10
Jessica comprobó que no estaba en tan buena forma como creía. Tendría que haber tomado el camino que llevaba directo de la granja al pueblo, y aun así no descartaba haberse cansado. El embarazo la hacía ir más lenta, y además estaba resultando un día bastante caluroso. El sol ya brillaba con fuerza y la fresca brisa de primera hora de la mañana había desaparecido.
Jessica había dado un rodeo enorme, buscando el lugar donde había encontrado a Barney y lo sacó del agua con ayuda de Phillip. Elena ya le había devuelto la llamada y se había quedado más tranquila al saber que Ricarda estaba con los Mallory y se encontraba bien. «Tienes razón —había dicho—, lo mejor será no hacer nada por un tiempo. Quizá pueda hablar con ella de vez en cuando, o incluso ir a visitarla. ¡Oh, qué alivio saber que se encuentra bien! ¡Te estaré eternamente agradecida, Jessica!»
Ahora estaba sentada en una colina, sobre la hierba, y contemplaba el valle que quedaba a sus pies y el pequeño riachuelo que lo cruzaba, murmurando infinidad de secretos a su paso. El aire traía un aroma dulce y veraniego.
«Adoro este paisaje —se dijo—, me encanta. Los verdes prados, la serenidad de los pantanos, la exuberancia de los valles; las ovejas, los muretes de piedra que tachonan los campos, los caminos de carro con sus márgenes en flor, las aldeas de casas de piedra gris…». Pese a todo lo ocurrido, en ese lugar se sentía plenamente feliz.
Sintió una punzada de envidia al pensar en que Ricarda iba a quedarse a vivir allá. Crecería en aquel ambiente, pasaría a formar parte de él. Se enfrentaría a los inviernos largos, fríos y casi siempre nevados, y recibiría con júbilo las primaveras. En verano andaría descalza por los valles verdes y luminosos, y en otoño se prepararía para recibir los gélidos vientos que asolaban aquellos parajes. Envidió la decisión con que la joven había escogido su camino. La instintiva seguridad con que había sabido lo que necesitaba y dónde.
«Me gustaría tener tan claro lo que tengo que hacer», pensó.
Echó un vistazo al reloj: casi las once. Iba siendo hora de volver. De pronto sintió cierta inquietud, porque en el fondo no quería marcharse sin haber pasado por Stanbury House. Si había llegado hasta allí dando rodeos era porque en realidad quería ir a la casa, pero no acababa de atreverse. Le habría resultado imposible ir directamente.
Volvió a mirar el reloj. Si no se entretenía demasiado, a la una estaría de vuelta en el Fox and Lamb. Además, ¿qué podía pasarle? Si la imagen de la casa la sobrecogía demasiado, siempre podía darse la vuelta.
Tensó los hombros y empezó a recorrer el conocido trayecto.
Llegó media hora después. Se acercó por detrás, cruzó el bosquecillo que delimitaba la parcela y, cuando los árboles empezaron a espaciarse, vio la fachada de la casa, brillando a la luz del sol como si formara parte de una preciosa postal de otra época. La terraza, que por la mañana siempre quedaba a la sombra, estaba inundada de sol. Era uno de esos días en que le habría gustado tenderse en una tumbona bajo una sombrilla y pasarse horas leyendo un buen libro. Parecía un decorado casi mediterráneo, algo muy inusual en el norte de Inglaterra y, quizá por eso mismo, de un extraordinario encanto.
Jessica salió del bosquecillo vacilando. La hierba estaba alta; le llegaba casi hasta las rodillas. De hecho, si se observaba con atención, podía verse que la belleza del lugar empezaba a rezumar un aire de decadencia, a mostrar las primeras huellas de un lastimoso abandono. Ojalá Leon tomara pronto una decisión respecto a Stanbury. No podían permitir que la casa fuera estropeándose poco a poco, que se rompieran los cristales de las ventanas, se desmoronaran los muros y todo empezara a llenarse de hierbas y matorrales. Se lo imaginó y sintió una punzada de desazón.
Cruzó el jardín trasero con lentitud y se acercó a la terraza. Junto a la baranda seguían las grandes macetas en que, el último día, Patricia había plantado fucsias, geranios y margaritas. Todas tenían las hojas y corolas tristemente dobladas hacia abajo, y la tierra más seca que arena del desierto. Hacía días que no llovía y ya nadie las cuidaba. Jessica tuvo de pronto una idea: se dio media vuelta y se dirigió hacia el cobertizo, en el ala oeste de la casa. Allí había una enorme regadera, y junto a la entrada del sótano había un grifo de agua. Seguro que nadie había cortado el agua. Regaría abundantemente las pobres flores, y quizá en verano lloviese más a menudo y al final sobrevivirían hasta el otoño. Por algún motivo, aquello le pareció de vital importancia.
Cuando giró en la esquina de la casa vio a alguien sentado en la hierba, no muy lejos del cobertizo. Tras el pánico inicial, Jessica reconoció a Evelin. Arrugó la frente. ¿Habría tenido también la necesidad de ver Stanbury por última vez?
—¿Evelin? —llamó a media voz.
Evelin volvió la cabeza. No pareció asustarse, ni siquiera sorprenderse.
—Ah, Jessica. Tú también has querido despedirte, ¿verdad?
Jessica se acercó. Su imagen componía una escena de lo más bucólica, sentada en medio de la hierba, a la sombra de unos viejos manzanos. En el regazo tenía un fajo de papeles en una carpeta de plástico verde. Algo se removió vagamente en la memoria de Jessica al ver aquellos papeles, pero no supo qué.
—¿Tú también has venido caminando? —le preguntó.
Evelin negó con la cabeza.
—No; he cogido el coche que alquilaste. Espero que no te moleste. Encontré la llave en tu habitación, sobre la mesa. Entré para ver si habías vuelto, pero como no estabas…
—No importa, no pasa nada. Puedes cogerlo siempre que quieras. En el fondo me has hecho un favor, porque ahora no tendré que volver caminando. —Se sentó a su lado en la hierba y estiró las piernas, suspirando—. ¡Qué calor! Estoy hecha polvo. He vuelto a dar un paseo interminable, y creo que ya no estoy para estos trotes.
—¿Encontraste a Ricarda?
—La madre de su novio fue a verme esta mañana y me contó que estaba con ellos en la granja. Esta vez la vi antes de que pudiera esconderse. Hablamos un poco (mejor dicho, yo hablé un poco), pero mantuvo las distancias que ha marcado entre nosotras. No obstante, ahora estoy tranquila. Allí estará bien. Ha encontrado un lugar donde podrá asumir y superar su dolor, y creo que debemos respetar su decisión.
—Me alegro por ella —dijo Evelin—. Siempre me ha caído bien.
—Y el chico tiene buenos modales. Un buen requisito para empezar una vida feliz.
Evelin sonrió.
—Desde luego, eso es muy importante.
Jessica levantó la cara hacia el cielo, de un azul inmaculado, y vio las hojas verde claro de los manzanos. Apenas un mes antes estaban llenos de florecillas blancas que parecían espuma. «Pese a todo, la vida es bella —pensó—. Me alegro de haber sobrevivido».
—Lo conseguiremos —dijo entonces—. Ricarda, Leon, tú y yo. Los cuatro supervivientes. Lo conseguiremos. Saldremos adelante.
—¿Crees que tendremos otra oportunidad? —preguntó Evelin.
—Claro que sí. Siempre hay otra oportunidad; sólo hay que querer encontrarla. No hay que dejarse doblegar. —Miró a su amiga—. ¿Ya has decidido qué vas a hacer?
Evelin vaciló un poco.
—No sé si Tim lo aprobaría, pero me gustaría vender la casa de Múnich. Allí nunca estuve a mis anchas. Yo quería una casita antigua, llena de rincones y recovecos, en fin, poco práctica pero con encanto, y con un jardín decimonónico rebosante de vegetación y flores. Y también me gustaría volver a tener un perro, o dos.
—Me parece una idea maravillosa —aprobó Jessica—. Un perro es justo lo que necesitas. Te aseguro que sé de lo que hablo.
Evelin pareció aliviada al ver que a su amiga no le parecía una traición vender la casa.
—Sí —dijo—, en realidad ya quería uno tras la muerte del primero, pero… Tim me lo prohibió y… bueno —se encogió de hombros—, me daré el capricho ahora. ¿Y sabes qué? En mi futuro jardín plantaré un par de manzanos, como estos de aquí.
—Iré a visitarte a menudo.
—Por supuesto. Me gustaría que siguiéramos viéndonos, Jessica.
—A mí también, Evelin. Estoy segura de que no perderemos el contacto.
Guardaron silencio unos minutos, con los ojos cerrados, dejándose arropar por el calor del sol y el aroma de las flores. Jessica volvió a abrir los ojos cuando una abeja zumbó cerca de su cara. Apartó al insecto de un manotazo y se incorporó.
—¿Estás escribiendo una carta? —preguntó, señalando los papeles que Evelin tenía sobre el regazo.
Ella abrió los ojos.
—No; sólo estaba leyendo un poco.
—Oh. Lo siento si te he interrumpido…
—No, no te preocupes. De todos modos quería hablar contigo de esto.
—¿Son escritos tuyos?
—De Tim. Son los papeles que perdió la mañana de… aquel día.
De pronto lo recordó y supo por qué había tenido aquella intuición al ver la carpeta verde. Pudo oír la colérica voz de Tim diciéndole: «No habrás visto un montón de papeles que imprimí el otro día, ¿no? Llevo toda la mañana buscándolos».
—¿De dónde los has sacado? Tim estuvo buscándolos como un loco.
—Se los quité y los escondí —contestó Evelin con una extraña indiferencia—. Y ahora acabo de recuperarlos.