32

Nos daréis las gracias por esto. La energía no será malgastada en frívolas máquinas. Aprenderemos a vivir con sencillez, sin vernos atribulados por celos y deseos. Nuestras almas serán tan plácidas como los mares en calma.

Decreto del rey Endor

Los soldados volvieron al cabo de dos horas.

Jared los había estado esperando; se había tumbado en el duro jergón de la habitación silenciosa y había escuchado con atención los sonidos del palacio a través de la ventana abierta: los caballos al galope en el camino, los carruajes, las carreras, los gritos. Era como si Claudia hubiese acercado un palo a un hormiguero y ahora todas las hormigas se desperdigaran presas del pánico, con su reina herida y su paz perturbada.

La reina. Mientras se sentaba rígidamente en la cama y miraba a los hombres que acababan de entrar, deseó no tener que enfrentarse a su furia.

—Maestro. —El sirviente con levita parecía avergonzado—. ¿Podríais hacer el favor de acompañarnos, señor?

El eterno Protocolo. Les ahorraba tener que enfrentarse a la verdad. Mientras lo conducían escaleras abajo, los miembros de la Guardia Real se quedaron discretamente rezagados, con sus alabardas erguidas como bastones de mando.

Ya había pasado por todas las emociones: terror, rabia, desesperación. Ahora lo único que le quedaba era una especie de apática resignación. Fuera lo que fuese que el Guardián deseara hacer con él, tendría que soportarlo. Lo primordial era que Claudia tuviese tiempo.

Para su sorpresa, le hicieron atravesar varios salones de reunión, donde unos ansiosos emisarios discutían mientras los mensajeros entraban y salían corriendo, hasta que llegaron a una habitación pequeña del ala este. Cuando lo instaron a entrar, vio que era una de las salitas privadas de la reina, abarrotada de muebles dorados y frágiles, con un reloj repujado sobre un mantelito de ganchillo con querubines y pastoras sonrientes.

La única persona que había allí era el Guardián.

No estaba sentado junto a una de las mesas, sino de pie, de cara a la puerta. Dos sillones habían sido colocados en un cómodo ángulo cerca de la chimenea, donde un gran cuenco de popurrí de flores secas descansaba en el hogar vacío.

Seguía pareciéndole una trampa.

—Maestro Jared. —El Guardián señaló una de las butacas con un dedo largo—. Por favor, sentaos.

Lo hizo encantado. Estaba sin aliento y algo mareado.

—¿Un poco de agua?

El Guardián la sirvió y le acercó la copa. Mientras bebía, Jared notó cómo el padre de Claudia… no, no era su padre…, como el hombre lo escudriñaba con la mirada.

—Gracias.

—¿No habéis comido?

—No… Supongo que… con todo el alboroto…

—Deberíais cuidaros más. —Su voz sonó severa—. Dedicáis demasiadas horas a estudiar esos artilugios prohibidos.

Sacudió una mano. Jared vio que la mesa que había más próxima a la ventana estaba cubierta de fragmentos de sus experimentos: escáneres, pantallas, mecanismos para anular alarmas. No dijo nada.

—Es evidente que comprendéis que todo esto es ilegal. —Los ojos del Guardián eran fríos como el hielo—. Siempre hemos tenido cierta manga ancha con los Sapienti, pero parece que vos os habéis tomado demasiadas libertades. —Luego añadió—: ¿Dónde está Claudia, Maestro?

—Ya os dije…

—No me mintáis. No está en casa. Y no falta ningún caballo.

—A lo mejor… se fue a pie.

—Sí, eso es lo que yo creo. —El Guardián se sentó enfrente de él y las perneras de sus pantalones de satén negro de media caña emitieron un elegante sonido al rozar el asiento—. Y ¿es posible que pensarais que no mentíais cuando me dijisteis que se había ido «a casa»?

Jared dejó la copa en la mesa. Se miraron el uno al otro.

—¿Cómo lo averiguó? —preguntó John Arlex.

En un arrebato, Jared decidió contarle la verdad.

—Se lo contó la chica de la Cárcel. Attia, la amiga de Finn. Lo vio en unos archivos que descubrieron.

El Guardián asintió mientras recordaba lo ocurrido.

—Ah, sí. ¿Y cómo se lo tomó?

—Se quedó… conmocionada.

—¿Furiosa?

—Sí.

—No esperaría otra cosa de ella.

—Y triste.

El Guardián lo penetró con la mirada afilada, pero Jared lo miró a su vez con calma.

—Siempre había estado tan segura de ser vuestra hija, señor. De saber quién era. Claudia… os aprecia.

—No me mintáis. —El reproche repentino lo sobresaltó por la ira que encerraba. El Guardián se puso de pie y recorrió la habitación—. Sólo ha existido una persona a quien Claudia haya apreciado en toda su vida, Maestro Sapient. Y sois vos.

Jared se quedó de piedra. Le martilleó el corazón.

—Señor…

—¿Creíais que estaba ciego? —El Guardián se dio la vuelta—. Ciertamente no. Ah, claro que tenía sus niñeras y doncellas, pero Claudia estaba muy por encima de ellas, y no tardó en darse cuenta. Cada vez que yo regresaba a casa, veía cómo ella y vos os reíais y charlabais, cómo se arropaba con vuestro abrigo si hacía frío, o cómo bromeabais con cosas que sólo los dos entendíais, cómo compartíais sus estudios. —Cruzó los brazos y miró por la ventana—. Conmigo siempre se mostraba distante, reservada. No me conocía. Yo era un extraño, el Guardián, un gran hombre de la Corte, alguien que iba y venía. Alguien de quien recelar. Pero vos, Maestro Jared, vos erais su tutor y su hermano, y ejercíais más de padre que yo en toda mi vida.

Jared se quedó impertérrito. Detrás del control férreo del Guardián había un odio abrasador; nunca antes había percibido la profundidad de aquel odio. Intentó respirar lentamente.

—¿Cómo creéis que me sentía, Maestro? —El Guardián giró en redondo—. ¿Acaso pensabais que no lo percibía? ¿Creéis que yo no sufría al no saber qué hacer, al no saber cómo cambiar las cosas? ¿Consciente de que, con cada palabra que decía la decepcionaba, todos los días, sencillamente con mi presencia, al dejarle creer que era mía?

—Claudia… Eso es algo que nunca os perdonará.

—¡No me digáis cómo piensa! —John Arlex se colocó ante él y le plantó cara—. Siempre he tenido celos de vos. ¿No es una necedad? Un soñador, un hombre sin familia, tan frágil que unos cuantos puñetazos podrían matarlo. Y el Guardián de Incarceron se muere de envidia…

Jared logró articular:

—Yo… aprecio mucho a Claudia…

—Sin duda sabéis que corren rumores sobre Claudia y vos. —El Guardián se apartó abruptamente y volvió a sentarse—. Yo no me los creo; Claudia es obstinada, pero no es tonta. Sin embargo, la reina sí los cree, y dejad que os diga, Jared, que en estos momentos la reina sólo piensa en vengarse. Con quien sea. Evian ya está muerto, pero es evidente que había otras personas implicadas en el complot. Vos el primero, Maestro.

El Sapient tembló.

—Señor, bien sabéis que las cosas no son así.

—Pero conocíais lo que pasaba. ¿O no?

—Sí, pero…

—Y no hicisteis nada. No se lo dijisteis a nadie. —Se inclinó hacia delante—. Eso es traición, Maestro Sapient, y no me costaría nada lograr que os ahorcaran por ella.

En medio del silencio, alguien gritó desde fuera. Una mosca entró zumbando y revoloteó por la habitación, hasta que se chocó contra el cristal y cayó al suelo.

Jared intentó pensar, pero no tenía tiempo. El Guardián espetó:

—¿Dónde está la Llave?

Deseaba mentir. Inventar algo. En lugar de hacerlo, siguió callado.

—Se la ha llevado, ¿verdad?

No respondió. El Guardián soltó un juramento.

—Todo el mundo piensa que Giles está muerto. Claudia podría haberlo tenido todo: el Reino, el trono. ¿Acaso pensaba que yo iba a permitir que Caspar se entrometiera en su camino?

—¿Vos participasteis de la conspiración? —preguntó Jared en voz baja.

—¡Conspiración! ¡Evian y sus sueños ingenuos de un mundo sin Protocolo! Jamás ha existido un mundo sin Protocolo. Yo habría dejado que los Lobos de Acero se encargaran de la reina y de Caspar, y después los habría mandado ejecutar, así de sencillo. Pero ahora Claudia se ha puesto en mi contra.

Miraba con los ojos perdidos hacia el fondo de la habitación. Jared dijo con voz comedida:

—La historia que le contasteis… sobre su madre.

—Era cierta. Pero cuando Helena murió, el bebé estaba enfermo y yo sabía que también moriría. Y entonces, ¿qué iba a ser de mis planes? Necesitaba una hija, Maestro. Y sabía dónde conseguirla. —Se sentó en el sillón contrario—. Incarceron es un fracaso. Un infierno. Hace tiempo que los Guardianes lo saben, pero no tiene remedio, así que hemos mantenido el secreto. Se me ocurrió que podría rescatar un alma de aquella pesadilla, por lo menos una. En las profundidades de la Cárcel encontré a una mujer que estaba tan desesperada que accedió a partir con su hija recién nacida. Le pagué bien. Sus otros hijos sobrevivieron gracias a eso.

Jared asintió. La voz del Guardián se había derrumbado; parecía que hablara consigo mismo, como si hubiera justificado los hechos ante sí mismo montones de veces a lo largo de los años.

—Nadie se dio cuenta, salvo la reina. En cuanto esa bruja echó un vistazo a la niña, lo supo.

De pronto Jared comprendió las cosas. Fascinado, dijo:

—Claudia siempre se preguntaba por qué habíais aceptado el complot contra Giles. Fue porque la reina…

Se detuvo, porque no sabía cómo decirlo, pero el Guardián asintió, sin levantar la mirada.

—Me chantajeó, Maestro Sapient. Su hijo iba a ser quien se casara con Claudia. Si yo no accedía, me amenazó con contarle a Claudia públicamente quién era, para humillarla delante de todo el reino. Yo no habría podido soportarlo.

Por un instante notó una distancia nostálgica en él, una quietud. Después, el Guardián levantó la cabeza y vio cómo lo miraba Jared. Entonces su rostro volvió a enfriarse.

—No sintáis pena por mí, Maestro. No es eso lo que necesito. —Se puso de pie—. Sé que ha entrado en Incarceron. Para buscar a ese Finn. No hay nada que pueda ocultarme. Y se ha llevado la Llave. —Rio con amargura—. Hizo bien en llevársela. Porque no hay modo de salir sin ella.

De repente se dirigió dando zancadas hacia la puerta.

—Seguidme.

Abrumado, Jared se puso de pie, apaciguando un arrebato de miedo, mientras el Guardián salía al pasillo y sacudía una mano con impaciencia para disgregar a los guardias. Los hombres se miraron los unos a los otros.

Uno de ellos dijo incómodo:

—Señor, la reina ha dado órdenes de que permanezcamos junto a vos. Para protegeros.

El Guardián asintió lentamente con la cabeza.

—Para protegerme. Ya veo. Entonces, por favor, quedaos aquí y vigilad esta puerta después de que haya entrado por ella. No permitáis que nadie nos siga.

Antes de que los vigilantes pudieran protestar, el Guardián había abierto la puerta secreta camuflada en los paneles que forraban la pared y había empezado a descender por unos escalones lóbregos que conducían a las bodegas. Cuando habían recorrido la mitad de los peldaños, Jared miró hacia atrás. Los soldados espiaban por una rendija de la puerta con curiosidad.

—Parece que la reina sospecha también de mí —dijo el Guardián sin perder la calma. Sacó un quinqué de la pared y encendió la vela que tenía dentro—. Tendremos que darnos prisa. El estudio, como sin duda ya habréis constatado, es la misma habitación aquí que en casa. Un espacio a caballo entre este mundo y la Cárcel, un Portal, tal como lo llamaba su inventor, Martor.

—Las escrituras de Martor se han perdido —dijo Jared, que se apresuró a seguir al Guardián.

—Las tengo yo. Pero son secretas. —Su silueta oscura bajaba a toda prisa, sujetando en alto la lamparilla, que dibujaba sombras parpadeantes en los muros. Contempló la estupefacción de Jared y se permitió esbozar una sonrisa—. Nunca las veréis, Maestro.

Entre los toneles reinaba una profunda oscuridad; muy por encima de ellos, las voces de los guardias se habían convertido en susurros confusos.

Al llegar a la puerta de bronce, tecleó la combinación con destreza; la compuerta se abrió con una sacudida y, mientras la atravesaban, Jared volvió a sentir ese raro escalofrío de descuadre que ya había sentido las veces anteriores.

La habitación blanca se reajustó. Todo estaba exactamente como lo había dejado. Sintió una punzada de ansiedad. ¿Qué le estaría ocurriendo a Claudia? ¿Se hallaría a salvo?

—La enviasteis sin conocer en absoluto el peligro que corría.

El Guardián encendió el panel de control y tocó los sensores.

—Entrar en la Cárcel es arriesgado, tanto física como psicológicamente.

Las estanterías se retiraron. Se iluminó la pantalla.

En ella, Jared vio miles de imágenes. Parpadeaban, como una cuadrícula de recuadros minúsculos, de habitaciones vacías, océanos lúgubres, torres lejanas, esquinas polvorientas. Vio una calle abarrotada de gente, un espantoso grupo de niños raquíticos, un hombre que golpeaba a una bestia extraña, una mujer que amamantaba con ternura a un recién nacido. Abrumado, fue saltando de una imagen a otra, observando cómo titilaban: el dolor, el hambre, las amistades improbables, los regateos salvajes.

—Así es la Cárcel. —El Guardián se inclinó sobre el escritorio—. Todas las imágenes son captadas por los Ojos. Es la única forma de encontrar a Claudia.

Jared notó que una tristeza inmensa lo embargaba. En la Academia, el Experimento era considerado una de las glorias de los antiguos Sapienti, el noble sacrificio de las últimas reservas de energía del mundo para salvar a los irredimibles, a los pobres, a los despojados. Y había terminado convertido en aquello.

El Guardián lo observó, una silueta recortada contra las imágenes precipitadas.

—Ahora veis, Maestro, lo que sólo el Guardián de Incarceron había visto hasta ahora.

—¿Por qué no…? ¿Por qué no nos lo han dicho nunca?

—No tenemos medios suficientes. Nunca podrán ser devueltos a nuestro mundo todos esos miles de personas. Para nosotros, están perdidos.

Se sacó el reloj y se lo dio a Jared, quien lo aceptó enmudecido y después bajó la mirada hacia el objeto. El Guardián señaló el dado plateado de la cadena.

—Sois como un dios, Jared. Ahora mismo tenéis a Incarceron en vuestras manos.

Sintió que el dolor vibraba en sus entrañas. Le temblaron los dedos. Quería soltar el reloj, retroceder, alejarse de allí. El cubo era diminuto, lo había visto miles de veces en la cadena del reloj y apenas se había fijado en él, pero ahora lo llenó de admiración. ¿Era posible que contuviera las montañas que había visto, los bosques de árboles plateados, las ciudades de hombres harapientos que rapiñaban entre la pobreza de sus semejantes? Sudoroso, lo agarró con fuerza y el Guardián le dijo en voz baja:

—¿Tenéis miedo, Jared? Hace falta fortaleza para ver un mundo entero. Muchos de mis predecesores no se atrevieron a mirar nunca. Se taparon los ojos.

Una campanilla.

Ambos levantaron la cabeza. La pantalla había dejado de parpadear; mientras la contemplaban, las imágenes empezaron a apagarse y una que aparecía en la esquina inferior derecha fue creciendo, píxel a píxel, hasta que llenó la pantalla completa.

Era Claudia.

Con manos temblorosas, Jared dejó la cadena del reloj en la mesa.

Estaba hablando con los presos. Reconoció al chico llamado Finn, y al otro, Keiro, que escuchaba recostado contra un muro de piedra. Gildas estaba acurrucado cerca de ellos; Jared vio de inmediato que el anciano estaba herido, con Attia de pie a su lado.

—¿Podéis hablar con ellos?

—Sí —contestó el Guardián—. Pero primero, escuchemos.

Encendió un interruptor.