5

Había un hombre llamado Sáfico. Su procedencia era un misterio. Hay quien dice que nació de la Cárcel, a partir del ensamblaje de sus componentes almacenados. Hay quien dice que provenía del Exterior, porque él fue el único hombre que regresó allí. Hay quien dice que en realidad no era un hombre, sino una criatura surgida de esas centellas brillantes que los lunáticos ven en sueños y llaman estrellas.

Hay quien dice que era un mentiroso y un demente.

Leyenda de Sáfico

—Tienes que comer algo.

Finn hizo un mohín dirigido a la mujer, que estaba sentada. Había apartado la cara de él a propósito y se la cubría con la capucha.

No dijo ni una palabra.

Finn tiró el plato y se sentó en el banco de madera junto a ella; se frotó los ojos cansados con las palmas de las manos. A su alrededor se oían los golpetazos y burdos repiqueteos de los Comitatus que estaban desayunando. Pasaba una hora de Lucencendida, ese momento en el que las puertas que no estaban rotas se abrían como un resorte con un crujido estruendoso al que Finn había tardado años en acostumbrarse. Miró hacia las vigas del techo y vio uno de los Ojos de la Cárcel, que los observaba con curiosidad; la lucecilla roja enfocaba hacia abajo sin parpadear.

Finn frunció el entrecejo. Nadie más prestaba atención a los Ojos, pero él los aborrecía. Se levantó y le dio la espalda al punto rojo.

—Ven conmigo —espetó—. Vamos a un sitio más tranquilo.

Empezó a caminar con brío, sin darse la vuelta para mirar si ella lo seguía. Ya no podía continuar esperando a Keiro. Éste había ido a buscar su parte del botín, porque siempre era Keiro quien se encargaba de esas cosas. Hacía tiempo que Finn había asimilado que, casi con total seguridad, su hermano de sangre le engañaba en los repartos, pero en el fondo no le importaba demasiado. Ahora, tras agachar la cabeza para pasar por debajo de un arco, apareció en la parte superior de una amplia escalinata que se curvaba con elegancia para perderse en la oscuridad.

Aquí fuera los ruidos llegaban amortiguados y producían ecos extraños en los espacios cavernosos. Unas cuantas esclavas esqueléticas pasaron corriendo a su lado, con aspecto aterrado, como siempre que uno de los Comitatus se dignaba siquiera a mirarlas. Del techo invisible colgaban gruesas cadenas pasadas por argollas, como puentes gigantescos, cada uno de sus eslabones más robusto que un hombre. En algunas habían anidado arañas gigantes que recubrían el metal con la pegajosa tela de aspecto cremoso. De una crisálida colgaba medio perro disecado cabeza abajo.

Cuando se dio la vuelta, vio que ahí estaba la Maestra.

Finn dio un paso al frente y dijo en voz baja:

—Escúchame. Tenía que raptarte. No quiero hacerte daño. Es que allí arriba, en la calzada, dijiste algo. Dijiste que reconocías esto.

Se apartó la manga y le mostró la muñeca.

Ella dirigió una mirada desdeñosa al dibujo.

—Qué tonta fui al sentir pena por ti.

La rabia se apoderó de él, pero la controló.

—Necesito saberlo. No tengo ni idea de quién soy o de qué significa esta marca. No me acuerdo de nada.

Entonces sí que lo miró con atención.

—¿Eres uno de los Nacidos en la Celda?

Ese nombre lo inquietaba.

—Así los llaman.

La mujer dijo:

—Había oído hablar de ellos, pero nunca había visto a ninguno.

Finn apartó la mirada. Le incomodaba hablar de sí mismo. Pero percibía el interés de ella; tal vez fuese su única oportunidad. Se sentó en el primer peldaño y notó la fría piedra descantillada bajo las manos. Perdió la mirada en la oscuridad y dijo:

—De repente me desperté. Eso fue todo. El lugar estaba oscuro y silencioso, y mi mente completamente vacía. No sabía quién era ni dónde me hallaba.

No podía hablarle del pánico, del terrorífico pánico que le obligó a gritar, que se apoderó de él y le hizo dar golpes hasta magullarse contra las paredes de la diminuta celda sin ventilación. No podía confesarle que lloró y lloró y vomitó de aprensión; que se acurrucó en una esquina y se quedó allí temblando durante días, en un rincón de su mente, en un rincón de la celda, porque ambas cosas eran la misma, ambas estaban igual de vacías.

Tal vez ella lo adivinara, porque fue a sentarse junto a él y su vestido emitió un siseo.

—¿Cuántos años tenías?

Se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? De eso hace tres años.

—Entonces debes de tener unos quince. Bastante joven. He oído que algunos nacen trastornados, o ya ancianos. Tuviste suerte.

Un leve atisbo de comprensión. La captó a pesar del tono áspero de su voz, recordó la preocupación por él antes de la emboscada. Era una mujer que sentía empatía por otras personas. Ésa era su debilidad, y él tendría que sacarle partido. Tal como le había enseñado Keiro.

—Yo también estaba trastornado, Maestra. Y algunas veces aún lo estoy. No te imaginas cómo es no tener pasado, desconocer cómo te llamas, de dónde vienes, dónde estás, qué eres. Descubrí que iba vestido con un mono gris que tenía un nombre impreso y un número. El nombre era FINN, y el número 0087/2314. Leí esos números una y otra vez. Me los aprendí de memoria, los grabé en las piedras con objetos punzantes, me los corté en los brazos con letras que eran de sangre. Me arrastré por el suelo como un animal, sucio, con el pelo desgreñado y largo. Día y noche veía luces que iban y venían. Deslizaban la comida en una bandeja por una rendija de la pared; mis desperdicios desaparecían de la misma manera. Una o dos veces hice el esfuerzo de intentar escabullirme por esa rendija, pero se cerró demasiado rápido. La mayor parte del tiempo me quedaba tumbado, en una especie de duermevela. Y cuando dormía, soñaba cosas horribles.

La Maestra lo observaba fijamente. Notó que estaba valorando qué parte de lo que le contaba podía ser cierta. Tenía unas manos fuertes y hábiles; a Finn no le cupo duda de que trabajaba mucho con ellas. Pero al mismo tiempo, llevaba las uñas pintadas de carmín. En voz baja, el muchacho dijo:

—No sé cómo te llamas.

—Da igual cómo me llamo. —Mantuvo la mirada fija—. He oído hablar de esas celdas. Los Sapienti las llaman Vientres de Incarceron. En ellas, la Cárcel crea a nuevas personas; emergen como niños o como adultos, pero enteros, no como los medios hombres. Aunque sólo los jóvenes sobreviven. Los Hijos de Incarceron.

—Sí, algo sobrevivió. Pero no estoy seguro de que fuese yo.

Quería hablarle de las pesadillas de imágenes inconexas, de las veces en que se despertaba, incluso ahora, preso del pánico del olvido, e intentaba a toda costa recordar su nombre, dónde estaba, hasta que la respiración pausada de Keiro lo tranquilizaba. En lugar de contarle eso, dijo:

—Además, siempre estaba el Ojo. Al principio no sabía qué era, sólo lo distinguía por la noche, un puntito rojo que brillaba cerca del techo. Poco a poco me di cuenta de que estaba ahí en todo momento, llegué a imaginarme que me vigilaba, que no había escapatoria. Empecé a pensar que había un ser inteligente tras él, alguien curioso y cruel. Lo odiaba, me escabullía, me retorcía con la cara contra las húmedas piedras para no verlo. No obstante, al cabo de un tiempo, me entró la manía de mirar a mi alrededor continuamente para comprobar si seguía allí. Se convirtió en una especie de alivio. Empecé a temer que desapareciera, no podía soportar el pensamiento de que pudiera abandonarme. Entonces fue cuando comencé a hablar con él.

Ni siquiera se lo había contado a Keiro. El silencio de la Maestra, su cercanía, ese olor a jabón y consuelo… Debía de haber conocido algo semejante en el pasado, porque su proximidad hacía que surgieran las palabras, difíciles de pronunciar ahora, incómodas.

—¿Has hablado alguna vez con Incarceron, Maestra? ¿En la noche más oscura, cuando todos los demás duermen? ¿Le has rezado y susurrado? ¿Le has suplicado que termine con la pesadilla del vacío? Eso es lo que hacen los Nacidos en la Celda. Porque para ellos no hay nadie más en el mundo. Incarceron «es» el mundo.

Se le quebró la voz. Procurando no mirarlo a la cara, la Maestra dijo:

—Nunca me he sentido tan sola. Tengo marido. Y tengo hijos.

Él tragó saliva, y notó cómo la rabia de la mujer penetraba en su autocompasión. A lo mejor ella también intentaba manipularlo. Se mordió el labio y se apartó el pelo de los ojos. Sabía que los tenía mojados, pero no le importó.

—Pues tienes mucha suerte, Maestra, porque yo no he tenido a nadie más que a la Cárcel, y te aseguro que la Cárcel tiene el corazón de piedra. Pero poco a poco, empecé a comprender que era enorme y que yo vivía en su interior, que yo era una criatura diminuta y perdida, que me había engullido. Yo era su hijo, e Incarceron era mi padre, más allá de toda comprensión. Y cuando lo hube asimilado, cuando estuve tan seguro de ello que me quedé mudo en medio del silencio, la puerta se abrió.

—¡Así que había una puerta! —Su voz estaba cargada de sarcasmo.

—Sí. Desde el principio. Era pequeñísima y quedaba camuflada en el muro gris. Durante mucho tiempo, horas tal vez, me limité a mirar ese rectángulo de oscuridad, por temor a lo que pudiera entrar por él, asustado por los leves sonidos y olores que me llegaban del otro lado. Al final, auné el coraje de gatear hasta la puerta y asomar la cabeza. —Sabía que la Maestra lo miraba ahora. Entrelazó las manos y continuó con firmeza—. La única cosa que había al otro lado de la puerta era un pasillo blanco tubular e iluminado desde arriba. Discurría en línea recta en ambos sentidos, y no tenía ramificaciones, ni final. Se estrechaba eternamente en la penumbra. Me obligué a incorporarme…

—Entonces, ¿no te costó andar?

—Sí, mucho. Apenas me quedaban fuerzas.

Ella sonrió, pero sin una pizca de humor. Finn se apresuró a seguir.

—Avancé a trompicones hasta que mis piernas dejaron de sustentarme, pero el pasillo seguía siendo igual de recto e invariable que al principio. Las luces se apagaron y quedaron sólo los Ojos, que me observaban. Cuando dejaba uno de ellos atrás, encontraba otro ante mí, y eso me consolaba, porque, en mi estupidez, pensaba que Incarceron cuidaba de mí, me guiaba hacia la seguridad. Esa noche dormí en el lugar en que caí rendido. A la hora de la Lucencendida apareció de la nada un plato con un alimento blanco y pastoso por encima de mi cabeza. Lo comí y continué caminando. Me pasé dos días recorriendo aquel pasillo, hasta que llegué a la conclusión de que no me movía, sino que caminaba en el sitio, y era el pasillo el que avanzaba, pasando junto a mí a toda prisa. Pensé que estaba en una especie de cinta transportadora odiosa en la que tendría que andar eternamente. Entonces me topé contra un muro de piedra. Lo golpeé desesperado. Se abrió y caí de bruces. En plena oscuridad.

Finn permaneció callado tanto tiempo que la Maestra dijo:

—¿Y fuiste a parar aquí?

Muy a su pesar, estaba fascinada. Finn se encogió de hombros.

—Cuando recuperé el conocimiento, estaba tumbado bocarriba en una vagoneta con una pila de grano y varias docenas de ratas. Los Comitatus me habían recogido en una de sus redadas. Podrían haberme esclavizado, o haberme rebanado el cuello. El Sapient fue el que les quitó la idea. Aunque Keiro se adjudica el mérito.

Ella se echó a reír con amargura.

—No lo dudo. ¿Y nunca has intentado volver a hallar ese túnel?

—Sí lo he intentado. Pero ha sido en vano.

—Pero quedarte con estos… animales.

—No había nadie más. Y Keiro necesitaba un hermano de sangre, es imposible sobrevivir si no lo tienes. Pensó que mis… visiones… podían resultar útiles, o quizá se diese cuenta de que era lo bastante temerario para acompañarlo. Nos hicimos un corte en la mano y mezclamos la sangre; luego gateamos juntos por debajo de un arco hecho con cadenas. Es la costumbre que tienen aquí… un vínculo sagrado. Cuidamos el uno del otro. Si uno muere, el otro tiene que vengar su muerte. No se puede romper el juramento.

La Maestra miró a su alrededor.

—Yo no habría elegido a un hermano como él. ¿Y el Sapient?

Finn se encogió de hombros.

—Cree que mis flashes de memoria son señales enviadas por Sáfico. Cree que nos ayudarán a encontrar la salida. —La mujer permaneció callada. Lentamente, Finn añadió—: Ahora ya conoces mi historia, cuéntame qué sabes sobre la marca que tengo en la piel. Dijiste algo sobre un cristal…

—Te brindé mi ayuda. —Tenía los labios apretados—. Y a cambio, me veo secuestrada y a punto de morir a manos de un matón que cree que puede almacenar las vidas de otros para vivirlas él. ¡Convertidas en anillos de plata!

—No te burles de eso —dijo Finn, incómodo—. Es peligroso.

—¿Te lo crees? —Sonaba sorprendida.

—Es cierto. Su padre vivió doscientos años…

—¡Bobadas! —Su desdén era absoluto—. Puede que su padre viviera hasta una edad avanzada, pero lo más seguro es que fuera porque siempre se quedaba con la mejor ración de comida y las mejores prendas, y porque dejaba los peligros para sus estúpidos seguidores. Como tú. —Se dio la vuelta y lo miró a la cara—. Jugaste con mi compasión. Y sigues haciéndolo.

—No es verdad. Arriesgué mi vida para salvarte. Ya lo viste.

La Maestra sacudió la cabeza con los labios fruncidos. Entonces lo agarró del brazo y, antes de que él pudiera apartarse, le remangó la harapienta camisa.

La piel sucia tenía magulladuras, pero ninguna cicatriz.

—¿Qué pasó con los cortes que te hiciste en la celda?

—Se me curaron —se limitó a contestar él.

Ella le soltó la manga con repugnancia y le dio la espalda.

—¿Qué ocurrirá conmigo?

—Jormanric enviará a un mensajero a tu pueblo. La recompensa será tu peso en tesoros.

—Y ¿si no lo pagan?

—Claro que lo pagarán.

—Ya, pero ¿y si «no» lo pagan? —Lo miró—. Entonces, ¿qué?

Apenado, Finn se encogió de hombros.

—Terminarás convertida en esclava. Trabajarás en la mina, o fabricarás armas. Es peligroso. Y reciben poca comida. Los hace trabajar hasta que desfallecen.

Ella asintió. Fijó la mirada en la vacua oscuridad de la escalera, respiró hondo y vio una neblina formada entre el aire frío. Entonces dijo:

—En ese caso, hagamos un trato. Yo les mando que traigan el cristal y tú me liberas. Esta noche.

A Finn le dio un vuelco el corazón. Pero dijo:

—No es tan fácil…

—Sí que es tan fácil. De lo contrario, no te daré nada, Finn el Nacido en la Celda. Nada. Jamás.

Se volvió y sus ojos oscuros lo miraron con fijeza.

—Soy la Maestra de mi pueblo y nunca me someteré a la Escoria.

Era valiente, pensó Finn, pero ignoraba cómo funcionaban las cosas. En menos de una hora, Jormanric podía lograr que la Maestra se pusiera a gritar, dispuesta a darle todo lo que él deseara. Finn lo había visto demasiadas veces, pero aún le revolvía el estómago.

—Tendrán que traerlo junto con el rescate.

—No quiero que «tengan» que hacer nada. Quiero que me devuelvas al lugar en que me encontraste, hoy mismo, antes de la hora de cierre. Cuando lleguemos allí…

—No puedo. —Finn se levantó abruptamente. Detrás de ellos el ruido de la campana hizo que una bandada de las palomas cubiertas de hollín que infestaban la Guarida aletearan nerviosas y se escondieran en la oscuridad—. ¡Me despellejarán vivo!

—Es tu problema. —La Maestra sonrió con amargura—. Seguro que puedes inventarte algún cuento. Eres un experto.

—Lo que te he contado es verdad.

De pronto, sintió la necesidad de que lo creyera.

La Maestra acercó la cara a él y sus ojos destilaban furia.

—¿Cómo ese embuste que me contaste durante la emboscada?

Finn le devolvió la mirada. Y después bajó los ojos.

—No puedo liberarte sin más. Pero te juro que, si me traes ese cristal, volverás sana y salva a tu casa.

Un silencio gélido se prolongó durante unos segundos. Luego la Maestra le dio la espalda y se arropó el cuerpo con los brazos. Finn sabía que estaba a punto de contárselo. Su voz sonó lúgubre:

—De acuerdo. Hace un tiempo, mi pueblo entró a la fuerza en un salón desierto. Lo habían tapiado con ladrillos desde el interior, tal vez llevara siglos así. El aire estaba viciado. Cuando nos introdujimos a hurtadillas, descubrimos unas cuantas prendas convertidas en polvo, algunas joyas y el esqueleto de un hombre.

—¿Y? —Finn aguardaba impaciente.

Ella lo miró de soslayo.

—En la mano llevaba un pequeño artefacto de cristal o de un vidrio pesado. Dentro tenía el holograma de un águila con las alas extendidas. En una garra sujetaba una esfera. Alrededor del cuello, igual que la tuya, el águila llevaba una corona.

Finn se quedó sin habla un momento. Antes de que pudiera recuperar el aliento, la Maestra añadió:

—Tienes que jurarme que estaré a salvo.

Finn tenía ganas de agarrarla de la mano y huir con ella, en ese mismo instante, llegar al pozo y subir, subir y subir hasta la calzada. Pero en lugar de eso, dijo:

—Tienen que pagar el rescate. Ahora no podemos hacer nada… Si lo intentáramos, nos matarían a los dos. Y a Keiro también.

La Maestra asintió con fatiga.

—Tendrán que entregar todo lo que poseemos para igualar mi peso en riquezas.

Él tragó saliva.

—Entonces te juro, por mi vida y por la vida de Keiro, que si lo hacen, no te ocurrirá nada malo. Yo me aseguraré de que el intercambio sea honrado. Es todo lo que puedo hacer.

La Maestra se irguió.

—Si alguna vez fuiste uno de los Nacidos en la Celda —susurró— no has tardado mucho en convertirte en Escoria. Y aquí estás tan preso como yo.

Sin esperar la respuesta de Finn, se volvió para perderse en la Guarida. Lentamente, Finn se frotó la nuca con una mano y notó la humedad del sudor. Se dio cuenta de que todo su cuerpo era una maraña de nervios y tensión; se obligó a respirar poco a poco. Entonces se quedó de piedra.

Había una silueta oscura sentada diez peldaños por debajo de él, en la oscura escalinata, apoyada contra la balaustrada.

Finn frunció el entrecejo.

—¿Es que no confías en mí?

—Eres un niño, Finn. Un inocente. —Keiro hizo girar una moneda de oro entre los dedos, pensativo. Luego dijo—: No vuelvas a jurar por mi vida.

—No quería…

—¿Ah no? —Con un ímpetu repentino, su hermano de sangre se puso de pie, subió de dos en dos los escalones y se plantó cara a cara frente a él—. Muy bien. Pero recuerda esto: tú y yo estamos unidos por un juramento. Si Jormanric se entera de que intentas tomarle el pelo, ambos terminaremos convertidos en los dos preciosos anillos que le faltan. Pero no tengo intención de morir, Finn. Y me lo debes. Yo te traje a este ejército, cuando tenías la cabeza hueca y estabas muerto de miedo. —Se encogió de hombros—. A veces me pregunto por qué me tomé la molestia…

Finn tragó saliva.

—Te tomaste la molestia porque nadie más aguantaría tu orgullo, tu arrogancia y tus artes para el robo. Te tomaste la molestia porque viste que podía ser tan atrevido como tú. Y cuando sustituyas a Jormanric, me necesitarás a tu lado.

Keiro enarcó una ceja con sarcasmo.

—¿Qué te hace pensar…?

—Un día u otro lo harás. Puede que pronto. Así que ayúdame esta vez, hermano, y yo te ayudaré a ti. —Frunció el entrecejo—. Por favor. Significa mucho para mí.

—Estás obsesionado con esa tontería de que viniste del Exterior.

—No es una tontería. Para mí, no.

—Tú y ese Sapient. Vaya par de lunáticos. —Como Finn no contestó, Keiro soltó una risa severa—. Naciste en Incarceron, Finn. Acéptalo. Nadie viene del Exterior. ¡Nadie escapa! Incarceron está sellado. Todos nacimos aquí, y aquí es donde moriremos. Tu madre te abandonó y por eso no te acuerdas de ella. La cicatriz del pájaro no es más que una marca tribal. Olvídate ya.

No lo haría. No podía. Dijo testarudo:

—No nací aquí. No me acuerdo de cuando era niño, pero un día lo fui. No me acuerdo de cómo llegué aquí, pero no surgí de un vientre artificial de cables y productos químicos. Y esto —alzó la muñeca— lo demostrará.

Keiro se encogió de hombros.

—Algunas veces pienso que aún te falta un tornillo.

Finn hizo una mueca. Después subió otra vez la escalera.

Al llegar arriba, tuvo que sortear un bulto acurrucado en la oscuridad. Parecía el perro esclavo de Jormanric, que estiraba cuanto podía la cadena que llevaba al cuello para agarrar un cuenco con agua que algún bromista había dejado justo fuera de su alcance. Finn dio una patada al cuenco para acercarlo un poco y siguió avanzando a grandes zancadas.

La cadena del esclavo tintineó.

Entre la maraña de pelo, sus ojillos observaron cómo se alejaba.