24
¿Ansías la llave de Incarceron?
Busca en tu interior. Siempre ha estado escondida allí.
El Espejo de los Sueños a Sáfico
«La torre del Sapient es muy rara», pensó Finn.
Keiro, Attia y él se habían tomado al pie de la letra las palabras de su anfitrión y habían dedicado el día a explorar todos sus rincones. Había algunas cosas que los aturdían.
—La comida, por ejemplo. —Keiro tomó una fruta pequeña y verde del frutero y la olfateó a conciencia—. Esto en natural, pero ¿dónde se ha cultivado? Estamos a miles de metros de altitud, en medio del cielo, y no hay manera de bajar. No me diréis que va a comprar al mercado con su barco de plata.
Sabían que no había modo de bajar porque las habitaciones de la bodega, en las que se hallaban las camas, estaban construidas directamente sobre la roca desnuda. Entre los muebles se elevaban pequeñas estalactitas, y carámbanos de hielo y calcio colgaban del techo, sedimentos depositados a lo largo del siglo y medio de vida que tenía la Cárcel, pese a que Finn creía que era preciso mucho más tiempo, milenios incluso, para que se formaran esos elementos de la naturaleza.
Mientras deambulaba siguiendo a Attia de la cocina a la alacena y de allí al observatorio, se zambulló por un momento en una fantasía de terror fascinante; pensó que Incarceron era en efecto un mundo, antiguo y vivo, que él era una criatura microscópica que habitaba en su interior, diminuta como una bacteria, y que Claudia también estaba allí, y que incluso Sáfico era un sueño que soñaban los Presos que no podían aceptar la atrocidad de que no existiera forma alguna de Escapar.
—¡Y todos estos libros! —Keiro abrió de un manotazo la puerta de la biblioteca y se los quedó mirando con repugnancia—. ¡Quién necesita tantos libros! Es imposible que alguien tenga ganas de leerlos…
Finn se abrió paso por delante de él. Keiro apenas sabía leer su propio nombre, y estaba orgulloso de ello. Una vez se había enfrascado en una pelea por un supuesto insulto que uno de los acólitos de Jormanric había garabateado en la pared dirigido a él; Keiro había salido vivo de la pelea, pero había recibido unos buenos golpes. Finn recordaba que le había resultado imposible convencerlo de que la pintada era inofensiva, incluso denotaba cierta admiración velada.
Finn sí sabía leer. Ignoraba quién le había enseñado, pero leía incluso mejor que Gildas, quien murmuraba las palabras medio en voz alta, y apenas había visto una docena de libros en toda su vida. Ahora tenía al Sapient a su lado, sentado junto al escritorio en el centro de la biblioteca, pasando con sus manos nudosas las páginas de un enorme códice encuadernado en cuero, con los ojos casi pegados al texto manuscrito.
A su alrededor, en distintas estanterías que llegaban hasta el sombrío techo, la biblioteca de Blaize parecía inmensa, torres de pesados volúmenes todos numerados con cifras doradas y con tapas de cuero verde o marrón.
Gildas levantó la cabeza. Esperaban que estuviera maravillado, pero su voz sonó amarga:
—¿Libros? Aquí no hay libros, muchacho.
Keiro resopló.
—Te falla la vista más de lo que creía…
Con impaciencia, el anciano sacudió la cabeza.
—Estos volúmenes son inútiles. Míralos. Nombres, números. No nos cuentan nada.
Attia cogió un tomo de la estantería más cercana y lo abrió, mientras Finn miraba por encima de su hombro. Tenía una gruesa capa de polvo, y las esquinas de las páginas estaban desgastadas y tan secas que se desmenuzaron al tocarlas. En la página apareció una lista de nombres:
MARCION
MASCUS
MASCUS ATTOR
MATEO PRIME
MATEO UMRA
Todos ellos seguidos de un número. Un número largo, de ocho dígitos.
—¿Son Presos? —preguntó Finn.
—Eso parece. Listas de nombres. Tomos y tomos. Para cada Ala, para cada nivel, desde hace siglos.
Al lado de cada nombre había un recuadrito con la foto de una cara. Attia tocó una y estuvo a punto de soltar el libro. Finn dio un suspiro, que llevó a Keiro a acercarse a la mesa para asomarse por detrás de ellos dos.
—Vaya, vaya —dijo.
Cada uno de los nombres tenía una serie de imágenes que parpadeaban a toda velocidad por la página, apareciendo y desapareciendo en una rápida sucesión, hasta que Attia tocó una con la pequeña yema del dedo y la imagen se congeló, desvelando una fotografía de cuerpo entero de un hombre jorobado con una casaca amarilla que llenó toda la página. Cuando Attia levantó el dedo, las imágenes volvieron a acelerarse, cientos de imágenes del mismo hombre, en una calle, viajando, hablando junto a una hoguera, dormido; toda su vida catalogada allí, su cuerpo que envejecía paulatinamente ante sus ojos, que se encorvaba, ahora apoyado en un bastón, mendigando, leproso o con alguna otra enfermedad terrible.
Y luego, nada.
Finn dijo en voz baja:
—Los Ojos. Seguro que graban además de ver.
—Y ¿cómo ha conseguido Blaize todo esto? —Keiro levantó la cabeza, se sentía abrumado de repente—. ¿Creéis que yo estaré en estos libros?
Sin esperar respuesta, se acercó a la estantería marcada con una K, encontró una escalera y la apoyó contra los libros. Subió por ella con agilidad. Empezó a sacar distintos tomos y a recolocarlos muy impaciente.
Attia se había dirigido a la sección de la A y Gildas estaba ocupado leyendo, así que Finn identificó la letra F y se buscó en las listas.
FIMENON
FIMMA
FIMMIA
FIMOS NEPOS
FINARA
Le temblaron los dedos al pasar de página y resiguió los nombres hasta encontrarse.
FINN
Fijó la mirada en esas letras. Había dieciséis Finn, pero él era el último. Su número estaba allí, esas cifras negras que tan familiares le resultaban, el número que tenía escrito en el mono que llevaba en la celda, el que se había aprendido de memoria. Junto al nombre había una pequeña imagen, dos triángulos superpuestos, uno de ellos invertido. Una estrella. Casi mareado por la ansiedad, la tocó.
Las imágenes se precipitaron. Él gateando por el túnel blanco.
Detuvo la imagen al instante.
Allí estaba, con aspecto más joven, más limpio, con el rostro convertido en una máscara de miedo y llorosa determinación. Le dolió verse así. Intentó retroceder pero ésa era la primera fotografía; no había nada anterior.
Nada.
Le dio un vuelco el corazón. Pasó el dedo lentamente por las imágenes sucesivas.
Keiro y él. Instantáneas de los Comitatus. Él peleando, comiendo, durmiendo. Una vez, riéndose. Crecía, cambiaba. Perdía algo. Creyó percibir la transformación: las imágenes siempre cambiantes le mostraron cómo se volvía alguien más oscuro, más desconfiado, más huraño, siempre ahí, en segundo plano, en todas las peleas y escaramuzas orquestadas por Keiro. Una imagen lo reproducía en pleno ataque, y observó con horrorizada repugnancia su cuerpo retorcido y convulso, su cara contorsionada. Rápidamente dejó que las imágenes avanzaran a cámara rápida, casi demasiado veloces para verlas, hasta que volvió a bajar el dedo y las detuvo.
La emboscada.
Se vio congelado en el tiempo, medio liberado de las cadenas, agarrando a la Maestra por el brazo. Seguro que ella se había dado cuenta de la trampa en la que había caído; su cara reflejaba una expresión extraña, herida, casi magullada, su sonrisa empezaba a endurecerse.
Si había más, no quería verlas.
Cerró el libro de golpe y el ruido resonó en la habitación silenciosa, cosa que hizo que Gildas gruñera y Attia levantase la mirada hacia él.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó la chica.
Finn se encogió de hombros.
—Nada que no supiera. ¿Y tú?
Se fijó en que había dejado la sección de la A y se había puesto a mirar en la C.
—¿Por qué miras en esa letra?
—Por lo que dijo Blaize de que no existe el Exterior. Se me ha ocurrido buscar a Claudia.
Finn se quedó helado.
—¿Y?
Attia tenía en las manos un grueso volumen de color verde. Lo cerró rápidamente y se dio la vuelta para recolocarlo en la estantería.
—Nada. Se equivoca. Claudia no está en Incarceron.
Su voz denotaba algo raro, pero antes de que Finn pudiera darle más vueltas, el grito de rabia de Keiro le hizo volverse de inmediato.
—¡Todo lo que me ha pasado está aquí! ¡Todo!
Finn sabía que Keiro se había quedado huérfano cuando era un bebé y había crecido en la panda de mugrientos pícaros que siempre parecía pulular alrededor de los Comitatus: deslices de los guerreros, hijos de las mujeres a quienes habían matado, niños sin familia. Seguro que tuvo que pelear con uñas y dientes para sobrevivir en ese entorno tan salvaje y salir airoso con la cara tan poco marcada como la tenía Keiro. A lo mejor por eso estaba tan alarmado su hermano de sangre. También él cerró el libro de golpe.
—Olvidad vuestras batallitas. —Gildas levantó la vista, con su afilado rostro radiante de emoción—. Venid a leer un libro de verdad. Es el diario de un tal lord Calliston, el hombre a quien llamaban Lobo de Acero. La gente cree que fue el primer Preso. —Pasó la página—. Está todo aquí: la Llegada de los Sapienti, los primeros convictos, el establecimiento del Nuevo Orden. Por lo que parece, eran relativamente pocos, y en aquella época hablaban con la Cárcel con la misma naturalidad que hablaban unos con otros.
Ahora sí que estaba maravillado.
Todos se arracimaron a su alrededor y vieron que el libro era más pequeño que los demás y las palabras estaban manuscritas de verdad, con una pluma de ave. Gildas dio unos golpecitos en la página.
—La chica tenía razón. Idearon esta Cárcel como un lugar en el que volcar todos sus problemas, pero tenían la esperanza de acabar creando una sociedad perfecta. Según pone aquí, hace mucho tiempo que tendríamos que habernos convertido todos en filósofos. Mirad.
Leyó en voz alta con voz áspera:
Nos hemos preparado para todo, hemos contemplado cualquier imprevisto. Tenemos alimentos nutritivos, educación gratuita, cuidados médicos mejores que en el Exterior, desde que las normas del Protocolo se han impuesto. Tenemos la disciplina de la Cárcel, ese ser invisible que observa y castiga y gobierna.
Y a pesar de eso…
Las cosas van de mal en peor. Se están formando grupos disidentes; el territorio es motivo de disputas. Se crean alianzas y enemistades. Se han producido dos casos de Sapienti que han conducido a sus seguidores a lugares apartados para vivir de forma aislada, porque aseguran que tienen miedo de que los asesinos y los ladrones no cambien jamás, dicen que han matado a un hombre, atacado a un niño. La semana pasada, dos hombres llegaron a los puños por culpa de una mujer. La Cárcel intervino. Desde entonces, no hemos vuelto a ver a ninguno de ellos.
Creo que están muertos y que Incarceron los ha integrado dentro de sus sistemas. No estaba prevista la pena de muerte, pero ahora la Cárcel es la que está al mando. Piensa por sí misma.
En medio del silencio, Keiro dijo:
—¿De verdad pensaban que podía funcionar?
Al cabo de un momento, Gildas pasó de página. El murmullo sonó con claridad en la quietud de la biblioteca.
—Eso parece. El lord no precisa qué es lo que salió mal. Tal vez entrara algún elemento inesperado que decantara la balanza, con un simple comentario o un acto sin importancia, de modo que la mancha dentro de su ecosistema perfecto fuera creciendo gradualmente hasta destruirlo. Tal vez el mecanismo del propio Incarceron empezara a fallar, quizá la Cárcel se convirtió en una tirana… Bueno, sin duda eso ha ocurrido, pero ¿fue causa o efecto? Y mirad, luego viene esto.
Señaló las palabras mientras las leía y Finn, que se inclinó hacia delante, vio que estaban subrayadas, la página rozada, como si otra persona las hubiera prepasado con los dedos una y otra vez.
… ¿o es que el hombre contiene en su ser las semillas del mal? ¿Acaso, aunque sea colocado en un paraíso perfectamente constituido para él acaba por envenenarlo, poco a poco, con sus propias envidias y deseos? Me temo que tal vez estemos culpando a la Cárcel por nuestra propia corrupción. Y no me excluyo a mí mismo, pues yo también soy un hombre que ha matado y ha defendido sólo sus propios intereses.
En el inmenso silencio, únicamente las motas de polvo caían a través del rayo de luz que se colaba por el tejado.
Gildas cerró el libro. Miró a Finn con cara sombría.
—No deberíamos quedarnos aquí —dijo muy serio—. Este lugar acumula polvo y hace que las dudas entren en el corazón. Deberíamos marcharnos, Finn. Esto no es un refugio. Es una trampa.
Un paso sobre el polvo hizo que miraran hacia arriba. Blaize se alzaba en una galería alta que rodeaba la pared de la biblioteca. Los miraba con las manos aferradas a la barandilla.
—Necesitáis descansar —dijo con voz tranquila—. Además, no tenéis modo de bajar de aquí. Hasta que yo decida sacaros.
Claudia había sido muy meticulosa; había colocado escáneres en todas las bodegas, hologramas de Jared y de ella durmiendo plácidamente en sus respectivos cuartos; había dado un importante soborno al subcomisario del Sínodo para enterarse de la duración del acto, del número de cláusulas que tendría el contrato matrimonial, de la hora a la que se celebraría. Por último, había ido a ver a Evian y le había dicho que le sacara punta a todos los temas. Lo que hiciera falta para asegurarse de que su padre continuara en la Gran Cámara hasta bien entrada la medianoche.
Mientras se colaba entre los barriles y toneles de vino vestida de oscuro se sintió como una sombra liberada del banquete interminable que tenía lugar en la planta superior, de las bromas de cortesía, de las empalagosas confidencias que salían de los labios rojos de la reina, del modo en que apresaba la mano de Claudia y la agarraba con fuerza, emocionada al imaginarse lo felices que serían, los palacios que mandarían construir, las cacerías, los bailes, los vestidos. Caspar había vuelto a arrugar la frente al verla, había bebido mucho vino y se había escapado a la menor oportunidad para ir al encuentro de alguna criada. Y su padre, serio y apuesto con su levita negra y sus botas resplandecientes, la había mirado una vez a los ojos desde la otra punta de la mesa larga, una mirada rápida escondida entre velas y flores.
¿Acaso había intuido que su hija urdía un plan?
Ahora no tenía tiempo para inquietarse por eso. Después de agachar la cabeza para evitar que se le pegara una tela de araña, se incorporó y topó con una figura alta. Casi gritó por la conmoción.
Él la agarró del brazo.
—Lo siento, Claudia.
Jared también iba vestido con ropa oscura. Se lo quedó mirando.
—¡Dios mío, qué susto me habéis dado! ¿Lo tenéis todo?
—Sí.
Estaba pálido, con los ojos hundidos y ojerosos.
—¿Y la medicación?
—Todo. —Forzó una lánguida sonrisa—. Cualquiera diría que aquí el pupilo soy yo…
Ella le devolvió la sonrisa e intentó animarlo.
—Todo saldrá bien. Tenemos que investigar, Maestro. Tenemos que ver el Interior.
Él asintió con la cabeza.
—Entonces, rápido.
Claudia lo guió por los pasadizos abovedados. Esta noche, los ladrillos parecían todavía más húmedos que la otra vez, las exhalaciones de los muros con salitre creaban un ambiente fétido que dificultaba la respiración.
La puerta parecía más alta, y cuando se acercó, Claudia vio que las cadenas volvían a estar cruzadas ante ella, cada uno de los eslabones más grueso que su brazo. No obstante, lo que la hizo estremecerse fueron los caracoles: unas criaturas grandes y gordas, que zigzagueaban dejando sus rastros plateados sobre la condensación del metal, como si llevaran siglos reproduciéndose allí.
—Puaj. —Sacó uno, que se separó de la plancha con el ruido de una ventosa. Lo tiró al suelo—. Aquí está. Mi padre tecleó una combinación para abrir el cerrojo.
El águila de los Havaarna extendió sus alas. En el globo que sujetaba con la garra había siete agujeritos circulares; Claudia estaba a punto de tocarlos cuando Jared le inmovilizó los dedos.
—¡No! Si nos equivocamos de combinación, se encenderán las alarmas. O peor aún, podemos quedar atrapados. Tenemos que hacerlo con sumo cuidado, Claudia.
Sacó el pequeño escáner y empezó a hacer lecturas, ajustándolo con mucha precisión, repasando palmo a palmo las cadenas oxidadas.
Claudia se moría de impaciencia, así que empezó a caminar por la bodega. Luego regresó.
—Daos prisa, Maestro.
—Tengo que hacerlo con calma.
Estaba absorto, sus dedos se movían con delicadeza.
Tras unos minutos eternos, Claudia no pudo contener más la impaciencia. Sacó la llave, la miró por detrás del Sapient.
—¿Creéis que…?
—Esperad, Claudia. Estoy casi seguro del primer número.
Podían tardar horas y horas. Había un disco en la puerta; resplandecía con un color bronce verdoso, ligeramente más brillante que el metal que lo rodeaba. Por encima de la cabeza de Jared, Claudia alargó la mano y apartó el disco.
El ojo de una cerradura.
Tallado igual que el cristal, con forma de hexágono.
Acercó la Llave y la metió en el ojo.
Al instante, el objeto se le escapó de las manos.
Con un enorme crujido que la hizo chillar y consiguió que Jared diera un brinco aterrado, la Llave giró sola. Las cadenas estallaron. Empezó a caer óxido. La puerta se entreabrió lentamente.
Jared se puso de pie al instante y empezó a comprobar con frenesí todas las alarmas. Exclamó:
—¡Claudia, menuda imprudencia!
Pero a ella no le importó, se reía porque estaba abierta: la puerta, la Cárcel. Había abierto las puertas de Incarceron.
Cayó al suelo el último eslabón.
El eco reverberó en las bodegas.
Jared esperó hasta que el último eco hubo desaparecido y regresó la calma.
—¿Y bien? —preguntó Claudia.
—No hay nadie. Por aquí todo sigue igual. —Jared se secó el sudor de la frente con una mano—. Supongo que hemos descendido tanto que no nos oyen. Más de lo que merecemos, Claudia.
Ella se encogió de hombros.
—Yo merezco encontrar a Finn. Y él merece ser libre.
Ambos miraron la rendija oscura de la puerta, que los aguardaba. En cierto modo, Claudia esperaba que una muchedumbre de Presos se abalanzara a través de ella.
Sin embargo, no ocurrió nada, así que dio un paso hacia delante y acabó de abrir la puerta.
Y miró hacia el Interior.