12
La decadencia fue gradual y tardamos en advertirla. Y de pronto, un día, tras una conversación con la Cárcel, cuando me marché de la habitación la oí reírse. Una risita contenida y burlona.
El sonido me dejó de piedra. Me quedé plantado en el pasillo y volvió a mí el recuerdo de una imagen antigua que había visto una vez en un manuscrito fragmentado, la de las enormes fauces del Infierno devorando a los pecadores.
En ese momento supe que habíamos creado un demonio que nos destruiría.
Diario de lord Calliston
El sonido del cerrojo al girar fue angustioso, como si la Cárcel suspirase. O como si se tratara de una puerta que llevaba siglos sin abrirse. Pero no sonaron las alarmas. Tal vez Incarceron supiera que ninguna de las puertas podía sacarlos de allí.
Gildas retrocedió en cuanto Finn lo alertó: al instante se desplomaron con estruendo varias placas de escombros y una lluvia roja de óxido. La puerta se abrió unos centímetros hacia dentro, pero luego se atascó.
Esperaron un momento, porque la estrecha rendija era oscura y fría, y un aire dulzón soplaba desde el otro lado. Entonces, Finn apartó los escombros con el pie y apostó el hombro contra la puerta. Empujó con todas sus fuerzas y la puerta se desplazó un poco más, hasta volver a quedar atascada. Sin embargo, ahora ya había espacio suficiente para colarse por ella.
Gildas lo animó:
—Echa un vistazo. Ten cuidado.
Finn miró fugazmente a Keiro, que estaba sentado en el suelo, alicaído y fatigado. Sacó la espada y se deslizó de perfil por la abertura.
Hacía más frío. Se le congeló el aliento. El terreno era irregular y estaba en pendiente. Dio unos pasos más y notó unos extraños desperdicios diminutos que crujían alrededor de sus tobillos; bajó la mano y palpó montones de cosas crujientes, frías, húmedas y afiladas, contra las yemas de los dedos. Cuando se le acostumbraron los ojos a la penumbra, cada vez más espesa, se le ocurrió que estaba en medio de un empinado salón con columnas; unos altos pilares negros se alzaban hasta entrelazarse por encima de su cabeza. Se acercó al que tenía más próximo y lo palpó con las manos, confuso. Estaba frío como el hielo e igual de duro, pero no era liso. Un amasijo de fisuras y grietas lo recorrían, con nudos y protuberancias hinchadas, y ramas de una complejidad intrincada.
—¿Finn?
Gildas era una sombra que asomaba por la puerta.
—Esperad. —Finn aguzó el oído. La brisa se meció en la oscura maraña y provocó un leve tintineo plateado que pareció extenderse kilómetros y kilómetros. Al cabo de un momento, añadió—: Aquí no hay nadie. Podéis entrar.
Oyó unos susurros y movimientos. Entonces Gildas le dijo:
—Coge la Llave, Keiro. Tenemos que cerrar esto.
—¿Y cómo regresaremos luego? —Keiro sonaba fatigado.
—¿A dónde quieres regresar? Dame la mano. —En cuanto el perro esclavo se hubo colado por la rendija, Finn y el anciano empujaron y forzaron la puertecilla hasta que quedó encajada de nuevo en el marco. Emitió un sonido al cerrarse del todo.
Un susurro. Un sonido rasposo. Una luz, cada vez más nítida, procedente de la linterna.
—Podrían verla —comentó Keiro.
Pero Finn insistió:
—Os lo he dicho: estamos solos.
Gildas levantó la linterna y miraron a su alrededor, a los inquietantes pilares entrelazados. Al final, Keiro dijo:
—Pero ¿qué son?
Detrás de ellos, el perro esclavo se agachó. Finn se lo quedó mirando y supo que tenía los ojos fijos en él.
—Árboles de metal. —La luz iluminó la barba trenzada del Sapient, con un brillo de satisfacción en la mirada—. Un bosque donde todas las especies son de hierro, de acero y de cobre, donde las hojas son finas como planchas metálicas, donde los frutos que crecen son de oro y plata. —Se dio la vuelta—. Desde la Antigüedad se han transmitido leyendas sobre lugares como éste. Manzanas de oro vigiladas por monstruos. Por lo que parece, esas historias eran ciertas.
El aire era frío y apacible. Emitía una extraña sensación de distancia. Fue Keiro quien preguntó lo que Finn no se atrevía a verbalizar:
—¿Estamos en el Exterior?
Gildas soltó un bufido.
—¿Tan fácil crees que es? Venga, siéntate antes de que te desplomes. —Miró a Finn—. Yo me ocupo de sus heridas. Este lugar es tan adecuado como cualquier otro para esperar que llegue Lucencendida. Aquí podemos descansar. Incluso comer algo.
Sin embargo, Finn se volvió para mirar a la cara a Keiro. Por dentro sentía escalofríos y mareos, pero pronunció las palabras con determinación:
—Antes de que sigamos avanzando, quiero saber a qué se refería Jormanric. Con lo de la muerte de la Maestra.
Hubo un segundo de silencio. En el ambiente fantasmal, Keiro dedicó a su hermano de sangre una mirada exasperada y se removió con fatiga entre las hojas crujientes. Se apartó los mechones de pelo con las manos manchadas de sangre.
—Por el amor de dios, Finn, ¿acaso crees que yo lo sé? Ya lo viste. Estaba acabado. ¡Habría podido decir cualquier cosa! Era todo mentira. Olvídalo.
Finn bajó la mirada hacia él. Por un segundo deseó insistir, volver a preguntarle, silenciar el miedo machacón de su interior, pero Gildas lo apartó con afecto.
—Vamos, échanos una mano. Saca algo para comer.
Mientras el Sapient vertía agua, Finn extrajo unos cuantos paquetes de carne seca y fruta del macuto, así como una linterna, que encendió al instante. Después aplastó las frías hojas metálicas hasta formar una masa compacta; extendió unas mantas sobre ellas y se sentó. En el bosque que quedaba ensombrecido más allá del haz de luz de la linterna, cualquier sonido y crepitar resultaba inquietante; Finn intentó hacer oídos sordos. Keiro maldijo como un carretero mientras Gildas le limpiaba los cortes, le rasgaba la chaqueta y la camisa, y le frotaba con unas hierbas masticadas, amargas y desagradables, las heridas que le surcaban el pecho.
En las sombras, el perro esclavo se ovilló hasta volverse casi invisible. Finn tomó uno de los paquetes de comida, lo abrió y sacó parte del alimento.
—Toma —susurró.
Una mano cubierta de harapos, plagada de llagas, se la arrebató. Mientras la criatura comía, Finn la observó y recordó la voz que le había contestado, una voz baja y apremiante. Entonces le susurró:
—¿Quién eres?
—¿Todavía sigue aquí esa cosa?
Dolorido e irritable, Keiro volvió a ponerse la chaqueta como pudo y se la abrochó, maldiciendo los cortes y rasgones.
Finn se encogió de hombros.
—Yo me lo quitaría de encima. —Keiro se sentó, engulló la carne y buscó más con la mirada—. Tiene la lepra…
—Le debes la vida a «esa cosa» —le recordó Gildas.
Airado, Keiro levantó la mirada:
—¡No es verdad! Tenía controlado a Jormanric. —Sus ojos se volvieron hacia la criatura; después se abrieron como platos con una furia repentina y se incorporó, caminó dando zancadas hasta el lugar donde aquel ser estaba acurrucado y le arrebató algo oscuro—. ¡Esto es mío!
Era su mochila. De ella sobresalían una túnica verde y una daga incrustada de joyas.
—Ladrón apestoso.
Keiro hizo ademán de dar una patada a la criatura, que se apartó. Y entonces, para asombro de todos, el perro esclavo dijo con una voz afeminada:
—Deberías darme las gracias por haberla traído.
Gildas giró sobre sus talones y se quedó mirando aquel hatillo de harapos. Entonces lo amenazó con un dedo huesudo.
—Descúbrete —le ordenó.
Se apartó la capucha llena de jirones, sus zarpas deshicieron los nudos y quitaron las cuerdas grises que sujetaban los vendajes. Poco a poco, de ese amasijo encorvado emergió una silueta pequeña, acuclillada, con el pelo corto, oscuro y sucio, y un rostro estrecho de ojos atentos y sospechosos. Era una chica, que estaba rebozada en decenas de prendas atadas para simular jorobas y bultos. Cuando se desprendió de las vendas apretadas que le cubrían las manos, Finn retrocedió repugnado ante las llagas en carne viva, con úlceras a la vista. Hasta que Gildas espetó:
—Son falsas.
Dio un paso adelante.
—No me extraña que no quisieras que me acercase a ti.
En la penumbra del bosque de metal, el perro esclavo se había transformado en una chiquilla delgada, con unas úlceras que eran en realidad hábiles manchas de color. Se incorporó poco a poco; como si ya casi no recordara el modo de hacerlo. Entonces se desperezó y gruñó. El final de la cadena, que llevaba alrededor de la garganta, tintineó y se sacudió.
Keiro se echó a reír con picardía.
—Vaya, vaya. Jormanric era más astuto de lo que yo pensaba.
—Él no lo sabía. —La chica lo miró con descaro—. Ninguno de ellos lo sabía. Cuando me apresaron, iba en un grupo. Una anciana murió aquella noche, así que le robé estos harapos y me pinté las llagas con óxido, me froté todo el cuerpo con mugre y me corté el pelo como pude. Sabía que tenía que ser muy lista para seguir con vida.
Parecía asustada, a la vez que desafiante. Costaba adivinar su edad; el estrafalario corte de pelo la hacía parecer una niña esquelética, pero Finn intuyó que no era mucho más joven que él. Le dijo:
—Pues al final no resultó ser tan buena idea.
Ella se encogió de hombros.
—No se me ocurrió que pudiera terminar siendo su esclava.
—¿Y probabas su comida?
Volvió a reírse, con una risa amarga.
—Comía bien. Y así salvaba el pellejo.
Finn se quedó mirando a Keiro. Su hermano de sangre observó a la chica, después se dio la vuelta y se ovilló entre las mantas.
—La abandonaremos mañana.
—Tú no eres quien decide. —La voz de la chica sonó delicada pero firme—. Ahora soy la sirvienta del Visionario.
Keiro rodó por las mantas y se la quedó mirando.
Finn dijo:
—¿Yo?
—Tú fuiste quien me sacó de aquel sitio. Nadie más lo habría hecho. Si me abandonas, te seguiré. Igual que un perro. —Dio un paso al frente—. Quiero Escapar. Quiero encontrar el Exterior, si es que existe. Y en el pabellón de los esclavos decían que ves estrellas en sueños, que Sáfico te habla. Que la Cárcel te mostrará el camino hacia la salida, porque eres su hijo.
Finn la contempló, consternado. Gildas sacudió la cabeza. Entonces miró a Finn y éste le devolvió la mirada.
—Está en tus manos —murmuró el anciano.
No sabía qué hacer, así que se aclaró la garganta y le preguntó a la chica:
—¿Cómo te llamas?
—Attia.
—Bueno, pues mira, Attia. Yo no quiero sirvientes. Pero… puedes venir con nosotros.
—No tiene comida. Eso significa que tendremos que alimentarla —intervino Keiro.
—Tú tampoco tienes. —Finn dio un empujón al hatillo de ropa—. Y ahora, yo tampoco.
—Pues entonces, compartirá tu ración, hermano. No la mía.
Gildas se apoyó contra uno de los árboles metálicos.
—A dormir —les dijo—. Ya lo solucionaremos cuando se enciendan las luces. Pero alguien tiene que montar guardia, así que puedes empezar tú, chica.
Ella asintió, y mientras Finn se acurrucaba incómodo entre las mantas, vio cómo Attia se escabullía entre las sombras y se desvanecía.
Keiro bostezó como un gato.
—Seguro que nos rebana el pescuezo —murmuró.
Claudia repitió:
—He dicho «buenas noches», Alys.
Y observó en el espejo del tocador el modo en que su doncella repasaba las prendas de seda que había extendidas por el suelo.
—Mirad esto, Claudia. Está perdido de barro…
—Pues mételo en la lavadora. Sé que tienes alguna escondida por ahí.
Alys se la quedó mirando. Ambas sabían que el arcaico método de frotar, sacudir y golpear la ropa contra las piedras del lavadero era tan agotador que el servicio había abandonado secretamente el Protocolo hacía mucho tiempo. Claudia pensó que lo más probable era que incluso en la Corte tuvieran lavadora.
En cuanto se cerró la puerta, Claudia dio un salto y se aproximó a ella. Pasó el cerrojo, giró la llave de hierro forjado y puso en marcha todos los sistemas de seguridad secretos. Entonces apoyó la espalda contra la madera y reflexionó.
Jared no se había presentado a la hora de cenar. Eso no significaba nada; era posible que quisiera prolongar el engaño, y además, aborrecía la estupidez del conde. Por un momento se preguntó si de verdad se habría mareado en el laberinto y pensó en llamarlo, pero el Maestro le había advertido que reservara el minicomunicador para las emergencias, en especial cuando el Guardián estaba en casa.
Se ató el cinturón de la bata y saltó sobre el colchón. Alargó la mano y palpó el dosel de la cama de cuatro postes.
Allí no estaba.
Por fin reinaba la tranquilidad en la casa. Caspar había hablado y bebido sin parar durante toda la cena: catorce platos de pescado y pinzones, capones y cisnes, anguilas y postres dulces. Se había pavoneado a gritos sobre los torneos, había alardeado de su caballo nuevo, del castillo que había mandado construir en la costa, de las grandes cantidades que había perdido apostando. Al parecer, su nueva pasión era la caza del jabalí, o por lo menos, quedarse rezagado mientras sus sirvientes azuzaban a un jabalí herido para que él lo rematara. Les había descrito su arpón, las presas que se había cobrado, las cabezas disecadas que adornaban los pasillos de la Corte. Y había bebido una copa tras otra, de modo que su voz se había vuelto cada vez más intimidante y arrastrada.
Claudia lo había escuchado con la sonrisa fija y le había tomado el pelo con preguntas extrañas y enrevesadas que su prometido apenas había comprendido. Y en todo momento, su padre había permanecido sentado enfrente de ella, jugueteando con el tallo de la copa de vino, dándole vueltas sobre el mantel blanco con sus dedos esbeltos, mientras miraba a su hija. Ahora, al bajarse de un salto de la cama y regresar junto al tocador para buscar en todos los cajones, recordó de pronto esa mirada fría, cómo evaluaba la manera en que se sentaba Claudia, allí, junto al estúpido con el que tendría que casarse.
No estaba en ninguno de los cajones.
Con un escalofrío repentino, se acercó a la ventana y liberó el cerrojo, dejando que las contraventanas se abrieran de par en par, y se acurrucó formando un triste ovillo entre los cojines que había en el alféizar. ¿Cómo podía hacerle eso si la quería? ¿Es que no se daba cuenta de lo desgraciada que iba a ser? La noche estival era cálida y transportaba el aroma dulzón de los alhelíes y la madreselva, y del arbusto de rosas de almizcle que trepaba alrededor del foso. A lo lejos, entre los campos, la campana de la iglesia de Hornsely dio doce campanadas. Observó una polilla que entró revoloteando y empezó a dar vueltas incesantes alrededor de la llama de las velas; su sombra se proyectó por un segundo como la de un gigante en el techo.
¿Le había sonreído su padre con una acritud nueva? ¿Acaso esa absurda pregunta sobre su madre había aumentado la amenaza?
Su madre había muerto. Eso era lo que le había contado Alys, aunque en aquella época aún no trabajaba allí, igual que el resto de sirvientes, salvo Medlicote, la mano derecha de su padre, un hombre con quien apenas hablaba Claudia. Aunque tal vez debiera hacerlo. Porque esa pregunta le había dolido como una puñalada, había atravesado la estudiada armadura de sonrisas contenidas y frío decoro de la Era que siempre lucía el Guardián. Lo había apuñalado y él había sido consciente del ataque.
Claudia sonrió con la cara encendida.
Era la primera vez que ocurría.
¿Podía haber algún asunto turbio relacionado con la muerte de su madre? Las enfermedades eran frecuentes, aunque para los ricos era fácil encontrar fármacos ilegales; medicamentos demasiado modernos para esta Era. Su padre era estricto, pero sin duda, si amaba a su mujer, habría hecho cualquier cosa por salvarla, aunque hubiese estado prohibido. ¿O habría sido capaz de sacrificar a su esposa en aras del Protocolo? ¿O acaso había ocurrido algo peor que eso?
La polilla bailoteó en el techo. Claudia se inclinó hacia delante y miró por la ventana, hacia el cielo.
Las estrellas brillaban con fuerza en verano. Iluminaban los tejados y almenas del castillo con un fulgor tenue y fantasmal, con una luz nocturna que se reflejaba en las ondas negras y plateadas de la polilla.
Su padre estaba implicado en la muerte de Giles. ¿Era posible que ya hubiera matado antes?
Un roce en la mejilla le hizo dar un brinco. Las alas de la polilla la acariciaron y susurraron «En el alféizar». Y al instante desapareció el insecto, revoloteando hacia la débil luz de la torre de Jared.
Claudia sonrió.
Se irguió, metió la mano entre los cojines de la repisa y palpó la silueta fría de cristal. Con mucho cuidado, la sacó.
La Llave absorbió la luz de las estrellas y la reflejó. Parecía brillar con una leve luminiscencia, y el águila que tenía dentro atrapó un rayito de luz con el pico.
Jared debía de haberla depositado allí mientras todos los demás cenaban.
Claudia tuvo la precaución de apagar las velas de un soplido y cerrar la ventana. Sacó la gruesa manta de la cama y se envolvió con ella. Entonces se colocó la Llave entre las rodillas. A continuación la tocó, la frotó y respiró sobre ella.
—Háblame —le dijo.
Finn tenía tanto frío que apenas le quedaba energía para tiritar.
El bosque de metal estaba oscuro como la boca del lobo; la linterna sólo arrojaba un foco de luz minúsculo: sobre la mano extendida de Keiro, sobre el hatillo que formaba Gildas. La chica era una sombra bajo un árbol; no emitía ningún sonido y Finn se preguntó si estaría dormida.
Alargó la mano con cautela hacia la bolsa de Keiro. Sacaría una de las elegantes chaquetas de su hermano de sangre y se la pondría encima de la suya. Tal vez dos, pues si en algún momento se separaban, a Keiro no le harían falta.
Le dio la vuelta al macuto y metió la mano. Tocó la Llave.
Estaba caliente.
La extrajo con sumo cuidado y colocó los dedos cerca del objeto, para que el calor que generaba aliviara sus articulaciones agarrotadas. En voz baja, la Llave dijo:
—Háblame.
Con los ojos como platos, Finn miró a los demás.
Ninguno de ellos se movió.
Con mucho cuidado, pese a lo cual su cinturón de cuero se oyó en la quietud, se incorporó de espaldas al resto. Consiguió dar tres pasos antes de que el crujido de un montón de hojas metálicas hiciera murmurar a Keiro, quien se dio la vuelta.
Detrás del árbol, Finn se quedó petrificado.
Se acercó la Llave al oído. Estaba en silencio. La tocó, resiguió toda su superficie, la sacudió. Entonces le susurró:
—Sáfico, lord Sáfico. ¿Sois vos?
Claudia suspiró.
La respuesta había sido alta y clara. Miró muy nerviosa a su alrededor, buscando algo con lo que grabar la conversación, pero maldijo al ver que no había nada. Entonces contestó:
—¡No! No, me llamo Claudia. ¿Quién eres tú?
—¡Más bajo! Van a despertarse.
—¿Quiénes?
Se produjo una pausa. Entonces Finn respondió:
—Mis amigos.
Parecía sin aliento, extrañamente aterrado.
—¿Quién eres? —preguntó ella—. ¿Y dónde estás? ¿Eres un Preso? ¿Estás en Incarceron?
Retiró la cabeza hacia atrás y se quedó mirando a la Llave con incredulidad.
En el corazón del objeto había una lucecita azul; se inclinó sobre ella hasta que le iluminó la piel.
—Claro que estoy en Incarceron. ¿Acaso tú… estás… en el Exterior?
Se hizo el silencio. Duró tanto que Finn pensó que se había cortado la comunicación; entonces añadió apresurado:
—¿Me has oído?
Y al mismo tiempo, la chica preguntó:
—¿Sigues ahí?
Se produjo un incómodo solapamiento.
Hasta que ella dijo:
—Lo siento. No debería hablar contigo. Jared me advirtió que no lo hiciera.
—¿Jared?
—Mi tutor.
Él sacudió la cabeza y su aliento congeló el cristal.
—Pero mira —dijo ella—, ahora ya es demasiado tarde, y no creo que unas cuantas palabras puedan poner en peligro un experimento con siglos de antigüedad, ¿no te parece?
Finn no tenía ni idea de qué le estaba hablando.
—Estás en el Exterior, ¿verdad? ¿El Exterior existe? Las estrellas están ahí, ¿a que sí?
Le aterraba la posible respuesta de ella, pero al cabo de un momento, la chica dijo:
—Sí. Las estoy mirando.
Finn suspiró con admiración; el cristal volvió a empañarse por el frío de su aliento.
—No me has dicho cómo te llamas —dijo ella.
—Finn. Nada más.
Silencio. Una quietud contenida, la Llave torpe entre sus dedos. Había tantas cosas que deseaba preguntarle, que no sabía por dónde empezar. Y entonces ella dijo:
—¿Con qué me estás hablando, Finn? ¿Tienes una llave de cristal, con el holograma de un águila dentro?
Él tragó saliva.
—Sí, una llave.
Oyó un crujido detrás de él. Miró al otro lado del árbol y vio a Gildas, que roncaba y gruñía.
—Entonces tenemos una réplica del mismo mecanismo. —La chica sonaba rápida, pensativa, como si estuviera acostumbrada a resolver problemas, a dar con soluciones; una voz clara que le hizo recordar de repente, con la más leve chispa de dolor, unas velas. Las siete velas de la tarta.
En ese momento, con la brusquedad habitual, las luces de Incarceron se encendieron.
Finn ahogó un grito al ver que estaba de pie en un paisaje de cobre y oro, y de un tono pardo rojizo. El bosque se extendía kilómetros y kilómetros, pendiente abajo, formando un paisaje amplio y ondulante. Lo contempló anonadado.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? ¿Finn?
—Se han encendido las luces. Estoy… en un lugar nuevo, un Ala diferente. Un bosque de metal.
Contra todo pronóstico, ella dijo:
—Te envidio. Debe de ser fascinante.
—¿Finn?
Gildas se había levantado y miraba a su alrededor. Por un segundo Finn tuvo ganas de llamarlo, pero después la cautela le aconsejó que no lo hiciera. Ése era su secreto. Necesitaba conservarlo.
—Tengo que irme —dijo apresurado—. Intentaré volver a hablar contigo… Ahora que sabemos… Bueno, si tú quieres, claro. Aunque tienes que querer —añadió con apremio—. Tienes que ayudarme.
La respuesta de la chica lo sorprendió:
—¿Cómo puedo ayudarte? ¿Qué puede ir mal en un mundo perfecto?
La mano de Finn se tensó cuando la luz azul fue palideciendo. Desesperado, susurró:
—Por favor. Tienes que ayudarme a Escapar.