17
En las leyes antiguas, la Justicia siempre era ciega. Pero ¿qué ocurre si ve, si lo ve todo, y su Ojo es frío y despiadado? ¿Quién estará a salvo de semejante mirada?
Año tras año Incarceron ha ido apretando las tuercas. Ha convertido en un infierno lo que debería haber sido el Cielo.
La Puerta está sellada; quienes habitan en el Exterior no pueden oír nuestros gemidos. Así que, en secreto, he empezado a ingeniar una llave.
Diario de lord Calliston
Mientras pasaba por debajo de la puerta de entrada a la Ciudad, Finn vio que tenía dientes.
La habían diseñado como una boca, con las fauces abiertas, plagadas de incisivos de metal que parecían afilados como cuchillos. Supuso que debía de haber algún mecanismo que la cerrara en casos de emergencia, provocando un mordisco hermético e implacable.
Miró a Gildas, que iba recostado en el carro; estaba exhausto. El anciano tenía magulladuras y el labio hinchado por el puñetazo que le habían propinado. Finn le dijo:
—Seguro que aquí viven algunos de los tuyos.
El Sapient se rascó la cara con las manos atadas y dijo con sequedad:
—Si es así, no imponen mucho respeto.
Finn frunció el entrecejo. Keiro tenía la culpa de todo. Lo primero que habían hecho los Hombres-grulla después de sacarlos a rastras de la trampa había sido registrar el hatillo de Gildas. Habían sacado todos los polvos y ungüentos, los pergaminos cuidadosamente enrollados, el libro con los Cantos de Sáfico que siempre llevaba consigo. Nada de todo eso les había importado. Pero cuando habían encontrado los paquetes de carne se habían mirado los unos a los otros. Uno de ellos, un hombre alto y esquelético, había girado sobre sus zancos y había espetado:
—Así que vosotros sois los ladrones.
—Escúchame, amigo —había dicho entonces Gildas con voz grave—. No sabíamos que aquel cordero era vuestro. Todos tenemos que comer. Os lo pagaré con mi sabiduría. Soy un Sapient muy experimentado.
—Ya lo creo que lo pagarás, viejo —había contestado el hombre aguantándole la mirada. Se había vuelto hacia sus camaradas; todos parecían divertirse con el episodio—. Con tus manos, diría yo, cuando las Justicias vean esto.
Habían maniatado a Finn tan fuerte que las cuerdas le abrasaban la piel. Cuando lo habían arrastrado al exterior, había visto una carreta tirada por un asno; los Hombres-grulla se subieron de un brinco al vehículo, sacándose con pericia y facilidad aquellas extrañas prótesis metálicas.
Con las manos atadas a la espalda, Finn había ido dando traspiés junto al anciano por el camino que conducía a la Ciudad. Dos veces había mirado hacia atrás, con la esperanza de ver a Keiro o tal vez a Attia, aunque fuera de reojo, haciéndole un gesto con la mano, pero el bosque quedaba lejos ya, no era más que un brillo distante de colores imposibles, y el camino se extendía recto como una flecha por la larga pendiente metálica, con ambas veredas tachonadas de púas y rodeadas de zanjas irregulares.
Admirado ante tales defensas, murmuró:
—¿De qué tienen miedo?
Gildas frunció el entrecejo.
—De un ataque, es evidente. Están ansiosos por entrar antes de Luzapagada.
Algo más que ansiosos. La mayor parte de la muchedumbre que habían visto en el bosque estaba ya dentro de las murallas. Mientras se apresuraban a cruzar la puerta, sonó una corneta en la ciudadela y los Hombres-grulla azuzaron al burro con violencia para que corriera, tanto, que Gildas se quedó sin aliento al intentar seguirles el paso y estuvo a punto de caerse.
Al cabo de unos segundos, una vez dentro y a salvo, Finn oyó el cierre hermético del rastrillo de la puerta y el chasquido de unas cadenas. ¿Habrían logrado entrar también Keiro y Attia? ¿O estaban en algún escondrijo del bosque? Sabía que los Hombres-grulla habrían encontrado la Llave de haberla llevado encima, pero pensar que la tenía Keiro, que tal vez estuviera hablando con Claudia, lo ponía nervioso. Además, había otro pensamiento que lo atormentaba, pero no podía pensar en eso. Todavía no.
—Vamos. —El cabecilla del grupo lo obligó a ponerse de pie—. Tenemos que hacerlo esta noche. Antes del Festival.
Mientras recorría dando traspiés las calles de la ciudadela, Finn pensó que nunca había visto un hervidero de gente como aquél. Avenidas y callejones estaban festoneados con farolillos; cuando las luces de la cárcel se apagaron, el mundo se transformó al instante en un entramado de parpadeantes destellos de plata, hermosos y brillantes. Había miles de habitantes montando tiendas de lona, regateando en enormes bazares, buscando refugio, azuzando al ganado y a los cibercorceles para que entraran en los establos o en la plaza del mercado. Vio pedigüeños sin manos, ciegos, sin labios y sin orejas. Vio enfermedades que desfiguraban el cuerpo de tal manera que tuvo que suspirar y mirar en otra dirección. Y sin embargo, no vio medios hombres ni tullidos. Al parecer, aquí la abominación natural estaba restringida a los animales.
El sonido de los cascos de los caballos era ensordecedor; le llegó el hedor a estiércol y sudor, a paja aplastada, y la repentina dulzura penetrante del sándalo, de los limones. Los perros corrían por todas partes, olfateaban entre sacos de comida, husmeaban en las alcantarillas, y tras ellos iban unas escurridizas ratas enanas, del tamaño de una moneda, que se reproducían a toda velocidad y se colaban por grietas y puertas, con sus ojillos rojos.
También vio que en cada esquina había imágenes de Sáfico, erigidas sobre las puertas y las ventanas, un Sáfico que extendía la mano derecha para mostrar que le faltaba un dedo, y que sujetaba en la mano izquierda lo que Finn reconoció, con un silencioso latido del corazón, como una Llave de cristal.
—¿Lo has visto?
—Sí. —Gildas se sentó sin resuello en un peldaño mientras uno de sus captores se adentraba en la multitud—. No cabe duda de que es una especie de festividad. Tal vez en honor a Sáfico.
—Y las Justicias…
—Deja que hable yo. —Gildas se puso de pie, trató de alisarse la túnica—. No digas ni una palabra. En cuanto sepan lo que soy, nos liberarán y se arreglará este entuerto. Un Sapient debe ser escuchado.
Finn frunció el entrecejo.
—En eso confío.
—¿Qué más viste cuando estábamos en la cueva? ¿Qué más te dijo Sáfico?
—Nada más.
Ya no se le ocurrían más mentiras, y le dolían los brazos, que ahora llevaba atados delante del cuerpo. El miedo se iba colando en su mente como un hilillo de agua fría.
—Aunque no esperes volver a ver la Llave —dijo Gildas con amargura—. Ni a ese mentiroso de Keiro.
—Yo confío en él —dijo Finn con los dientes apretados.
—Pues más tonto.
Los hombres regresaron. Empujaron a los prisioneros hacia un lado, los hicieron pasar por un arco abierto en una pared y luego subir una ancha escalera en penumbra que giraba a la izquierda. En lo alto se toparon con una imponente puerta de madera; a la luz de las dos lamparillas que la custodiaban, Finn vio un ojo enorme que habían grabado en la madera negra; el ojo lo miraba fijamente, y por un momento pensó que estaba vivo, que lo observaba, que era el Ojo de Incarceron que durante toda su vida lo había escudriñado con curiosidad.
Entonces el Hombre-grulla golpeó la madera y la puerta se abrió. Hicieron pasar a Finn y Gildas, con un guardián a cada lado.
La habitación, si es que era una habitación, estaba negra como la boca del lobo.
Finn se detuvo al instante. Respiraba hondo, oía ecos, un susurro extraño. Sus sentidos le advertían de una enorme vacuidad, ante él, o tal vez hacia un lado; tenía terror a dar otro paso, por si acababa precipitándose en unas profundidades desconocidas. Un vago recuerdo se removió en su mente, un susurro de algún lugar sin luz, sin aire. Se obligó a recuperar la compostura. Tenía que mantenerse alerta.
Los hombres dieron un paso para apartarse y de pronto se sintió aislado, no veía nada, no notaba a nadie.
Entonces, no muy lejos, delante de él, habló una voz.
—Aquí todos somos delincuentes. ¿No es así?
Era una pregunta baja y contenida, modulada. Finn fue incapaz de distinguir si quien hablaba era hombre o mujer.
Gildas dijo inmediatamente:
—No, no es así. Yo no soy un delincuente, ni lo fueron mis antepasados. Soy Gildas Sapiens, hijo de Amos, hijo de Gildas, quien entró en Incarceron el Día del Cierre.
Silencio. Y luego:
—Pensaba que ya no quedaba ninguno de los vuestros.
La misma voz ¿o no era la misma? Provenía de un punto algo más a la izquierda; Finn escudriñó en aquella dirección, pero no vio nada.
—Ni el muchacho ni yo os hemos robado nada —espetó Gildas—. Otro de nuestros compañeros de viaje mató al animal. Fue una equivocación, pero…
—Calla.
Finn suspiró. La tercera voz, idéntica a las dos primeras, provenía de la derecha. Debían de ser tres en total.
Gildas tomó aliento, irritado. Incluso su silencio transmitía ira.
La voz central dijo con gravedad:
—Aquí todos somos delincuentes. Todos somos culpables. Incluso Sáfico, quien Escapó, tuvo que pagar la deuda con Incarceron. Vosotros también pagaréis la deuda con vuestra carne y vuestra sangre. Los dos pagaréis.
Tal vez la luz fue aumentando, o tal vez los ojos de Finn se fueron adaptando a la penumbra. El caso es que ahora las distinguía bastante bien; tres sombras sentadas ante ellos, vestidas con túnicas negras que cubrían sus cuerpos de la cabeza a los pies, y tocadas con unos extraños recogidos en el pelo también negro. Enseguida vio que eran pelucas. Pelucas de pelo liso y negro como un cuervo. El efecto era grotesco, porque quienes hablaban tenían una edad avanzadísima. Nunca había visto mujeres tan viejas.
Su piel estaba curtida por las arrugas, sus ojos eran de un blanco lechoso. Todas ellas tenían la cabeza gacha; y cuando los pies de Finn frotaron el suelo con nerviosismo, vio que las tres caras se movían para seguir el sonido. Entonces supo que eran ciegas.
—Por favor… —susurró.
—No hay defensa posible. Ésta es la sentencia.
Miró a Gildas. El Sapient estaba observando unos objetos depositados a los pies de las mujeres. En los escalones que había delante de la primera había una tosca rueca de madera, de la que salía un hilo, una delicada madeja plateada. El hilo serpenteaba y se enroscaba en los pies de la segunda mujer, como si nunca se hubiera movido del taburete en el que estaba sentada, y escondida entre la madeja había una regla. El hilo, sucio y gastado, continuaba por debajo de la silla de la tercera, junto a la que había unas afiladas tijeras de sastre.
Gildas parecía sobrecogido.
—He oído hablar de vosotras —susurró.
—Entonces ya sabrás que somos las Tres Despiadadas, las Implacables. Nuestra justicia es ciega y sólo se remite a los hechos. Habéis robado a estos hombres, se han presentado las pruebas. —La vieja bruja del centro inclinó la cabeza—. ¿Estáis de acuerdo, hermanas mías?
De las tres Justicias surgieron tres voces idénticas:
—Estamos de acuerdo.
—Pues que se cumpla el castigo reservado a los ladrones.
Los hombres dieron un paso adelante, agarraron a Gildas y lo obligaron a ponerse de rodillas. En la penumbra Finn vio la silueta de una plataforma de madera. Tiraron de los brazos del anciano a la fuerza y le apoyaron las muñecas sobre la pieza de madera.
—¡No! —exclamó—. Escuchadme…
—¡No fuimos nosotros! —Finn intentó forcejear—. ¡Es un error!
Las tres caras idénticas parecían sordas además de ciegas. La del centro levantó un dedo esquelético; el filo de un cuchillo brilló en la oscuridad.
—¡Soy un Sapient de la Academia! —La voz de Gildas sonaba desgarrada y llena de pavor. Unas gotas de sudor le manaban de la frente—. No permitiré que me tratéis como a un ladrón. No tenéis derecho…
Lo agarraron con fuerza; un hombre lo cogió por la espalda, otro le sujetó las manos atadas. Levantaron la hoja del cuchillo.
—Cállate, viejo loco —murmuró uno de ellos.
—Podemos pagar. Tenemos dinero. Sé curar enfermedades. El chico… el chico es un visionario. Habla con Sáfico. ¡Ha visto las estrellas!
Lo soltó en un grito de desesperación. De pronto, el hombre del cuchillo se quedó petrificado; su mirada se dirigió a las tres arpías.
Las tres dijeron al unísono:
—¿Las estrellas?
Las palabras sonaron como un murmullo superpuesto, un susurro de admiración. Gildas aprovechó para tomar una bocanada de aire y vio su oportunidad.
—Las estrellas, Sabias Mujeres. Las luces de las que habla Sáfico. ¡Preguntadle! Es un Nacido en la Celda, hijo de Incarceron.
Se quedaron mudas. Sus rostros ciegos se volvieron hacia Finn; la del centro levantó la mano y le hizo señas para que se acercara, de modo que los Hombres-grulla lo empujaron hacia delante para que pudiera tocarle el brazo y agarrarlo. Finn se quedó muy quieto. Las manos de la anciana eran huesudas y enjutas; sus uñas, largas y rotas. Le palpó los brazos de arriba abajo, luego el pecho, buscó su cara con las manos. Finn deseaba apartarse, estremecerse, pero se mantuvo quieto, soportando los dedos fríos y rugosos por encima de la frente, sobre los ojos.
Las otras mujeres estaban expectantes, como si el tacto de una lo sintieran las tres. Entonces, con ambas manos apretadas contra su pecho, la Justicia central murmuró:
—Percibo su corazón. Late desbocado, es la carne de la Cárcel, el hueso de la Cárcel. Percibo el vacío en él, los cielos fragmentados de la mente.
—Percibimos el dolor.
—Percibimos la pérdida.
—Es mi criado. —Gildas se incorporó y se recompuso a toda prisa—. Me sirve sólo a mí. Pero os lo regalo, hermanas, os lo ofrezco como compensación por nuestro delito. Un intercambio justo.
Finn lo miró sin dar crédito a sus oídos.
—¡No! ¡No puedes hacerlo!
Gildas se dio la vuelta. No era más que una silueta pequeña y encogida en la oscuridad, pero sus ojos eran astutos y se iluminaron con una inspiración repentina. Respiraba de forma entrecortada. Miró a conciencia el anillo que Finn llevaba en el dedo.
—No tengo alternativa.
Las tres brujas intercambiaron miradas. No hablaron, pero algún tipo de información se transmitió entre ellas. Una de las Justicias soltó tal risotada que Finn se puso a sudar, y el hombre que había detrás murmuró algo aterrado.
—¿Lo hacemos?
—¿Debemos?
—¿Podemos?
—Aceptamos. —Lo pronunciaron al unísono. A continuación, la arpía de la izquierda se inclinó y agarró el huso. Sus dedos encorvados lo hicieron girar; tomó el hilo y tiró de él entre el dedo índice y el pulgar—. Él será el Elegido. Será el Tributo.
Finn tragó saliva. Se sentía muy débil; el sudor frío le produjo un escalofrío en la espalda.
—¿Qué tributo?
La segunda Justicia midió el hilo, una longitud corta. La tercera cogió las tijeras. Con cuidado cortó el hilo, que cayó silenciosamente al suelo polvoriento.
—El Tributo que le debemos —susurró—, a la Bestia.
Keiro y Attia llegaron a la Ciudad justo antes de Luzapagada, dentro de la última caravana, en la parte posterior de un carro cuyo cochero ni siquiera se había dado cuenta de su presencia. Al llegar a las puertas, se bajaron de un salto.
—¿Y ahora qué? —susurró ella.
—Entramos sin más. Como hace todo el mundo.
Keiro empezó a andar con paso decidido y Attia se quedó mirando su espalda antes de correr tras él.
Había una puerta más pequeña, y a la izquierda una ranura estrecha en la muralla. Se preguntó para qué sería; después vio que los guardias obligaban a pasar por allí a todos los caminantes.
Volvió la mirada. La carretera estaba desierta. A lo lejos, en las silenciosas llanuras, los defensores aguardaban; en lo alto, lo que podría haber sido un pájaro volaba en círculos, como una chispa plateada en medio de las nieblas umbrías.
Keiro la empujó hacia delante.
—Tú primera.
Cuando se acercaron a la portezuela, el guardia los estudió con precisión de arriba abajo e inclinó la cabeza hacia la ranura. Attia pasó por la puerta. Daba a un pasaje sombrío y maloliente, tras el que emergió en las calles adoquinadas de la Ciudad.
Keiro avanzó justo después de ella.
Al instante, sonó una alarma. Keiro se dio la vuelta. Un pitido bajo pero insistente que surgía de la muralla. Justo sobre él, Incarceron abrió un Ojo y lo miró.
El guardia, que había empezado a cerrar la compuerta, se detuvo. Se dio la vuelta de un brinco y blandió la espada.
—Vaya, no pareces un…
Con un puñetazo en el estómago, Keiro lo desequilibró; otro puñetazo lo propulsó contra la pared. Se quedó en el suelo hecho un ovillo. Keiro respiró hondo, después se acercó al panel de mandos de la muralla y desconectó la alarma. Cuando se dio la vuelta, Attia lo miraba fijamente.
—¿Por qué a ti? ¿Por qué no a mí?
—¿Qué más da? —La adelantó dando un par de zancadas—. Supongo que notó la Llave.
Attia se quedó mirando cómo avanzaba, con su imponente jubón y la melena al viento que se apartó hacia atrás de forma despreocupada. En voz baja, para que él no la oyera, la muchacha preguntó:
—Entonces, ¿por qué tienes tanto miedo?
Cuando el carruaje se inclinó hacia un lado al montarse él, Claudia suspiró aliviada.
—Ay, creía que no ibais a llegar nunca.
Se apartó de la ventanilla y las palabras murieron en su boca.
—Estoy conmovido —dijo su padre con sequedad.
Se quitó un guante y sacudió el polvo del asiento. Entonces colocó el bastón y un libro junto a él, y gritó al cochero:
—En marcha.
El carruaje crujió cuando el cochero azuzó a los caballos. Al cabo de un momento, los arneses empezaron a tintinear y el carruaje dobló la curva cerrada del patio de la posada. Mientras tanto, Claudia intentó reprimirse para no caer un su trampa. Pero le pudo la ansiedad.
—¿Dónde está Jared? Pensaba que…
—Le pedí que hoy por la mañana viajara con Alys en el tercer coche. Creo que tenemos que hablar.
Era un insulto, de eso no había duda, aunque a Jared no le importaría y Alys estaría emocionada de tenerlo para ella sola. Pero tratar a un Sapient como a un sirviente… Se puso tensa de la rabia.
Su padre la observó un momento y después perdió la mirada por la ventana, y Claudia se fijó en que se había dejado unas cuantas canas más en la barba, de modo que su aire de seria distinción era más acentuado que nunca.
Entonces el Guardián dijo:
—Claudia, hace unos días me preguntaste por tu madre.
Si le hubiera dado un bofetón no la habría dejado más descolocada. Sin embargo, al instante se puso alerta. Era propio de él tomar la iniciativa, darle la vuelta a la partida, atacar. Era un ajedrecista excelente en la Corte. Ella no era más que un peón en su tablero; un peón que él convertiría en reina, a pesar de todo.
Fuera, una llovizna veraniega regaba los campos. Olía dulce y fresca. Claudia dijo:
—Sí.
El Guardián miró los campos mientras sus dedos jugueteaban con los guantes negros.
—Me resulta muy doloroso hablar de ella, pero hoy, en este viaje hacia todo lo que siempre he ansiado, tal vez haya llegado el momento.
Claudia se mordió el labio.
Lo único que sentía era miedo. Y por un momento, sólo un fragmento de segundo, experimentó algo que nunca antes había notado. Sintió pena por él.