3
El Experimento será arriesgado y es posible que aparezcan riesgos imprevistos. A pesar de todo, Incarceron será un sistema de gran sofisticación e inteligencia. No podría existir un guardián más amable y compasivo para sus internos.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
El camino de vuelta al pozo de la mina era largo, y los túneles francamente bajos. La Maestra caminaba con la cabeza gacha; permanecía callada y se rodeaba el cuerpo con los brazos. Keiro había mandado a Arko el Grande que la vigilara. Finn se había quedado al final del grupo, detrás de los heridos.
En esa parte del ala, Incarceron era oscuro y estaba casi deshabitado. Aquí la Cárcel apenas se molestaba en removerse, encendía los focos con escasa frecuencia y expulsaba a poquísimos Escarabajos. A diferencia de la calzada de adoquines de la planta superior, los suelos de este pabellón no eran más que una malla metálica que cedía ligeramente bajo los pies. Mientras caminaba, Finn vio el resplandor de los ojos de una rata que se agazapaba, y unas motas de polvo cayeron de sus escamas metálicas.
Estaba agarrotado y dolorido, y como siempre que preparaban una emboscada, también enfadado. Para todos los demás era como liberar la tensión acumulada; incluso los heridos charlaban mientras arrastraban los pies, y sus sonoras risotadas poseían la energía del alivio. Finn volvió la cabeza y miró hacia atrás. A su espalda, el viento surcaba el túnel y les devolvía el eco. Incarceron los estaría escuchando.
No podía hablar ni tenía ganas de reír. Una mirada sombría a unos cuantos comentarios socarrones hizo desistir a sus compañeros; vio que Lis le daba un codazo a Amoz y enarcaba una ceja. A Finn no le importó. La rabia era interna, rabia contra sí mismo, y estaba mezclada con el miedo y con un orgullo abrasador, porque nadie más había tenido las agallas de dejarse encadenar así, de quedarse tumbado en medio de aquel silencio esperando a que la muerte llegara rodando y se cerniera sobre él.
Mentalmente volvió a percibir las ruedas, erguidas por encima de su cabeza.
Y también estaba enfadado con la Maestra.
Los Comitatus no tomaban prisioneros. Era una de sus normas. Una cosa había sido convencer a Keiro, pero cuando regresaran a la Guarida, tendría que justificar la presencia del rehén ante Jormanric, y eso le producía escalofríos. Sin embargo, aquella mujer poseía algún dato sobre la marca que Finn llevaba en la muñeca, y él debía averiguar qué era. Tal vez no tuviera otra oportunidad.
Mientras avanzaba, pensó en el flash de la visión. Como siempre, le había hecho daño, como si el recuerdo (si es que era un recuerdo) se hubiera encendido y hubiera luchado por salir a flote desde un lugar profundo y dolorido, desde un pozo recóndito del pasado. Le costaba mucho mantener la nitidez de la imagen; ya se había olvidado de la mayor parte, salvo de la tarta en una bandeja, decorada con bolitas plateadas. Qué absurdo e inútil. Eso no le daba ninguna pista sobre quién era, o de dónde provenía.
El pozo tenía una escalera que bajaba por el lateral; los escoltas fueron los primeros en descolgarse por ella, después descendieron los Presos y los guerreros, que transportaban los víveres y a los heridos. El último en bajar fue Finn, quien se dio cuenta de que la superficie lisa tenía alguna que otra grieta en puntos en que unos helechos negros y marchitos empezaban a sobresalir. Tendrían que retirar esos brotes, pues de lo contrario la Cárcel podría percibirlos, sellar ese conducto y reabsorber la totalidad del túnel, tal como había hecho el año anterior, cuando los Comitatus habían vuelto de una redada y se habían encontrado con que la antigua Guarida se había esfumado, sustituida por un único pasaje blanco y ancho decorado con imágenes abstractas en tonos rojos y dorados.
—Incarceron se ha encogido de hombros —había dicho en esa ocasión Gildas con amargura.
Había sido la primera vez que Finn había oído reírse a la Cárcel.
Se estremeció al recordarlo: había sido un chasquido frío y divertido que se había hecho eco por los pasadizos. Había silenciado a Jormanric en medio de un juramento y había puesto los pelos de punta a Finn, paralizado por el terror. La Cárcel estaba viva. Era cruel y despreocupada, y él estaba «dentro» de ella.
Descendió los últimos travesaños de la escalera y entró en la Guarida. El desorden y el barullo de la gran cámara eran mayores que nunca; el calor de sus vivas hogueras era sobrecogedor. Mientras la gente se apiñaba con ansiedad alrededor del botín, abriendo los sacos de grano a lo bruto, sacando la comida a puñados, Finn se abrió paso entre la multitud y fue directo a la diminuta celda que compartía con Keiro. Nadie lo detuvo.
Una vez dentro, ajustó la endeble puerta y se sentó encima de la cama. La habitación estaba fría y olía a ropa sucia, pero por lo menos allí había tranquilidad. Poco a poco, se dejó caer en la cama.
Respiró profundamente e inhaló el terror. Se apoderó de él en una oleada abrumadora; sabía que el martilleo de su corazón lo mataría, notó el sudor frío que le congelaba la espalda y el labio superior. Hasta ese momento lo había mantenido a raya, pero los latidos ensordecedores que notaba ahora eran las vibraciones de las ruedas gigantescas; mientras se cubría con las manos los ojos cerrados vio las circunferencias de metal por encima de él, se sintió inmerso en una chirriante fuente de chispas.
Podrían haberlo matado. O peor aún, podrían haberlo aplastado y mutilado. ¿Por qué había aceptado hacerlo? ¿Por qué siempre tenía que estar a la altura de la absurda reputación temeraria de aquella gente?
—¿Finn?
Abrió los ojos.
Al cabo de un momento, se colocó de medio lado en la cama.
Keiro estaba de pie, de espaldas a la puerta.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —la voz de Finn sonó quebrada; se aclaró la garganta rápidamente.
—Lo suficiente. —Su hermano de sangre se sentó en la otra cama—. ¿Cansado?
—Es una manera de decirlo.
Keiro asintió. Y luego dijo:
—Siempre hay un precio que pagar. Todo Preso lo sabe. —Miró hacia la puerta—. Ninguno de los que están ahí fuera habría podido hacer lo que tú has hecho.
—Yo no soy un Preso.
—Ahora sí.
Finn se sentó en la cama y se alborotó el pelo sucio.
—Tú sí lo habrías hecho.
—Sí, es verdad. —Keiro sonrió—. Pero es que soy extraordinario, Finn, un artista del hurto. Arrebatadoramente guapo, increíblemente despiadado, totalmente temerario.
Inclinó la cabeza hacia un lado, como si esperase el bufido burlón de Finn; cuando vio que no llegaba, se echó a reír él mismo y se quitó el abrigo y el jubón oscuros. Abrió el baúl y tiró dentro la espada y el trabuco. Después rebuscó entre la pila de ropa y sacó una camisa roja con recargados lazos negros.
Finn dijo:
—Entonces, la próxima vez lo haces tú.
—¿Acaso me has visto alguna vez saltarme el turno, hermano? Los Comitatus tenemos que machacarlos con nuestra reputación hasta metérsela en la mollera a esos cabezas huecas. Keiro y Finn. Los intrépidos. Los mejores.
Vertió agua de la jarra y se lavó. Finn se dedicó a observarlo, agotado. Keiro tenía la piel fina, los músculos ágiles. En medio de esa amalgama de gente deformada y famélica, de tullidos y pedigüeños, su hermano de sangre era perfecto. Y se esforzaba muchísimo por mantener su perfección. En ese momento, después de ponerse la camisa roja, Keiro se trenzó una baratija robada en la melena larga y se miró con atención en un fragmento de espejo. Sin darse la vuelta, dijo:
—Jormanric quiere verte.
Finn ya se lo imaginaba; aun así, oírlo le produjo escalofríos.
—¿Ahora?
—Sí, ahora mismo. Será mejor que te asees.
No quería. Pero al cabo de un momento vertió agua fresca y se frotó la grasa que tenía adherida a los brazos.
Keiro dijo entonces:
—Te apoyaré con lo de la mujer. Con una condición.
Finn se detuvo.
—¿Qué?
—Que me cuentes de qué va todo esto.
—No hay nada…
Keiro le lanzó la harapienta toalla.
—Finn el Visionario no vende mujeres ni niños. Amoz sí, o cualquiera de esos malas piezas. Pero tú no.
Finn levantó la vista; los ojos azules de Keiro le aguantaron la mirada.
—A lo mejor me estoy volviendo como todos los demás.
Se secó la cara en el mugriento harapo y luego, sin molestarse en cambiarse de ropa, se dirigió a la puerta. A medio camino, lo detuvo la voz de Keiro.
—Crees que sabe algo sobre ti.
Fastidiado, Finn se dio la vuelta.
—A veces me arrepiento de no haber elegido a alguien menos astuto para guardarme las espaldas. Está bien. Sí. Me dijo una cosa que… que podría… que necesito preguntarle. Necesito que siga viva.
Keiro lo adelantó y llegó a la puerta.
—Bueno, pues no demuestres mucho interés o él la matará delante de tus narices. Deja que sea yo el que hable. —Comprobó que nadie los estaba espiando junto a la puerta y volvió a mirarlo por encima del hombro—. Baja la cabeza y cierra el pico, hermano. Es lo que mejor se te da.
La puerta de la celda de Jormanric estaba flanqueada por los dos guardaespaldas habituales, pero una amplia sonrisa de Keiro hizo que el que tenían más cerca se apartara con un gruñido. Siguiendo los pasos de su hermano de sangre, Finn entró y estuvo a punto de atragantarse con el hedor dulzón del ket, que tan familiar le resultaba; sus humos embriagadores espesaban el aire. Se le metió en la garganta, así que tragó saliva e intentó no inhalar demasiado fuerte.
Keiro se abrió paso a codazos por entre los pares de hermanos de sangre, hasta llegar a la primera fila. Finn siguió su brillante estela roja entre la anodina multitud.
La mayor parte de ellos eran medios hombres y tullidos. Algunos tenían garras metálicas en lugar de manos, o parches de plástico en los lugares donde les faltaba tejido. Uno llevaba un ojo de cristal que era clavado a uno auténtico, salvo porque era ciego, con el iris fabricado con un zafiro. Eran los más rastreros de la capa más rastrera, esclavizados y despreciados por los puros; hombres que la Cárcel había enmendado, algunas veces con crueldad, otras veces simplemente con capricho. Uno de ellos, un hombre encorvado y con el pelo encrespado que recordaba a un enano, no se apartó de su camino lo bastante rápido. Keiro lo derribó de un manotazo.
Keiro sentía un odio peculiar hacia los tullidos. Nunca les hablaba, y apenas reconocía su presencia, los trataba igual que a los perros que abarrotaban la Guarida. Como si, pensó Finn, su propia perfección se viera insultada por la mera existencia de esos medios hombres.
La muchedumbre se apartó hasta que ambos se hallaron en medio de los guerreros. Los Comitatus de Jormanric eran un ejército desgarbado y sin objetivos, cuya intrepidez sólo existía en la imaginación de sus filas. Arko el Grande y Arko el Pequeño, Amoz y su gemelo Zoma, la frágil muchacha Lis que se volvía loca en las peleas y su hermana de sangre Ramill, quien nunca pronunciaba una sola palabra. Una multitud de viejos presos veteranos y de jovenzuelos bravucones, de escurridizos rebanapescuezos acompañados de unas cuantas mujeres expertas en venenos. Y, rodeado de sus musculosos guardaespaldas, el hombre en cuestión.
Jormanric, como siempre, estaba mascando ket. Los pocos dientes que le quedaban trabajaban de manera automática, encarnados por el zumo dulce que le tintaba los labios y la barba. Detrás de él, uno de sus guardaespaldas mascaba al unísono.
«Debe de ser totalmente inmune a la droga», pensó Finn. «Aunque no podría vivir sin ella».
—¡Keiroooo! —El Señor del Ala arrastró el grito—. Y Finn el Visionario.
La última palabra iba cargada de ironía. Finn frunció el entrecejo. Apartó de un empujón a Amoz y se colocó hombro con hombro con su hermano de sangre.
Jormanric estaba repantigado en su trono. Era un hombre grandullón a quien habían fabricado a medida un sillón de madera tallada; los brazos del trono tenían varias muescas que reflejaban el número de emboscadas, además de distintas manchas de ket. Alguien a quien denominaban «perro esclavo» estaba encadenado al trono; Jormanric lo empleaba para probar su comida, por si estaba envenenada. Huelga decir que ninguno de los esclavos duraba mucho en ese puesto. El que tenía ahora era nuevo, recién capturado en la última redada, un hatillo de harapos y pelo enmarañado. El Señor del Ala vestía una armadura y llevaba el pelo largo y grasiento, recogido en distintas trenzas adornadas con baratijas. En los dedos rollizos tenía encajados a la fuerza siete pesados anillos con forma de calavera.
Observó a los Comitatus con la mirada perdida.
—Una buena emboscada, gente. Comida y metal en bruto. Suficiente para que a todos nos llegue una ración generosa.
Un revuelo en la sala; pero ese «todos» significaba únicamente los Comitatus; los descastados tendrían que conformarse con las migajas.
—Aunque no ha dado tantos beneficios como podría haber dado. Algún imbécil enfadó a la Cárcel. —Escupió el ket mascado y cogió otra porción de la caja de marfil que tenía junto al codo. Lo dobló con cuidado y se lo metió en el carrillo—. Han matado a dos hombres. —Masticaba despacio, con los ojos fijos en Finn—. Y hemos cogido a un rehén.
Finn abrió la boca pero Keiro le dio un fuerte pisotón. Nunca era conveniente interrumpir a Jormanric. Hablaba despacio, con pausas irritantes, pero su aparente ineptitud era falsa.
Un delgado hilo de saliva rojiza le colgaba de la barba. Entonces dijo:
—Explícate, Finn.
Finn tragó saliva antes de hablar, pero Keiro fue quien respondió con la voz tranquila.
—Señor del Ala, mi hermano de sangre corrió un peligro enorme ahí fuera. Se expuso a que los Cívicos no se detuvieran, o no frenaran lo suficiente. Gracias a él tendremos comida en abundancia para muchos días. La mujer fue un capricho del momento, una pequeña recompensa. Aunque, por supuesto, los Comitatus os pertenecen, la decisión es vuestra, Señor. La mujer no significa nada, podéis hacer con ella lo que queráis.
Ese «por supuesto» era una pincelada de sarcasmo encubierto. Jormanric no dejó de mascar; Finn no estaba seguro de si se había percatado de esa punzada fina como un alfiler de amenaza velada.
Entonces vio a la Maestra. Estaba de pie a un lado, escoltada por los soldados y con las manos encadenadas. Tenía la cara manchada y la melena muy despeinada. Debía de estar asustadísima, pero mantenía la compostura, erguida. Posó la mirada en Keiro, y después, fría como el hielo, en él. Finn no se atrevía a mirarla a los ojos llenos de reproche. Bajó la vista, pero Keiro le dio un codazo y al instante se obligó a enderezarse, mirando a todos por encima del hombro. Si mostraba debilidad, si parecía dubitativo, estaría acabado. No podía confiar en ninguno de ellos, salvo en Keiro. Y eso únicamente debido al juramento.
Sin abandonar esa postura arrogante, desafió con la mirada a Jormanric.
—¿Cuánto tiempo llevas con nosotros? —le preguntó el Señor del Ala.
—Tres años.
—Entonces ya no eres un inocente. El desconcierto se ha borrado de tus ojos. Ya no saltas cuando alguien grita. Ya no gimoteas cuando se apagan las luces.
Los Comitatus ahogaron unas risitas. Alguien apuntó:
—Todavía no ha matado a nadie.
—Pues ya va siendo hora —murmuró Amoz.
Jormanric asintió y las piezas metálicas que llevaba en el pelo tintinearon.
—A lo mejor tienes razón.
Miró fijamente a los ojos a Finn, y éste le devolvió la mirada, porque lo que llevaba el Señor del Ala era una máscara adormecida, un disfraz lento y embotado que cubría su astuta crueldad. Sabía lo que iba a decir a continuación; así que cuando Jormanric dijo, casi en una ensoñación: «Podrías matar a esta mujer», ni siquiera parpadeó.
—Podría hacerlo, señor. Pero preferiría sacarle algún beneficio. Oí que la llamaban Maestra.
Jormanric levantó una ceja roja como el ket.
—¿Un rescate?
—Seguro que pagarían por ella. Esos carros estaban cargados de víveres.
Se detuvo ahí, sin necesidad de que Keiro le recordara que no se fuera de la lengua. Por un momento, el miedo volvió a aparecer, pero luchó por contenerlo. Cualquier rescate implicaría que Jormanric podría sacar tajada. Seguro que le tentaba. Su avaricia era legendaria.
La celda estaba en la penumbra, las velas parpadeaban. Jormanric se sirvió una copa de vino, vertió un chorro para la criatura perruna que estaba a sus pies y observó cómo lo lamía. Hasta que el esclavo no volvió a levantarse, indemne, no bebió él. Entonces levantó la mano y le dio la vuelta para mostrar sus siete anillos.
—¿Ves esto, muchacho? Estos anillos contienen vidas. Vidas que he robado. Cada uno de ellos fue mi enemigo en alguna ocasión, al que maté poco a poco, atormentado por la agonía. Cada uno de ellos está atrapado aquí, en un anillo que adorna mi mano. Su respiración, su energía, su fortaleza, extraídas de todos ellos y acumuladas para mí, para cuando las necesite. Nueve vidas puede vivir un hombre, Finn, desplazándose de una a otra, y burlando a la muerte. Mi padre lo hizo y yo lo haré. Pero de momento sólo tengo siete.
Los Comitatus se miraron unos a otros. Al fondo, las mujeres murmuraban; algunas alargaban el cuello para ver los anillos por encima de las cabezas de la muchedumbre. Las calaveras de plata brillaron en el ambiente cargado por la droga: una de ellas guiñó el ojo a Finn, con una mueca. Se mordió los labios resecos y notó el sabor a ket; era tan salado como la sangre, y provocaba que las imágenes se emborronaran y bailaran delante de los ojos. El sudor le empapaba la espalda. El aire de la habitación era asfixiante; desde las vigas del techo las ratas miraban hacia abajo, y un murciélago atravesó la zona iluminada y volvió a perderse en la oscuridad. Sin que los demás se dieran cuenta, en un rincón, tres niños hurgaban en una pila de grano.
Jormanric se puso de pie. Era un hombre monstruoso, le sacaba una cabeza de altura a cualquiera de los demás. Miró a Finn por encima del hombro.
—Un hombre leal le ofrecería la vida de esta mujer a su líder.
Silencio.
No había escapatoria. Finn sabía que tenía que hacerlo. Miró a la Maestra. Ella le devolvió la mirada, pálida, con el rostro demacrado.
Pero la voz apacible de Keiro rompió la tensión.
—¿La vida de una mujer, Señor? ¿Una criatura antojadiza y alocada, una cosa frágil como ésta?
La Maestra no parecía frágil. Parecía furiosa. Y Finn la maldijo por tener tal aspecto. ¿Por qué no gimoteaba y suplicaba y lloraba desvalida? Como si le leyera el pensamiento, la mujer bajó la cabeza, pero cada centímetro de su piel estaba rígido por el orgullo.
Keiro sacudió una mano briosa.
—No creo que tenga mucha fuerza que un hombre pueda codiciar, pero si lo deseáis, es vuestra.
Ese juego era muy peligroso. Finn estaba acongojado. Nadie se burlaba de Jormanric. Nadie lo dejaba en ridículo. Era imposible que estuviera tan colocado por el ket como para no percibir la burla implícita. «Si lo deseáis». Si tan desesperado estáis. Algunos de los guerreros lo entendieron. Zoma y Amoz intercambiaron sonrisas encubiertas.
Jormanric frunció el entrecejo. Miró a la mujer y ella le aguantó la mirada. Entonces escupió la hierba roja que mascaba y agarró la espada.
—No soy tan exigente como algunos jóvenes que se pavonean —espetó.
Finn dio un paso al frente. Por un momento sintió ganas de llevarse a la mujer de allí a rastras, pero Keiro le inmovilizó el brazo con una garra de acero, y antes de que se diera cuenta, Jormanric ya se había incorporado y había rodeado con la espada la garganta de la Maestra, emblanqueciendo con la punta afilada la fina piel que tenía debajo de la barbilla, obligándola a subir la cabeza. Se acabó. Supiera lo que supiese la mujer, pensó Finn con amargura, nunca lo averiguaría.
Una puerta se cerró de golpe al fondo.
Una voz mordaz le reprochó:
—Esa vida no vale nada, hombre. Dádsela al chico. Todo aquel que mantiene la compostura ante la muerte es un loco o un iluminado. En cualquiera de los dos casos, se merece su recompensa.
La multitud se dividió al instante. Un hombre de poca estatura se abrió paso a grandes zancadas, con las prendas de color verde oscuro propias de los Sapienti. Era anciano pero bien plantado, e incluso los Comitatus se apartaron para dejarlo pasar. Se detuvo junto a Finn; Jormanric bajó la mirada hacia él, fastidiado.
—Gildas, ¿se puede saber qué mosca te ha picado?
—Haced lo que os digo. —La voz del anciano era rotunda; hablaba como si su interlocutor fuera un niño—. No tardaréis en tener las dos vidas que os faltan. Pero esa mujer —indicó con el pulgar hacia la Maestra— no será una de ellas.
Cualquier otro estaría muerto a esas alturas. Cualquier otro habría sido sacado a rastras y colgado del pozo bocabajo por los tobillos, para que las ratas se le comieran las entrañas. Sin embargo, al cabo de un segundo, Jormanric bajó la espada.
—Me lo prometes.
—Os lo prometo.
—Las promesas de los Sabios no deben romperse.
El anciano le contestó:
—No se romperán.
Jormanric lo miró. Entonces envainó la espada.
—Llévatela.
La mujer suspiró.
Gildas se la quedó mirando con irritación; al ver que ella no se movía, la agarró por el brazo y la acercó a su cuerpo.
—Sal de aquí —murmuró.
Finn dudó, pero Keiro se movió al instante y empujó a la mujer a toda prisa a través de la muchedumbre.
El apretón de la mano del anciano, rápida como una garra, inmovilizó el brazo de Finn.
—¿Tuviste una visión?
—Nada del otro mundo.
—Yo seré quien lo juzgue. —Gildas miró en dirección a Keiro y de nuevo a Finn. Tenía los pequeños ojos negros muy alerta; se movían con una inteligencia inquieta—. Quiero que me des todos los detalles, muchacho.
Bajó la mirada hacia la marca del pájaro que tenía en la muñeca. Después lo soltó.
Al instante, Finn se abrió camino entre la horda de lisiados y salió de la celda.
La mujer estaba esperándolo fuera, en la Guarida, sin obedecer a Keiro. En cuanto lo vio, se dio la vuelta y pasó muy ofendida por delante de Finn para meterse otra vez en la diminuta celda que había en el rincón. Éste le indicó al vigilante que se alejara sacudiendo la cabeza.
La Maestra se volvió hacia Finn.
—¿Qué clase de estercolero es éste? —preguntó en un siseo.
—Oye, si estás viva…
—No es gracias a ti. —Levantó los hombros y, al erguirse, resultó ser más alta que él, y su rabia era letal—. No sé qué quieres de mí, pero ya puedes olvidarte. Por mí, los matones como vosotros podéis pudriros en el infierno.
Por detrás de Finn, Keiro se apoyó en el marco de la puerta y sonrió.
—Algunas personas no saben lo que es la gratitud —comentó.