27
Sáfico se ató las alas a los brazos y voló, sobre océanos y llanuras, sobre ciudades de cristal y montañas de oro. Los animales huían; las personas lo señalaban con el dedo. Voló tan lejos que vio el cielo sobre él y el cielo le dijo:
—Date la vuelta, hijo mío, porque has llegado demasiado alto.
Sáfico se echó a reír, cosa que casi nunca hacía.
—Esta vez no. Esta vez te retaré hasta que te abras.
Pero Incarceron se enfureció y lo obligó a bajar.
Leyenda de Sáfico
—Me ha dicho que Jared tiene que marcharse.
Claudia se dio la vuelta y miró fijamente a su padre, con ganas de preguntarle si había sido cosa suya.
—Te lo dije. Tenía que ocurrir.
El Guardián pasó por delante de ella y se sentó en la butaca próxima a la ventana de su habitación, para contemplar desde allí los primorosos jardines en los que grupos de cortesanos paseaban al fresco de la tarde.
—Creo que tendrás que ceder, querida mía. Es un precio módico a cambio de ganar un reino.
Claudia estaba a punto de estallar de ira, pero entonces él se volvió y la miró a los ojos, con esa mirada fría y comedida que tanto temía la muchacha.
—Además, tenemos algo más importante de lo que hablar. Siéntate.
Ella no quería. Sin embargo, se acercó a la silla que había junto a la mesita dorada y se sentó.
El Guardián miró el reloj, después cerró la tapa y lo mantuvo en la mano.
Dijo en voz baja:
—Tienes algo que me pertenece.
Claudia notó cómo se le ponía la piel de gallina ante el peligro. Al principio creyó que no iba a ser capaz de articular palabra, pero luego recuperó la voz, sorprendentemente pausada:
—¿Ah sí? ¿De qué se trata?
Él sonrió.
—Eres admirable, Claudia, de verdad. A pesar de que fui yo quien te creó, nunca dejas de sorprenderme. Pero ya te advertí que no debías ponerme a prueba. —Se metió el reloj en el bolsillo y se inclinó hacia delante—. Tienes mi Llave.
Claudia soltó un suspiro consternado. El Guardián se reclinó en el asiento, cruzó una pierna sobre la otra, y el cuero de sus botas resplandeció.
—Sí. No lo niegas, lo cual es muy inteligente por tu parte. Fue muy ingenioso lo de colocar una imagen de la Llave en el cajón, sí, muy ingenioso. Supongo que tendré que agradecérselo a Jared. Cuando comprobé que todo estuviera en orden en el estudio el día en que saltaron las alarmas, abrí el cajón y eché un vistazo; no se me ocurrió coger la Llave. Y lo de las mariquitas… ¡qué detalle tan creativo! Aunque debíais de pensar que yo era un poco tonto.
Claudia negó con la cabeza, pero él se puso de pie de manera brusca y caminó hasta los ventanales.
—¿Has hablado de mí con Jared, Claudia? ¿Os habéis reído al recordar cómo me habíais arrebatado la Llave? Seguro que os habéis divertido mucho.
—La cogí porque no me quedó otro remedio. —Claudia entrelazó las manos—. Lo apartasteis de mí. No me lo contasteis.
Él se detuvo para mirarla. Se había arreglado el pelo y ahora su expresión resultaba más tranquila y pensativa que nunca.
—¿El qué?
Claudia se levantó lentamente y le plantó cara:
—Lo de Giles —contestó.
La joven esperaba una reacción de sorpresa, o un momento de silencio perplejo. Pero el Guardián no estaba en absoluto sorprendido. Entonces ella supo, con una repentina certeza, que había estado esperando que mencionara ese nombre, supo que, al nombrarlo, había caído en alguna especie de trampa.
El Guardián respondió:
—Giles está muerto.
—No es verdad. —Las joyas que le adornaban el cuello tintinearon; con una furia repentina se las arrancó y las tiró al suelo, después cruzó los brazos sobre el cuerpo y todas las palabras reprimidas salieron a borbotones—: Su muerte fue fingida. La reina y vos la amañasteis. Giles está en Incarceron, encerrado en algún lugar. Le arrebatasteis la memoria para que no supiera quién es. ¿Cómo pudisteis hacerle algo así? —Apartó de una patada un escabel, que se volcó y rodó por el suelo—. Puedo entender por qué lo hizo ella, por qué podía desear que el inútil de su hijo fuera rey, ¡pero vos! Yo ya estaba comprometida con Giles. Vuestro precioso plan habría funcionado de todas formas. ¡¿Por qué nos hicisteis eso?!
El Guardián enarcó una ceja.
—¿«Nos»?
—¿Es que yo no cuento? ¿No os importaba lo más mínimo el hecho de que pudiera terminar casada con Caspar? ¿Llegasteis a pensar en mí en algún momento?
Temblaba. Toda la rabia de su vida empezó a aflorar, la frustración por las innumerables veces que su padre se había marchado de viaje y la había dejado sola meses y meses, las ocasiones en que había sonreído a su hija con condescendencia y sin darle ninguna muestra de afecto.
Él se rascó la barba de varios días con el pulgar y el índice.
—Sí que pensé en ti —dijo con voz pausada—. Saltaba a la vista que te gustaba Giles. Pero era un muchacho testarudo, demasiado bueno, demasiado honrado. Caspar es un estúpido que será un rey nefasto. Conseguirás gobernarlo de forma mucho más eficaz.
—Ésa no es la razón por la que lo hicisteis.
El Guardián desvió la mirada. Vio que se había levantado y repicaba con los dedos en la repisa de la chimenea. Cogió una delicada figurilla de porcelana y la examinó. Luego volvió a colocarla en la repisa.
—Tienes razón.
Se quedó callado; Claudia tenía tantas ganas de que el Guardián hablara que estuvo a punto de gritarle. Pareció transcurrir una eternidad antes de que su padre regresara al sillón y se sentara. Entonces dijo con calma:
—Me temo que el verdadero motivo es un secreto que nunca saldrá de mis labios.
Al ver lo aturdida que estaba Claudia, levantó la mano.
—Sé que me desprecias, Claudia. Estoy seguro de que tu Sapient y tú pensáis que soy un monstruo. Pero eres mi hija y siempre he actuado velando por tus intereses. Además, el encarcelamiento de Giles fue idea de la reina, no mía. Me obligó a aceptarlo.
Ella resopló con sorna.
—¡Os obligó! ¡Tiene poder sobre vos!
El Guardián levantó rápidamente la cabeza y susurró:
—Sí. Igual que tú.
Por un segundo, el veneno de su voz la sacudió.
—¿Yo?
Las manos del Guardián eran dos puños sobre los reposabrazos de madera. Le dijo:
—Déjalo, Claudia. Olvídalo. No me preguntes, porque la respuesta podría destrozarte. Es todo lo que voy a decirte. —Se puso de pie, alto y oscuro, y su voz se volvió sombría—. Y ahora, volvamos a la Llave. Nada de lo que habéis hecho Jared y tú me ha pasado inadvertido. Sé que fuisteis a buscar a Bartlett, sé que os habéis comunicado con Incarceron. Conozco a ese Preso que tú crees que es Giles.
Claudia se lo quedó mirando muy sorprendida y él estalló en carcajadas, de nuevo esa risa seca.
—Hay mil millones de Presos en Incarceron, Claudia, ¿y tú crees que has encontrado al adecuado? Allí el tiempo y el espacio son distintos. Ese chico podría ser cualquiera.
—Tiene una marca de nacimiento.
—¡Vaya, no me digas! Pues deja que te cuente una cosa sobre la Cárcel. —Su voz se volvió cruel. Se acercó a ella y la miró fijamente—. Es un sistema cerrado. Nada entra. Nada sale. Cuando los Presos mueren, sus átomos son reutilizados: su piel, sus órganos. ¡Están hechos unos a partir de otros! Remendados, reciclados, hasta que no quedan suficientes tejidos orgánicos; cuando éstos escasean, se completan las piezas con metal y plástico. El águila de Finn no significa nada. Puede que ni siquiera sea suya. Incluso los recuerdos que cree tener pueden no ser suyos.
Horripilada, Claudia quería obligarlo a callar, pero no le salían las palabras.
—Ese chico es un ladrón y un mentiroso —continuó el Guardián sin remordimientos—. Pertenecía a una banda de bribones que se dedica a saquear a los demás. Supongo que te lo ha contado, ¿no?
—Sí —soltó ella.
—Qué sincero… ¿Y te ha contado también que para obtener su copia de la Llave una mujer inocente tuvo que morir arrojada por un precipicio? Eso «después» de que le hubiera prometido que la mantendría a salvo…
Claudia no respondió.
—No —dijo él—. Suponía que no. —Volvió a incorporarse—. Quiero que termine de una vez toda esta majadería. Quiero la Llave. Ahora mismo.
Ella negó con la cabeza.
—Ahora, Claudia.
—No la tengo —susurró la chica.
—Entonces, Jared…
—¡No metáis a Jared en esto!
Él la agarró por el brazo. Tenía la mano fría y se aferraba a su muñeca como un grillete de hierro.
—Dame la Llave o te arrepentirás de desafiarme.
Ella intentó zafarse de la garra, pero el Guardián la sujetaba con mucha fuerza. Lo miró a los ojos a través del pelo alborotado.
—No podéis hacerme daño. ¡Soy la única capaz de lograr que vuestro plan funcione! ¡Y lo sabéis!
Durante unos segundos se aguantaron la mirada. Después, él asintió y la soltó. Un círculo blanco de piel sin sangre le rodeó la muñeca, como la marca de unas esposas.
—No, no puedo hacerte daño —dijo él con voz quebrada.
Claudia abrió los ojos como platos.
—Pero piensa en el tal Finn. Y en Jared.
Ella dio un paso atrás. Temblaba y tenía la espalda fría por el sudor. Volvieron a aguantarse la mirada unos segundos. Después, como no se fiaba de lo que iba a soltar si continuaba hablando, se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Sin embargo, las palabras del Guardián la pillaron todavía allí y tuvo que oírlas:
—No hay forma de salir de la Cárcel. Dame la Llave, Claudia.
La muchacha cerró la puerta tras de sí. Una sirvienta que pasaba en ese momento la miró con cara de sorpresa. En el espejo que había enfrente, Claudia vio el motivo: su reflejo mostraba a una criatura azorada y con la cara enrojecida, que desprendía desdicha. Le entraron ganas de chillar de rabia. En lugar de eso, anduvo hasta su habitación y cerró la puerta. Se derrumbó en la cama.
Agarró el almohadón y enterró en él la cabeza. Se acurrucó hasta quedar hecha un ovillo, abrazándose el cuerpo con los brazos. Su mente era un laberinto de confusión, pero cuando se movió, notó que un papel crujía en la almohada y levantó la cabeza para ver la nota que había allí prendida. Era de Jared. «Necesito verte. He descubierto algo increíble».
En cuanto la hubo leído, el papel se desintegró, convertido en cenizas.
Ni siquiera tuvo fuerzas para sonreír.
Finn se colgó de las jarcias del barco y se sujetó fuerte, mientras veía a lo lejos, en la superficie, lagos de un líquido amarillo sulfúrico, viscoso y pestilente. En las laderas del paisaje pastaban distintos animales, que desde allí parecían unas extrañas criaturas desgarbadas, y los rebaños se disgregaban y huían aterrados cuando la sombra del barco caía sobre ellos. Más adelante vio otros lagos, junto a los cuales sólo crecían algunos arbustos bajos y raquíticos, y a la derecha, en la lejanía, un desierto se extendía hasta donde alcanzaba la vista y se perdía entre las sombras.
Llevaban horas navegando. Gildas había sido el primero en llevar el timón, al azar, de forma firme y constante, hasta que había gritado presa de la irritación que alguien lo relevara. Entonces Finn había aceptado el turno y había notado las extrañas corrientes que discurrían debajo del navío, sus embestidas en forma de ráfagas de aire y brisas. Sobre su cabeza, las velas estaban henchidas; el viento entraba y salía de las telas blancas. En dos ocasiones habían tenido que navegar entre las nubes. La segunda de ellas, la temperatura había bajado alarmantemente y, cuando habían logrado emerger de aquella amalgama turbulenta y gris, el timón y la cubierta estaban forrados de escarcha, y unas agujas de hielo caían de los palos y tintineaban en los tablones.
Attia le había llevado agua.
—Hay litros y litros —había dicho—, pero nada de comida.
—¿Cómo? ¿Nada?
—No.
—Y ¿de qué se alimentaba?
—Sólo quedan las migajas de lo que tenía Gildas. —Mientras Finn bebía agua, Attia había tomado el timón, con sus manitas aferradas a los gruesos radios de madera. Luego había añadido—: Me ha contado lo del anillo.
Finn se había secado la boca. Attia había continuado:
—Lo que hiciste por mí fue demasiado. Ahora estoy todavía más en deuda contigo.
Finn se había sentido orgulloso y enfurruñado a la vez; había vuelto a tomar el timón y había dicho:
—Somos un equipo. Además, no creía que fuera a funcionar.
—Me maravilla que Keiro te lo diera.
Finn se había encogido de hombros y ella lo había estudiado con la mirada. Pero en ese momento, Attia había levantado la vista hacia el cielo.
—¡Mira! Es magnífico. Toda mi vida había estado metida en un túnel estrecho y oscuro abarrotado de chabolas, y ahora, ver todo este espacio abierto…
Él había dicho:
—¿Tienes familia?
—Sí, hermanos. Todos mayores que yo.
—¿Y padres?
—No. —Attia sacudió la cabeza—. Ya sabes…
Sí, ya lo sabía. La vida en la Cárcel era corta e impredecible.
—¿Los echas de menos?
Ella se había puesto tensa y había sujetado con fuerza el timón.
—Sí, pero… —Sonrió—. Es curioso cómo ocurren las cosas. Cuando me capturaron, pensé que era el final de mi vida. Pero sin embargo, me condujo a esto.
Él había asentido. Luego había dicho:
—¿Crees que te salvó el anillo? ¿O fue el antídoto que te dio Gildas para vomitar?
—El anillo —dijo ella con seguridad—. Y tú.
Él no estaba tan seguro.
Ahora, mientras miraba a Keiro holgazaneando en la cubierta, sonrió. Cuando le habían dicho que le tocaba el turno, su hermano de sangre había echado un vistazo al imponente timón y había bajado a las bodegas a buscar cuerdas; después había atado los radios para fijar la posición y se había sentado junto al timón, con los pies en alto.
—¿Con qué íbamos a chocarnos? —le había comentado a Gildas.
—Qué tonto eres —había respondido irritado el Sapient—. Por lo menos, mantén los ojos bien abiertos.
Habían pasado por encima de colinas de cobre y montañas de cristal, de bosques enteros de árboles metálicos. Finn había visto asentamientos montados en valles impenetrables donde los habitantes vivían en total ostracismo; grandes ciudades; en una ocasión, habían visto un castillo con banderas ondeando en las torretas. Eso lo había asustado, pues le había hecho pensar en Claudia. Algún arco iris provocado por el sol y la condensación se había dibujado sobre ellos; habían volado a través de extraños efectos atmosféricos, una isla reflejada, olas de calor, neblinas parpadeantes de tonos púrpura y fuego dorado. Hacía una hora, una bandada de pájaros de cola larga había aparecido de la nada graznando y volando en círculos; luego habían caído en picado sobre la cubierta, de modo que Keiro había tenido que agachar la cabeza. Y entonces, igual de repentinamente, se habían desvanecido, un mero trazo ensombrecido en el horizonte. Una vez, el barco había perdido muchísima altitud; Finn se había asomado por la borda y había oteado kilómetros y kilómetros de casuchas malolientes, donde las personas salían corriendo de moradas irregulares de latón y madera, escuálidas y enfermas, con innumerables hijos. Había dado gracias cuando el viento había elevado de nuevo el barco. Incarceron era un infierno. Y a pesar de todo, él poseía su Llave.
La sacó y tocó los controles. Ya lo había intentado antes, pero no había ocurrido nada. Ahora tampoco ocurrió nada, así que se preguntó si volvería a funcionar alguna vez. Pero estaba caliente. ¿Significaba eso que viajaban en la dirección correcta, hacia Claudia? Pero si Incarceron era tan extenso, ¿cuántas vidas tardarían en llegar a la salida?
—¡Finn!
El grito de Keiro sonó alarmado. Finn alzó la mirada.
Sobre ellos parpadeó algo. Al principio pensó que eran los focos; después vio que la oscuridad que los envolvía no era la penumbra habitual de la Cárcel, sino un funesto banco de nubes de tormenta, justo en medio de su ruta. Se agachó y empezó a frotarse las palmas contra los cables para calentarlas.
Keiro desató el timón a toda prisa.
—¿Qué es eso?
—Una tormenta.
Había una nube negra. Un relámpago centelleó dentro de ella. Y cuando el barco se aproximó un poco más, oyeron un murmullo bajo, un chasquido insolente y tenebroso.
—La Cárcel —susurró Finn—. Nos ha encontrado.
—Ve a buscar a Gildas —murmuró Keiro.
Encontró al Sapient en el camerino, repasando cartas de navegación y mapas a la luz de una lamparilla crepitante.
—Mira estos mapas. —El anciano levantó la vista, con la cara arrugada y llena de sombras por la luz de la lámpara—. ¿Cómo puede ser tan inmenso? ¿Qué esperanza tenemos de encontrar la estela de Sáfico a través de todo esto?
Abrumado, Finn contempló la pila de cartas de navegación, que rebosaban de la mesa y cubrían el suelo. Si todas ellas mostraban la grandiosidad de Incarceron, podían seguir viajando eternamente.
—Te necesitamos. Se avecina una tormenta.
Attia entró corriendo.
—Keiro dice que os deis prisa.
A modo de respuesta, el barco escoró. Finn se agarró a la mesa mientras los mapas rodaban y caían por todas partes. Después volvió a subir a cubierta.
Unas nubes negras trepaban por los mástiles, y los gallardetes plateados ondeaban y entrechocaban. El barco estaba casi volcado hacia un lado; Finn tuvo que agarrarse con fuerza de la barandilla y avanzar a contracorriente hasta el timón, aferrándose a todo lo que quedaba a su alcance.
Keiro sudaba y maldecía.
—¡Es la brujería del Sapient! —chilló.
—No creo. Es Incarceron.
El trueno volvió a retumbar. Con un grito, la tempestad los azotó; ambos se agarraron al timón y aguantaron el tipo, acuclillados detrás de su reducido refugio. Los objetos golpeteaban contra ellos, barras de metal, hojas, escombros que rebotaban como el granizo. Y al instante, una nieve de arenilla blanca, de cristal molido, de saetas y piedras que agujereaban las velas.
Finn se dio la vuelta.
Vio a Gildas tumbado debajo del palo mayor, agarrado y con un brazo alrededor de Attia.
—¡Quedaos ahí! —les gritó.
—¡La Llave! —El chillido de Gildas se perdió en el vendaval—. Deja que la baje a la bodega. Si os perdéis…
Lo sabía. Y aun así, odiaba la idea de tener que separarse de ella.
—Hazlo —gruñó Keiro sin darse la vuelta.
Finn soltó el timón.
Al instante se vio propulsado hacia atrás por la corriente y cayó bruscamente contra la cubierta. Y la Cárcel lo acechó. Finn notó cómo enfocaba la vista sobre él, así que rodó por la cubierta y gritó aterrado.
En el corazón de la tormenta, un águila cayó en picado desde el cielo, negra como el trueno, con las garras centelleantes como el relámpago. Estiró las patas para agarrar la Llave, decidida a apresarlo a él con el objeto.
Finn se abalanzó hacia un lado. Chocó con una maraña de cuerdas; agarró la más cercana y empezó a sacudirla, haciéndola girar en el aire, con el grueso cabo atado tan próximo al pecho del ave que el águila viró bruscamente y pasó rozándolo, ascendió aleteando y volvió a prepararse para caer sobre su presa.
Con la cabeza gacha, Finn consiguió pasar por delante de Gildas y cobijarse en el camarote de la cubierta.
—¡Vuelve a por ti! —gritó Attia.
—Quiere la Llave —dijo Gildas mientras agachaba la cabeza.
La lluvia los azotaba; el trueno retumbó de nuevo y esta vez se oyó una voz potente, un murmullo de furia lejano y elevado.
Finn sacó la Llave. La tocó y al instante vio que Claudia estaba allí, con los ojos llorosos y el pelo alborotado.
—Finn —le dijo—. Escúchame. He…
—No, escúchame tú. —Se agarró con fuerza mientras el barco viraba y se balanceaba—. Necesitamos que nos ayudes, Claudia. Tienes que hablar con tu padre. Tienes que pedirle que pare la tormenta, ¡o moriremos todos!
—¿La tormenta? —Claudia negó con la cabeza—. Él no… no nos va a ayudar. Quiere que mueras. Lo ha descubierto todo, Finn. ¡Lo sabe!
—Entonces…
Keiro chilló. Finn miró hacia arriba y lo que vio hizo que sus dedos se aferraran a la Llave, de modo que unos segundos antes de que la imagen se desvaneciera, Claudia lo vio también.
Un gran muro de metal sólido. El Muro del Fin del Mundo.
Se alzaba desde profundidades desconocidas y se perdía en las ocultas alturas del cielo.
Y el barco navegaba directo hacia él.