23

Cuando despertó, Jessica no supo dónde estaba. No olía como siempre y la habitación estaba más oscura. El sol no se colaba por las cortinas cerradas llenando de rojo la estancia, entre otras cosas porque las cortinas no eran rojas sino marrones. Y la habitación no tenía la misma decoración.

Comprendió que no estaba en la habitación que compartía con Alexander, y de pronto recordó que la noche anterior había preferido acostarse en el pequeño dormitorio de la planta baja, junto a la cocina.

Era una habitación pequeña y alargada que originariamente había sido la despensa. Ahora, sólo para las vacaciones, no se necesitaba tanta despensa; los armarios de la cocina eran más que suficientes. Y un día a Patricia se le ocurrió reconvertir la despensa en pequeño dormitorio para invitados, por si alguna vez venía alguien más con ellos, cosa que por supuesto nunca ocurrió.

«Y ahora se ha convertido en refugio para miembros de parejas que se han peleado», pensó Jessica. Aunque en realidad ellos no se habían peleado. Los separaba una mentira y los acontecimientos de la tarde anterior, que habían sumido a Jessica en un mutismo absoluto. Era la primera vez que le pasaba algo así.

Alexander había traicionado a su hija.

Seguramente también había traicionado así a Elena hacía años.

Y la traicionaría a ella en cualquier momento.

Pondría una soga al cuello de cualquiera que lo enfrentase a sus amigos, sin importarle lo cercano que le fuera o el amor que le profesara.

La pregunta era cómo podría seguir viviendo con un hombre así.

Tras la escenita del día anterior había ido a dar un paseo por el jardín, acompañada solo por Barney y con el único deseo de no encontrarse con nadie, y menos aún con Alexander. Él era la última persona en el mundo que deseaba ver.

Cogió unos cuantos narcisos, aunque no fue consciente de ello hasta que se descubrió sosteniéndolos en la mano. Entonces se preguntó por qué se le habría ocurrido coger flores en un momento así. Quizá pretendía consolarse de algún modo con su belleza…

Después había subido a su habitación. Tenía algo de miedo, pero estaba decidida a hablar con Alexander. Sin embargo, él no estaba allí y Jessica sintió alivio. Puso las flores en un jarrón junto a la ventana, cogió su camisón y su cepillo de dientes y se dirigió a la habitación de invitados para pasar allí la noche.

Tardó mucho en dormirse, y cuando lo hizo no dejó de tener pesadillas que la despertaron varias veces confusa y atemorizada. Sólo al amanecer logró descansar un par de horas seguidas, pero al despertar se sentía cansada y consumida.

Alexander no había ido a buscarla. Ni por la tarde ni por la noche. Al parecer ya no sabían cómo acercarse el uno al otro.

Se levantó y cruzó descalza el recibidor. En el aseo de invitados se lavó muy por encima con agua fría y se puso la misma ropa del día anterior, arrugada y algo sudada. Tuvo la sensación de que iba sucia y desaliñada. En el espejo comprobó que tenía unas marcadas ojeras. Si no fuera porque tenía la piel algo bronceada de sus paseos diarios, le habría parecido que en el espejo la observaba un cadáver.

Decidió salir a dar una vuelta con Barney por el parque. Al fin y al cabo, no tenía hambre. Estaba algo mareada.

Parecía que iba a hacer mucho calor.

Y también que no sería un buen día.

* * *

Leon estaba sentado en la cocina. Tenía delante una cafetera llena y una tarta de arándanos algo seca que encontró en la nevera y que por alguna razón se había librado de los compulsivos ataques devoradores de Evelin. Picoteó un poco de tarta, haciendo muchas migas, y tomó varias tazas de café. Solo; sin leche ni azúcar. Su médico de cabecera le había recomendado que no abusara de la cafeína porque le provocaba taquicardia, pero eso ahora le daba igual. De hecho, a esas alturas casi todo le daba igual.

Aquella mañana, casi de madrugada, había llamado a su socia Nadja, una joven abogada suficientemente ingenua y confiada como para querer asociarse con él. Se habían acostado juntos varias veces, y tenían bastante confianza como para que él se atreviera a llamarla a su casa a las seis y media de la mañana.

Nadja contestó el teléfono en el baño. Leon lo supo por el eco de su voz.

—¿Qué tal va todo? —le preguntó él.

Ella se quedó sorprendida, hasta que comprendió que la pregunta no se refería a su estado, sino al del bufete. Suspiró.

—Leon, ya no tenemos trabajo. No nos queda ni un solo cliente, y los pocos casos que llegan son litigios basura que ni vale la pena mencionar. Me paso el día sentada mano sobre mano. Así que entenderás que me mueva para salir a flote.

Llevaba varios meses con el mismo discurso. En concreto, desde finales del año anterior. Y hacía unas semanas le había hablado de una oferta para trabajar en un conocido bufete de la ciudad. «Aunque no sé si al final me aceptarán», había añadido.

Leon dijo al teléfono:

—¿Que te mueves…? ¿Qué significa eso?

Ella suspiró de nuevo.

—Pues que me han aceptado en el otro bufete, Leon. Empezaré a trabajar con ellos el dos de junio. Lo siento, pero es una buena oportunidad para mí y… —Dejó la frase a medias.

—Claro —respondió él—, claro. —Pero en realidad no lo veía nada claro, así que añadió con cierta agresividad—: Seguir conmigo y luchar por sacar las castañas del fuego no es suficientemente lucrativo, ¿verdad?

Nadja suspiró por tercera vez. Aquella situación le resultaba de lo más desagradable.

—Llevamos una eternidad intentándolo pero no hay caso. Además, no entiendo cómo puedes echarme en cara que sólo me interese el dinero. De algo tengo que vivir, ¿no crees?

—Pues claro, como yo. ¡Sólo que además yo tengo una familia que alimentar!

—Es que tú tampoco podrás aguantarlo mucho más, Leon. Hasta ahora te las has arreglado pidiendo prestado, pero sin pararte a pensar en cómo harás para devolver todo lo que debes. Yo en tu lugar…

Leon colgó. Se quedó unos instantes sentado junto al aparato, esperando que ella le devolviera la llamada, pero no fue así. Nadja estaba encantada de largarse, y no quería seguir escuchando sus reproches o lamentos. Había emprendido su propio camino y no pensaba mirar atrás. Leon se sintió de pronto como un viejo tonto y derrotado.

Entonces, mientras estaba en la cocina atiborrándose de cafeína, se detuvo a pensar en lo que podría hacer a partir de ese momento. Cualquier cosa menos darse por vencido, por supuesto.

Aunque, ¿por qué no iba a poder darse por vencido?

Pues porque hacerlo junto a una mujer como Patricia significaba convertirse en un miserable y pobre desgraciado. Bueno, ahora estaba intentando echarle todas las culpas a ella, y eso tampoco era justo. Claro que su incapacidad para aceptar la derrota, asumir que no podía seguir por cuenta propia y desandar sus propios pasos tenía mucho que ver con Patricia. Eso era evidente.

Lo primero sería hablar con su banco. «Paso a paso —pensó—. He de ir poco a poco, sin perder la calma. Si pretendo adelantar acontecimientos acabaré con sofocos y taquicardia, y no podré pensar con claridad».

Así pues, el banco. Quizá volvieran a concederle una prórroga para saldar los intereses. Hacía unos años había mantenido una excelente relación con el director, incluso habían jugado al tenis en varias ocasiones, pero su amistad había ido enfriándose desde que él comenzara a solicitar créditos cada vez más elevados y a retrasarse en el pago de los intereses. Aun así, si apelaba a los viejos tiempos quizá…

Empezó a sentir un pinchazo en el corazón.

¡Calma, Leon, mantén la calma!

Tenía claro que no llamaría al banco desde el teléfono del recibidor, porque no quería que nadie escuchara su conversación y en esa casa siempre había alguien escondido tras alguna puerta. Ni siquiera se atrevía a coger el móvil y llamar desde el jardín. Lo mejor era alejarse dando un paseo por el campo y llamar cuando no hubiese nadie a la vista. Sólo tenía que recordar dónde había apuntado los intereses adeudados y…

Se sobresaltó al ver abrirse la puerta de la cocina. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no había oído acercarse a nadie. Era Evelin. Cojeaba más que nunca, y le llamó la atención la mala cara que tenía.

Ella también se sobresaltó al verlo.

—¡Oh! ¿Ya estás despierto? Pensaba que aún dormíais todos…

—Últimamente estoy volviéndome todo un madrugador —repuso Leon y sonrió, aunque no tenía ningún motivo para hacerlo y no entendía por qué forzaba tanto su expresión—. Parece que tú también, ¿eh?

—Sí, yo… —Hizo un gesto torpe con la mano—. Bueno, no he podido pegar ojo en toda la noche.

—¿Es por el pie? —preguntó, señalándoselo—. ¿También te duele cuando estás acostada?

—Me duele todo el rato.

—Tendrías que ir al médico, Evelin. Podrías tener un ligamento distendido, o roto, y con estas cosas no se juega.

—Ay, no sé. —Evelin le lanzó una mirada de lo más extraña y se dejó caer en una silla.

«Cada vez se parece más a un saco de harina», pensó Leon.

—Es que los médicos siempre me salen con que estoy demasiado gorda y tengo que adelgazar —continuó ella—. Voy a verlos porque me he hecho daño en el tobillo o porque me he torcido la muñeca, y salgo preocupada por la hipertensión, el colesterol, la osteoporosis y los problemas de corazón derivados de mi sobrepeso. Y lo único que me recetan es un poco de gimnasia y una dieta más estricta. —Hizo una mueca—. Y estoy harta, ¿me entiendes? Ya no puedo más.

Leon la entendía, aunque también entendía que ningún médico que se preciara podía pasar por alto el tema de su obesidad.

—De todos modos, deberías ir —insistió, sintiéndose algo incómodo.

—¿Puedo tomar un café?

Él asintió con la cabeza. Ella se levantó con esfuerzo, cojeó hasta el armario, cogió una taza, volvió a la mesa y se sirvió de la cafetera. El azucarero estaba ahí y Leon observó maravillado la cantidad de cucharadas que ella vaciaba en la taza. Entonces reparó en que ella estaba mirando fijamente la desmigajada tarta de arándanos, y se la ofreció.

—¿Quieres? Espero que no te moleste que la haya destrozado un poco…

Ella asintió. Claro que la quería. La devoró como si llevara días sin probar bocado, y después se tomó su café en pocos y largos sorbos.

—¿Sabías que…? —empezó, pero se detuvo para coger aliento, como si le costara un enorme esfuerzo poder acabar la pregunta—. ¿Tú sabías que Jessica… estaba embarazada?

—Pues no. —Aquella noticia lo traía tan al pairo que casi la había olvidado—. No tenía ni idea.

—Yo tampoco. Ha sabido disimularlo muy bien, ¿no crees? Se lo ha callado hasta encontrar el momento más emocionante, y entonces ha soltado la bomba.

Leon creyó notar cierto enfado en su voz, y se sorprendió. Siempre había pensado que Jessica le caía muy bien a Evelin.

—En realidad no fue así exactamente —le contestó, recordando de mala gana la escenita de la noche anterior. No le importaba lo más mínimo, y menos teniendo en cuenta su situación—. Jessica no dijo ni una palabra, ¿recuerdas? Fue Alexander el que dio la noticia, y yo diría que a ella no le hizo mucha gracia.

Evelin se encogió de hombros.

—Da igual. En cualquier caso, fue de lo más irresponsable. Sí, irresponsable. Las cosas no se hacen así. ¡Al menos tenían que haber pensado en Ricarda! ¡La noticia la dejó destrozada!

—Puede ser. —Empezaba a ponerse nervioso. Miró su reloj y dijo—: Evelin, perdona, tengo que dejarte. Debo hacer una llamada urgente a mi… despacho, y todavía me quedan unos papeles por revisar.

Ella asintió, sumida en una repentina apatía y al parecer concentrada en sus propios pensamientos. Hacía apenas unos segundos se había mostrado alterada y hasta indignada, pero ahora volvía a mostrarse débil y derrotada.

No estaría de más que Tim, el gran psiquiatra, se ocupara un poquito de su mujer en lugar de pasarse el día trabajando en su tesis doctoral.

Se levantó.

—¿No crees que pasarás calor con esa ropa? —le preguntó mientras se dirigía hacia la puerta. Evelin llevaba un grueso y amplio jersey de cuello alto que se ponía muy a menudo y que a él le parecía horroroso. Patricia le había comentado que se vestía así para disimular sus kilos de más—. En la radio han dicho que hoy va a hacer mucho calor —añadió.

Ella no contestó. Se quedó mirando la cafetera como si tuviera algo que valiera la pena descubrir.

Leon salió de la cocina sin hacer ruido.

Tim estaba en la puerta del jardín cuando Jessica lo cruzaba en dirección a la casa. Llevaba unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus piernas gruesas y peludas. Por una vez en la vida no calzaba sus eternas sandalias, sino que iba descalzo. Parecía decidido a recibir oficialmente el verano.

—¿Has vuelto a dar un paseo? —le preguntó amablemente.

Jessica acababa de darse cuenta de que había pasado dos horas enteras caminando. Sudaba de pies a cabeza y probablemente tenía una pinta horrible.

—Sí —respondió lacónicamente.

Él asintió con la cabeza. Su barba hirsuta ondeó en el aire.

—¿De qué huyes? Te aseguro que nadie está persiguiéndote…

Ella señaló a Barney.

—Los perros jóvenes necesitan mucho movimiento. —«¿Por qué diantre me justifico? ¿Por qué me detengo siquiera a escuchar sus peroratas?»

—El perro —dijo él, pensativo—. Claro, claro, el perro.

Jessica intentó pasar a su lado sin decir nada más.

—¿Sabes a qué se debe que hoy nadie desayune? —preguntó él—. No han puesto la mesa ni han preparado nada.

—Pues hazlo tú —replicó ella—. Pon la mesa, prepara café, hierve unos huevos y haz unas tostadas. Nadie te lo impide.

—Agresividad —constató Tim—. ¡Te hierve la sangre! —Sonrió—. ¿Te apetece desayunar conmigo si hago todo lo que me has dicho?

—No.

Se miraron a la cara. La hostilidad mutua podía palparse en el aire.

«Vaya —pensó Jessica con sarcasmo—, resulta que él tampoco me soporta, no es sólo cosa mía».

—No habrás visto un montón de papeles que imprimí el otro día, ¿no? —preguntó él sin que viniese a cuento—. Llevo toda la mañana buscándolos. Son unos documentos muy importantes para mi doctorado.

—No —respondió Jessica una vez más, y añadió—: No los he visto, pero seguro que los tienes en el ordenador, ¿no? Vuelve a imprimirlos y ya está.

Lo dejó ahí plantado y entró en la casa. Se moría por ducharse, aunque temía encontrarse con Alexander en la habitación.

Por suerte él no estaba en el dormitorio y no tuvo que verla con ese aspecto tan dejado y poco atractivo. Se pasó una eternidad bajo la ducha y gastó un montón de champú y agua caliente, pero le sirvió para empezar a recobrar el ánimo. Se secó el pelo y se puso un jersey fino de lana. En el espejo comprobó que su aspecto había mejorado bastante y parecía más animada de lo que se sentía en realidad. Miró las cosas que su marido tenía en el baño: la espuma de afeitar, la brocha con mango de cerámica, la lima de uñas, el peine, el cepillo de dientes… Toda una serie de objetos familiares que le hicieron preguntarse qué iba a pasar a partir de entonces. Si dentro de un año seguiría casada.

Volvió a ponerse las zapatillas de deporte, aunque todavía le dolían los pies del día anterior y del reciente paseo. Acababa de decidir que daría otro paseo para intentar aclararse un poco más las ideas. ¿Era normal tener tantas ganas de caminar? Siempre sola, siempre temerosa de que alguien se ofreciera a acompañarla. Siempre angustiada ante la idea de que el propio Alexander quisiera ir con ella.

No tuvo que esforzarse demasiado para llegar a la conclusión de que los paseos tenían mucho que ver con su deseo de huir de allí. Quizá las cosas mejoraran cuando naciera el bebé. No obstante, ¿qué podría cambiar el pequeño?, se dijo con resignación. Probablemente, nada.

Phillip se sentía extraño. Cansado y al mismo tiempo completamente desvelado; agotado pero con un hormigueo eléctrico en todo el cuerpo. La noche pasada frente a la verja de entrada de Stanbury House lo había entumecido y ahora se esforzaba por dormir unas horas para recuperarse, aunque tenía claro que no iba a poder quedarse en la cama mucho más. Tenía que hacer algo. Necesitaba que sucediera algo de una vez.

Había vuelto a su habitación a las cuatro y media de la madrugada. El coche de Geraldine seguía en el aparcamiento del Fox and Lamb. De modo que ella aún estaba allí. Estaba claro que jamás lograría salir de su vida. Curiosamente, de pronto aquella idea le aportó una especie de consuelo.

Al llegar arriba se quitó los zapatos y se acostó sin más ceremonia. Se quedó mirando el techo fijamente y escuchando los ruidos del hotel. En algún lugar oyó crujir unas tablas de madera, y en un momento dado algo cayó al suelo con gran estrépito. Quizá algún gato había tirado una jarra de leche, pensó. Por lo demás, todo estuvo en silencio. El hotel entero dormía. Se acordó de la chica de la mochila. ¿Adónde iría? Quizá pensaba hacer autostop hasta llegar a algún sitio en el que creyera que iba a ser más feliz y más libre que con su familia. ¿Tendría que haberla detenido? Pero la chica habló mencionado un novio, ¿no? O sea que seguramente no pensaba viajar sola. Además, eso no era cosa suya. De la gente que vivía en Stanbury sólo le importaba saber si estaban dispuestos a creerlo o, por el contrario, a obstaculizarle el camino. Lo demás le daba completamente igual.

Se levantó a las siete, cuando comprendió que —pese a sus ojos enrojecidos y la debilidad en todos sus miembros— no conseguiría dormirse de ningún modo. Empezó a pasearse por la habitación, reflexionando y analizándose a sí mismo y su situación, y finalmente se sentó en el sillón e intentó leer un libro, pero no logró concentrarse. Encendió la radio y escuchó las noticias. Le entraron ganas de tomarse un whisky doble, pero aún era demasiado temprano para eso. A las nueve decidió bajar a desayunar; la noche anterior no había tomado nada y de pronto se sentía famélico. A medida que se acercaba al comedor iba olfateando el aroma a huevos con beicon, tostadas, champiñones y tomates fritos, pero en cuanto entró en la sala vio a Geraldine. Estaba sentada a la mesa, con su obligado y desolador vaso de agua delante. Nada para comer. Tenía mal aspecto, como si estuviese enferma de verdad. Aparte de los ojos hinchados —supuso que de tanto llorar—, estaba muy pálida. Su melena, por lo general tan sana y cuidada, se veía bastante desgreñada.

«Está pasándolo mal», se dijo, y retrocedió unos pasos. Ella aún no lo había visto y Phillip no se sentía con fuerzas para mantener ningún tipo de conversación. Pensó qué hacer. Para empezar, ir a desayunar a otro sitio, y después llamar a un amigo suyo de Londres —uno que tenía buenos contactos— y pedirle que le recomendara un buen abogado de Leeds. Luego intentaría que le dieran hora lo antes posible, para tener al fin un asesor cualificado. Después ya tendría tiempo de pensar cómo pagaría esa primera consulta.

En su habitación tenía una copia de la llave del coche de Geraldine. El coche facilitaría sus movimientos, y además le daría una alegría a la chica: seguro que la pobre estaba martirizándose con la idea de que debía marcharse a Londres. Pues bien, al llevarse el coche iba a darle un buen motivo para que se quedase allí un poco más y albergara renovadas esperanzas. Lo menos que podía hacer por ella era ofrecerle una excusa para justificar su indecisión.

—Pensé en pasarme para ver si aún quedaba algo por hacer —dijo Steve. Trasladaba su peso de un pie al otro, con nerviosismo—. Como cortar el césped o…

—Cuando estamos aquí, nosotros mismos nos ocupamos de todo —le respondió Patricia. Estaba en el recibidor, poniéndose precisamente los guantes de jardinería. Llevaba unos tejanos y una camisa de cuadros blancos y azules—. Ahora me disponía a plantar algunas flores.

Steve asintió. Parecía más irlandés que inglés, con su cabello pelirrojo y su cara llena de pecas. Tenía veintidós años pero parecía más joven.

«Como un colegial —pensó Patricia—. Seguramente necesita dinero».

Entonces lo pensó mejor.

—Bueno, quizá puedas cortar el césped de la parte trasera —le dijo—. Empieza a ser urgente y no sé si encontraremos el momento para ello.

Steve sonrió aliviado.

—Perfecto. Me pongo ahora mismo.

Jessica se acercó desde el comedor. Había pasado un rato más echando un vistazo a los artículos sobre Kevin McGowan, pero no había encontrado nada interesante.

—Voy a dar un paseo —anunció.

—Me lo temía —repuso Patricia con ironía.

Alexander apareció por la escalera. Tenía el mismo aspecto decaído y preocupado de los últimos días.

—No encuentro a Ricarda por ninguna parte —dijo.

Jessica lo miró. Pese a todo, le dolía verlo tan aturdido y angustiado.

—¿Acaso te sorprende? —replicó.

—Yo no diré ni una palabra más —indicó Patricia.

—Jessica —dijo Alexander con tono suplicante.

Ahora no podía hablar con él. Habían sucedido demasiadas cosas.

—Voy a dar un paseo muy largo. No me esperéis a comer. No sé cuánto rato estaré fuera.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Alexander.

—Preferiría ir sola —respondió ella con dureza.

Él asintió lentamente.

—Yo no diré ni una palabra más —repitió Patricia.

—Gracias —le dijo Jessica—, muy amable de tu parte.

Patricia se marchó a la sala.

—¿Crees que puede correr algún peligro? —le preguntó Alexander, refiriéndose a su hija.

—No, creo que no. Sólo necesita calma y tranquilidad. Lo que pasó ayer fue horrible. El comportamiento de Patricia fue absolutamente vergonzoso e inadmisible, aunque todos, incluso Ricarda, estamos acostumbrados a que sea así. Lo malo fue que tú no la defendiste, Alexander. Ella necesitaba protección y ayuda, y tú le diste la espalda. Tendrías que dejarla tranquila durante un tiempo.

—¿No te pareció horrible lo que escribió en su diario? Decía que nos odiaba a todos, que quería vernos muertos y…

—Hay que ser como Patricia para lograr que las cosas suenen tan dramáticas —lo interrumpió Jessica—. A la edad de Ricarda todos los jóvenes odian intensamente, aman con pasión, se desesperan hasta la médula y experimentan las mayores euforias, un sentimiento tras otro, a una velocidad sorprendente, o incluso todos a la vez. Es normal. No acaban de comprenderse, ni a sí mismos ni al mundo que los rodea. Pero en algún momento todos acaban centrándose y volviendo al sitio que les corresponde.

—O cayendo en el mundo de las drogas.

—Ricarda no. Ella no es de ésas.

—¿Crees que hay chicas «de ésas»?

Jessica no respondió. Ya había hablado demasiado y no quería mantener ninguna conversación.

—Hasta luego —dijo.

Y salió seguida por Barney. No se dio la vuelta para mirar a Alexander, pero se preguntó si él correría al teléfono para hablar con Elena.

—Ya estamos casi a la altura de Nottingham —dijo Keith—. Pensaba que a estas horas estaríamos mucho más lejos.

Estaba algo enfadado. Habían salido más tarde de lo previsto. La noche anterior habían caído rendidos en el sofá, abrazados, y al punto se habían quedado dormidos. Cuando despertaron y vieron la hora, Keith empezó a ponerse nervioso.

—¡Tenemos que irnos! ¡Vamos, date prisa! Hay que llegar a Londres lo antes posible.

Se vistieron en un abrir y cerrar de ojos y metieron en el coche sus escasas pertenencias. Keith quería repostar gasolina en el pueblo siguiente. Ricarda había llevado consigo todo su dinero: sus ahorros de antes y lo que Elena le había regalado por Pascua. En total, unas doscientas libras. Aquello no les daba demasiado juego, pero sí el suficiente para llegar a Londres y pasar unos días en alguna pensión de mala muerte hasta encontrar trabajo y un lugar donde vivir. A la luz del día todo parecía distinto, menos apasionante que por la noche, más real, y en secreto ambos se preguntaban cómo conseguirían sobrevivir a esa aventura. Claro que ninguno de los dos estaba dispuesto a mostrar sus temores ante el otro.

—Al principio tendremos que pasar algunas estrecheces —dijo Keith. Ya era la tercera o cuarta vez que lo repetía esa mañana, y Ricarda se preguntó si lo decía para prepararla a ella o en realidad para mentalizarse a sí mismo—. Tendremos que ahorrar todo lo que podamos. Sólo así lograremos salir adelante.

—Claro.

—Las cosas cambiarán cuando los dos consigamos trabajo. Bueno, en realidad tú ganarás más que yo, porque podrás trabajar todo el día. Yo tendré que estudiar y prepararme para lo mío, si es que consigo una plaza.

—Pero tú mismo dijiste que en Londres hay infinidad de plazas para cualquier carrera —le recordó Ricarda.

Keith le sonrió con optimismo.

—Desde luego. Así es. Aunque nunca se sabe lo que puede tardarse en encontrar una. Será una etapa difícil. ¡Pero lo conseguiremos, ya verás!

Ricarda miró por la ventanilla. La autopista que llevaba hacia el sur estaba bastante despejada. Con tan poco tráfico no tardarían en llegar a Londres. El paisaje pasaba a los lados a un ritmo vertiginoso: campos, bosques y pueblos, pequeñas ciudades y alguna que otra zona industrial. Los árboles empezaban a florecer. El calor y el sol de los últimos días habían contribuido a que la naturaleza comenzara a brotar en todo su esplendor. En el cielo azul brillante se veían algunas nubes. Empezaba a oler a verano.

Aun así, tenía miedo.

No quería volver, de eso estaba segura, pero le parecía estar dando un paso muy importante, quizá demasiado, al romper con todo para empezar una nueva vida con Keith. Abandonaba a su familia, a sus amigos alemanes, la escuela, su equipo de baloncesto. Todo lo que formaba parte de su vida, de su rutina diaria. Al menos llamaría a Elena para que no se preocupara. Su madre se moriría de tristeza si la perdiera así, de pronto, y al fin y al cabo ella no le había hecho nada. ¡A su padre, desde luego, no lo llamaría ni en broma!

Papá…

Se le rompía el corazón al pensar en él. Ayer por la noche la había apuñalado dos veces por la espalda: primero al quedarse impertérrito mientras Patricia leía en voz alta su diario, y luego al anunciar con orgullo que J. iba a tener un bebé. Una doble traición que ella jamás podría perdonarle.

Recordó algo que su madre le había dicho no hacía mucho. Ella le había preguntado una vez más, entre lágrimas, por qué se había separado de su padre, y Elena respondió titubeando: «Mira, en realidad tu padre nunca se ponía de mi parte, no sé si por temor a enfrentarse a los demás. A Patricia, Leon y el resto del grupo. Ante ellos me soltaba como una patata caliente. Esa actitud suya me hizo demasiado daño. Te aseguro que no fue cosa de una vez, cariño, sino de muchas, muchas veces».

Al oír aquello había llorado desconsoladamente. No se cansaba de pedir explicaciones a su madre acerca de qué había fallado entre ella y Alexander, pero en el fondo le dolía oír cualquier crítica sobre su padre. En el fondo esperaba que le dijera que su matrimonio había fracasado por culpa de una fuerza extraña y malvada que había sembrado entre ellos desconfianzas e intrigas, pero que al final lograrían desenmascararla y hacer que sus maquinaciones acabaran esfumándose para siempre. Entonces sus padres podrían estar juntos de nuevo y todo volvería a ser como antes.

Pero las cosas no eran así. La noche anterior había comprendido por fin lo que Elena había intentado explicarle en tantas ocasiones. Por primera vez en su vida se atrevió a pensar que su padre era débil, un juguete en manos de sus amigos. Y algo le dijo que Elena, la independiente, orgullosa e íntegra Elena, jamás querría volver a estar con un hombre así.

«Además —pensó con tristeza—, ahora había un bebé en camino».

—¡Eh, pequeña! —Keith le tocó el hombro—. Tienes cara de muy triste. ¿Qué te pasa?

—Nada. —Sacudió la cabeza para librarse de sus pensamientos e hizo un esfuerzo por sonreír—. Creo que tengo hambre. Y sed. ¿Podemos parar en algún sitio y tomar algo?

Keith asintió.

—Falta muy poco para un área de servicio. ¡Ey! —exclamó sonriendo—. ¡A partir de ahora desayunaremos juntos todos los días de nuestra vida!