18
Hemos pagado el tributo con los mejores y más apreciados, y ahora esperamos el desenlace. Aunque tarde siglos, no lo olvidaremos. Igual que los lobos, montaremos guardia. Y si tenemos que vengarnos, nos vengaremos.
Los Lobos de Acero
—Me casé cuando estaba en la mediana edad. —John Arlex contemplaba el espeso follaje veraniego, que ensombrecía el interior del carruaje entre destellos de luz—. Era un hombre acaudalado, porque nuestra familia siempre había formado parte de la Corte, y ostentaba el puesto de Guardián desde la juventud. Una gran responsabilidad, Claudia. No te imaginas todo lo que implica.
Suspiró brevemente.
El carruaje traqueteaba sobre las piedras. En el bolsillo de la capa de viaje, Claudia notó la Llave de cristal, que le golpeteaba la rodilla, entonces recordó el miedo de Finn, su rostro demacrado. ¿Acaso eran todos así, todos los Presos que vigilaba su padre?
—Helena era una mujer hermosa y elegante. El nuestro no fue un matrimonio de conveniencia, sino el fruto de un encuentro fortuito en un baile de invierno celebrado en la Corte. Era dama de cámara de la difunta reina, la madre de Giles. Era huérfana, la última de su estirpe.
Hizo una pausa, como si quisiera que Claudia dijera algo, pero no lo hizo. La muchacha creía que, si hablaba, rompería el hechizo, que el Guardián dejaría de hablar. No la miró. En voz baja, continuó diciendo:
—Yo estaba muy enamorado de ella.
Claudia tenía las manos tensas y entrelazadas. Se obligó a relajarlas.
—Después de un breve noviazgo, nos casamos en la Corte. Fue una boda discreta, no como va a ser la tuya, pero después celebramos un modesto banquete y Helena se sentó en la presidencia de mi mesa y no paró de reírse. Se parecía mucho a ti, Claudia, aunque no era tan alta. Tenía el pelo rubio y fino. Siempre llevaba una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, con un retrato de nosotros dos dentro, como un camafeo.
Se acarició la rodilla, abstraído.
—Cuando me dijo que estaba embarazada, no cupe en mí de alegría. Tal vez fuera porque pensaba que mi momento había pasado y ya nunca tendría un heredero. Porque pensaba que el cuidado de Incarceron pasaría a manos de otra familia, que la estirpe de los Arlexi moriría conmigo. Bueno, el caso es que empecé a mimarla todavía más. Ella era fuerte, pero había que cumplir las restricciones del Protocolo.
Levantó la mirada.
—Pasamos tan poco tiempo juntos…
Claudia respiró hondo y dijo:
—Murió.
—Durante el parto. —El Guardián desvió la mirada y la dirigió hacia la ventana. Las sombras de unas hojas bailaron en su rostro—. Contábamos con una comadrona y con los Sapienti más reputados para cuidar de ella, pero no pudieron hacer nada por salvarla.
A Claudia no se le ocurría nada que decir. Jamás la habían preparado para semejante noticia. Su padre nunca le había hablado de ese modo. Volvió a entrelazar los dedos con fuerza. Entonces dijo:
—Así que no llegué a conocerla.
—No. —La mirada sombría del Guardián se volvió hacia Claudia—. Y después de aquello, yo no soportaba ver su imagen. Había un retrato, pero mandé que lo guardaran bajo llave. Ahora sólo queda esto.
De debajo de la camisa extrajo un relicario dorado, se sacó la cinta de terciopelo negro por la cabeza y se lo mostró. Por un momento, Claudia tuvo miedo de cogerlo; cuando lo hizo, notó que estaba templado por el calor que desprendía el cuerpo de su padre.
—Ábrelo —le dijo.
Claudia desató el lazo. Dentro, mirándose mutuamente en dos marcos ovalados, había dos miniaturas pintadas con suma exquisitez. A la derecha, su padre, con aspecto serio y más joven, el pelo de un bonito tono castaño. Y enfrente, con un vestido de talle bajo en seda carmesí, una mujer con el rostro dulce y delicado, sonriente, con una florecilla en la boca.
Su madre.
Le temblaron los dedos; cuando alzó la mirada para ver si él se daba cuenta, vio que su padre la observaba. Muy serio, dijo:
—En la Corte pediré que te hagan una copia. El Maestro Alan, el pintor, trabaja con mucha precisión.
Claudia deseaba que su padre se derrumbara, que se echara a llorar. Deseaba que se enfadara, que lo consumiera la pena, algo, cualquier cosa a la que ella pudiera responder. Pero mantuvo la misma calma grave de siempre.
Claudia sabía que él había ganado esta partida. En silencio, le devolvió el medallón.
El Guardián lo deslizó dentro del bolsillo.
Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato. El carruaje retumbaba en la calzada; atravesaron un pueblo de cabañas en ruinas con un estanque donde los gansos levantaron la cabeza y sacudieron sus alas blancas muy asustados. Luego la carretera empezó a empinarse por una colina, y se adentró en la sombra verde de un bosque.
Claudia estaba sofocada y sentía vergüenza. Una avispa se coló zumbando por la ventanilla abierta; la ahuyentó a manotazos y después se enjugó las manos y la cara en un pañuelito. Se fijó en cuánto polvo marrón de la calzada se había quedado impregnado en el lino blanco.
Al final, dijo:
—Me alegro de que me lo hayáis contado. Pero ¿por qué ahora?
—No soy un hombre muy efusivo, Claudia. Pero ahora por fin me siento preparado para hablar del tema. —Su voz sonó ronca y áspera—. Esta boda será la cúspide de mi vida. Y de la de tu madre también, si hubiera vivido para verla. Debemos pensar en ella, en lo orgullosa y feliz que se habría sentido. —Levantó los ojos, que eran grises y acerosos—. No podemos permitir que nada estropee las cosas, Claudia. Nada debe interponerse en el camino hacia nuestro éxito.
Claudia lo miró a los ojos. Él esbozó su sonrisilla habitual.
—Bueno. Estoy seguro de que preferirías estar en compañía de Jared.
Sus palabras iban cargadas de una intención que a Claudia no le pasó inadvertida. Cogió el bastón y golpeteó en el techo del carruaje; fuera, el cochero soltó una orden en voz baja, con la que obligó a los caballos a detenerse de forma brusca, piafando y resoplando, sin aliento. Una vez que estuvieron quietos, el Guardián se inclinó hacia delante y abrió la portezuela. Bajó por la escalerita y se desperezó.
—Qué paisaje tan hermoso. Mira, querida mía.
Claudia salió y se colocó junto a él.
Ante ellos discurría un río ancho, que resplandecía con el sol estival. Serpenteaba entre ricas tierras de cultivo, con campos dorados por la cebada crecida, y Claudia vio que las mariposas se elevaban formando nubes por entre los prados de flores que se extendían a ambos lados de la carretera. Notó el calor del sol en los brazos; levantó la cabeza hacia él, agradecida, cerró los ojos y no vio más que un caliente punto rojo, aspiró el polvo y el aroma acre de un seto de milenrama aplastado.
Cuando volvió a abrir los ojos, su padre se había marchado en dirección a los otros carruajes. Iba meneando el bastón y hablaba despreocupadamente con lord Evian, quien al final salió del carruaje y empezó a secarse el sudor de la cara enrojecida.
El reino se extendía ante ella hasta perderse en la distante neblina cálida del horizonte, y por un segundo Claudia deseó poder huir en medio de aquella quietud veraniega, escapar sumida en la paz de la tierra baldía. A un lugar en el que no hubiera nadie más.
A algún lugar en el que pudiera ser libre.
Notó un movimiento junto al codo. Lord Evian estaba allí de pie, bebiendo un trago de una petaca pequeña.
—Hermoso —dijo sin resuello. Señaló con un dedo rollizo—. ¿Lo veis?
Claudia distinguió un brillo a kilómetros de allí, en las lejanas colinas. Un reflejo reluciente y blanco como el diamante. Y supo que era el reflejo del sol en el tejado del gran Salón de Cristal.
Keiro comió el último pedazo de carne y se inclinó hacia atrás, saciado. Bebió los posos de la cerveza y miró a su alrededor, buscando a alguien que pudiera rellenarle la jarra.
Attia seguía sentada junto a la puerta; fingió no verla. La taberna estaba llena, así que tuvo que gritar dos veces para captar la atención del personal. Entonces la tabernera se acercó a él con una jarra de servir y le rellenó la que tenía en la mano. Mientras lo hacía le preguntó:
—¿Y vuestra amiga? ¿Ella no come?
—No es mi amiga.
—Pues entró detrás de vos.
Él se encogió de hombros.
—No puedo evitar que las chicas me sigan. A ver, mírame.
La mujer se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Muy bien, guaperas. Pagad la cuenta.
Keiro contó unas monedas, apuró la cerveza y se levantó desperezándose. Se sentía mejor después de haberse lavado, y el jubón rojo fuego siempre le había favorecido. Se abrió paso entre las mesas a grandes zancadas y fingió no ver a Attia, aunque la chica se apresuró a seguirlo. Ya había recorrido la mitad de un callejón oscuro en el momento en que la voz de la muchacha lo obligó a detenerse.
—¿Cuándo vas a empezar a buscarlos?
No se dio la vuelta.
—Dios sabe qué les estará pasando. Prometiste…
Keiro se volvió bruscamente:
—¿Por qué no te pierdes?
La chica lo desafió con la mirada. Era pequeña y tímida, o eso creía Keiro, pero ésta era la segunda vez que le plantaba cara, y empezaba a incomodarle.
—No pienso irme a ninguna parte —se limitó a decir Attia.
Keiro sonrió burlón.
—Crees que voy a dejarlos en la estacada, ¿verdad?
—Sí.
Fue tan directa que lo dejó descolocado. Se enfadó. Se dio la vuelta y continuó caminando, pero ella lo siguió como una sombra. Como un perro.
—Lo que creo es que quieres abandonarlos, pero no te dejaré. No dejaré que huyas con la Llave.
Keiro se dijo a sí mismo que no iba a contestarle, pero las palabras surgieron de su boca igualmente.
—No tienes ni idea de lo que voy a hacer. Finn y yo somos hermanos de sangre. Eso significa que nos lo debemos todo. Y yo cumplo mi palabra.
—¿Ah sí? —Attia cambió la voz e imitó el vozarrón malicioso de Jormanric—: «No he cumplido mi palabra desde que tenía diez años y apuñalé a mi propio hermano». ¿Así es como funcionan las cosas, Keiro? ¿Así es como los Comitatus continúan acompañándonos, continúan dentro de ti?
Se dispuso a atacarla, pero ella ya estaba preparada. Attia saltó y le arañó la cara, pataleó y le empujó con tanta fuerza que Keiro se tambaleó y aterrizó contra el muro. La Llave se le cayó del bolsillo, un repiqueteo en los adoquines mugrientos; ambos alargaron la mano para cogerla, pero ella fue más rápida.
Keiro siseó con rabia. La agarró del pelo y tiró de él como un salvaje.
—¡Dámela!
Ella gritó y se retorció.
—¡Suéltame!
Él tiró con más fuerza. Con un aullido de dolor, Attia tiró la Llave hacia la oscuridad; al instante, Keiro le soltó los pelos y se abalanzó a buscarla, pero en cuanto atrapó la Llave, la soltó emitiendo un chillido.
Se quedó abandonada en el suelo, con unas lucecillas azules bailoteando dentro.
De repente, en medio de un silencio alarmante, un campo de imagen se extendió a su alrededor. Vieron a una niña ataviada con un vestido suntuoso, con la espalda apoyada en un árbol, iluminada por el glorioso brillo de la luz. Los miraba fijamente a los dos. Cuando habló, su voz estaba cargada de sospecha.
—¿Dónde está Finn? ¿Quién diablos sois vosotros?
Le habían dado unas galletas de miel y unas semillas muy extrañas acompañadas de una bebida caliente que burbujeaba un poco, pero no había querido probar nada, por si la comida estaba envenenada. Fuera donde fuese que lo conducían, prefería llegar allí con la mente lúcida.
También le habían dado ropa limpia y agua para lavarse. En el exterior de la puerta de la habitación, había dos Hombres-grulla en guardia, apoyados contra la pared.
Se acercó a la ventana. Había una altura considerable. Abajo vio una calle estrecha, abarrotada de gente incluso a esas horas, gente que pedía, vendía e instalaba campamentos improvisados en la calle y dormía debajo de sacos, con sus animales deambulando por todas partes. El ruido era apabullante.
Colocó las manos en el alféizar y se inclinó hacia delante, con intención de ver los tejados. La mayor parte de ellos eran de paja, con algunos parches de metal aquí y allá. No había manera de escapar trepando por ellos; además, la casa estaba inclinada hacia delante, como si fuese a caerse, y sin duda él acabaría en el suelo si intentaba escapar por allí. Por unos segundos se planteó si no sería mejor romperse la nuca en el intento que tener que enfrentarse a una criatura sin nombre, pero pensó que todavía le quedaba tiempo. Las cosas podían cambiar.
Se cobijó en la habitación y se sentó en el taburete para intentar pensar. ¿Dónde estaba Keiro? ¿Qué hacía en esos momentos? ¿Qué planes tenía? Keiro era terco y asalvajado, pero era un gran conspirador. La emboscada contra los Cívicos había sido idea suya. Seguro que se le ocurría una buena solución. Finn ya empezaba a echar de menos su desparpajo, su absoluta seguridad en sí mismo.
Se abrió la puerta; Gildas se coló por ella.
—¡Tú! —Finn se puso de pie de un brinco—. ¡Cómo te atreves a…!
El Sapient extendió ambas manos en alto.
—Sé que estás enfadado, Finn, pero no tenía elección. Ya viste lo que iban a hacernos. —Parecía abatido. Entonces se sentó dejando caer el peso sobre el taburete—. Además, voy a ir contigo.
—Dijeron que sólo yo.
—Las monedas de plata sirven de mucho. —Dijo Gildas con un gruñido irascible—. Aunque al parecer la mayor parte de la gente intenta sobornar a los verdugos para que los «saquen» de la Cueva, no para que los «metan».
No había ningún asiento más en toda la habitación, así que Finn se sentó en el suelo, entre la paja, y se abrazó las rodillas.
—Pensaba que estaba solo —dijo en voz baja.
—Bueno, pues no estás solo. Yo no soy como Keiro, y no daré la espalda a mi iluminado.
Finn frunció el entrecejo. Entonces preguntó:
—¿Me darías la espalda si no tuviera visiones?
Gildas se frotó las manos secas, que sonaron a papel arrugado.
—Claro que no.
Se quedaron callados un momento, escuchando la torre de babel que era la calleja. Entonces, Finn dijo:
—Háblame de la Cueva.
—Creía que conocías la historia. Sáfico llegó a la Ciudadela de las Justicias, que debe de ser donde estamos ahora. Se enteró de que sus habitantes pagan un Tributo mensual a un ser que sólo conocen como la Bestia: el tributo es un joven o una doncella de la ciudad. Los meten en una cueva que hay oculta en la montaña; ninguno de ellos regresa jamás.
Se rascó la barba.
—Sáfico se presentó ante las Justicias para ofrecerse a cambio de la muchacha cuya vida iban a sacrificar. Dicen que la chica lloró a sus pies. Y cuando Sáfico salió de las murallas, todos los habitantes de la ciudad observaron cómo se marchaba, en silencio. Entró en la Cueva solo, sin arma alguna.
—¿Y? —preguntó Finn.
Gildas permaneció un momento callado. Cuando continuó con el relato, lo hizo en voz más baja.
—Pasaron tres días sin que ocurriera nada. Y entonces, el cuarto día, se extendió como la pólvora la noticia de que el forastero había emergido de la Cueva. Los lugareños se apiñaron junto a las murallas y abrieron de par en par las puertas. Sáfico recorrió la calle lentamente. Cuando llegó a las puertas de la Ciudadela, levantó la mano derecha, y vieron que le faltaba el dedo índice, y que la mano sangraba sobre el polvo del camino. Dijo: «La deuda no ha sido saldada. No basta con todo lo que yo soy para saldar la deuda. Lo que habita en la Cueva tiene un apetito que nunca puede verse saciado. Un vacío que nunca puede llenarse». Entonces se dio la vuelta y se alejó de la ciudad, y los demás dejaron que se marchara. Pero la chica, aquella cuya vida había salvado, corrió tras él y viajó con Sáfico durante un tiempo. Fue la primera de sus Seguidores.
Entonces intervino Finn:
—¿Qué…?
Pero la puerta se abrió de sopetón antes de que pudiera terminar la pregunta. Los Hombres-grulla gesticularon.
—Fuera. Ahora el chico tiene que dormir. En cuanto llegue Lucencendida, nos iremos.
Gildas se marchó después de dirigirle una mirada fugaz. Uno de los hombres le arrojó unas mantas; Finn se arropó con ellas y se sentó hecho un ovillo contra la pared, para escuchar las voces, los cantos y los ladridos de la calle.
Tenía frío y se sentía completamente solo. Intentó pensar en Keiro, en Claudia, en la chica que la Llave le había mostrado. Y ¿Attia se olvidaría de él? ¿Lo abandonarían todos a su suerte?
Rodó sobre la espalda y se acurrucó bocarriba.
Y entonces vio el Ojo.
Era minúsculo, estaba en lo alto, cerca del techo, medio escondido entre telas de araña.
Lo observaba fijamente, y Finn lo miró con la misma fijeza. Después se sentó y le plantó cara.
—Háblame —le ordenó, con voz baja pero cargada de rabia y sarcasmo—. ¿Tanto miedo tienes que no te atreves a hablarme? Si de verdad nací de ti, entonces, háblame. Dime qué tengo que hacer. Abre las puertas de par en par.
El Ojo era un resplandor rojo, no parpadeaba.
—Sé que estás ahí. Sé que puedes oírme. Siempre lo he sabido. Los otros se olvidan, pero yo no. —Se había puesto de pie; se acercó al punto de luz y alargó las manos hacia él, pero el Ojo estaba, igual que siempre, demasiado elevado—. Le hablé de ti a la Maestra, la mujer que mataron, que yo maté. ¿Lo viste? ¿La viste caer? ¿La recogiste? ¿La tienes encerrada en alguna parte, viva?
Le temblaba la voz, tenía la boca seca; conocía los indicios, pero estaba furioso y demasiado asustado para parar.
—Me Escaparé de ti. Lo haré, lo juro. Tiene que haber algún lugar al que pueda ir. Algún lugar en el que no puedas verme. ¡En el que no existas!
Estaba sudoroso, mareado. Tenía que sentarse, tumbarse, dejar que el aturdimiento lo barriera, una amalgama de imágenes, una habitación, una mesa, un barco en un lago oscuro. Se atragantó con las imágenes, luchó por apartarlas, se ahogó en ellas.
—No —dijo—. No.
El Ojo era una estrella. Una estrella roja. Cayó lentamente dentro de su boca abierta. Y mientras lo quemaba por dentro, oyó que hablaba con el más leve de los susurros, el murmullo del polvo en los pasillos desiertos, el crepitar de las cenizas en el corazón de una hoguera.
—Estoy en todas partes —susurró—. En todas partes.