8
Los Años de la Ira han terminado, y nada puede ser igual. La guerra ha surcado la luna y apaciguado las mareas. Debemos encontrar una forma más sencilla de vivir. Debemos refugiarnos en el pasado, todos y para todo; cada cosa en su lugar, ordenada. La libertad es un precio razonable a cambio de la supervivencia.
Decreto del rey Endor
Finn creyó haber descendido más de mil kilómetros hacia la profundidad del abismo antes de precipitarse sobre una cornisa. Sin aliento, levantó la cabeza. A su alrededor rugía la oscuridad. Junto a él, apoyado contra la roca, había alguien sentado.
Finn dijo de inmediato:
—La Llave…
—A tu lado.
Palpó entre los escombros y notó el peso de la delicada Llave. Entonces se dio la vuelta.
No conocía a ese hombre. Era joven y tenía el pelo largo y moreno. Vestía una túnica de cuello alto como la de los Sapienti, pero harapienta y remendada. Señaló una cara grabada en la roca y dijo:
—Mira, Finn.
En la roca vio dibujado un ojo de cerradura. La luz brillaba dentro de él. Y Finn se dio cuenta de que esa roca era una puerta, minúscula y negra, y dentro de su transparencia encerraba las estrellas y las galaxias comprimidas.
—Esto es el Tiempo. Esto es lo que debes abrir con la Llave —dijo Sáfico.
Finn trató de levantar la Llave, pero pesaba tanto que le hicieron falta ambas manos para sujetarla, y aun así, le temblaba entre los dedos.
—Ayudadme —jadeó.
Pero el agujero se iba cerrando, y para cuando consiguió controlar la Llave, ya no quedaba ni rastro del ojo de la cerradura, sólo un puntito de luz.
—Cuántos lo han intentado —le susurró Sáfico al oído—. Cuántos han perecido en el intento.
Durante un segundo Claudia se quedó petrificada por la desesperación.
Luego se activó. Se metió la llave de cristal en el bolsillo y empleó el disco de Jared para fabricar una holocopia perfecta del objeto, que dejó apoyada sobre el terciopelo negro, y después cerró el cajón de golpe. Con los dedos calientes por el sudor, sacó la caja de plástico concebida para una emergencia así y liberó las mariquitas. Echaron a volar y aterrizaron en el panel de control y en el suelo. A continuación apretó el interruptor azul del disco, que se puso rojo, lo sacudió y apuntó hacia el suelo.
Tres de los haces de luz láser se difuminaron hasta desaparecer. Se coló por el hueco que habían dejado y agachó la cabeza para protegerse de las municiones imaginarias. Eliminar la reja de la puerta fue una pesadilla. El disco vibró y crujió, y Claudia aulló suplicante. Estaba tan desesperada que no hacía más que pensar que se iba a romper, o a quedar sin energía, pero poco a poco vio cómo se fundía un agujerito candente en el metal, mientras los átomos se desperdigaban y volvían a agruparse.
En cuestión de segundos atravesó la reja, abrió la puerta y salió al pasillo.
No se oía ni un alma.
Asombrada, aguzó el oído. Cuando la puerta del estudio se cerró herméticamente tras ella, las alarmas de emergencia se cortaron en seco, como si sonaran en otro mundo.
La casa estaba en paz. Las palomas arrullaban. Y en la planta de abajo, oyó voces.
Echó a correr. Subió la escalera posterior, directa a los áticos, después recorrió el pasadizo que atravesaba las dependencias abuhardilladas de los sirvientes hasta llegar a la alacena del fondo, que apestaba a ajenjo y ajo. Se zambulló en ella y, frenética, palpó a tientas para encontrar el mecanismo que abría el antiquísimo refugio secreto. Arañó mugre y telas de araña con las uñas y entonces, ¡sí, allí! La arandela del pasador apenas era lo bastante grande para que le cupiera el pulgar. Cuando movió la barra de seguridad, el panel chirrió. Claudia apoyó todo el peso de su cuerpo sobre él, hizo fuerza soltando un juramento, hasta que por fin se desencajó el pasador, se abrió la puerta y Claudia cayó al otro lado.
Una vez que hubo cerrado la compuerta secreta, con la espalda apoyada contra ella, pudo volver a respirar.
Ante Claudia, el túnel que conducía a la torre de Jared se perdía en la oscuridad.
Finn estaba tumbado en la cama, hecho un ovillo.
Permaneció allí un buen rato, hasta que de manera gradual empezó a percatarse de los ruidos que provenían de la Guarida, de unos pasos que correteaban, del golpeteo de unos platos. Por fin, tanteando con la mano, descubrió que alguien le había tapado delicadamente con una manta. Le dolían los hombros y el cuello; un sudor frío lo congelaba.
Rodó hasta quedar bocarriba y alzó la mirada hacia el mugriento techo. Los ecos de un chillido interminable le retumbaban en los oídos, unidos al pitido de las alarmas y unas luces centelleantes que daban pavor. Por un momento terrible, tuvo la impresión de que sus visiones habían entrado en un túnel largo y oscuro que lo alejaba de su propio cuerpo, creyó que podía adentrarse en él y, a tientas, hallar el camino hacia la luz.
Entonces Keiro le dijo:
—Ya era hora.
Borroso y distorsionado, su hermano de sangre fue a sentarse en la cama junto a él. Puso un mohín.
—Tienes mala cara.
Cuando Finn logró articular palabra, su voz resultó áspera:
—Tú no.
Poco a poco empezó a enfocar. Keiro llevaba la melena rubia recogida hacia atrás. Lucía el abrigo de rayas de Sim con mucho más garbo que su dueño, y un ancho cinturón de tachuelas le sobresalía alrededor de las caderas, con una daga de sortijas ensartada en él. Extendió los brazos.
—¿A que me queda bien?
Finn no contestó. Una oleada de rabia y vergüenza empezaba a despertarse en algún punto de su ser; su mente intentó apartarla. Si dejaba que lo dominara, lo ahogaría. Graznó:
—¿Cuánto tiempo…? ¿Qué ha pasado?
—Dos horas. Te has perdido el reparto. ¡Otra vez!
Con cautela, Finn se sentó en la cama. Los saqueos lo dejaban aturdido y con la boca seca.
Keiro dijo:
—Fue un poco más grave que otras veces. Convulsiones. Te sacudiste y forcejeaste, pero te sujeté y Gildas se aseguró de que no te autolesionaras. Casi nadie más se dio cuenta, la verdad; estaban demasiado ocupados metiendo las zarpas en el tesoro. Te trajimos de vuelta.
Finn se sonrojó por la desesperación. Los desvanecimientos eran imposibles de predecir, y Gildas no conocía cura alguna, o eso aseguraba. Finn no sabía qué había ocurrido después de que el calor y el rugido de la oscuridad lo engulleran, y tampoco quería saberlo. Era una debilidad que lo avergonzaba tremendamente, a pesar de que los Comitatus lo miraran con admiración. Ahora se sentía como si hubiera abandonado su cuerpo y al regresar lo hubiera encontrado dolorido y vacío, como si fuera un extraño dentro de sí mismo.
—Cuando estaba en el Exterior no tenía estos ataques. Estoy seguro.
Keiro se encogió de hombros.
—Gildas se muere por que le cuentes la visión.
Finn alzó la vista.
—Puede esperar. —Se produjo un silencio incómodo. Para romperlo, dijo—: ¿Fue Jormanric quien ordenó la muerte de la mujer?
—¿Quién si no? Esas cosas lo divierten. Y de paso, nos sirve de advertencia.
Desalentado, Finn asintió con la cabeza. Balanceó los pies fuera de la cama y bajó la mirada hacia sus botas gastadas.
—Lo mataré por lo que ha hecho.
Keiro levantó una ceja con elegancia.
—Hermano, ¿para qué tomarte la molestia? Ya tienes lo que querías.
—Le di mi palabra. Le dije que estaría a salvo.
Keiro lo observó durante un instante y luego dijo:
—Somos Escoria, Finn. Nuestra palabra no vale nada. Y ella lo sabía. Era un rehén; si te hubieran atrapado a ti, es probable que los Cívicos hubieran hecho lo mismo, así que deja de darle vueltas al tema. Ya te lo he dicho, te planteas demasiado las cosas. Eso te hace débil. Y en Incarceron no hay lugar para la debilidad. No hay piedad ante un error letal. Aquí es: mata o muere. —Mientras hablaba, miraba al frente, y su voz desprendía una extraña amargura que resultaba nueva para Finn. Pero cuando se volvió, su sonrisa fue tan ácida como de costumbre—. Bueno, ¿qué es una llave, Finn?
A Finn le dio un vuelco el corazón.
—¡La Llave! ¿Dónde está?
Keiro sacudió la cabeza y fingió asombrarse.
—Ay, ¿qué harías tú sin mí? —Extendió la mano y Finn vio que el objeto de cristal se balanceaba en uno de los dedos de Keiro, doblado como un gancho. Alargó la mano para cogerlo, pero Keiro apartó el objeto—. Te he preguntado qué es una llave.
Finn se lamió los labios secos como el papel.
—Una llave es una herramienta para abrir.
—¿Para abrir?
—Sí, abre cerrojos.
Keiro lo miraba muy atento.
—¿Los cerrojos del Ala? ¿Los de cualquier puerta?
—¡No lo sé! Lo que pasa es que… la reconozco. —Volvió a alargar la mano y agarró la Llave con desdén, y esta vez, a regañadientes, Keiro la soltó. El artefacto pesaba mucho, estaba fabricado con unos extraños filamentos de cristal entretejidos, y el águila holográfica del centro miraba a Finn con majestuosidad. Se fijó en que lucía un elegante collar con forma de corona alrededor del cuello, así que se remangó la camisa y lo comparó con las marcas azules ya descoloridas que tenía en la piel.
Por encima del hombro, Keiro le dijo:
—Parecen iguales.
—Son idénticos.
—Pero eso no implica nada. De hecho, en realidad, si algo significa es que naciste en el Interior.
—Esto no ha salido del Interior. —Finn acunó la Llave entre ambas manos—. Mira. ¿Qué material tenemos que se parezca a éste? Y está tan bien trabajado…
—Podría haberlo hecho la Cárcel.
Finn no dijo nada.
Pero en ese momento, casi como si los hubiera estado escuchando, la Cárcel apagó todas las luces.
Cuando el Guardián abrió con cautela la puerta del observatorio, vio la pantalla de la pared iluminada por las imágenes de los reyes Havaarna de la Decimoctava Dinastía, esas generaciones determinantes de monarcas cuyas políticas sociales habían conducido directamente a los Años de la Ira. Jared estaba sentado encima del escritorio, con un pie apoyado en el respaldo de la silla de Claudia; ella estaba inclinada hacia delante y leía un cuaderno que tenía en las manos.
—«Alejandro VI, restaurador del Reino. Creó el Contrato de Dualidad. Cerró todos los teatros y formas públicas de entretenimiento…» ¿Por qué lo hizo?
—Por miedo —contestó con parquedad Jared—. En aquel entonces, toda aglomeración de gente era vista como una amenaza para el orden.
Claudia sonrió, con la garganta seca. Eso era lo que su padre debía ver: a su hija con su amado tutor. Por supuesto, se daría perfecta cuenta de que ellos sabían que estaba allí.
—Ejem.
Claudia dio un brinco; Jared volvió la mirada. Su sorpresa fue magistral.
El Guardián les dedicó una sonrisa fría, como si admirara la función.
—¿Señor? —Claudia se levantó y se desarrugó el vestido de seda—. ¿Ya habéis regresado? Pensaba que habíais dicho que volveríais a las once.
—Y eso fue precisamente lo que dije. ¿Puedo entrar, Maestro?
Jared contestó:
—Por supuesto.
El zorrillo saltó de entre sus manos y se subió a las estanterías de libros.
—Es un honor para nosotros, Guardián.
El Guardián anduvo hasta la mesa abarrotada de artilugios y tocó un alambique.
—Los detalles de la Era que reproducís son un poco… excéntricos, Jared. Pero, claro, los Sapienti no tienen que seguir tan fielmente el Protocolo. —Levantó el delicado objeto de cristal de modo que su ojo izquierdo, increíblemente ampliado, los miró a través de él—. Los Sapienti hacen lo que quieren. Inventan, experimentan, mantienen la mente de la humanidad activa incluso en la tiranía del pasado. Siempre buscan nuevas formas de energía, antídotos nuevos. Admirable. Pero decidme, ¿qué tal progresa mi hija?
Jared entrelazó los dedos frágiles. Con cautela, dijo:
—Claudia siempre ha sido una alumna excepcional.
—Erudita.
—Sin duda.
—¿Inteligente y capacitada?
El Guardián bajó el recipiente de cristal. Tenía los ojos fijos en ella; Claudia levantó la cabeza y le correspondió mirándolo con calma.
—Estoy seguro —murmuró Jared— de que conseguirá todo lo que se proponga.
—Y se lo propone todo.
El Guardián abrió los dedos y dejó caer el alambique. Cayó en la esquina del escritorio y se rompió en añicos, una explosión de cristalillos que asustaron al cuervo, que salió por la ventana entre graznidos.
Jared dio un salto hacia atrás y se quedó petrificado. Claudia estaba de pie detrás de él, también muy quieta.
—¡Lo siento mucho! —El Guardián observó el estropicio sin inmutarse, después sacó un pañuelo y se limpió los dedos—. Me temo que es la torpeza de la edad. Confío en que no contuviera nada vital…
Jared negó con la cabeza; Claudia percibió un leve brillo sudoroso en la frente de su tutor. Notaba que ella también tenía la cara pálida. Su padre dijo:
—Claudia, te encantará saber que lord Evian y yo hemos terminado de aclarar los tediosos pormenores. Será mejor que vayas a recoger el ajuar, querida mía.
Al llegar a la puerta se detuvo. Jared estaba encorvado, recogiendo los fragmentos afilados y curvos de cristal. Claudia no se movió. Se quedó mirando a su padre y su aspecto le recordó, durante un instante, su propio reflejo cuando lo contemplaba en el espejo todas las mañanas. El Guardián dijo:
—Al final no comeré con vosotros. Tengo mucho trabajo que hacer. Estaré en mi estudio. Me parece que hay problemas con algún insecto.
Cuando la puerta se cerró tras él, ninguno de los dos dijo ni una palabra. Claudia se sentó y Jared tiró los cristales en una papelera y cambió la imagen del monitor para que enfocara las escaleras de la torre. Juntos observaron cómo la silueta angular y oscura del Guardián esquivaba con fastidio los excrementos de roedor y las telas de araña.
Al final, Jared dijo:
—Lo sabe.
—Claro que lo sabe.
Claudia se dio cuenta de que estaba temblando; se colocó un abrigo viejo de Jared por encima de los hombros. Aún llevaba el mono debajo del vestido, se había puesto los zapatos con el pie cambiado y tenía el pelo recogido de cualquier manera en una maraña sudorosa.
—Ha venido sólo para demostrárnoslo —añadió Claudia.
—No se ha tragado el embuste de que las mariquitas hicieran saltar las alarmas.
—Os lo dije. La habitación no tiene ventanas. Pero el Guardián no querrá admitir que heredé lo mejor de él, y nunca lo hará. Así que le seguiremos el juego.
—Pero la Llave… lo de llevárosla…
—No se dará cuenta si se limita a abrir el cajón y mirarla. Sólo lo sabrá si intenta cogerla. Pero antes de que lo haga, puedo devolver la original.
Jared se secó la cara con una mano. Se sentó, tembloroso.
—Un Sapient no debería decir esto, pero el Guardián me aterra.
—¿Estáis bien?
Dirigió sus ojos oscuros hacia ella, y el cachorro de zorro saltó de nuevo y le golpeteó las rodillas con las pezuñas.
—Sí. Pero vos me aterráis tanto o más, Claudia. ¿Por qué demonios la robasteis? ¿Es que queríais que él supiera que habíais sido vos?
Ella frunció el entrecejo. Algunas veces era demasiado avispado.
—¿Dónde está?
Jared se la quedó mirando un momento, después puso expresión atribulada. Quitó la tapa de una vasija de barro y, tras meter un gancho en ella, extrajo la Llave del formaldehído. El olor acre del producto químico cubrió la estancia; Claudia se colocó la manga del abrigo por encima de la cara.
—Dios… ¿No había ningún otro sitio?
En cuanto había llegado al observatorio, Claudia le había lanzado la Llave a las manos, y había estado demasiado atareada vistiéndose para ver dónde la guardaba. En ese momento, Jared le retiró con cuidado un envoltorio protector y colocó la Llave en la madera retorcida y con muescas del banco de trabajo. Ambos se la quedaron mirando.
Era preciosa. Claudia se dio perfecta cuenta de que sus caras talladas captaban la luz del sol que entraba por la ventana y emitían brillantes destellos de arco iris. Grabada en el corazón de la Llave, el águila alada los observaba con orgullo.
Sin embargo, parecía demasiado frágil para abrir cerradura alguna, y su transparencia desvelaba que no tenía circuitos. Claudia dijo:
—La contraseña para abrir el cajón era «Incarceron».
Jared enarcó una ceja.
—Así que se os ocurrió que tal vez…
—Es evidente, ¿no? ¿Qué otra cosa podría abrir semejante llave? Ninguna puerta de esta casa se abre con una llave así.
—No tenemos ni idea de dónde está Incarceron. Y aunque lo supiéramos, no podríamos utilizarla.
Ella arrugó la frente.
—Tengo intención de averiguarlo.
Jared se lo planteó por un instante. Después, mientras ella lo observaba, colocó la Llave en una balanza pequeña y la pesó con precisión, calculó su masa y su longitud y apuntó los resultados con su letra esmerada.
—No es cristal. Es silicato de cristal. Además —ajustó la balanza—, tiene un campo electromagnético muy peculiar. Diría que no es una llave en el sentido estrictamente mecánico, sino que es algo de una tecnología compleja, muy del estilo pre-Era. Es imposible que sirva únicamente para abrir la puerta de una cárcel, Claudia.
La muchacha ya lo había imaginado. Volvió a sentarse y dijo pensativa:
—Antes tenía celos de la Cárcel.
Anonadado, Jared se dio la vuelta y ella se echó a reír.
—Sí, en serio. De pequeña, cuando vivíamos en la Corte. La gente hacía cola para verlo: el Guardián de Incarceron, el Vigilante de los Internos, el Protector del Reino. Yo no sabía qué significaban esas palabras, pero las aborrecía. Pensaba que Incarceron era una persona, otra hija, una maliciosa hermana gemela secreta. La odiaba. —Cogió un compás de la mesa y lo abrió—. Cuando descubrí que era una cárcel, me lo imaginé bajando a las bodegas del palacio con una linterna y una llave gigante: una llave roñosa y antigua. Habría una puerta enorme, tachonada y recubierta con la carne reseca de los criminales.
Jared sacudió la cabeza.
—Demasiadas novelas góticas.
Claudia puso el compás en equilibrio sobre un punto y lo hizo girar.
—Durante un tiempo soñé con la Cárcel, imaginaba ladrones y asesinos en las profundidades, debajo de la casa, aporreando las puertas, luchando por salir. Y solía despertarme en mitad de la noche, asustada, pensando que venían a por mí. Pero después me di cuenta de que no era tan sencillo. —Levantó la mirada—. Esa pantalla del estudio… Seguro que puede controlarla desde allí.
Jared asintió y cruzó los brazos.
—Según dicen todos los libros, Incarceron fue sellado después de su fabricación. Nadie entra ni sale de allí. El Guardián es el único que ve cómo funciona. Sólo él sabe dónde se halla. Existe una teoría, muy antigua ya, que dice que Incarceron se encuentra bajo tierra, muchos kilómetros por debajo de la superficie terrestre, en un laberinto interminable. Tras los Años de la Ira la mitad de la población fue encerrada allí. Una gran injusticia, Claudia.
La muchacha tocó la Llave con un dedo.
—Sí. Pero nada de todo esto me sirve de ayuda. Yo buscaba alguna prueba del asesinato, no…
Un parpadeo.
Una luz que se desvanecía.
Claudia apartó el dedo.
—¡Asombroso! —exclamó Jared.
Una huella de oscuridad permaneció marcada en el cristal, una hendidura negra y circular, como un ojo.
Dentro de ella, en las profundidades, vieron dos destellos de luz que se movían, diminutos como estrellas.