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EL DIARIO DE RICARDA

Todavía 23 de abril.

¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer!

Tengo ganas de gritar, de clavar las uñas en la pared o, mejor aún, ¡en el rostro de esa bruja! Quiero oírla llorar, ver cómo se retuerce de dolor. Quiero verla enferma y hecha polvo.

¡Quiero verla muerta!

La odio con todo mi corazón. Creo que no hay nadie en el mundo a quien odie o pueda llegar a odiar tanto como a Patricia. A su lado J. es una delicia.

Estaba a punto de salir de casa. No había bajado a desayunar, evidentemente, porque cada día que pasa me resulta más insoportable tener que enfrentarme a la panda y soportar sus miradas idiotas y repulsivas. Papá no había aparecido por mi habitación, lo cual me sorprendió, porque estaba convencida de que lo primero que haría esta mañana sería venir a darme el coñazo y recordarme qué puedo y qué no puedo hacer, así que supuse que por fin había entendido lo poco que me afectan sus palabras, y estaba a punto de salir de casa para ir a ver a Keith. Sentía tanto amor y cariño y ternura que necesitaba verlo cuanto antes.

Pero cuando llegué al recibidor, Patricia salió del comedor como un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso, y me cogió por los brazos con tanta fuerza que hasta noté sus uñas a través de mi cazadora tejana.

—¿Adónde crees que vas? —me gritó con voz estridente.

Parecía una histérica.

Intenté zafarme. Soy unos veinte centímetros más alta que ella, pero la muy asquerosa tiene una fuerza impresionante. Podía haberla tumbado sin más, pero no me atreví a pegarle un puñetazo en el estómago o darle una patada en la ingle, así que me quedé quieta, con la sensación de que estaban arrestándome y llevándome ante un juez.

—¿Adónde crees que vas? —repitió.

Creo que en total me lo preguntó tres veces, mientras yo me retorcía como un pez en el anzuelo para intentar librarme de su presa.

—¿Y a ti qué te importa? —le grité al fin—. ¡No es cosa tuya!

—¿Ah, no? ¡En eso te equivocas, guapa, te equivocas por completo!

Su voz sonaba mucho más aguda de lo normal, en serio, y tenía las mejillas muy rojas. Su corazón debía de estar bombeando sangre a toda pastilla. Todavía me alucina que se haya puesto tan nerviosa por mi culpa. Quizá es que ya venía de estar enfadada con su marido. Quizá le había suplicado que le hiciera el amor pero él había vuelto a negarse. Debía de sentirse como una mierda.

—¡Ésta es mi casa —chilló—, y todo lo que pasa aquí es cosa mía!

Me hacía daño con las uñas. Y entonces, para colmo de los colmos, ha tenido que aparecer el imbécil de Tim, con sus horribles zapatos ortopédicos y su barba cerrada.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, y fue como si estuviera diciendo «confiad en el bueno de Tim».

Siempre que dice alguno de sus disparates intenta dar la misma impresión. Te mira por encima del hombro, como si estuviera por encima de todo y nosotros fuéramos unas pobres y pequeñas criaturas que no logran poner su vida en orden. ¡Hay que joderse! ¡Es ridículo que se sienta superior! ¡Precisamente él!

Sea como fuere, Patricia empezó a chillar que soy una pelandusca (me ha llamado pelandusca, ¡en serio! Claro que después lo negó y papá, por supuesto, ha preferido creerla a ella) y que alguien tenía que pararme los pies de una vez porque, si no, acabaría muy mal.

Tim intentó calmarla (a estas alturas tenía ya la cara casi lila y el tío probablemente temía que le diese un ataque de apoplejía y la palmara, lo cual sería, en mi opinión, lo mejor que podría hacer por nosotros).

Entonces me soltó el brazo y empezó a vociferar como una loca, de modo que los demás no tardaron en asomar la cabeza. Evelin, J., Leon con las tontas de sus hijas, y al final incluso papá, que parecía un muerto y no dejaba de pasarse la mano por la cara.

J. intentó poner un poco de orden y dijo algo como que papá y ella querían hablar a solas conmigo, pero yo salté y le grité que no tenía ningunas ganas de hablar con ella, y que lo único que quería era que me dejaran en paz. Al parecer, también le dije que se fuera al cuerno. Papá asegura que lo dije, pero yo no me acuerdo. En principio diría que sólo le dije que me dejase tranquila. En fin, ahora da igual.

El caso es que Patricia sufrió un segundo ataque de ira, justo cuando empezaba a recuperarse del primero, y se lanzó a atacar al pobre papá al más puro «estilo Patricia». Bueno, tampoco es que papá me dé mucha pena, la verdad: eso le pasa por llevar tantos años permitiendo que esa loca lo trate así. La tía empezó a decirle que soy una maleducada, un desastre de hija que va por el peor camino, y que no le sorprendería que acabara convirtiéndome en una delincuente. Le dijo que el único modo de meterme en vereda sería encerrarme en un internado, y que —¡¡y esto fue lo más fuerte de todo, la mayor impertinencia!!— por respeto a Elena se sentía obligada a tomar cartas en el asunto e impedir que siguiera acostándome con cualquier tiparraco de la zona.

Entonces yo le grité a la cara que mi novio no era ningún tiparraco.

—¡Ajá! —exclamó ella—. ¡Al menos reconoces que sales con alguien!

—¡Sí, y estoy enamorada de él!

—Vamos, vamos —terció el cabrón de Tim.

—A mí me parece muy normal —dijo J. en voz baja.

Entonces les dije que me iba, pero papá me respondió que no, que ya estaba harto, y que hoy me quedaba en casa.

—¿Cómo que hoy? —chilló Patricia—. ¡Hoy y todos los días a partir de hoy!

Pero al menos esta vez papá no la tuvo en cuenta y se dirigió sólo a mí.

—Nunca sé lo que haces ni dónde te metes. ¿Tienes novio? Genial, hablemos de ello. Invítalo a comer. Me gustaría conocerlo.

—¡Pero yo quiero irme con él! —le contesté, desesperada al darme cuenta de que estaba a punto de echarme a llorar. Tenía lágrimas en los ojos y me temblaba la voz.

—Hoy te quedas en casa —repitió papá.

No sé cómo explicar lo terrible que fue ese momento. Cómo me sentí, ahí plantada en medio de todos ellos, sin poder defenderme, sin poder hacer nada, y con todas las miradas clavadas en mí. Evelin y J. me observaban como si me compadecieran, Tim como si estuviera haciéndole pasar un buen rato, Leon como si tuviera dolor de cabeza, Diane y Sophie alucinadas —seguro que se pasarían el resto del día poniéndome a parir—, y Patricia como el cazador mirando su presa. Papá parecía más triste que nunca. Empecé a encontrarme mal y de pronto me pasó una escena por la cabeza. Brillaba con una luz cegadora, como si estuviese iluminada por un rayo y por unos segundos hubiese dejado a la vista algo que normalmente permanecía en la sombra.

Me vi a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos, empezaban a sangrar por la boca e iban cayendo al suelo uno a tras otro, hasta que por fin dejaban de mirarme. Ya no tenían ningún control sobre mí.

Por fin era libre.

La imagen desapareció con la misma rapidez con que había llegado, y ahí estaban todos de nuevo, vivitos y coleando, situados a mi alrededor como un muro de piedra.

Me abrí camino entre ellos, subí la escalera y me encerré en mi habitación. Por suerte logré contener las lágrimas hasta llegar aquí. Ahora lloro de rabia y de impotencia. No dejo de pensar en mamá. Ella había llegado a odiarlos tanto que incluso tuvo que divorciarse de papá.

Y tampoco dejo de pensar en Keith. Seguro que estará esperándome. Seguro que se preguntará dónde me he metido.

Estoy desesperada.

¡Quiero irme de aquí!