fue genial, nada que ver con lo que me imaginaba. Sus labios son muy suaves, y su piel olía genial, y sus brazos me estrechaban con fuerza. Sabía un poco a tabaco, pero fue el mejor momento de mi vida. ¡El mejor momento de todos!

—Estás temblando —me dijo.

—Es que eres el primer chico que me besa en la boca —le respondí.

Entonces se rió y dijo:

—¡Mi pequeña!

Su voz sonó tan tierna que lo único que pude pensar fue: ¡Dios mío, por favor, haz que este momento dure para siempre! ¡Haz que dure para siempre!

¡Madre mía, el corazón me iba a mil!

Pero de pronto me pareció como si Keith tuviera prisa.

—Pronto hará demasiado frío —me dijo—. Será mejor que te lleve a casa. Además, ya son más de las diez.

Yo no tenía nada de frío —seguramente por la emoción— y se lo dije, pero él me respondió que debíamos irnos de todos modos.

—No quiero que acabemos haciendo algo para lo que aún no estás preparada —me dijo—, así que mejor te llevo a casa, ¿entiendes?

Lo seguí torpemente mientras salíamos del granero. Me dio pánico pensar que pueda encontrarme aburrida o demasiado infantil, y además empecé a pensar que me llevaría a casa y luego se iría a Leeds, en busca de chicas más excitantes que yo; de las que no tiemblan cuando las besan. Era una noche preciosa. El cielo estaba altísimo, sin una sola nube y con infinidad de estrellas. Hacía frío pero olía fenomenal, a primavera, a tierra, a campo y flores. Aunque no quería parecerle una cría, no pude evitar preguntarle si tenía pensado irse a Leeds.

Se rió y me dio un beso en la frente.

—No, claro que no —me dijo—. Me iré a casa, me tumbaré en la cama y pensaré en ti.

Me dio una alegría enorme y me sentí mucho mejor. ¡Lo quiero tanto! ¡Si al menos pudiera hablar con alguien de él!

En el coche fuimos escuchando música, unas cintas muy románticas de Shania Twain. Keith condujo todo el rato con una mano. La otra la tenía puesta sobre las mías.

Cuando llegamos a la entrada de Stanbury House le dije que sería mejor que me bajara allí.

—Si no, no dejarán de hacerme preguntas —le dije—. Prefiero caminar el último tramo.

—¿No quieres que te acompañe hasta la casa?

—No, no, nos verían desde las ventanas.

Me gustaría contarle lo de Keith a alguien, pero no querría que mi padre me oyera o que Diane y Sophie se rieran de mí. ¡Y lo peor sería tener que soportar el rollo maternal de J. y sus intentos de convertirse en mi mejor amiga!

—¿Podemos volver a vernos mañana? —me preguntó Keith.

—Claro —le dije—. ¿Cuándo?

—¿A mediodía? Podría recogerte a las doce.

Eso significa que mañana tampoco apareceré a la hora de comer. Ya estoy imaginándome el lío que se va a montar, pero está claro que no iba a decir a Keith que no. ¡Que mi padre se aguante! Al fin y al cabo, él lo único que quiere es estar con J. De mí pasa. Sólo me riñe para dar la impresión de que se preocupa por mí.

—Estaré aquí mañana a las doce —le dije.

Él volvió a besarme en la boca para despedirse, pero esta vez no fue como en el granero, sino más bien como… como un amigo. Creo que no quiere acosarme. Bajé del coche y enfilé de muy buen humor la pendiente que conduce hasta la casa. ¡La vida es bella! La noche aún era tan clara y olía tan bien como en el granero, y los narcisos, que crecían por todas partes, lanzaban destellos plateados al encontrarse con algún rayo de luna que se colaba entre los árboles. Me sentía tan feliz que podría haber caminado durante horas. Estaba totalmente despierta y pensaba que todo a mi alrededor era estupendo y maravilloso.

Cuando por fin llegué a casa eran poco más de las diez y media. En la ventana de la habitación de mi padre y de J. todavía se veía luz. Todo lo demás estaba a oscuras. Al menos todo lo que da a la entrada. Cerré la puerta y entré en el vestíbulo, y justo en ese momento salía Evelin de la cocina. Llevaba uno de sus extraños vestidos, una especie de manto de seda. Me parece que cree que así puede disimular lo gorda que está últimamente, pero eso es imposible. Sea como sea, debo admitir que Evelin me cae bien. Es simpática, y me da muchísima pena. Está desesperada, pero ninguno de ellos (los supuestos amigos) se da cuenta. O eso, o disimulan. Cuando me vio, Evelin se volvió a toda prisa y se metió de nuevo en la cocina, sin duda con la esperanza de que yo no la hubiese visto a ella. La oí contener la respiración y supe que había estado llorando de nuevo y que había vuelto a hacer una de sus incursiones nocturnas a la nevera. Me da mucha pena, y hoy todavía más, porque soy muy feliz y me gustaría que todo el mundo lo fuera (excepto Patricia y J.).

Subí la escalera sin hacer ruido. Seguramente papá no me oyó, o al menos no salió de su habitación. Al llegar a mi cuarto respiré tranquila. Ahora estoy escribiendo en la cama, tapada con la manta, y he abierto la ventana de par en par porque hace una noche maravillosa. Nunca había disfrutado tanto de la primavera, nunca la había vivido así.

Amo a Keith. ¡Tengo ganas de que sea mañana!