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Miércoles 14 de mayo - Viernes 23 de mayo

Cuando Leon entró en el restaurante, Jessica ya estaba allí. Un camarero la había acompañado hasta su mesa. Él llegó casi veinte minutos más tarde y con un aspecto penoso. Con barba de dos días, llevaba una chaqueta con los codos raídos y una camisa vieja y parecía haber perdido unos cinco kilos. El camarero lo observó con desagrado. No es que fuera uno de los restaurantes elegantes de Múnich, pero aun así Leon llamaba la atención.

Se mesó el pelo en un vano intento de peinarlo, pero lo dejó aún más alborotado que antes.

—Te he hecho esperar mucho, ¿no? —le dijo a modo de saludo—. Perdona, es que… —Pareció que el esfuerzo de encontrar una excusa le resultaba excesivo, así que dijo—: No me di cuenta de la hora que era.

Daba tanta pena verlo así que no pudo mostrarse enfadada.

—No importa —le dijo—, he estado contemplando la gente. ¿Una copa de vino?

—Sí —contestó él, y se sentó.

Jessica pidió una copa para Leon.

—¿Sabes algo de Evelin? —preguntó luego—. Ibas a llamar a su abogado, ¿no?

Leon ocultó la cara entre las manos y luego dijo:

—Lo olvidé. Ya ves cómo tengo la cabeza.

—Lleva ya dos semanas y media en la cárcel —dijo Jessica—. No podemos dejar que siga allí más tiempo.

—No, desde luego que no. El abogado que le busqué en Inglaterra es muy bueno, te lo aseguro. No deberías preocuparte por ella.

—Pues de momento ni siquiera ha logrado que le concedan la libertad condicional. La verdad, no lo entiendo.

—Supongo que temen que se escape —comentó él con aquella voz extraña e indiferente que venía utilizando desde el día de los asesinatos—. Es extranjera. Podría intentar fugarse a Alemania.

—Pero ya habíamos pensado si sería posible trasladarla a Alemania —dijo Jessica—. Es alemana. Las víctimas son alemanas. ¿No debería ocuparse de todo esto la justicia alemana?

—El crimen se cometió en Inglaterra. El primer sospechoso era inglés, y se dejó en libertad sólo porque contaba con una coartada más que sospechosa. Supongo que Scotland Yard querrá llegar al fondo del asunto.

—Pero tú me dijiste que harías lo posible por que la dejaran venir aquí…

—¡Jessica! —Su voz fue casi una súplica. Tenía los ojos enrojecidos de cansancio—. Jessica, no puedo más. No sé de dónde sacas fuerzas para preocuparte por Evelin. Te admiro por ello, y seguro que eres mejor persona que yo, pero es que no puedo más. De verdad. No me quedan fuerzas. Necesito mis últimas reservas para llegar al final de cada día sin derrumbarme. Lo siento.

Ella sabía que Leon estaba intentando organizar una mudanza para luego vender la casa. Debía de ser horrible pasarse el día revolviendo en las pequeñas y grandes cosas que se acumulan a lo largo de la vida de una familia: premios y certificados deportivos de las niñas, dibujos y figuritas que hicieron, sus primeros dientes, sus libros de colores y los vestiditos de sus muñecas. Las tazas en que cada mañana tomaban la leche del desayuno, las mochilas del colegio, los vestidos… Y las cosas de Patricia. Sus pantalones, jerséis y vestidos, sus chándales y sus zapatillas de deporte. Sus artículos de cosmética, los álbumes de fotos que evocaban la felicidad de la familia, las cartas de amor que se escribían en su época de novios. Su camisón preferido, el calendario en el que anotaba las citas más importantes, las visitas al ginecólogo y los cumpleaños, sus libros y CD, sus zapatos y bolsos. Y todos los cuadros, esculturas y vasijas con que tan ostentosa y ruinosamente había decorado la casa…

Nada de lo que Leon tocase dejaría de traerle algún recuerdo. Nada lo dejaría impasible. Era su pasado. Su vida. Su familia.

—Estoy tirándolo todo —le dijo, casi leyéndole el pensamiento—. ¿Qué puedo necesitar? Al principio pensé en llamar a una empresa de mudanzas, darles la llave de la casa, irme y volver cuando la hubieran vaciado. Habría sido lo más fácil…

El camarero trajo el vino y las cartas. Leon bebió un sorbo con un movimiento más bien mecánico.

—Pero no pude. No me vi capaz de dejar en manos de unos desconocidos lo único que me queda de ellas. Tuve la sensación de que se lo debía, de que tenía que tocarlo todo, mirarlo todo… despedirme de todo.

—Te entiendo —dijo Jessica.

Pensó que no tenía sentido volver a sacar el tema de Evelin. Leon estaba en un lamentable estado psicológico. Había supuesto que él seguiría furioso con Phillip Bowen y que sólo por eso haría todo lo posible por que liberasen a Evelin, pero la muerte de Sophie lo había cambiado. Ya no se trataba de saciar su sed de venganza o justicia, de meter entre rejas a quien había acabado con su familia. No, ahora era como él mismo había dicho: necesitaba de todas sus fuerzas para no tirar la toalla. Había sido un golpe demoledor. No podía ver más allá del atardecer de cada día. Sólo podía preocuparse por sí mismo. Todos sus esfuerzos estaban dirigidos a superar la pesadilla que le había tocado en suerte. De todos ellos, él era quien había recibido el golpe más duro.

—¿Has encontrado un comprador para la casa? —le preguntó, buscando cambiar el tono de la conversación.

Él asintió.

—Me han hecho algunas ofertas interesantes. No creo que tenga ningún problema.

—¿No has pensado en vender Stanbury en lugar de la casa de Múnich?

—Por el momento no. Aquí no quería seguir viviendo de ningún modo, así que pensé que lo lógico era vender esta casa y de paso saldar mis deudas más acuciantes. Stanbury es un apoyo.

—Pero mantenerla también cuesta dinero.

Leon no dejaba de remover su copa. En el dedo anular de su mano derecha aún llevaba el anillo de bodas.

—Ya lo sé. Pero si la vendiera ahora tendría la sensación de que todo va demasiado rápido. Stanbury era muy importante para Patricia. Para todos nosotros. Quizá necesite mantener esa sensación durante un tiempo.

Ambos callaron y se sumieron en sus respectivos pensamientos. Fuera comenzaba a oscurecer. Había sido un cálido día de mayo y el verano empezaba a irrumpir con fuerza, pero esta vez sería diferente. Ya no volvería a haber otro verano como los de antes. El camarero se acercó a la mesa.

—¿Qué tomarán? —preguntó.

—Yo no tengo hambre, gracias —dijo Leon.

Jessica tampoco tenía nada de hambre, pero pidió una ensalada. El camarero arqueó las cejas, anotó el pedido y se marchó.

—Lamento no haber asistido al entierro de Alexander —dijo Leon—. Hacía días que quería decírtelo. No me vi con fuerzas.

—No te preocupes; mis padres me acompañaron. Ricarda tampoco asistió, pero Elena llamó para disculparla. Sigue sin abrir la boca y se pasa la mayor parte del tiempo acostada. No cabe duda de que está traumatizada.

Él sonrió con amargura.

—Mejor una hija traumatizada que ninguna. Dios sabe que en mi familia las cosas no iban del todo bien, pero aun así estábamos unidos… —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿No te parece una locura? Tras una tragedia como ésta surgen los remordimientos. ¿Será porque hemos sobrevivido? ¿Porque no siempre estuvimos al lado de aquellos a los que hemos perdido y no fuimos capaces de confortarlos y ayudarlos? ¿A ti también te pasa? —Pero no esperó a que ella respondiera, sino que continuó—: Yo no quería reprocharme nada, no quería tener que pasar también por este absurdo martirio añadido, pero no dejo de evocar imágenes… Fragmentos del pasado, ¿sabes? De cuando Patricia se quedó embarazada de Diane sin que lo esperáramos. Por Dios, sólo tenía dieciocho años. Yo tenía veintisiete y estaba haciendo las prácticas para licenciarme en derecho. Tuvimos que casarnos…

—Os habríais casado de todos modos, sólo que un poco más tarde.

Él la miró a los ojos y meneó la cabeza.

—No. Jamás me habría casado con Patricia. Por entonces era… era preciosa. Muy joven. Irresistible por su energía y sus ganas de vivir, pero también agotadora. No dejaba de exigirme cosas. Siempre me decía lo que debía hacer y lo que no, lo que podía hacer y lo que no, lo que debía pensar, lo que debía vigilar, hacia dónde debía avanzar, la fortaleza y autoconfianza que debía mostrar… Me taladraba cada día con su credo personal, y yo corría detrás de ella, con la lengua fuera, esforzándome por satisfacerla y teniendo siempre la sensación de que no acababa de hacerlo bien. De que no estaba a la altura de lo que ella esperaba de mí. Incluso porque un domingo por la mañana me quedara un rato más en la cama mientras ella se levantaba a primera hora y salía a correr o a hacer ejercicio. Cuando yo quería adelgazar me pasaba semanas sufriendo como un condenado por una dieta que ni siquiera seguía al pie de la letra, y al final, con un poco de suerte, lograba bajar medio kilo; pero cuando ella quería adelgazar se fijaba un severo organigrama alimentario y lo cumplía a rajatabla, y perdía exactamente los tres kilos que quería y justo en el tiempo previsto. Era despiadadamente disciplinada. Muy fuerte. Sin duda se exigía tanto a sí misma como a los demás, pero a mí… —levantó las manos en un gesto de desesperación—, a mí me dejaba hecho polvo. Ella era siempre mejor que yo, iba siempre un paso por delante. Siempre.

El camarero les llevó la ensalada y unos panecillos. Leon pidió otra copa de vino. Jessica empezó a picar, sin el menor apetito, los tomates y champiñones.

—Al principio creí que abortaría —dijo Leon—. No le exigí que lo hiciera, pero mencioné la opción en un par de ocasiones. Patricia no tenía previsto tener hijos tan joven, pero quería ser madre y pensó que un aborto podría afectar futuros embarazos. Así que decidió tener el bebé. Tim y Alexander me dijeron que debía casarme con ella, que era lo correcto. Así que nos casamos. El día de mi boda me levanté temprano y empecé a beber. Cuando Tim y Alexander pasaron a recogerme por casa ya estaba bastante borracho. Me metieron bajo la ducha y abrieron el chorro de agua fría, me dieron una aspirina, me hicieron el nudo de la corbata y me dieron caramelos para disimular el aliento a alcohol. Sólo así fui capaz de reunir el valor necesario para dar el sí-quiero sin balbucear. Evidentemente, Patricia notó que estaba un poco abotargado y lento de reflejos, pero aguantó el tipo todo el día. Sonrió, estuvo pendiente de todos los invitados y se comportó como la novia perfecta, hasta que nos quedamos solos. Entonces tuvimos una terrible discusión. Me habló con dureza y brusquedad, pero yo tenía demasiado alcohol en el cuerpo y un terrible dolor de cabeza, así que no di la talla. En un momento dado no pude soportarlo más y me largué. Cogí un taxi y fui a ver a Tim, que por entonces aún vivía solo. Alexander estaba con él, tomándose una copa y charlando un rato. Elena y la pequeña Ricarda ya se habían marchado a casa. Me uní a ellos y creo que… que lloré como un niño. Estaba desesperado. Sí —dijo, respirando hondo y evitando cruzar su mirada con la de Jessica—, así fue nuestra noche de bodas. Patricia sola en casa y yo con mis mejores amigos, primero llorando y después bebiendo. Retomé la borrachera donde la había dejado aquella mañana, y al final los tres acabamos como cubas, diciendo tonterías y riendo como idiotas…

Por fin se atrevió a mirar a Jessica. Ella descubrió una mirada en la que sólo había desesperación, vacío, desconsuelo, y la convicción de que nada se arreglaría ni mejoraría jamás.

—Estaba muerto de miedo. Acababa de casarme y estaba a punto de ser padre, y eso justo en el momento en que más quería (y necesitaba) sentirme libre como el viento. Tenía la sensación de haber caído en una trampa de la que ya no escaparía. Y aquella noche salió a relucir el tema de Stanbury.

—¿El tema de Stanbury? —repitió Jessica.

Leon esbozó de nuevo aquella sonrisa torcida y respondió:

—Sí. Ya te he dicho que estábamos borrachos y no dejábamos de decir tonterías. Ellos intentaban consolarme. A Tim se le ocurrió hacer una lista y escribir todo lo bueno que tenía mi nueva situación. A mí no se me ocurrió qué podía tener de bueno, y a ellos tampoco, pero de pronto Alexander mencionó Stanbury, y Tim y él empezaron a hablar de la casa sin parar. Por aquella época Kevin McGowan estaba ya enfermo de cáncer y todo parecía indicar que Stanbury pasaría a manos de Patricia en un futuro muy cercano. Así que ambos llegaron a la conclusión de que, en cierto modo, me había casado con una joven de la nobleza rural inglesa, poseedora de una mansión y unos terrenos envidiables. Que había pasado a formar parte de la alta sociedad británica y que pronto acabaría siendo vecino de la reina de Inglaterra. Dijimos infinidad de tonterías, pero poco a poco fuimos entusiasmándonos con la idea de Stanbury. Aquella noche decidimos que cuando Patricia recibiera su herencia nos iríamos todos a pasar allí las vacaciones. Stanbury pasaría a ser nuestro Stanbury. De Tim, Alexander y mío. Sería el lugar donde nos reuniríamos y olvidaríamos nuestros problemas cotidianos, donde podríamos ser nosotros mismos. El lugar que sellaría aún más nuestra amistad. Así pues, entre la borrachera y el cansancio, pensé que al fin y al cabo todo iba a salir bien. Por la mañana volví a casa y pensé que podría aguantarlo todo gracias a la existencia de Stanbury House. —Meneó tristemente la cabeza al recordarlo—. Yo nunca amé a Patricia. Ni entonces ni después. Sólo amé Stanbury, y eso fue lo que me dio fuerzas para soportar mi situación.

—Alexander nunca me habló de esto —dijo Jessica.

Leon pasó por alto la observación.

—Y ahora resulta que Stanbury se ha convertido en la tumba de mi mujer. Y de mis hijas. Es todo tan… tan trágico. Parece un castigo. Estoy siendo castigado porque no amé a Patricia ni a las niñas. Porque mi vida no ha sido más que una mentira.

Estaba claro que en ese momento no tenía sentido hablar con Leon sobre lo que a ella le preocupaba, es decir, sobre cómo ayudar a Evelin. También quería hablar con él sobre la inconcebible afirmación del superintendente Norman respecto a que Tim llevaba años maltratando física y psicológicamente a Evelin. Aunque en su día pareció que Leon daba la razón al policía («Lo sabíamos, sí. ¿Pretendes decirme que tú no?»), a ella le parecía imposible que fuera cierto, y en algún rincón de su mente continuaba creyendo que no era más que un malentendido. El caso es que ahora no podía hablar del tema con aquel hombre abatido y desconsolado. Quizá más adelante, al cabo de unas semanas o unos meses… Jessica le tocó el brazo con cariño.

—No mires atrás —le aconsejó—, no te servirá de nada. Mira sólo al frente.

—¿Tú puedes? ¿Puedes mirar al frente?

—Lo intento. Me gustaría ayudar a Evelin. Algo me dice que en algún momento me desharé en pedazos, pero de momento estoy convencida de que Evelin es inocente y creo que mi deber es ayudarla. Eso me da fuerzas.

—¿Has vuelto a trabajar en tu consulta?

Ella negó con la cabeza.

—Desde que volví de vacaciones no he vuelto a pasarme por allí. Sé que si sigo así perderé todos los clientes que me procuré con tanto esfuerzo, pero… —respiró hondo— bueno, si los pierdo volveré a empezar desde el principio. De todos modos ya nada será como antes.

—Cierto. Ya nada será como antes.

Guardaron silencio durante unos segundos. Con expresión huraña, el camarero se llevó el plato de Jessica, que apenas había probado bocado. Fuera había caído la noche, y el ruido y el ajetreo de la gran ciudad habían disminuido considerablemente. En el restaurante, la gente charlaba, reía y brindaba por los buenos tiempos.

—¿Y qué haces durante el día? —preguntó Leon al fin.

Ella se quedó pensativa. ¿Qué hacía durante el día? ¿Qué hacía desde que mataron a su marido?

—Pienso —dijo al cabo—. Le doy vueltas a las cosas. Intento comprender lo incomprensible. Trato de hacerme una idea…

—¿Una idea de qué?

Jessica cogió el monedero. Había llegado la hora de irse, de volver al vacío de su casa, a la soledad que compartía con Barney. A los planes, las estrategias, las reflexiones. A todo eso que la ayudaba a mantenerse alejada de la realidad, a no asumirla todavía, y librarse así del dolor y la desesperación.

—De Alexander. De todos vosotros. Hay muchas cosas que aún no comprendo. —Hizo un gesto al camarero—. Lo primero que haré será visitar al padre de Alexander. Debería decir mi suegro, pero me cuesta llamar así a un hombre que no conozco.

—¿Cómo que no lo conoces? —preguntó Leon, sorprendido.

—No asistió a nuestra boda. Ni al entierro. Alexander me dijo que tenía una relación muy complicada con su padre y que hacía mucho tiempo que no se hablaban. Me gustaría saber por qué.

Por primera vez la sonrisa de Leon se relajó un poco, aunque tampoco es que llegara a ser de felicidad.

—Vas directa a la boca del lobo. El padre de Alexander. El viejo Wilhelm Wahlberg. Todo el mundo lo llamaba Will. Will a secas. Alexander siempre le tuvo pavor.

—¿Por qué?

—Por ser como es. Colérico, intolerante, irascible. Exigente. Egotista. Sádico cuando se trata de avergonzar a los demás. Capaz de utilizar las palabras con la suficiente dureza para provocar un suicidio. Y está lo bastante loco para disfrutar de ese poder. De verdad, Jessica, no te pierdes nada por no conocerlo.

Entonces ella le hizo una pregunta inesperada:

—Alexander tenía unas pesadillas horribles. ¿Sabes el motivo?

Leon entornó los ojos y desvió la mirada.

—Ni idea —dijo.

Barney la recibió meneando la cola. Ella le hizo unas carantoñas, comprendió las prisas que el pobre tenía y lo sacó a dar su paseo. Sólo se cruzaron con un joven que hacía footing. El resto del barrio parecía dormir. Por fin le quitó la correa y el animal se puso a corretear de un lado a otro, marcando el territorio por todas partes y arrastrando el hocico por la hierba fresca y húmeda que rodeaba los árboles de la acera. Aquella noche de mayo estaba cargada de olores y promesas.

Para los demás.

Para ella, para Jessica, ya no quedaba ninguna promesa.

Era casi medianoche cuando volvió a casa. Le pareció vacía y oscura. La casa de Alexander, situada en la zona oeste de Múnich. La casa en que había vivido primero con Elena y Ricarda y después solo. Jessica se había ido a vivir con él antes de casarse, pero ambos tuvieron siempre muy claro que se cambiarían de casa en cuanto pudieran. «Quiero empezar una vida nueva contigo», le dijo Alexander en su día. Así pues, ¿por qué al final no lo hicieron?

La casa quedaba muy cerca de su consulta, pero eso no era más que un detalle; en ningún caso motivo suficiente para quedarse allí. Quizá se debió a que ambos tenían demasiado trabajo y no podían dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios para buscar otra vivienda. ¿O era que Alexander no había querido marcharse de verdad? ¿Que estaba más ligado a su pasado de lo que quería admitir?

«No empieces a buscar sentidos ocultos para todo —se dijo mientras cerraba la puerta—, o lo único que lograrás será volverte loca. Al fin y al cabo, tú también te limitaste a hablar del tema y nada más. Los dos fuimos unos comodones».

Se prohibió pensar en lo bonito que sería que Alexander estuviera ahora allí, en el comedor, esperándola. Se tomarían una copa de vino, él le contaría anécdotas de la universidad y ella le hablaría de la consulta. Él le pondría la mano en el vientre y le preguntaría qué tal estaba el pequeño.

—¡Mierda! —dijo en voz alta—. ¡No pienses en ello, maldita sea, no pienses en ello!

Fue al cuarto de baño, abrió el agua de la bañera y echó un puñado de sales. Eran casi las doce y media cuando se sumergió en la reconfortante, agradable y silenciosa calidez del agua. Llevó consigo una copa de vino. Sabía que no debía beber alcohol durante el embarazo, pero desde el 24 de abril, el día que volvió de un agradable paseo por la campiña inglesa en plena primavera y descubrió que su vida se había roto en pedazos, era incapaz de dormirse sin haber tomado antes una o dos copas de vino. Esperaba que al bebé no le afectara demasiado.

No quería pensar en Stanbury, pero, por supuesto, su mente la condujo de nuevo hasta allí mientras su cuerpo contemplaba el techo y las baldosas de las paredes, en las que Ricarda había pegado algunas calcomanías cuando era niña. Ciervos de ojos enormes, pájaros gordezuelos, brujas de nariz curvada, princesas de pelo dorado, estrellas, soles, medialunas sonrientes… Un mundo romántico e infantil ya imposible de atribuir a la adolescente rebelde y obstinada en que se había convertido la hija de Alexander.

Ricarda. Leon. Evelin. Y ella.

Le había tocado a Evelin. Ella era la sospechosa de un crimen por el que —de eso estaba segura— podían haber acusado a cualquiera de ellos. Pero Evelin tuvo la mala suerte de explicar su historia sin demasiado acierto, cayendo en contradicciones e inconsecuencias. Aunque ¿quién iba a pensar que alguien podía ser consecuente tras sufrir un trauma semejante?

El superintendente Norman y el inspector Lewis. Ellos.

Y descubrieron que Tim maltrataba a su mujer, de modo que ahí tenían también un motivo. ¿Acaso Evelin sería capaz de matar por algo así? ¿Podría haber sufrido un ataque y matado a todo aquel que se cruzara en su camino? ¿Evelin la gorda, la depresiva?

¿Evelin la dulce y amable? No, era imposible. Jessica no podía creerlo.

Ricarda. Metida en la bañera recordó el odio que la chica había plasmado en su diario. Su voluntad de verlos muertos a todos se había cumplido con espantosa rapidez. Estaba claro que culpaba a Patricia y a los demás de la separación de sus padres. Era un trauma que no había logrado superar. Pero ¿acaso iba a matar por ello a cinco personas?

Leon. Su situación era bastante comprometida. Sus problemas económicos eran más graves de lo que se había atrevido a confesar a nadie —excepto quizá a Tim—, y además tenía dos hijas muy exigentes, caprichosas y acostumbradas a tener todo lo que querían, y una mujer intransigente y empeñada en conducirlo al éxito con la que en realidad habría preferido no casarse. Admitir ante ella su fracaso profesional debió de suponerle un doloroso trauma. Se conocen muchos casos de hombres que en semejante situación no encuentran más salida que la de acabar con toda su familia. Librarse para siempre de las esperanzas, exigencias, críticas o incluso maldades de la sociedad. Aunque por lo general estos hombres acaban también quitándose la vida, o al menos intentándolo. Pero ¿por qué tendría que haber matado Leon también a Tim y Alexander?

«Sus dos mejores amigos», pensó Jessica. Se conocían desde el parvulario y habían pasado juntos toda la vida. Un trío invencible, una alianza indestructible. Y él era el bobo al que le había tocado sufrir el fracaso económico. ¿Acaso lo atormentaba también la sensación de ser un fracasado en comparación con ellos? ¿Se habían vuelto sus amigos tan insoportables para él como su familia?

«¿Y yo? —se preguntó—. ¿Cuál podría ser mi motivo?»

Meneó la cabeza, se levantó, cogió la toalla y se envolvió. Se inclinó sobre el lavabo y se miró en el espejo. Observó su pálido rostro enmarcado por la melena húmeda.

«Yo no tengo ningún motivo», decidió.

Claro que quizá los demás también pensaran eso de sí mismos. Quizá les diera por reírse, o enfadarse, si supieran lo que podía llegar a pensarse de sus respectivas situaciones vitales.

Se lavó los dientes y pensó un poco en Phillip, de quien Leon estaba seguro de que era culpable, o mejor dicho, lo estaba antes de restringir todas sus reacciones a luchar contra el dolor y la miseria a que se había visto reducida su vida. ¿Era posible que Phillip hubiera tenido un ataque de locura? ¿Que hubiese sentido una rabia inmensa al ver que nadie le creía y lo trataban como a un loco obsesionado con una idea absurda? ¿Cómo te sientes si estás seguro de que algo te corresponde por derecho pero nadie te hace caso? ¿Podrías acabar sumiéndote en un estado de locura transitoria?

Pues sí, claro. Los periódicos están cargados de historias así.

Aunque era ya la una de la madrugada, Jessica sabía que no lograría conciliar el sueño. Envuelta en la toalla, bajó al salón. Barney estaba acostado en el sofá y la miró con ojos soñolientos. Se sentó a su lado y empezó a acariciarlo mientras cogía el mando de la tele y daba un vistazo a todas las cadenas. Sintió ganas de tomarse una segunda copa de vino, pero se prohibió hacerlo. Tenía que pensar en el bebé.

«Y también tengo que pensar en Evelin», se dijo. Quizá debería hurgar un poco en su vida, meter las narices en su pasado y buscar algo que la ayudase, algo que desacreditara la tesis de su móvil. El problema era que de momento no podía contar con Leon. En cualquier caso, estaba segura de que lo ocurrido tenía relación con la amistad que los unía a todos: con esa imagen falsa que proyectaban al exterior, con esa armonía y afinidad que sólo lo eran a primera vista, porque si se miraba con atención se descubría una terrible necesidad de adaptarse a los demás y cierta tendencia a recelar del exterior.

¿Qué era lo que llevaba a un grupo de personas a tener semejante necesidad de controlarse mutuamente? Jessica se respondió sin vacilar: porque el grupo era frágil e inestable, quizá ni siquiera real.

Miró la tele sin ver lo que proyectaba. Sabía exactamente a quién acudir. Quién era la única persona capaz de ayudarla y aclararle sus dudas. El problema era que no tenía ningunas ganas de hablar con la ex mujer de su marido.