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En algunas fotos, Elena se veía preciosa. Era la típica española, morenaza, de ojos negros, temperamental y llena de vida. Pero en las pocas ocasiones en que coincidieron, Jessica se dio cuenta de que cada vez se parecía menos a la Elena de aquellas fotos. Su palidez aumentaba, y parecía perder fuerzas y ser cada vez más bajita, más delgada y más arrugada.

Pero nunca la había visto tan mal como aquella tarde.

«Ha envejecido varios años», pensó al abrirle la puerta.

—Me he apuntado a un curso de formación —le había dicho Elena por teléfono—. De ahí que no estuviera en casa en toda la mañana, pese a ser sábado. Cuando volví, a las seis de la tarde, Ricarda ya no estaba.

—Quizá haya ido a casa de alguna amiga, o…

—No se ha movido de casa desde que volvió de Stanbury. Además, no tiene ninguna amiga íntima. Y a las compañeras con que mejor se llevaba ya las he llamado, igual que a las del equipo de baloncesto, pero nadie la ha visto ni sabe nada de ella.

—Bueno, aun así yo no pensaría inmediatamente en lo peor. Puede…

Elena la interrumpió una vez más.

—Se ha llevado su bolsa de viaje, varias camisetas, tejanos y ropa interior. Además ha… ha cogido algo de dinero que había en mi escritorio.

—Oh.

La voz de Elena sonó muy tenue y desanimada.

—Te aseguro, Jessica, que no te molestaría si no estuviera desesperada.

—Por desgracia, Ricarda nunca me aceptó como la nueva mujer de su padre —dijo Jessica— y jamás me confió ni el más mínimo secreto. Me temo, pues, que no podré ayudarte…

—Bueno, hay algo más —le dijo Elena tras una breve pausa—. Ricarda se ha dejado su diario. En principio jamás me atrevería a mirarlo, pero…

—¿Has leído su diario?

—¡Mi hija está enferma, Jessica! ¡Tiene que estarlo para escribir así! Lo que he leído me ha afectado mucho. ¿Tendrías… podemos hablar unos minutos? Tengo miedo, Jessica, jamás había tenido tanto miedo por mi hija.

Se sentaron en la terraza, pues todavía no había refrescado y fuera de casa se estaba mejor que dentro. Jessica sacó vino blanco y dos copas, así como panecillos untados con paté, pero Elena ni siquiera los probó. Se limitó a beber pequeños sorbos de vino y arrugar de vez en cuando la frente, como si tuviera jaqueca. Llevaba un vestido de color claro, muy elegante aunque un poco desaliñado. Estaba claro que desde la mañana no se había duchado ni cambiado de ropa. Su cabello espeso y negro ya comenzaba a virar hacia el gris, y tenía la nuca perlada de sudor.

El jardín estaba lleno de sombras y olores veraniegos, y se oían los primeros sonidos que trae consigo la noche. Mientras tanto, Barney, tumbado sobre la hierba, mordisqueaba con interés una rama que había cogido durante su paseo y había arrastrado jadeando hasta su territorio. Todo parecía tan normal como siempre, incluso más hermoso y apacible que nunca, pero todo había cambiado desde que Elena había entrado en la casa. La ex mujer de Alexander se mostró tímida y en extremo educada, pero su modo de cruzar el pasillo y el comedor hacia la terraza no dejó lugar a dudas de que aquélla también había sido su casa.

¿A qué se debía que resultase tan claro?, se preguntó Jessica. ¿Porque no vaciló como suele hacer cualquier invitado al entrar en una habitación desconocida? ¿O porque no mostró ninguna curiosidad por ver la casa? ¿O porque su aparente timidez era en realidad tacto y discreción? ¿O sólo se lo imaginaba porque sabía que Elena había vivido allí? Quizá se trataba de una extraña relación de armonía: Elena encajaba perfectamente en la casa, y viceversa.

De repente supo la respuesta a lo se preguntaba desde su vuelta de Inglaterra, y lo tuvo tan claro que le pareció increíble haber dudado al respecto: no, no se quedaría en aquella casa. Nunca había sido su verdadero hogar, y eso ya no cambiaría. Era la casa de Alexander, Elena y Ricarda.

No la suya ni la de su bebé.

Y lo que más le dolió fue comprender súbitamente lo importante que habría sido irse a vivir a otra casa con Alexander, porque ahora le quedaría algo. Habían cometido un error habitual en mucha gente. Sólo que ellos, por la repentina muerte de Alexander, ya nunca podrían subsanarlo. «Son cosas que pasan —se dijo—, pero ¿por qué ha tenido que tocarme a mí precisamente?»

Intentó concentrarse en Elena, que estaba hablándole de Ricarda. De lo cambiada que había vuelto tras «lo de Stanbury». De que ahora se mostraba impertinente e insolente o bien se aislaba en su propio mundo. De que se negaba a volver al colegio. De que ni siquiera se vestía y jamás salía de casa.

—Por supuesto, me consta que necesita ayuda psicológica —añadió—, pero también se opuso a ello con uñas y dientes. Y no podía obligarla a someterse a tratamiento contra su voluntad. No sé, quizá debí ser más dura con ella.

—No hubiese servido de nada —dijo Jessica—. Cada uno tiene su propio modo de superar el horror. Cada uno necesitará su tiempo, Ricarda quizá más que el resto. Está en una edad muy difícil.

—No ha superado lo de nuestra separación. Adoraba a su padre, y verlo sólo los fines de semana fue un golpe terrible para ella. Y si a eso le sumas… —Se interrumpió, pero Jessica supo qué intentaba decir—. …que se casara conmigo —añadió—. Eso acabó con todas sus esperanzas, ¿verdad?

—Sí —admitió Elena, cansada—, así fue.

Y con manos ligeramente temblorosas abrió su bolso para sacar una gruesa libreta verde. Por desgracia Jessica sabía lo que era. El diario de Ricarda. Volvió a verlo en manos de Patricia y a escuchar la frialdad con que su amiga (¿amiga?) lo había leído en voz alta. Fue un recuerdo tan repentino e intenso que no pudo reprimir un suspiro.

Elena lo malinterpretó y se apresuró a comentar:

—Lo sé, lo sé, no tenía que haberlo hecho. Créeme, en circunstancias normales jamás habría abierto esta libreta, pero estaba desesperada y ya no sabía qué hacer…

—Te entiendo —respondió Jessica—. Yo habría hecho lo mismo.

Elena palideció al observar el diario de su hija.

—Pero ahora me arrepiento de haberlo leído —musitó—. Dios… ha escrito cosas horribles, llenas de odio y rabia. Ideas espantosas… A esto me refería cuando afirmé que está enferma. Esto que ha escrito… no es normal.

Jessica se levantó. Sabía perfectamente a qué se refería Elena, y rogó que su expresión no la delatara. Intuía que era mejor no mencionar lo sucedido en Stanbury; seguro que Ricarda no le había contado nada al respecto, y si ella lo hacía sólo conseguiría asustar a Elena aún más.

Se quedó de pie, contra el respaldo de su silla.

—No sé lo que pone ahí, pero creo que en estos casos no hay que fijarse demasiado en las palabras. A la edad de Ricarda yo también sentía a veces una violenta agresividad contra mis padres, y si hubiera llevado un diario lo habría llenado de expresiones cargadas de odio. Es normal durante la adolescencia.

—Pero ella desea que mueran todos —replicó Elena—; todos los que vivían en Stanbury House. Se imagina cómo se sentiría si les disparara y… y los viera caer al suelo uno tras otro. Es… es espantoso.

—Sólo porque después se produjo un crimen y todo parece más real, pero si no hubiera pasado nada no nos preocuparíamos tanto. Estoy segura.

—Ese Keith Mallory, su novio… ¿lo conoces?

—No. Leon habló con él una vez, después de aquel día, y dijo que era un chico muy agradable. Que no le parecía una mala influencia para Ricarda.

—No sé… su relación es más intensa de lo que yo pensaba. Intentaron escaparse juntos a Londres y sólo volvieron porque el padre de Keith sufrió apoplejía. Pero Ricarda parece absolutamente decidida a pasar el resto de su vida con él. Al menos no deja de escribir sobre ello. En junio, cuando cumpla los dieciséis, se propone volver a Inglaterra para vivir con él.

—Entonces —dijo Jessica, aliviada— ya no tienes que seguir preguntándote dónde puede estar. Será que no aguantaba la espera y adelantó su viaje. Estará de camino a Inglaterra, si es que no ha llegado ya.

Elena asintió con aire resignado.

—Así que al final será verdad que se ha ido con ese Keith Mallory.

Jessica empezó a relajarse. No debía de ser nada agradable para una madre saber que su hija adolescente iba de camino a Inglaterra para vivir con un joven desconocido, pero también era cierto que una chica tan tocada psicológicamente como Ricarda podía haberse metido en cosas peores y más peligrosas. No conocía a Keith ni los detalles de su relación, pero aun así tenía la sensación de que a Ricarda le iría bien.

—Quizá Keith sea justo la terapia que Ricarda necesita —le dijo—. Estar con él, trabajar en su granja, cambiar totalmente de vida… Después de lo que ha vivido, la pobre no tiene fuerzas para volver a la escuela como si nada. No puede retomar su vida en el punto en que la dejó antes de las vacaciones de Pascua. Ni ella ni ninguno de nosotros, por cierto. Ricarda está desesperada y ha buscado una solución. Podía haber sido peor.

—Pero ya hacía tiempo que quería irse con ese chico.

—Porque ya hacía tiempo que no estaba bien. Tú misma acabas de decir que no aceptaba vuestro divorcio. Su vida ya no le gustaba, había perdido el núcleo que representa una familia estable. Buscaba un modo de recuperarlo. A mi entender, lo que hizo, y lo que ahora ha hecho, es mejor que pasarse todo el día en la cama con una depresión aguda, ¿no crees?

—Sí, bueno, pero tampoco hay que perder el norte. —Elena pareció recobrar la compostura y se sentó bien erguida. Cuando sus ojos y su expresión facial recuperaran algo de vida, volvería a ser la fascinante mujer de siempre—. Sólo tiene quince años. Sí, ya sé que sólo faltan dos semanas para que cumpla los dieciséis, pero eso no cambia las cosas. No ha acabado sus estudios y aún no sabe qué quiere ser de mayor. Además ha sufrido un trauma, y desde luego no está preparada para sopesar las consecuencias de sus actos. Y aun así ha decidido lanzarse a los brazos de un joven al que ni su madre ni su… madrastra conocen. Todo lo que sé sobre ese Keith lo he leído en este diario, o sea, que es un joven lo bastante insensato para haberla convencido de fugarse a Londres para vivir del aire. No puedo quedarme cruzada de brazos a esperar que Ricarda acabe casándose con él y viviendo en una granja de un rincón de Inglaterra. ¡Va a destrozar su futuro! ¡Estropeará todas sus oportunidades y posibilidades vitales!

—A lo mejor sólo pretende pasar una temporada con él, hasta sentirse mejor. Perderá un año de colegio, sí, pero también lo habría perdido de haberse quedado tumbada en la cama. Está haciendo lo que considera mejor para ella.

—Pero puede equivocarse, y yo no puedo correr ese riesgo. Como madre soy absolutamente responsable de lo que le ocurra. Me entenderás cuando… cuando llegue tu bebé.

Jessica la miró perpleja. Elena señaló el diario.

—Me he enterado por Ricarda. La afectó mucho saber que estás embarazada.

—Pues… no iba a supeditar mis deseos de ser madre a la voluntad de Ricarda.

Elena asintió.

—No pretendía hacer ningún reproche, te lo aseguro. Al contrario, sólo quería decirte que imagino cómo te sientes. Ha de ser muy difícil pasar sola todo el embarazo. Admiro la fortaleza y serenidad con que estás afrontándolo todo.

—Gracias —dijo Jessica.

Entonces se quedaron en silencio, como si las palabras de Elena hubieran sido demasiado íntimas y personales. Ambas habían estado evitando esa sensación de confianza, y de pronto se sentían algo abrumadas por unas circunstancias comunes que las acercaban.

Jessica fue la primera en hablar:

—Mira, Elena, mañana viajo a Inglaterra. A Stanbury. Y se me ocurre que…

—¿Cómo es eso?

—Ya te lo explicaré. El caso es que podría ocuparme de Ricarda. Comprobar si realmente está con Keith, quizá hasta hablar con ella. Eso nos permitiría…

—¿No crees que tendría que ir yo? Al fin y al cabo soy su madre…

—Puedes hacer lo que consideres más conveniente, por supuesto. Pero yo diría que vuestra relación madre-hija no está pasando por su mejor momento, y en este sentido tú estás más frágil emocionalmente que yo. Quizá comenzarías a reprocharle cosas y presionarla… —Se detuvo para tomar aire. Luego continuó, con cautela—: No pretendo inmiscuirme en tus cosas, Elena, ni muchísimo menos, pero es que tengo que viajar a Inglaterra de todos modos y puedo ser más objetiva que tú en este sentido. En fin, es sólo una idea.

En el rostro de Elena se vio que estaba sopesando todos los pros y los contras.

—Tienes razón —admitió al fin—. Es mejor que vayas sola y compruebes cómo se encuentra y todo lo demás. Pero no querría abusar de tu tiempo…

—No te preocupes. Sólo tengo que pedirte algo a cambio: ¿podrías ocuparte de mi perro?