3
La primera noche, al llegar a Stanbury House, tomaban espaguetis. Se había convertido en una tradición, y en aquel grupo las tradiciones se mantenían a toda costa. Por lo general, las mujeres preparaban la pasta y después cenaban todos juntos en el comedor, con dos botellas de champán. Al día siguiente cocinaban los hombres, al otro de nuevo las mujeres, y así sucesivamente hasta el final de las vacaciones. Sólo muy de vez en cuando salían a tomar algo por ahí.
A Jessica le sorprendió no encontrar a nadie en la cocina. Al llegar a la casa todos se habían retirado a sus habitaciones para deshacer las maletas, pero ellas habían quedado en poner manos a la obra a las siete. Y ya eran las siete y cuarto.
«No importa —pensó—, empezaré sola».
Se aseguró de que el champán estuviera en la nevera y llenó una olla con agua. Por la ventana se veía el jardín, donde refulgía el suave y dorado sol del atardecer. Aquel mediodía, nada más aterrizar en el aeropuerto de Leeds, habían comprobado que hacía mucho calor para abril. Habían recogido los dos coches de alquiler y durante el trayecto de Yeadon a Stanbury habían ido sacándose chaquetas y abrigos. El campo estaba lleno de narcisos y algunos árboles empezaban a mostrar un verde claro y fresco.
Jessica vio a Leon y Tim paseando por el césped de la casa. Iban muy serios y concentrados en la conversación. Fruncían el entrecejo y parecían cualquier cosa menos felices.
Leon era el marido de Patricia, y, aunque sus amigos lo trataban como si él fuera el dueño de Stanbury House, en realidad era Patricia quien la había heredado. De hecho él no tenía voz ni voto en lo que afectaba a la propiedad, y si alguien le comentaba algo relacionado con la casa, Leon tenía que dirigirse a Patricia para recabar su opinión y acatar su decisión.
Jessica echó sal en el agua, puso la olla sobre el fogón y encendió el fuego. Aquéllas eran sus segundas vacaciones de Semana Santa en Stanbury; en total las sextas que pasaba allí, pues también habían ido en Pentecostés, en verano, a mediados de otoño y por Navidades. A esas alturas ya podía manejarse sola en la cocina, y la verdad es que comenzaba a tenerle un gran cariño a la casa y sus alrededores, aunque a veces pensaba que le encantaría viajar con Alexander, su marido, a algún sitio los dos solos.
Por irónico que resultara, compartía aquel deseo con la hija de quince años de Alexander. Seguramente era lo único que tenían en común. Jessica sabía que Ricarda la odiaba a muerte. Antes, cuando estaban en el dormitorio deshaciendo las maletas, Alexander había sacado un papelito del bolsillo de sus pantalones y se lo había enseñado.
—Mira —le había dicho—. Es el deseo de Ricarda para Semana Santa.
Se trataba de una hoja arrancada con brusquedad de una libreta de espiral. Ricarda ni siquiera se había esforzado en escribir con buena letra. En la parte superior había garabateado «Mi deseo para Semana Santa», y más abajo, con letras enormes, «Pasar las vacaciones con papá en Canadá. Solos». El «solos» estaba subrayado tres veces.
—¿Y por qué no te vas de verdad unos días con ella? —preguntó Jessica, devolviéndole el papel—. Seguro que a ella le iría bien. Aún no ha aceptado que Elena y tú os separarais, y mucho menos que hayas vuelto a casarte. Deberías demostrarle que todavía hay un espacio en tu corazón que le corresponde a ella y sólo a ella.
Alexander meneó la cabeza.
—No quiero pasar tanto tiempo lejos de ti.
—Por mí no te preocupes. Lo entendería. Y quizá nos iría bien a los tres.
—Primero tendrá que cambiar sus modales. Si sigue como hasta ahora no se merece ningún premio. Si le concedo este deseo, pensará que puede conseguir todo lo que quiera. Conozco a mi hija.
Después, Alexander había subido la escalera que llevaba a la buhardilla. Tenía intención de hablar con Ricarda porque, antes de llegar, cuando aún iban en el coche, les había dicho que no pensaba cenar con ellos aquella noche. Jessica tenía curiosidad por ver si él conseguía hacerla bajar.
La puerta se abrió de golpe y Evelin entró en la cocina como un torbellino. Se había cambiado para la cena. Llevaba ropa cara, como siempre. Un vestido de seda azul claro, de bonito corte, que disimulaba bellamente su figura y que Jessica sólo se habría puesto para ir al teatro. Allí, en Stanbury, llevaba casi exclusivamente tejanos y camisetas.
—Llego tarde, ¿no? —dijo Evelin con tono de colegiala excusándose por una falta—. Disculpa, no reparé en la hora hasta que… —Tenía las mejillas encendidas—. ¿Dónde está Patricia?
—Parece que tampoco ha reparado en la hora —respondió Jessica, restándole importancia—. No te preocupes, todavía falta un rato para que el agua hierva.
—No tengo ni idea de dónde está Tim.
Jessica señaló la ventana.
—Fuera, con Leon. Parece que están manteniendo una conversación de lo más interesante.
Evelin se sentó en una silla.
—¿Quieres que trocee unos tomates?
—Con ese vestido, será mejor que no hagas nada. Además, tu mano…
Evelin llevaba vendada la mano izquierda. Aquella mañana, al salir hacia Stanbury, lo había atribuido a un accidente jugando al tenis. Evelin jugaba al tenis muy a menudo, iba cada día al gimnasio, hacía footing y tomaba clases de aeróbic, pero era muy torpe, muy poco ágil debido a su gordura, y solía tener accidentes o hacerse daño a todas horas. A Jessica no le sorprendía: su figura no la acompañaba.
No es que fuera un poco regordeta, no, era absolutamente gorda y parecía que no paraba de engordar. Se pasaba todo el día en la cocina, ingiriendo calorías en forma de pasteles, chocolate y copas de vino, y sus actividades deportivas no podían compensar ese exceso de alimentación. No parecía feliz pese a vivir en una casa preciosa y tener un marido como Tim. No trabajaba ni tenía hijos, y Tim, que era psiquiatra, se pasaba el día en su consulta, con la que tenía mucho éxito y ganaba mucho dinero. La mayor parte del tiempo Evelin estaba sola. Era la más pura imagen de la soledad y la derrota. «Hace seis años —le había contado una vez Patricia— sufrió un aborto espontáneo y perdió el bebé que esperaba. Desde entonces no ha logrado volver a quedarse embarazada. Creo que le cuesta aceptarlo».
—¿Qué piensas hacer estas vacaciones? —le preguntó Evelin—. ¿Volverás a pasear como una posesa?
Desde el principio, Jessica había desconcertado a todos con su pasión por los paseos, interminables y solitarios. Cada día dedicaba dos o tres horas a dar vueltas por ahí, sin importarle que lloviera o hiciera sol. A veces nadie la veía en todo el día. Jessica sabía que Patricia la criticaba por eso; opinaba que se apartaba del grupo y que iba muy a la suya. Alexander se lo había dicho.
—Quizá alguna vez podrías invitarlas a que te acompañaran, ¿no? —le había comentado—, o quedarte con ellas. Si no, pueden acabar pensando que te caen mal…
—Puede que me caigan bien pero que no quiera tenerlas todo el día enganchadas a mí, ¿no te parece? Patricia y Evelin se pasan el día en el campo, mirando cómo montan las hijas de Patricia, y, la verdad, eso no me atrae lo más mínimo.
—Sólo digo que podrías hacerlo de vez en cuando. Compartir un poco. Comprobar que tenéis cosas en común.
Jessica ya había intentado hacer caso a su marido en algunas ocasiones, pero se había aburrido mortalmente. Diane y Sophie montaban a caballo en un circuito circular mientras Patricia comentaba todos y cada uno de sus movimientos y se pasaba horas contando anécdotas de la vida de sus hijas. Siempre era lo mismo. Sólo hablaba de su familia. De sus niñas y su marido. De su marido y sus niñas. Como mucho, de vez en cuando se refería a alguna de las amigas de sus hijas o alguno de los pleitos de su marido, que era abogado —según ella, uno de los mejores y más prestigiosos de Múnich—. El mundo de Patricia era tan perfecto y próspero que resultaba excesivo para cualquier persona normal. Jessica dudaba que tanta perfección pudiera ser cierta, y además le parecía una falta de respeto que dedicara tanto tiempo a hablar de sus hijas delante de Evelin, teniendo en cuenta el trauma que ésta había sufrido años atrás. Al principio no entendía por qué Evelin aceptaba pasar tanto tiempo con Patricia, pero luego pensó que, en el fondo, lo que buscaba era identificarse con ella. Daba la impresión de que Patricia fuera un modelo para Evelin, un ideal. Y por eso también intentaba practicar todos los deportes que ella dominaba. El problema era que Patricia disfrutaba al ver lo patosa que era Evelin.
Jessica miró a Evelin, ahí sentada en la cocina, con su bonito traje de seda, gorda y pesada, y pensó que era la más infeliz de todos ellos. Su mirada siempre estaba triste y parecía que nadie se hubiera tomado jamás la molestia de hablar con ella.
Sintió el impulso de acercársele, sentarse a su lado, pasarle el brazo por los hombros y preguntarle qué la entristecía, pero en ese momento se abrió la puerta de la cocina, entró Patricia y, como siempre, pese a medir apenas metro sesenta y tener una figura aniñada y frágil, pareció llenar por completo la estancia y dominarlo todo con su presencia. No importaba lo que hiciera: Patricia era siempre extraordinariamente intensa, y mucha gente la consideraba también extraordinariamente agotadora.
—Llego tarde —dijo—. Lo siento.
Su larga melena rubia brillaba a la luz del atardecer. Llevaba un ajustado traje verde botella de estar por casa, perfecto para la cocina pero al mismo tiempo suficientemente elegante para adecuarse a la cena y ofrecer en todo momento una imagen impecable. Se trataba de una de aquellas prendas que hacían que Jessica se preguntara cómo era posible que ciertas mujeres dieran siempre con ellas.
Se sentó en el borde de la mesa de la cocina. Típico de ella: Nunca se dejaría caer, como Evelin, en una silla. Tenía siempre mucha energía, una especial agilidad en todo lo que hacía.
—Acabo de hablar con la señora Collins. Es la persona más incompetente del mundo. Porque, a ver, ¿cómo se entiende que deje entrar en la casa a un desconocido sólo porqué le ha dicho que es pariente mío y tiene que arreglar la calefacción? ¡Al menos podía haberme llamado para consultármelo!
Jessica suspiró. Patricia llevaba varios días hablando de lo mismo. Inmediatamente después del suceso, es decir, de haber llamado a la señora Collins y haberse enterado del episodio del desconocido, los había llamado a todos para explicarles la historia. Y durante el vuelo de Múnich a Leeds no había dejado de quejarse de lo mismo. Estaba muy exaltada, y más teniendo en cuenta que su marido parecía no dar importancia al asunto.
«¡No entiendo cómo Leon está tan tranquilo! —repetía continuamente en el avión—. Ese hombre podría ser peligroso. Un criminal, o un violador, ¡o yo qué sé! Y tenemos dos niñas pequeñas. ¡Oh, Dios mío, no podré relajarme en todas las vacaciones!»
Y la verdad es que no se relajaba.
—La señora Collins me ha dicho que el tipo parecía decir la verdad. No entiendo cómo se puede ser tan tonta. ¡Ni que pudiéramos fiarnos de las apariencias! Pero ¿qué se ha creído?, ¿que los asesinos van por la vida con pasamontañas negro y barba de tres días? ¡Si al menos supiéramos qué buscaba!
—El caso es que no ha robado nada —observó Evelin.
Era la quinta o sexta vez que decía lo mismo, aunque Jessica pensó que no se trataba de falta de imaginación o inteligencia, sino de una reacción inevitable: la insistencia de Patricia en el tema del misterioso desconocido los obligaba a todos a repetirse hasta la saciedad. A esas alturas habían agotado todas las hipótesis y ya no tenía sentido continuar con el tema. Sin embargo, la propietaria de Stanbury aún tenía cuerda para rato.
—Ha estado investigando —dijo—; eso es evidente. Quizá intentaba encontrar el modo de entrar en casa por la noche, o dejó abierto algún ventanuco del sótano para sorprendernos más adelante.
—Lo comprobaré —se ofreció Jessica.
—¿Qué crees que hice en cuanto llegamos? —repuso Patricia—. Pues meterme en ese maldito sótano y asegurarme de que todos los ventanucos estuvieran bien cerrados y la puerta bien atrancada. —Se estremeció teatralmente—. ¡Por Dios, ahí abajo hay polvo por todas partes! Y un montón de trastos. Hace siglos que nadie baja a ordenar o limpiar.
—Me parece muy improbable que ese tipo pretenda volver —dijo Jessica—. La casa ha estado deshabitada desde Navidad. Totalmente deshabitada. De modo que si hubiera querido colarse, lo habría hecho en cualquier otro momento, ¿no crees? ¿Para qué esperar a que llegásemos? Es absurdo. ¿Y por qué arriesgarse a que la señora Collins le viese la cara, o decirle su nombre? Si hubiese querido robar algo, dispuso de tres meses para hacerlo sin ningún problema. Además, aquí no hay mucho que robar.
—Ya, pero eso él no puede saberlo. Siempre echamos las cortinas al marcharnos y nadie puede ver el interior de la casa.
—Bueno, pero ahora sí lo sabe. Por lo visto ha estado observándolo todo detenidamente, y aquí no hay nada por lo que merezca la pena arriesgarse.
—Quizá no se trate de un ladrón, sino de un maníaco sexual —aventuró Patricia, que era terca como una mula—. Un loco perverso que pretende violarnos y asesinarnos a todos al caer la noche.
Evelin palideció.
—¡No digas esas cosas! —gimió—. ¡No podré pegar ojo en todas las vacaciones!
Patricia la miró con dureza.
—No conseguiremos que las cosas se arreglen sólo por dejar de hablar de ellas.
—Pero ¿qué conseguiremos pintándolo todo tan negro?
Jessica temía que acabaran discutiendo y decidió intervenir.
—¿Y si de verdad es pariente tuyo? —preguntó, como quien no quiere la cosa.
Patricia la fulminó con la mirada.
—No tengo ningún pariente en Inglaterra.
—¿Cómo puedes estar tan segura? Quizá se trate de un primo tercero, o más lejano aún, o de algún pariente político, ¡yo qué sé! Tu abuelo era inglés, así que parte de sus parientes deben de ser de aquí, ¿no?
—No, mi abuelo formó su familia en Alemania, y mi padre me recordó muchas veces que de la rama inglesa no quedó nadie. Cuando volvió a Inglaterra comprobó que estaba solo.
—¿Cómo lo sabe? Quizá quedara alguien que no llegó a ponerse en contacto con él. Podría ser que ese tipo sólo intentara presentarse y hablar un rato contigo.
—¡Pues vaya modo más raro de presentarse! ¿Por qué no viene, me dice quién es, me deja que le ofrezca un té y luego se marcha?
—Quizá quería eso. Vino creyendo que nos encontraría, pero no estábamos, y entonces se topó con la señora Collins y decidió aprovechar la oportunidad de echar un vistazo a la casa. Es posible que se muriera de curiosidad por saber más cosas de su… prima alemana, o lo que sea.
—Pues…
—Está claro que no son maneras de hacer las cosas. Nadie debe entrar en las casas ajenas. Pero se trata de una hipótesis más, tan posible como la de tu maníaco sexual.
Patricia no parecía nada convencida.
—Ya, bueno —dijo, sin ganas.
Jessica abrió la nevera y sacó una botella de vino.
—Vamos —dijo—, tomemos una copa las tres juntas. Sin los hombres. Brindemos por que el maníaco de Patricia sea en realidad un buen hombre del que lleguemos a hacernos amigos.
Fuera empezaba a oscurecer y en la cocina se hizo el silencio. El agua hervía en el fuego. Jessica miró por la ventana y vio acercarse a los paseantes por el jardín. Tim tenía los labios tan apretados que su boca se había convertido en una línea recta. Leon hablaba y gesticulaba.
«Esos dos tienen un problema», pensó Jessica, sorprendida y algo inquieta. Qué extraño. En aquel grupo nunca había problemas. Eso era lo que lo hacía tan especial: que nunca había nada que los alterase o sacase de la normalidad.
Ricarda no se dejó ver durante la cena. Alexander ni siquiera pudo hablar con ella porque no logró encontrarla, ni en su habitación ni en el resto de la casa, así que se sentó a la mesa con cara de pocos amigos, mientras Patricia se dedicaba a bombardearlo con sus agotadoras observaciones.
—No entiendo cómo se lo permites. ¡Sólo tiene quince años! Es una edad muy difícil y quizá esté viéndose con algún chico. ¿Acaso quieres que te haga abuelo tan pronto?
—¡Por Dios, Patricia! —exclamó Alexander, harto, y se pasó la mano por la cara—. Todavía no hemos llegado a ese extremo.
—¿Ah, no? ¿Y cómo lo sabes? ¡Si ni siquiera sabes dónde está! Y no es que tengas mucha influencia sobre ella, que digamos. Al fin y al cabo, estás separado. Ya sabes que nunca me gustó demasiado el modo en que Elena educaba a vuestra hija. Le dio demasiada libertad. Claro, atarla corto habría significado tener que ocuparse más de ella, y eso habría sido demasiado para la señora. Cuando pienso en el tiempo que paso yo ocupándome de Diane y Sophie… pero no, ¡eso habría sido excesivo para Elena!
Jessica siempre se asombraba de la dureza y la falta de tacto con que todo el grupo solía hablar de la ex mujer de Alexander. A fin de cuentas había pasado muchos años con ellos, compartido muchas vacaciones en Stanbury, convivido, charlado y reído con todos en multitud de ocasiones. Quizá incluso les había abierto su corazón. Pero desde su separación parecía haberse convertido en una extraña. Decidió intervenir en la conversación porque Alexander parecía haberse quedado indefenso ante la ráfaga de recriminaciones de Patricia.
—No hace falta pensar siempre lo peor —dijo—. Es muy normal que una niña de la edad de Ricarda necesite alejarse un poco de la familia y seguir su propio camino. Yo también lo hice, a su edad.
—Pues mis hijas no lo harán —respondió Patricia con seguridad, mientras las niñas, que según Jessica eran ya el colmo de la vanidad, sonreían dándole la razón.
Leon propuso un brindis por las vacaciones que empezaban y todos entrechocaron las copas. En aquel instante el viejo comedor de madera se inundó de una calidez que irradiaba amistad, confianza y afinidad. Era lógico que todos hubieran acabado dependiendo de aquella estructura de grupo, casi familiar, compartida durante tantos años. Jessica observó a los tres hombres, que eran amigos desde el colegio. Alexander, Leon y Tim. «Siempre íbamos juntos a todas partes —le había explicado Alexander en una ocasión—. De hecho, lo hacíamos todo juntos. Y estamos encantados de haber podido mantener esta amistad pese a que cada uno haya seguido su propio camino».
Poco antes de la cena, Jessica había preguntado a Leon si había sucedido algo entre él y Tim.
—¿Os habéis peleado? Os vi pasear por el jardín y…
Leon tuvo que contener la risa.
—¿Enfadado? ¡No, por Dios! Nos has malinterpretado. Tim me hablaba de su último caso y yo lo escuchaba con mucha atención. Seguramente tomaste nuestra concentración por mal humor, pero te juro que no hay ningún problema.
Jessica estaba segura de no haberse confundido en absoluto, pero sabía muy bien que si se trataba de desentrañar desavenencias entre los miembros del grupo, insistir no servía de nada. Así pues, lo que hizo fue dirigirse a Tim durante la cena.
—Tim, he oído que estás trabajando en un caso muy interesante. ¿Puedes hablarnos del tema?
—Bueno —dijo él—, ahora mismo no estoy en nada en concreto. Lo que sucede es que he empezado a hacer el doctorado.
—¿Y por qué quieres doctorarte? —preguntó Patricia—. Tu consulta funciona de maravilla, y también tus seminarios de autoayuda y autoestima. ¿De verdad necesitas que la gente te llame doctor?
—Querida Patricia —respondió Tim—, yo opino que una de las cosas más interesantes de la vida consiste en ir marcándonos nuevos retos y desafíos a los que entregarnos en cuerpo y alma. No se trata de conseguir sólo lo que necesitamos, sino de progresar sin descanso y de subir cada día un poco más el listón.
—¿Qué tema has escogido? —preguntó Jessica.
Estaba claro que a Tim le encantaba ser el centro de la conversación.
—La dependencia —contestó.
—¿La dependencia entre personas?
—Exacto, y también la que se establece entre el responsable de un hecho y sus víctimas, por ejemplo. Quién asume cada papel y por qué. Qué provecho saca cada uno de la situación.
—Parece interesante —dijo Jessica.
—Lo es —afirmó Tim con un deje de suficiencia—, pero también es muy complejo, y requiere mucho trabajo. Voy a estar muy ocupado durante estas vacaciones.
—¿Cuánto hace que has empezado? —se interesó Patricia.
—Todavía me encuentro en los preliminares. Estoy intentando encontrar y analizar unos cuantos tipos de personalidad que me sirvan para presentar y demostrar con sencillez mi teoría.
Patricia soltó una risita nerviosa.
—Entonces puede ser peligroso estar cerca de ti, ¿no? Al final nos veremos reducidos a simples cobayas.
—Puede —confirmó Tim.
Ella lo miró fijamente.
—Bueno, pero no creo que yo te sirva. Es evidente que ni haciendo un esfuerzo podría atribuírseme ningún tipo de dependencia.
—¿Estás segura? —replicó Tim.
Los ojos de Patricia brillaron de sorpresa y contrariedad.
—¡Me encantaría ver si eres capaz de encontrar algo así en mi vida!
—En realidad salta a la vista. Dependes completamente de la imagen que pretendes dar. La de la perfecta Patricia. La de esposa y madre perfecta. Con sus hijas perfectas y su marido perfecto en su casa perfecta. La de dueña de una vida perfecta, en definitiva. Y en este sentido dependes total y absolutamente de Leon. No podrías representar sola esa imagen familiar, y, como necesitas su cooperación, a cambio le haces… ciertas concesiones.
Patricia se había puesto roja como un tomate y estaba tan tensa y erguida en su silla que parecía haberse tragado una escoba.
—¿A qué te refieres exactamente? —repuso con un hilo de voz.
Tim se inclinó de nuevo sobre su plato.
—Creo que ya nos entendemos —dijo, mientras se llevaba el tenedor a la boca, sin mostrar la menor emoción.
Reinó un tenso silencio, hasta que oyeron abrirse y cerrarse la puerta principal.
—¡Ha de ser Ricarda! —dijo Patricia a toda prisa, aliviada de dejar de ser el centro de atención—. Alexander, deberías ir a verla y reñirla por…
Alexander hizo ademán de levantarse, pero Jessica le puso la mano en el brazo y dijo:
—No vayas. Ahora sólo conseguirías empeorar las cosas. Mejor habla con ella por la mañana.
—No pensaba ir a hablar con Ricarda —respondió Alexander—. Sólo quería darles a todos una noticia. —Sonrió—. Yo…
Pero las uñas de Jessica se hincaron con fuerza en su brazo, y ella le suplicó en un susurro:
—¡No! Por favor, no.
Los demás los miraron asombrados.
—¿Qué sucede? —preguntó Evelin.
Alexander volvió a sentarse.
—No te entiendo —le dijo a Jessica, que se levantó sin más y murmuró:
—Voy a ver cómo está Ricarda.
Sabía que no lograría hablar con la chica y que le daría con la puerta en las narices, pero, aun así, salió del salón presurosa y empezó a subir la escalera.