20
Nos hemos dejado la piel en este cometido. Ahora es más grande que todos nosotros juntos.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
—Toma esto, y esto.
El capitán de los guardias arrojó una bolsita de cuero y una espada a las manos de Finn. La bolsa pesaba tan poco que debía de estar vacía.
—¿Qué hay dentro? —preguntó el muchacho con nerviosismo.
—Ya lo verás. —El hombre se apartó y miró a Gildas. Entonces dijo—: ¿Por qué no huyes, Maestro? ¿Por qué malgastas tu vida?
—Mi vida es la de Sáfico —espetó Gildas—. Su destino es mi destino.
El guardián sacudió la cabeza.
—Como prefieras. Pero ningún otro ha regresado jamás. —Señaló con la cabeza la entrada de la Cueva—. Ahí está.
Se produjo un instante de silencio tenso. Los soldados empuñaron con fuerza las hachas; Finn sabía que ése era el momento en el que se esperaba que él hiciera amago de escapar, ahora que iba armado con una espada y se enfrentaba a terrores desconocidos. ¿Cuántos de los que habían conducido allí como Tributo habrían chillado y luchado presas del pánico en ese instante?
Él no. Él era Finn.
Con atrevimiento, se dio la vuelta y bajó la mirada hacia la grieta.
Era muy estrecha, y completamente negra. Tenía los bordes quemados y cuarteados, como si el metal de la estructura de la Cárcel se hubiera calentado en exceso y se hubiera fundido innumerables veces provocando serpenteos grotescos y afilados. Como si ese ser desconocido que iba a salir reptando de entre los labios metálicos pudiera fundir el acero igual que si fuese caramelo.
Miró a Gildas.
—Yo iré el primero.
Antes de que el Sapient pudiera poner objeciones, se acuclilló sobre la ranura de oscuridad, mirando fugazmente por última vez hacia lo lejos. Sin embargo, vio que la llanura agrietada estaba vacía, la Ciudad era una fortaleza remota.
Deslizó las botas por el borde de la ranura, encontró un apoyo para los pies y, al momento, introdujo el cuerpo sin pensarlo más.
Una vez por debajo del nivel de la superficie, la oscuridad se cernió sobre él. Palpando con manos y pies se dio cuenta de que la grieta era un espacio horizontal entre dos estratos inclinados, y se adentraba en el terreno. Tuvo que extender los brazos y las piernas para caber por la rendija, y empezó a avanzar centímetro a centímetro por una superficie oscura que semejaba una losa, plagada de residuos que parecían piedras y bolitas lisas de acero derretido que rodaban bajo su cuerpo y le hacían heridas. Arañó con los dedos el polvo y los escombros; cuando agarró un puñado, se le deshizo entre las yemas como un hueso reseco. Lo tiró de inmediato.
El techo era muy bajo; en dos ocasiones le rozó la espalda y empezó a temer quedarse encajado en el túnel. En cuanto ese pensamiento se transformó en un terror frío, se detuvo.
Sudando, respiró hondo antes de preguntar:
—¿Dónde estás?
—Justo detrás de ti. —Gildas sonaba exhausto. Su voz resonó con el eco; una llovizna de polvo cayó del techo y aterrizó en el pelo y los ojos de Finn. Una mano lo agarró por la bota.
—Continúa.
—¿Por qué? —Intentó agachar la cabeza para mirar hacia atrás—. ¿Por qué no esperamos aquí hasta que llegue Luzapagada y entonces volvemos a salir reptando? No me dirás que esos hombres van a esperar montando guardia hasta que se vaya la luz, ¿no? Lo más probable es que ya se hayan marchado. ¿Qué puede impedirnos…?
—Los globos de fuego, tontorrón. Cientos y cientos de globos. Un paso en falso y te volarán un pie. Y tú no viste lo que yo vi anoche, cómo patrullan por las murallas de la Ciudad, cómo unos focos potentísimos peinan la llanura durante toda la noche. Nos verían a la primera. —Se echó a reír, su risa sonó como un ladrido lúgubre en la oscuridad—. Decía en serio lo que les conté a las tres mujeres ciegas. Eres un Visionario. Si Sáfico entró aquí, nosotros debemos imitarlo. Aunque me temo que mi teoría de que el camino hacia la salida conduce a un territorio más elevado va a resultar errónea.
Finn sacudió la cabeza, incrédulo. Incluso en semejante tesitura, el anciano se preocupaba de sus teorías más que de cualquier otra cosa. Siguió arrastrándose, hincando las puntas de las botas para darse impulso y empujar el cuerpo hacia delante.
Pasó los siguientes minutos con la certeza de que el techo iba a bajar cada vez más, hasta que llegara un momento en que se topara con el suelo y lo atrapase en medio. Entonces, para su alivio, el túnel empezó a ensancharse y, al mismo tiempo, giró hacia la izquierda y la pendiente se volvió más empinada. Al final fue capaz de ponerse de rodillas sin golpearse la cabeza contra el techo.
—Se abre un poco más adelante. —Su voz sonó hueca.
—Espera ahí.
Gildas buscó algo a tientas; se oyó un crujido estruendoso y el siseo de una luz; era una de las bengalas humeantes y toscas que los Comitatus utilizaban para indicar que estaban en apuros. Cuando brilló, Finn vio que el Sapient estaba tumbado sobre el estómago y sacaba una vela del hatillo de cosas. Encendió la vela con la bengala y una vez que se hubo agotado su chispeante luz roja, las llamitas parpadearon y se movieron por una corriente de aire procedente de algún punto que quedaba delante de ellos.
—No sabía que las habías traído.
—Algunos de nosotros —dijo Gildas— pensamos en algo más que en ropa de gala y anillos inútiles. —Rodeó la llama con la mano—. Avanza despacio. Aunque, sea lo que sea, ya nos habrá olfateado y oído hace rato.
A modo de respuesta, algo rugió ante ellos. Un ruido bajo y retumbante, que notaron como una vibración debajo de las palmas extendidas. Finn blandió la espada y la agarró con fuerza. No veía nada en la negrura.
Continuó caminando y el túnel se abrió, se convirtió en un espacio que lo envolvía. Gracias al brillo de la modesta llama de la vela, vio los laterales escarpados de los estratos de metal, afloramientos de cuarzos de cristal, extrañas capas de óxidos que resplandecían con tonos turquesa y anaranjado cuando la luz los rozaba de soslayo. Se puso a cuatro patas.
Ante él se movió algo. Más que oírlo, Finn lo percibió, notó una ráfaga de aire putrefacto que se le atascó en la garganta. Muy quieto, prestó atención forzando todos los sentidos. Detrás de él, Gildas resopló.
—¡Calla!
El Sapient soltó un juramento.
—¿Está ahí?
—Creo que sí.
Empezaba a asimilar el espacio. Conforme iba acostumbrándose a la oscuridad, las aristas y las caras de la roca empinada se fueron separando de las sombras; vio un pináculo de piedra chamuscada y se dio cuenta con un sobresalto de que era inmensa, y estaba muy alejada. Además, la inicial ráfaga de aire se había convertido en una ventolera que soplaba contra su cara, un olor putrefacto y cálido como la respiración de una criatura gigantesca, un hedor acre e insoportable.
Y entonces, en un momento de lucidez, supo que la tenía enroscada alrededor de todo su cuerpo, que esa cara rocosa, negra y llena de aristas era su piel escamosa, las enormes protuberancias de piedra eran sus garras fosilizadas, supo que estaba en una cueva que en realidad era la antiquísima guarida llena de escamas de una bestia que echaba humo.
Se dio la vuelta para advertir con un grito a su compañero.
Pero entonces, lentamente, con un perezoso crujido espeluznante, se abrió un ojo.
Un ojo rojo, de párpados pesados, más grande que el propio Finn.
Las calles estaban envueltas en un ruido ensordecedor. La gente no dejaba de lanzarle flores; y al cabo de un rato, Claudia empezó a estremecerse ante los repiqueteos y botes provocados por el impacto contra el techo del carruaje, y el aroma de los tallos truncados se volvió más dulce y embriagador. La cuesta era empinada y Claudia iba dando bandazos sobre el asiento con clara incomodidad; a su lado, Jared estaba pálido. Lo cogió del brazo.
—¿Estáis bien?
Jared sonrió lánguidamente.
—Ojalá pudiéramos detenernos un momento. Si vomito en la escalinata del palacio no causaré muy buena impresión.
Claudia intentó sonreír. Ambos se quedaron en silencio mientras el carruaje seguía traqueteando y retumbando por las callezuelas de la Ciudadela Externa, bajo sus imponentes torres defensivas, a través de sus patios y pórticos adoquinados, y con cada curva y cada giro, Claudia sabía que se adentraba más y más en la trampa de la vida que le esperaba allí, las luchas de poder, el laberinto de traición. Poco a poco, los gritos estridentes se apagaron; las ruedas empezaron a deslizarse con suavidad y al correr la cortinilla vio que la calzada estaba forrada por una alfombra roja, con ostentosas bandas, y por todas las calles colgaban guirnaldas de flores, y las palomas aleteaban entre los tejados y los aleros.
Allí arriba también había gente; eran las dependencias de los miembros de la Corte, el Comité Asesor del Reino y la Oficina del Protocolo. Los vítores se volvieron más refinados, aderezados con acordes musicales procedentes de violas, serpentones, pífanos y tambores. Desde algún punto al que todavía no había llegado su carruaje surgieron más gritos y aplausos: seguro que Caspar acababa de asomarse por la ventanilla de su vehículo para saludar y agradecer la cálida bienvenida a su hogar.
—Querrán ver a la novia —murmuró Jared.
—Pues todavía no ha llegado.
Silencio. Entonces Claudia añadió:
—Maestro, tengo miedo. —Percibió su sorpresa—. De verdad, tengo pánico. Este lugar me asusta. En casa sé quién soy, sé qué tengo que hacer. Soy la hija del Guardián, sé cuál es mi lugar. Pero este sitio es peligroso, está lleno de trampas. Desde pequeña he sabido que me aguardaba, pero ahora no estoy segura de poder enfrentarme a esto. Quieren absorberme, convertirme en uno de ellos, pero no voy a cambiar, ¡nunca! Quiero seguir siendo yo misma.
Él suspiró, y Claudia vio que tenía la mirada sombría y fija en la ventana velada.
—Claudia, sois la persona más valiente que conozco.
—No es verdad…
—Sí lo es. Y nadie logrará cambiaros. Vos seréis quien gobierne en palacio, aunque no será fácil. La reina es poderosa y os envidiará, porque sois joven y vais a ocupar su lugar. Vuestro poder es mayor que el suyo.
—Pero si os apartan de mí…
Jared se volvió hacia ella.
—No me marcharé. No soy un hombre valiente, lo reconozco. La confrontación me aturde; una mirada de vuestro padre y siento el miedo hasta en la médula, sea Sapient o no. Pero no pueden obligarme a dejaros, Claudia. —Se sentó con la espalda erguida, apartándose de ella—. Llevo años mirando a la muerte a la cara, y la ventaja es que me ha vuelto un poco más temerario.
—No digáis eso.
Él se encogió de hombros con dulzura.
—Tarde o temprano llegará. Pero no debemos pensar tanto en nosotros mismos. Deberíamos plantearnos si podemos ayudar a Finn. Dadme la Llave para que pueda estudiarla un poco más. Tiene mecanismos complejos que todavía no he podido analizar.
Mientras el carruaje rebotaba al pisar el umbral de una puerta, Claudia sacó la llave del bolsillo oculto y se la tendió, y en ese momento, las alas del águila central parpadearon, como si el animal las hubiera sacudido para emprender el vuelo. Jared corrió la cortina rápidamente y los rayos de sol se reflejaron en sus brillantes caras talladas.
El pájaro había echado a volar.
Estaba sobrevolando un paisaje oscuro, una llanura carbonizada. En lo más profundo de la llanura se abría una fractura en la tierra, y el pájaro bajó en picado y se introdujo en ella, girando para entrar de lado por la estrecha grieta. Claudia suspiró de miedo.
La Llave se quedó negra. Una única luz roja latía dentro.
Sin embargo, mientras la contemplaban, el carruaje se detuvo bruscamente, los caballos piafaron y resoplaron, y la puerta del coche se abrió de par en par. La sombra del Guardián oscureció el vano.
—Vamos, querida mía —dijo en voz baja—. Todos están esperando.
Sin mirar a Jared, sin permitirse siquiera pararse a pensar, Claudia salió del carruaje y se incorporó, cogiendo del brazo a su padre.
Juntos se colocaron frente a la doble fila de cortesanos que aplaudían, ante el esplendor de los banderines de seda, ante la gran escalinata que conducía a lo alto del trono.
Sentada en él, radiante con un vestido plateado con una gorguera imponente, estaba la reina. Incluso desde esa distancia destacaba el color encarnado de su pelo y sus labios, el brillo de los diamantes de la gargantilla que lucía. Detrás de su hombro, de pie, como una presencia inquietante y ceñuda, estaba Caspar.
El Guardián dijo sin inmutarse:
—La sonrisa, querida.
Claudia la impostó. Esa sonrisa amplia y confiada, tan falsa como todo el resto de su vida, una máscara que cubría la frialdad.
A continuación, subieron con paso firme la escalinata.
Era la mirada irónica de sus pesadillas, así que la reconoció. La voz le salió ronca:
—¿Tú?
Tras él, oyó el suspiro de Gildas.
—Dale. ¡Pégale, Finn!
El Ojo era un remolino. La pupila una espiral de movimiento, una galaxia de color escarlata. A su alrededor, irguiéndose, la oscuridad se sacudió convulsa, y Finn vio que la inmensa guarida de la Bestia estaba abarrotada de objetos, joyas, huesos, harapos de tela, restos de armas. Algunas cosas tenían siglos de antigüedad; las escamas y la roca habían crecido sobre ellas. Con un crujido y el crepitar que hacen dos objetos al despegarse, una protuberancia de roca oscura con varias caras talladas se convirtió en la cabeza del monstruo, que se erigió sobre él; unas cuchillas de metal salieron como si fueran garras y se aferraron al suelo de la caverna, que vibraba y se estremecía.
Finn era incapaz de moverse. El polvo y el humo formaban una nube sobre él.
—¡Ataca! —Gildas lo agarró del brazo.
—Es inútil. ¿Es que no ves…?
Gildas emitió un rugido de ira, le arrebató la espada de las manos y la lanzó hacia la guarida abarrotada de la Bestia. Al instante se inclinó hacia atrás, como si esperase que la sangre manara a borbotones, como un gran chorro.
Entonces se quedó mirando fijamente al frente y vio lo que Finn ya había visto.
No había herida alguna. La cueva se abrió y se disolvió, absorbió la hoja de la espada, se recompuso alrededor de ella. La Bestia era una criatura compleja, una formación extenuante y rápida de millones de seres, de murciélagos y huesos y escarabajos, con nubes oscuras de abejas, un patrón calidoscópico en continuo cambio de fragmentos de roca y virutas metálicas. Cuando la Bestia se dio la vuelta y se levantó hacia el techo de la cueva, vieron que, a lo largo de los siglos, había absorbido todo el terror y todo el miedo de la Ciudad, que todos los Tributos enviados para aplacarla habían sido asimilados, comidos, no habían hecho más que agrandarla. En algún punto de su interior había miles de millones de átomos de los muertos, de las víctimas y de los niños arrastrados hasta allí por decreto de las Justicias. Era una masa magnética de carne y metal, con una cola que se desmenuzaba, tachonada de uñas, dientes y garras.
Extendió la cabeza por encima de ellos y se inclinó hacia delante, acercando los grandiosos Ojos rojos a la cara de Finn. Al instante convirtió su piel en púrpura, sus manos temblorosas parecían teñidas de sangre.
—Finn —lo llamó, con una voz de profundo placer, una melaza gutural y ronca—. Por fin.
Él retrocedió, se acercó a Gildas. La mano del Sapient lo agarró por el codo.
—Conoces mi nombre.
—Yo te di nombre. —Su lengua titiló en la oscura caverna de su boca—. Te lo di hace mucho tiempo, cuando naciste dentro de mis celdas. Cuando te convertiste en mi hijo.
Finn se estremeció. Quería negarlo, gritar a pleno pulmón, pero no le salían las palabras.
La criatura meneó la cabeza para estudiarlo mejor. El largo hocico, del que se desprendían abejas y escamas, se fragmentó dando lugar a una nube de libélulas y luego volvió a tomar forma compacta.
—Sabía que vendrías —le dijo—. Te he estado vigilando, Finn, porque eres muy especial. En las entrañas y venas de mi cuerpo, en todos los millones de seres que encierro, no hay ni uno solo comparable a ti.
La cabeza se acercó aún más a él. Algo similar a una sonrisa se dibujó en su hocico y luego se quebró.
—¿En serio piensas que puedes escaparte de mí? ¿Se te ha olvidado que podría matarte, dejarte sin luz y sin aire, carbonizarte en cuestión de segundos?
—No se me ha olvidado —logró balbucir Finn.
—Muchos hombres lo olvidan. Muchos hombres están satisfechos de vivir en su prisión y creen que esto es el mundo, pero tú no, Finn. Tú te acuerdas de mí. Tú miras a tu alrededor y ves mis Ojos observándote. En esas noches de oscuridad, me llamaste, y yo te oí…
—Nunca contestabas —susurró.
—Pero tú sabías que estaba ahí. Eres un Visionario, Finn. Ves las estrellas. Qué interesante…
Gildas se abrió paso hasta quedar el primero. Estaba blanco como el papel y tenía el escaso pelo mojado por el sudor.
—¿Quién eres? —gruñó.
—Soy Incarceron, anciano. Ya deberías saberlo. Fueron los Sapienti quienes me crearon. Soy vuestro fantástico, mastodóntico e interminable fracaso. Vuestra Némesis. —Se aproximó zigzagueando, abriendo tanto la boca que vieron jirones de tela que colgaban de su garganta, olieron la grasienta y extrañamente dulce pestilencia de su aliento—. Ah, el orgullo de los Sabios. Y aún te atreves a buscar una manera de liberarte de tu propia locura.
Retrocedió y los Ojos rojos se cerraron hasta quedar reducidos a una rendija de luz.
—Págame, Finn. Págame como pagó Sáfico. Dame tu carne, tu sangre. Dame al anciano y su terrible deseo de muerte. Entonces, tal vez tu Llave abra puertas con las que ni siquiera sueñas.
Finn tenía la boca seca como la ceniza.
—Esto no es un juego.
—¿Ah no? —La risa de la Bestia sonó como un siseo grave—. ¿Acaso no sois todos como fichas en un tablero?
—Somos personas. —Su rabia iba en aumento—. Personas que sufren. Personas a quienes atormentas.
Por un instante, la criatura se disolvió en diversas nubes de insectos. Luego se agruparon en abruptas gárgolas, un nuevo rostro, serpenteante y sinuoso.
—Me temo que te equivocas. Las personas se atormentan unas a otras. No hay sistema alguno que pueda impedirlo, ningún lugar que pueda cercar el mal, porque los hombres lo llevan dentro de su ser, incluso los niños. Esos hombres son incorregibles, y mi única tarea es contenerlos. Los mantengo dentro de mi cuerpo. Me los trago enteros.
Un tentáculo se extendió como un látigo y le rodeó la muñeca.
—Págame, Finn.
Finn retrocedió asustado y miró a Gildas. El Sapient parecía apocado, con la cara desencajada, como si todo el temor se hubiera cernido sobre él de repente, pero dijo de manera pausada:
—Deja que me tome, muchacho. Ya no me queda nada.
—No. —Finn plantó cara a la Bestia, a pesar de que su sonrisa de reptil estaba a pocos centímetros de él—. Ya te he dado una vida.
—Ah, claro, la mujer. —Ensanchó la sonrisa—. Cuánto te atormenta su muerte. La mala conciencia y el sentimiento de culpa son tan poco frecuentes… Me resultan interesantes.
Algo en aquella mueca sonriente hizo que Finn contuviera la respiración. Un sobresalto de esperanza que le hizo daño. Jadeó:
—¡No está muerta! ¡La atrapaste, evitaste que cayera! ¿A que sí? La salvaste.
La espiral roja le hizo un guiño.
—Aquí no se desperdicia nada —murmuró la criatura.
Finn la miró fijamente, pero entonces la voz de Gildas le gruñó al oído.
—Miente, muchacho.
—A lo mejor no. A lo mejor…
—Está jugando contigo. —Con cara de asco, el anciano observó con fijeza la confusión serpenteante del iris del Ojo—. Si es cierto que nosotros fabricamos una atrocidad como tú, entonces estoy preparado para pagar por nuestra locura.
—No. —Finn lo agarró muy fuerte. Se sacó un tosco anillo de plata del dedo pulgar y lo mostró, como una bengala centelleante—. Acepta esto como Tributo en su lugar, «padre».
Era el anillo con forma de calavera. Y no le importaba nada.