31

Cayó y cayó durante días y noches. Cayó en un pozo de oscuridad. Cayó como cae una piedra, como un pájaro con las alas rotas, como un ángel caído. Su brusca caída magulló el mundo.

Leyenda de Sáfico

—Han cambiado. —Keiro miró con interés la Llave—. Los colores.

Finn elevó el cristal para que le diera la luz. Las lucecillas rojas murmuraron, parpadearon y se transformaron en un silencioso arco iris. La Llave parecía aún más cálida en su mano.

—A lo mejor Claudia está en el Interior.

—Entonces, ¿por qué no habla con nosotros?

Delante de ellos, Gildas se dio la vuelta, una sombra renqueante en la oscuridad.

—¿El camino es por aquí? ¿Finn?

No tenía la menor idea. Los restos del barco quedaban muy atrás; el cubo se había convertido en un embudo, que se iba estrechando conforme lo recorrían apresurados; las paredes y el techo se acercaban, transformadas en piedra negra tallada, con ese brillo de obsidiana en los muros que tan bien conocían.

—No te alejes de mí —murmuró—. No sabemos hasta dónde se extiende el campo protector.

Gildas no prestó atención. Desde que había hablado con Jared, la obsesión febril de su búsqueda había vuelto a poseerlo; con ansiedad avanzó cojeando, examinó los arañazos superficiales de las paredes, murmuró para sí mismo. Parecía pasar por alto sus lesiones, pero Finn supuso que eran más graves de lo que se permitía reconocer.

—Ese viejo loco está perdiendo el juicio —murmuró Keiro con desprecio. Se dio la vuelta—. Y luego está ella.

Attia permanecía rezagada. Daba la sensación de que caminaba deliberadamente despacio; entre las sombras, parecía absorta en sus pensamientos.

—Menuda ocurrencia que tuvo —añadió Keiro sin dejar de avanzar—. Aquello fue una puñalada trapera.

Finn asintió. Claudia se había quedado de piedra con la noticia. Como alguien a quien inmoviliza una herida profunda, con el fin de no sentir el dolor.

—Pero —dijo entonces Keiro—, al mismo tiempo, significa que sí hay salida. De modo que también nosotros podremos Escapar de aquí.

—Eres un insensible. No piensas más que en ti.

—Y en ti, hermano. —Su hermano de sangre miró a su alrededor, alerta—. Si existe el Exterior y tú eres una especie de rey allí fuera, te voy a proteger como si fueras de oro. Suena muy bien lo de «príncipe Keiro».

—No estoy seguro de que pueda hacerlo… Ser rey.

—Claro que puedes. Es todo una farsa. Y tú eres el rey de la mentira, Finn. —Keiro lo miró de soslayo—. Te saldrá de forma natural.

Intercambiaron una mirada rápida. Después, Finn contestó:

—¿Oyes algo?

Un murmullo. Se expandía por el pasillo, una ráfaga de voces bajas. Keiro sacó la espada. Attia se acercó al grupo.

—¿Qué es eso?

—Hay algo por ahí delante. —Keiro prestó atención, pero el sonido no volvió a oírse.

Quieto, con una mano contra la pared, Gildas susurró:

—A lo mejor es Claudia. Nos ha encontrado.

—Pues entonces ha sido muy rápida. —Keiro siguió caminando con sigilo—. Quedaos en grupo. Finn, colócate el último, y protege bien la Llave.

Gildas soltó un bufido, pero tomó su lugar entre los otros dos.

Era una voz. Provenía de algún punto cercano. Y mientras se arrastraban hacia el sonido, el pasillo empezó a abarrotarse: cadenas enormes lo cruzaban de pared a pared, esposas y grilletes, montones de herramientas desperdigadas, un Escarabajo roto patas arriba. Pasaron por delante de celdas pequeñas, algunas de ellas con la puerta cerrada, y a través de una de las rejas, Finn vio una diminuta habitación oscura con ratas encaramadas sobre un plato vacío, con una pila de harapos mugrientos en un rincón, lo que podría haber sido un cuerpo. Todo permanecía inmóvil. Tuvo la impresión de que se trataba de un lugar olvidado incluso por sus creadores, un rincón de Incarceron que hasta la propia Cárcel había descuidado durante siglos. ¿Habría sido en un lugar semejante a éste donde el pueblo de la Maestra había encontrado la Llave, junto a los huesos disecados del hombre que la había fabricado, o robado?

Mientras rodeaba un grueso pilar se dio cuenta de que estaba empezando a olvidarla. Todo aquello le parecía muy lejano ya, aunque al mismo tiempo, el chasquido del puente y la única mirada que la Maestra le había dedicado continuaban en su interior, aguardando a que se durmiera, a que pensara que estaba a salvo. Igual que su lástima.

Attia agarró a Finn; entonces se dio cuenta de que había adelantado al grupo.

—No te duermas, hermano. —El murmullo de Keiro sonó furioso.

Con el corazón palpitante, intentó despejar la mente. El picor de la cara remitió. Respiró profundamente.

—¿Estás bien? —susurró Gildas.

Asintió. El ataque había estado a punto de atraparlo. Se sintió mareado.

Asomó la cabeza al otro lado de un recodo y miró con atención.

La voz hablaba en un idioma que no había oído jamás, con chillidos, clics y sílabas forzadas. Se dirigía a los Escarabajos, a las Cigarras y las Moscas, así como a las ratas metálicas que salían de entre los muros para llevarse los cadáveres. Millones de especímenes se agazapaban inmóviles en el suelo de un gran salón, abarrotaban las cuerdas y las pasarelas suspendidas; todos miraban con atención una estrella brillante que relucía como una bengala en la oscuridad. Incarceron instruía a sus criaturas y las palabras que emitía eran una amalgama de sonidos, una poesía de crujidos y zumbidos.

—¿Lo oyen? —susurró Keiro.

—Son algo más que palabras.

También había una vibración, en las profundidades del corazón de la oscuridad, como el latido de un corazón gigante, como el mecanismo de un enorme reloj.

La voz se detuvo. Al unísono, las máquinas con forma animal se dieron la vuelta y empezaron a desfilar. Avanzaron en silenciosas hileras hacia la oscuridad, hasta que la última de todas ellas hubo desaparecido, sin emitir apenas sonido alguno.

Finn se adelantó, pero Keiro lo agarró con fuerza.

El Ojo continuaba observándolos. Su luz iluminó el pabellón vacío. Entonces la voz dijo en un murmullo:

—¿Tienes la Llave, Finn? ¿Me la das?

Finn suspiró. Quería echar a correr, pero la garra de Keiro se lo impedía. Se mordió el labio y oyó el chasquido divertido y bajo de la Cárcel.

Claudia está en el Interior. ¿Lo sabías? Aunque mi intención es que no lleguéis a encontraros, claro. Soy tan extenso que me resultaría sencillísimo. ¿No quieres hablar conmigo, Finn?

—No está del todo seguro de que seamos nosotros —murmuró Keiro.

—A mí me ha sonado bastante seguro.

Sintió un impulso irracional de apartarse de la protección de la Llave, de abrir sus brazos y mostrarse. Pero Keiro, que se volvió hacia Attia, no estaba dispuesto a soltarlo.

—Retrocede. Rápido.

Por supuesto, no soy más que una máquina —dijo Incarceron con acritud—. A diferencia de vosotros. ¿O me equivoco? ¿De verdad sois todos tan puros? A lo mejor debería hacer un pequeño experimento yo también.

Keiro empujó a Finn, presa del pánico.

—¡Corre!

Era demasiado tarde. Se oyó un siseo y un crujido. La espada salió volando de la mano de Keiro y se precipitó contra la pared, donde se clavó del revés.

Finn fue propulsado hacia atrás, impelido contra las piedras. La Llave que tenía guardada en el cinturón lo prendió contra la pared, la daga que empuñaba le zarandeó el brazo, obligándolo a bajarlo con una fuerza tremenda.

—Ah, ahora te noto, Finn. Ahora percibo tu miedo.

No podía moverse. Por un instante de terror pensó que iba a succionarlo el material que conformaba la pared; entonces Gildas empezó a tirar de él y Finn soltó el arma, de modo que su mano se liberó. Se dio cuenta de que el muro se había convertido en un imán. Ralladuras de hierro y virutas de bronce echaron a volar en un feroz torbellino horizontal; al instante la pared quedó forrada de herramientas, cadenas y gigantescos candados. Finn agachó la cabeza y soltó un juramento, pues uno de los restos metálicos pasó rozándole la oreja.

—¡Suéltame! —gritó.

Tenía el cuerpo aprisionado entre la Llave y el imán.

Gildas ya había agarrado el cristal; el anciano hincó los talones y jadeó:

—Ayúdame.

Y las delicadas manos de Attia se agarraron a él con fuerza. Poco a poco, como si lo arrebataran del abrazo de unos dedos invisibles, consiguieron separar el peso de la Llave de su cuerpo y Finn cayó hacia delante, tambaleándose.

—¡Huye! ¡Huye!

Incarceron soltó su risa socarrona.

Pero no puedes huir. No sin tu hermano.

Cuando ya emprendía la huida, Finn se detuvo.

Keiro estaba de pie junto al muro. Tenía una mano pegada contra la pared formando un ángulo extraño, con la palma adherida a la superficie negra. Por un momento Finn pensó que intentaba desprender la espada y susurró:

—¡Déjala!

Pero entonces Keiro se dio la vuelta y lo miró con una furia heladora.

—No es la espada.

Finn agarró del brazo a su hermano de sangre y tiró de él.

No se movió ni un ápice.

—Suéltalo.

—No he cogido nada —dijo Keiro entre dientes. Apartó la cara.

Finn se fijó con atención.

—Pero…

Su hermano se retorció para mirarlo y Finn se conmocionó al ver la ira de sus ojos.

—Soy yo, Finn. ¿No te das cuenta? ¿Es que eres tonto? ¡Soy yo!

Tenía la uña del dedo índice de la mano derecha pegada al muro. Y cuando Finn lo agarró del brazo y tiró con fuerza, la mano permaneció allí, como un pequeño escudo pegado al imán con una atracción que nada podía romper.

—¿Queréis que lo suelte? —dijo con malicia la Cárcel.

Finn miró a Keiro y Keiro le devolvió la mirada.

—Sí —susurró.

Con una violencia que hizo que todo el grupo se estremeciera, absolutamente todas las piezas de metal cayeron de las paredes con un estallido ensordecedor.

Claudia se detuvo.

—¿Qué ha sido eso?

—¿El qué?

—¡Ese ruido!

Siempre se oyen ruidos dentro de la Cárcel. Por favor, continúa hablándome de la reina. Parece tan…

—El ruido provenía de ahí abajo.

Claudia escudriñó la oscuridad mientras pasaba por una arcada ensombrecida. Vio un pasillo bajo, con la altura justa para caminar de pie por él; estaba recubierto de telas de araña.

Incarceron se rio, pero su risa denotaba cierta ansiedad.

Para encontrar a Finn debes continuar recto.

Claudia se quedó callada. De repente notó la tensa presencia que la envolvía, como si la Cárcel contuviera la respiración, como si estuviera esperando. Se sintió pequeña y vulnerable. Dijo:

—Creo que me has mentido.

Al principio no hubo respuesta. Una rata corrió por el pasillo, la vio y se escabulló por un rincón. Entonces la voz dijo pensativa:

La idea que te has formado de Finn es ingenua y romántica: el príncipe perdido, el héroe encarcelado. Recuerdas a un niño pequeño y quieres que sea él. Pero incluso si Finn es en verdad Giles, aquello fue en otra vida, que está a un mundo de distancia. Ya no es el mismo. Lo he cambiado.

Claudia levantó la mirada hacia la oscuridad.

—No.

Claro que sí. Tu padre tenía razón. Para sobrevivir aquí, los hombres descienden a las profundidades de su ser. Se convierten en bestias, no dan importancia ni perciben siquiera el dolor del prójimo. Finn ha robado, tal vez incluso haya asesinado. ¿Cómo puede regresar semejante hombre a un trono y gobernar a los demás? ¿Cómo puede volver a ser digno de confianza? Los Sapienti eran sabios, pero crearon un sistema sin posibilidad de redención, Claudia. Sin perdón.

Su voz le provocó escalofríos. No quería escuchar ni zambullirse en aquellas dudas persuasivas.

Activó la Llave, entró en el pasillo de techo bajo y empezó a correr.

Sus zapatos patinaban sobre los restos metálicos que alfombraban el suelo, sobre los huesos y la paja. Topó con una criatura muerta tan reseca que se despedazó en cuanto ella saltó por encima.

Claudia, ¿dónde estás?

Estaba por todas partes: la rodeaba, la precedía, la seguía.

Detente, por favor. O tendré que detenerte yo.

No respondió. Se agachó para pasar por un arco y encontró tres túneles que confluían, pero la Llave estaba tan caliente que casi le abrasaba la mano, así que se aventuró por el túnel de la izquierda, pasando a toda velocidad por puertas de celdas abiertas y descolgadas.

La Cárcel emitió un ruido sordo. El suelo se deslizó, se onduló bajo sus pies como una alfombra. Suspiró al ver que la levantaba en volandas; Claudia aterrizó soltando un grito. Tenía una pierna ensangrentada, pero consiguió recomponerse y seguir corriendo, porque Incarceron no estaba segura de dónde exactamente se hallaba la muchacha, no lo sabría mientras sostuviera la Llave.

El mundo se sacudió. Ambos laterales se inclinaron. La oscuridad se cernió y unos olores pestilentes emanaron de las paredes. Los murciélagos revolotearon en bandadas. No pensaba gritar. Se aferró con uñas y dientes a las piedras, continuó avanzando, incluso cuando el pasillo se empinó y se convirtió en una colina, una pendiente pronunciada y resbaladiza, y todos los escombros que había en el suelo resbalaron y cayeron sobre ella.

Y entonces, justo cuando iba a tirar la toalla y dar media vuelta, oyó voces.

Keiro flexionó los dedos. Tenía la cara sofocada y no se atrevía a mirar a Finn a los ojos. Fue Gildas quien rompió el silencio.

—Así que he estado viajando con un medio hombre.

Keiro hizo oídos sordos. Miró a Finn, quien le preguntó:

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Toda mi vida. —La voz de su hermano de sangre sonó apagada.

—Pero tú… tú eras de los que más odiaba a los tullidos. Los despreciabas…

Keiro sacudió la cabeza con irritación.

—Sí. Por supuesto que los odio. Tengo más motivos que tú para odiarlos. ¿Es que no ves que me muero de miedo al verlos? —Miró de reojo a Attia y después gritó dirigiéndose a la Cárcel—. ¡Y tú! ¡Te juro que si alguna vez encuentro tu corazón, te lo rebanaré!

Finn no sabía cómo sentirse. Keiro era tan perfecto, todo lo que él había deseado ser. Guapo, atrevido, sin defectos, rebosante de esa confianza vigorosa que siempre había envidiado. Nunca lo había visto muerto de miedo.

Todos mis hijos piensan lo mismo —dijo Incarceron con malicia.

Keiro se desplomó contra la pared. Parecía que dentro de él se había apagado una llama. Dijo:

—Tengo miedo porque no sé hasta dónde puede llegar. —Levantó la mano y flexionó el dedo—. Parece real, ¿a que sí? Nadie lo diría. Así que ¿cómo puedo saber qué otras partes de mí son metálicas? Dentro de mi cuerpo, los órganos, el corazón. ¿Cómo voy a saberlo? —Aquella pregunta denotaba cierta agonía, como si se la hubiera preguntado en silencio millones de veces, como si detrás de la bravuconería y la arrogancia hubiera un miedo que nunca había manifestado.

Miró a su alrededor.

—La Cárcel podría decírtelo —contestó Finn.

—No. Y no quiero saberlo.

—A mí no me importa.

Finn pasó por alto el resoplido de Gildas y miró a Attia.

Lentamente, la chica dijo:

—Ya ves, todos tenemos defectos. Incluso tú. Lo siento.

—Gracias —contestó Keiro con ironía—. Cuento con la compasión de una esclava y de un Visionario. Ya me siento mucho mejor…

—Sólo intentamos…

—Ahórratelo. No lo necesito. —Apartó la mano extendida de Finn y se incorporó—. Y no pienses que esto me hace diferente. Sigo siendo yo.

Gildas se abrió paso cojeando.

—Bueno, pues no tendrás mi compasión. Vamos, avancemos.

Keiro miró al anciano que se alejaba de espaldas con un odio tan intenso que Finn sintió que tenía que intervenir; su hermano de sangre agarró la espada que estaba en el suelo, pero cuando dio un paso para alcanzar al Sapient, la Cárcel tembló y se estremeció.

Finn se agarró a la pared.

Cuando el mundo dejó de moverse, notaron el aire denso por culpa del polvo que se suspendía como una neblina. Además, A Finn le pitaban los oídos. Gildas gemía de dolor. Attia se puso de pie a duras penas. Señaló hacia la polvareda.

—Finn, ¿qué es eso?

Al principio no supo qué decir. Después vio que era una cara. Una cara que estaba curiosamente limpia, con brillantes ojos astutos y una maraña de pelo recogida de cualquier manera. Una cara que lo miraba fijamente desde las brumas del pasado, por encima de las llamitas de unas velas en una tarta, sobre la que él se había inclinado para soplar, para apagarlas con un único soplido extenuante.

—¿Eres tú? —susurró ella.

Él asintió, en silencio. Sabía que era Claudia.