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EL DIARIO DE RICARDA
23 de abril.
Estoy supernerviosa. Me tiemblan las rodillas y el corazón me late a mil por hora. Las manos me sudan un poco mientras escribo. Son casi las dos y media de la madrugada. Acabo de volver a casa. Cuando estaba subiendo la escalera papá abrió la puerta de su cuarto y preguntó si era yo. Le dije que sí y pensé que iba a caerme una bronca impresionante, pero sólo dijo «mañana hablamos» y volvió a cerrar la puerta.
Pero aunque me hubiese soltado un sermón no me habría importado. Creo que ni siquiera le habría escuchado.
Lo he hecho. Keith y yo lo hemos hecho. Nos hemos acostado. Y ha sido lo más bonito que he hecho en mi vida.
Hemos pasado todo el día juntos. Por la mañana papá me había prohibido volver a ver a Keith, pero yo tenía claro que de eso nada. Prefiero morirme a dejar de verlo. Por lo demás, creo que en este asunto tengo a J. de mi parte. A lo mejor quiere hacerse la simpática. Da igual. La odio de todos modos.
Me fui al granero. No estaba dispuesta a desayunar con toda esa pandilla de idiotas. No los soporto, me dan ganas de vomitar. Si no tuviera a Keith a mi lado creo que no aguantaría aquí ni un día más.
Cuando llegué al granero hacía un día muy bonito. Estuvimos un rato abrazados y besándonos, y entonces Keith propuso salir a dar una vuelta en coche. Pasamos por pueblos pequeños y pintorescos, con casitas que parecían de juguete, y recorrimos unos paisajes tan abandonados que parecía imposible que alguna vez fuéramos a encontrarnos de nuevo con un ser humano, una casa, una vaca o lo que fuera. De vez en cuando parábamos el coche y caminábamos un rato. Hacía un día precioso, con mucho viento, y el cielo estaba despejado y azul. Aquí y allá fuimos encontrándonos con trozos de muro que teníamos que escalar, y, aunque al principio me daban miedo las ovejas que solía haber al otro lado, Keith me tranquilizó diciendo que todos los caminos de Yorkshire pasan por campos con ovejas o vacas y que hasta ahora nadie ha sufrido ningún accidente. A mediodía empezamos a tener un poco de hambre —sobre todo yo, que no había desayunado—, y Keith propuso que fuéramos a tomar algo a alguna fonda. Así que contamos el dinero que llevábamos encima, que no era precisamente una fortuna, sólo unas miserables libras. En el pueblo siguiente no había fonda pero sí un restaurante de comida rápida que parecía bastante cutre. Creímos que sería muy barato, pero al final tampoco lo era tanto. Compartimos una cerveza y unas escalopas con patatas. Nos quedamos con hambre, pero ninguno de los dos le dio demasiada importancia.
Pasamos mucho rato mirándonos, y desde el primer momento supe que hoy iba a ser el gran día. Lo tenía muy claro.
Por la tarde volvimos al granero. Allí Keith siempre tiene algunas latas de cerveza, de modo que al menos pudimos saciar la sed. Empezó a refrescar y nos acostamos en el sofá, tapados con una manta y muy abrazados. Él puso la radio y escuchamos a Céline Dion mientras nos besábamos. Un poco cursi, pero en el fondo pegaba.
La bebida me mareó un poco. No suelo tomar alcohol y en realidad la cerveza ni siquiera me gusta, pero hoy bebí para calmar el hambre, básicamente. Keith tenía por ahí unos cigarrillos y también fumamos un poco. Por suerte no era la primera vez que lo hacía; me habría dado mucha vergüenza ponerme a toser delante de Keith. Después nos acariciamos un rato, siempre escuchando música. Fue maravilloso. Entonces empezó a oscurecer y Keith dijo que me llevaría de vuelta a casa.
—Te reñirán de todos modos —me dijo—, pero al menos deberíamos intentar que la cosa no vaya a peor.
—Tú mismo lo has dicho —le contesté—: me reñirán en cualquier caso, así que prefiero quedarme.
No tenía ganas de volver a casa. Seguro que papá me soltaría un rollo terrible y después me encontraría con la bruja de Patricia.
Entonces, al cabo de un rato, Keith empezó a moverse con inquietud. Yo estaba quedándome dormida pero él me dijo que estaba incómodo y preguntó si me importaba que se sacara la ropa. Me despejé de golpe y me puse nerviosa, aunque disimulé y le dije que vale, que yo también me sacaría la mía. Así, como si nada. Nos quitamos los tejanos pero nos dejamos los jerséis y la ropa interior. Keith metió la mano por debajo de mi jersey y me acarició el vientre. Me encantó. Entonces empezó a respirar más rápido de lo normal. De repente tuve dudas de si quería seguir adelante o no, pero no quería parecer una niña tonta y decidí que sí. Me quitó las bragas con delicadeza y me besó ahí abajo, entre las piernas, y yo le dije algo, no recuerdo qué, algo como que quería hacer el amor con él. Él ya se había sacado los calzoncillos, yo al principio no me había dado ni cuenta, y entonces me preguntó si quería de verdad, y yo le dije que sí, claro, y entonces lo hicimos. Así escrito suena fatal, pero es que no sé cómo explicarlo. Lo hicimos, simplemente. En realidad casi no noté nada. Sólo tuve la sensación, la seguridad, de que lo amo, de que voy a ser suya para siempre, de que he nacido para él, y él para mí. Yo diría que a él también le gustó mucho, porque no dejaba de murmurar lo fantástica que soy. «Eres grande, nena, eres grande…». Y después se tumbó a mi lado con los ojos cerrados. Al principio respiraba muy rápido pero después fue sosegándose. Me apretujé contra él. Tenía el cuerpo caliente y húmedo de sudor, y yo pensé que iba a morirme de amor y felicidad. Sabía que aquello uniría nuestras vidas para siempre.
Lo primero que dijo Keith cuando abrió los ojos fue:
—¡Dios mío, no tendríamos que haberlo hecho!
—Pero yo también quería —le dije; pero mi voz tembló un poquito porque de pronto me dio miedo que se hubiera arrepentido y tuviera remordimientos; eso habría acabado con toda la magia del momento.
—No hemos tomado precauciones —dijo—. ¿Qué pasará si tú…?
De pronto comprendí a qué se refería.
—No pasará nada —lo tranquilicé—. Mañana o pasado mañana tiene que venirme la regla y es muy difícil que me quede embarazada.
Keith pareció calmarse y volvió a acariciarme el vientre.
—Tú no lo has pasado tan bien como yo, ¿verdad? —me preguntó.
—Ha sido lo más bonito que he hecho en toda mi vida —le dije, y eso era exactamente lo que pensaba.
—A partir de ahora tendremos que ir con más cuidado.
—Claro.
No estaba muy segura de lo que quería decir, pero hice ver que lo tenía todo controlado.
—Será mejor que no comentes nada de esto en casa —me dijo.
—En casa no tengo a nadie con quien hablar —le dije.
Y de pronto rompí a llorar.
Era demasiado: el amor, aquella noche tan bonita, y la tristeza de reconocer que realmente no tenía a nadie con quien hablar. Hasta hace poco pensaba que podía hablar de cualquier cosa con papá, pero entonces pasó algo que lo cambió todo.
Lo malo es que no sé qué fue ese algo, ni cuándo ni cómo pasó. Quizá tuvo que ver con J., o con el resto del grupo. Pero ellos siempre han estado ahí. J. es la única nueva. Aunque es verdad que fueron los demás quienes traicionaron a mamá. Todo era tan complicado que no podía parar de llorar. Keith me abrazó bien fuerte y estuvo acariciándome y murmurándome palabras de consuelo hasta que por fin logré tranquilizarme.
Creo que entonces los dos nos quedamos dormidos. Me desperté sobresaltada cuando Keith gritó: «¡Oh, mierda!». Saltó del sofá y empezó a vestirse a toda prisa. Yo apenas podía verlo a la luz de la luna; las velas se habían apagado y todo estaba muy oscuro.
No sabía qué le pasaba, y cuando se lo pregunté exclamó:
—¡Mira qué hora es!
Pero yo no pude ver el reloj, así que tuvo que decírmelo él mismo: las dos de la madrugada.
—¡Nos hemos quedado dormidos! ¡Ahora mismo te llevo a casa! ¡Dios mío, te van a castigar para el resto de tu vida! ¡Te obligarán a contárselo todo!
Yo me entristecí un poco al ver que confiaba tan poco en mí.
Me levanté y empecé a vestirme.
—Tranquilízate —le dije—, no pienso contarles nada. ¿O acaso crees que me apetece estar castigada el resto de las vacaciones? Crees que aún soy una niña, ¿verdad?
Me dijo que no, que no era cierto, pero de pronto parecía diferente. Más inquieto, más nervioso. Mientras conducía —o más bien volaba, de lo rápido que iba— hacia casa, encendió un cigarrillo y dio una calada con tanta fuerza como si eso pudiera calmarlo de algún modo.
Aún soplaba un viento muy fresco que había apartado las nubes y permitía ver la luna y las estrellas. Poco a poco empecé a sentirme bien de nuevo, aunque Keith estuviera tan raro. Me sentía animada, encantada y feliz. Cuando nos detuvimos ante la verja de entrada, Keith estaba más tranquilo, y cuando me abrazó para despedirse volví a ver calidez en su mirada.
—¿De verdad no quieres que te lleve hasta la puerta? —me preguntó, pero yo dije que no, porque él ruido del motor habría despertado a todos y se me habrían echado al cuello.
Le dije que no me pasaría nada por caminar un poco. Volvimos a besarnos. Yo me habría quedado así una eternidad, pero Keith dijo que era mejor que me fuera.
—No debemos provocar tanto a tu padre —añadió.
Le pregunté si nos veríamos mañana —o sea, hoy—, y él dudó.
—No sé si… ¿Crees que te dejarán salir?
—Hoy tampoco me dejaban y ya ves —le dije—. Me da igual lo que me digan.
—Creo que no deberíamos tensar tanto la cuerda.
—¡Keith! —No soportaba dejar de verlo un solo día, y menos después de aquella noche.
—Estaré en el granero —cedió al fin—. Si puedes venir, allí estaré.
Yo sonreí y le dije que en el peor de los casos lanzaría una sábana por la ventana y bajaría por allí. Lo dije en serio. Volví a besarlo y no paré hasta que él insistió de nuevo en que debía irme.
Supongo que tiene miedo porque soy menor de edad. No entiendo nada de leyes, y menos aún de leyes inglesas, pero supongo que sí, que podría verse en problemas. ¡Pero yo nunca diré nada! No soy una chivata, y a estas alturas él ya debería saberlo.
Mientras caminaba de vuelta a casa me sentía ligera, libre y adulta. De hecho creo que he madurado mucho en los últimos meses. No sólo por Keith, sino por la separación de mamá y papá, y porque soy la única que ve lo enfermos que están todos los amigos de papá. Aunque, claro, también por Keith. ¡Cuando pienso en Diane! Sólo tiene tres años menos que yo pero parece que nos separe toda una generación.
Por cierto, acabo de acordarme de algo: mientras caminaba hacia la casa sucedió algo extraño. De pronto tuve la sensación de que entre los arbustos del camino había alguien. En voz baja susurré «¿Keith?», porque pensé que quizá me había seguido para darme una sorpresa, pero entonces todo quedó en silencio. No oí nada más y no vi a nadie. Quizá se tratara de un zorro. Sea como fuere, no tuve miedo. Creo que no volveré a tener miedo nunca más. Me noto muy fuerte. Como si nada pudiera derribarme.
Y ahora estoy aquí sentada, en mi habitación. Tengo la ventana abierta, me he puesto mi albornoz supersuave y me siento fenomenal.
Papá estará megaenfadado.
¡¡Me da igual!!