22
—¿Dónde están los líderes? —preguntó Sáfico.
—En sus fortalezas —respondió el cisne.
—¿Y los poetas?
—Absortos en sueños de otros mundos.
—¿Y los artesanos?
—Forjando máquinas para desafiar a la oscuridad.
—¿Y los Sabios, que crearon el mundo?
El cisne bajó su negro cuello con tristeza.
—En sus torres, convertidos en brujas y hechiceros.
Sáfico en el Reino de las Aves
Finn tocó una de las esferas con mucho cuidado.
Le devolvió su propio rostro, hinchado de forma grotesca en el delicado cristal lila. Detrás de él vio a Attia, que atravesaba un arco y miraba a su alrededor.
—¿Qué es esto?
Se quedó maravillada por las burbujas que colgaban del techo, y Finn vio lo aseada que iba esa mañana: bien peinada y con ropa limpia que la hacía parecer más joven que nunca.
—Su laboratorio. Mira esto.
Algunas de las esferas contenían verdaderos ecosistemas. En una de ellas había una colonia de pequeñas criaturas con pelaje dorado que soñaban plácidamente o escarbaban en montículos de arena. Attia extendió las manos sobre la esfera, planas sobre el cristal.
—Está caliente.
Él asintió.
—¿Has dormido bien?
—No mucho. Me he despertado varias veces por culpa de tanto silencio. ¿Y tú?
Finn sacudió la cabeza, porque no quería reconocer que su agotamiento había hecho que se desplomase en la camita blanca y conciliase el sueño al instante, sin desvestirse siquiera. Aunque cuando se había despertado por la mañana se había dado cuenta de que alguien lo había arropado con unas mantas, y había dejado ropa limpia sobre la silla de la austera habitación blanca. ¿Habría sido Keiro?
—¿Viste al hombre del barco? Gildas cree que es un Sapient.
Ella negó con la cabeza.
—No lo he visto sin la mascarilla. Y lo único que dijo anoche fue: «Acomodaos en estas habitaciones y ya hablaremos por la mañana». —Claudia levantó la mirada—. Fuiste muy valiente al rescatar a Keiro.
Permanecieron callados un rato. Finn se acercó y se colocó de pie junto a ella. Mientras observaban juntos los animales que arañaban y retozaban en la arena, se dieron cuenta de que, detrás de ese globo, había una sala entera de mundos de cristal, en color verde agua, dorado y azul celeste, cada uno de ellos suspendido de una cadena fina, algunos más pequeños que un puño, otros grandes como salones, dentro de los cuales volaban pájaros o nadaban peces o zumbaban en bandadas o en enjambres miles de millones de insectos inquietos.
—Es como si hubiera fabricado una jaula para cada clase —dijo Claudia en voz baja—. Espero que no tenga una jaula para nosotros. —Entonces, al percatarse de la mueca repentina en el rostro de Finn, añadió—: ¿Qué ocurre? ¿Finn?
—Nada.
Sus manos dejaron marcas de vaho en la esfera cuando se apoyó en ella.
—Has visto algo. —Attia abrió los ojos como platos—. ¿Eran las estrellas, Finn? ¿De verdad hay millones de estrellas? ¿Se agrupan y cantan en la oscuridad?
Se sintió tonto y no quiso decepcionarla, así que dijo:
—He visto… He visto un lago delante de un edificio inmenso. Era de noche. En el agua flotaban unas lamparitas, como farolillos de papel, cada uno con una vela dentro; había algunos azules, y otros de color verde y escarlata. Había barcos en el lago y yo iba en uno de ellos. —Se frotó la cara—. Yo estaba allí, Attia. Estaba inclinado sobre el lago e intentaba tocar mi reflejo en el agua, y sí, había estrellas. Y se enfadaban porque me había mojado la manga de la camisa.
—¿Las estrellas? —Attia se acercó más a él.
—No. Las personas.
—¿Qué personas? ¿Quiénes eran, Finn?
Intentó recordar. Percibió un aroma. Una sombra.
—Había una mujer —dijo—. Estaba enfadada.
Le hacía daño. Recordar le hacía daño. Provocaba destellos de luz; así que cerró los ojos para evitarlos, sudando, con la boca seca.
—No. —Angustiada, Attia alargó la mano para abrazarlo, aún llevaba verdugones rojos en las muñecas, donde las cadenas le habían rozado la piel—. No te pongas triste.
Finn se frotó la cara con la manga y se concentró en la tranquilidad de la habitación, una quietud que no había experimentado desde la celda en la que había nacido. Cambiando bruscamente de tema, murmuró:
—¿Todavía duerme Keiro?
—¡Ah, él! —gruñó Attia—. ¿A quién le importa?
Finn observó cómo la chica deambulaba entre las esferas.
—Es imposible que lo desprecies tanto. Te quedaste con él en la Ciudad.
Como Attia no dijo nada, Finn añadió:
—¿Cómo nos seguisteis los pasos?
—No resultó fácil. —Apretó los labios—. Oímos rumores sobre el Tributo, así que a Keiro se le ocurrió robar un lanzallamas. Yo fui quien tuvo que distraerlos para que él pudiera entrar. Aunque no me dio las gracias, claro.
Finn se echó a reír.
—Típico de Keiro. Nunca le da las gracias a nadie.
Abrió las manos sobre la esfera y apoyó la frente en el cristal; los reptiles que había dentro se lo quedaron mirando, impasibles.
—Yo sabía que vendría a buscarme. Gildas decía que no, pero Keiro sería incapaz de traicionarme.
Attia no contestó, pero Finn se dio cuenta de que su silencio estaba cargado de una extraña tensión; cuando levantó la mirada, la muchacha lo observaba con algo parecido al enfado. Estalló de manera abrupta:
—¡Qué equivocado estás, Finn! ¿Es que no ves cómo es? No le habría costado nada dejarte plantado. ¡Se habría llevado la Llave sin remordimientos! ¡Le dabas igual!
—No —contestó él, sorprendido.
—¡Sí! —Attia le plantó cara, con los moretones aún patentes en la piel blanca de su rostro—. Porque lo único que lo obligó a quedarse fue la amenaza de la chica.
Finn se quedó de piedra.
—¿Qué chica?
—Claudia.
—¡Habló con ella!
—Lo amenazó. «Ve a buscar a Finn», le dijo, «porque es el único con quien pienso hablar». Le aseguró que si no lo hacía, la Llave no serviría de nada. Se enfadó mucho con Keiro. —Attia se encogió de hombros levemente—. Es a ella a quien deberías dar las gracias.
No podía creerlo.
Y por nada del mundo lo haría.
—Keiro habría venido a buscarme igualmente. —Su voz sonó baja y obstinada—. Sé la impresión que da, parece que no se preocupe por nadie, pero yo lo conozco. Hemos luchado juntos. Hicimos un juramento.
Attia sacudió la cabeza.
—Eres muy confiado, Finn. Tienes que haber nacido en el Exterior, porque no encajas aquí. —Luego, al oír pasos que se acercaban, añadió rápidamente—: Pregúntale por la Llave. Pregúntale y verás.
Keiro entró a paso ligero y silbando en la sala. Llevaba un jubón de color azul oscuro y el pelo mojado, y estaba comiendo una manzana que había en el frutero de su habitación. Los dos últimos anillos de calavera resplandecían en sus dedos.
—¡Vaya! ¡Aquí estáis!
Dio una vuelta completa sobre sus talones.
—Y así es la torre de un Sapient. La jaula del viejo no le llega ni a la altura del betún.
—Me alegro de que pienses eso. —Para consternación de Finn, una de las esferas más grandes se abrió con un clic y de ella emergió un desconocido, seguido de Gildas. Se preguntó qué parte de su conversación habrían oído y cómo era posible que dentro de la esfera hubiese escaleras que condujeran al piso inferior. Sin embargo, antes de que pudiera hallar la respuesta, la puerta de la esfera volvió a cerrarse herméticamente y se convirtió en un brillo más entre los cientos de burbujas de cristal.
Gildas se había puesto una túnica de Sapient de tonos verdes iridiscentes. Se había lavado la cara angulosa y se había recortado la barba blanca. Parecía distinto, pensó Finn. Había perdido parte de su avidez; y cuando habló, su voz no resultó quejumbrosa, sino cargada de una nueva gravedad.
—Éste es Blaize —dijo. Y luego añadió en voz baja—: Blaize Sapiens.
El hombre alto agachó la cabeza un ápice.
—Bienvenidos a mi Sala de los Mundos.
Lo miraron fijamente. Sin la máscara para respirar, tenía una cara muy peculiar, moteada de llagas, marcas y quemaduras de ácido, y un pelo fino recogido con un lazo grasiento. Debajo de la túnica de Sapient llevaba unos calzones viejos con manchas de productos químicos, y una camisa con volantes que tal vez en otra época hubiera sido blanca.
Al principio ninguno de ellos habló. Después, para sorpresa de Finn, fue Attia quien dijo:
—Tenemos que daros las gracias, Maestro, por salvarnos. Íbamos a morir.
—Eh… bueno. Sí. —Se la quedó mirando con la sonrisa torcida e incómoda—. Sin duda tienes razón. Pensé que lo mejor era bajar.
—¿Por qué? —preguntó Keiro con frialdad.
El Sapient se dio la vuelta.
—¿No comprendo…?
—¿Por qué os molestasteis en salvarnos? ¿Qué queréis sacar de nosotros?
Gildas arrugó la frente.
—Os presento a Keiro, Maestro. El hombre sin modales.
Keiro soltó un bufido.
—No me diréis que no sabe nada de la Llave…
Mordió la manzana, con un mordisco audible en el silencio.
Blaize se volvió hacia Finn.
—Y tú debes de ser el Visionario. —Escudriñó a Finn con suma curiosidad—. Mi compañero me ha dicho que Sáfico te envió esta Llave, y que gracias a ella, te conducirá al Exterior. Dice que crees que provienes del Exterior.
—Es verdad.
—¿Te acuerdas?
—No. Sencillamente… tengo fe.
Por un instante, el hombre se lo quedó mirando, rascándose abstraído una herida de la mejilla con una de sus manos delgadas. Después dijo:
—Muy a mi pesar, tengo que decirte que te equivocas.
Gildas se volvió hacia él sin dar crédito a sus oídos; Attia se lo quedó mirando.
Enfadado, Finn dijo:
—¿A qué os referís?
—Me refiero a que no puedes provenir del Exterior. Nadie ha nacido jamás en el Exterior. Porque…, en fin, el Exterior no existe.
Durante unos segundos, la habitación se vio inmersa en un silencio apabullante, cargado de incredulidad. Entonces Keiro se echó a reír en voz baja y lanzó el corazón de la manzana a las baldosas de piedra de la sala. Se acercó al Sapient, sacó la Llave y la plantó en una mesa, junto a la esfera de cristal.
—Muy bien, señor Sabio. Si no existe el Exterior, ¿para qué sirve esto?
Blaize alargó la mano y cogió la Llave. Le dio la vuelta con tranquilidad y despreocupación.
—Ah, sí. He oído hablar de estos artilugios. A lo mejor los inventaron los primeros Sapienti. Cuenta la leyenda que lord Calliston fabricó una llave en secreto y murió antes de poder probarla. Vuelve invisible a quien la utiliza ante los Ojos, y sin duda tiene otras propiedades. Pero no puede permitiros salir.
Con cuidado volvió a dejar el objeto de cristal en la mesa. Gildas lo perforó con la mirada.
—Hermano, ¡esto es una locura! Todos sabemos que el propio Sáfico…
—No sabemos nada de Sáfico, salvo una amalgama de cuentos y leyendas. Los ignorantes que viven allí abajo, en la Ciudad, cuyas actividades observo para huir del aburrimiento, inventan historias nuevas sobre Sáfico todos los años. —Cruzó los brazos, y sus ojos grises se mostraron implacables—. A los hombres les encantan las fábulas, hermano mío. Les encanta soñar. Sueñan que nuestro mundo está en las profundidades, bajo tierra, y creen que si pudiéramos desplazarnos hacia la superficie acabaríamos por encontrar la salida, una trampilla que se abriera a un mundo en el que el cielo es azul y los campos dan trigo y miel, y en el que no existe el dolor. Sueñan que hay nueve círculos que conforman la Cárcel alrededor de su centro, y dicen que si nos adentramos lo suficiente en ellos, encontraremos el corazón de Incarceron, su ser vivo, y emergeremos a través de él en otro mundo. —Sacudió la cabeza—. Leyendas. Nada más que eso.
Finn estaba estupefacto. Miró a Gildas; el anciano parecía afectado, hasta que la rabia estalló en él.
—¿Cómo podéis decir eso? —espetó—. ¿Vos, un Sapient? Cuando descubrí lo que erais, pensé que nuestras penurias se verían aliviadas, que comprenderíais…
—Y lo comprendo, creedme.
—Entonces, ¿cómo podéis decir que el Exterior no existe?
—Porque lo he visto.
Su voz sonó tan sombría y estaba tan cargada de desesperación que incluso Keiro dejó de deambular por la sala y se lo quedó mirando. Junto a él, Attia se estremeció.
—¿Cómo? —susurró.
El Sapient señaló una esfera, un caparazón negro y vacío.
—Así. El experimento me llevó décadas, pero estaba dispuesto a llegar hasta el final. Mis sensores penetraron en el metal y la piel, en el hueso y el cable. Me abrí paso a través de kilómetros y kilómetros de Incarceron, por sus salas y pasillos, por sus mares, por sus ríos. Igual que vosotros, tenía fe. —Se echó a reír con amargura, y se mordió las uñas ya gastadas—. Y sí, encontré el Exterior, en cierto modo. —Se dio la vuelta y tocó los controles, de modo que la esfera se iluminó—. Encontré esto.
Vieron una imagen en la oscuridad. Una esfera dentro de la esfera, un globo de metal azul. Estaba suspendido en la interminable negrura del espacio, solo, silencioso.
—Esto es Incarceron. —Blaize apuntó el globo con un dedo—. Y nosotros vivimos dentro de él. Un mundo. Fabricado o surgido por azar, quién sabe. Pero solitario, en una inmensidad, en el vacío. En la nada. No hay Nada en el exterior. —Se encogió de hombros—. Lo siento. No es mi intención destruir los sueños de vuestra vida. Pero no hay ningún otro sitio adonde ir.
Finn no podía respirar. Era como si esas lúgubres palabras le hubieran arrebatado la vida. Se quedó mirando el globo y notó que Keiro se acercaba y se colocaba detrás de él, percibió el calor y la energía de su hermano de sangre, que lo reconfortaron. Sin embargo, fue Gildas quien los sorprendió a todos.
Se echó a reír. Con una carcajada áspera y gutural, de burla. Se incorporó y se volvió hacia Blaize. Lo miró a los ojos.
—¡Y os hacéis llamar Sabio! Yo diría más bien que os habéis dejado engañar por la malicia de la Cárcel. Os miente a la cara y vos lo creéis. Y no sólo eso: vivís aquí, por encima de los hombres, y los despreciáis. ¡Sois peor que un tonto!
Caminó decidido hacia el otro hombre, más alto que él; Finn dio un paso rápido para colocarse detrás de Gildas. Ya conocía el temperamento del anciano.
Sin embargo, Gildas acuchilló el aire con su dedo nudoso y dijo con voz dura y amenazante:
—¿Cómo os atrevéis a quedaros ahí plantado mientras me negáis la esperanza y a ellos, la oportunidad de vivir? ¡Cómo os atrevéis a decirme que Sáfico es un sueño, que la Cárcel es lo único que existe!
—Porque es la verdad —dijo Blaize.
Gildas se escabulló de los brazos de Finn.
—¡Mentiroso! No sois un Sapient. Y os olvidáis de una cosa: hemos visto a gente del Exterior.
—¡Sí! —corroboró Attia—. Y hemos hablado con ellos.
Blaize se quedó perplejo y preguntó:
—¿Habéis hablado con ellos?
Por un momento pareció que toda su certidumbre fuera a desmoronarse. Entrelazó los dedos y su voz sonó contenida:
—¿Con quiénes habéis hablado? ¿Quiénes son «ellos»?
Todos miraron a Finn, así que éste dijo:
—Una chica llamada Claudia. Y un hombre. Se hace llamar Jared.
Se produjo un segundo de silencio. Keiro fue quien añadió:
—A ver, explicadnos eso.
Blaize les dio la espalda. Pero casi al momento volvió a mirarlos con cara seria.
—No tengo intención de disgustaros. Pero habéis visto a una chica y a un hombre. ¿Cómo sabéis dónde están?
Finn dijo:
—No están aquí.
—¿Ah no? —Blaize lo miró fugazmente con incredulidad, inclinando la cabeza hacia un lado—. ¿Cómo lo sabes? ¿No se te ha ocurrido que tal vez estén también en Incarceron? Podrían hallarse en alguna otra Ala, en algún nivel distante donde la vida pareciera diferente, donde ni siquiera supieran que están encarcelados… ¡Piénsalo, chico! Esta gesta por Escapar se convertirá en una obsesión que devorará tu vida. Pasarás años y años en un viaje desesperado, buscando sin cesar, ¡y todo en vano! Elige un lugar donde asentarte, aprende a vivir en paz y punto. Olvídate de las estrellas.
Su voz murmuró entre las esferas de cristal, elevada hacia las vigas de madera del techo. Abatido, sin oír apenas el arrebato de ira de Gildas, Finn se acercó a la ventana y se quedó allí, mirando a través del cristal sellado hacia las nubes que pasaban por la estratosfera de Incarceron, demasiado altas para las aves, con el paisaje helado varios kilómetros por debajo de ellos, con las colinas distantes y las pendientes oscuras que podrían ser muros tan alejados que resultaban invisibles.
Su propio miedo lo aterró.
Si eso era cierto, si no había forma de Escapar, ni de Incarceron ni de sí mismo…
Él era Finn y siempre lo sería, sin pasado ni futuro. No tenía ningún sitio al que regresar. Nadie que hubiera sido antes.
Gildas y Attia estaban enfadados; empezaron a discutir hasta que el frío comentario de Keiro se abrió paso a machetazos entre el ruido y silenció a todos los demás:
—¿Por qué no se lo preguntamos?
Cogió la Llave y tocó los mandos; Finn se dio la vuelta a toda prisa y vio lo frenético que estaba.
—No merece la pena —comentó Blaize al momento.
—Para nosotros, sí.
—Entonces, os dejaré que habléis con vuestros amigos. —Blaize les dio la espalda—. Yo no tengo el menor deseo de hacerlo. Poneos cómodos, servíos de la torre como si fuera vuestro hogar. Comed, descansad. Pensad en lo que os he dicho.
Pasó entre las esferas y salió por la puerta. La túnica se agitó entre sus prendas manchadas y un leve aroma a ácido y a algo más, algo dulce, permaneció flotando detrás de él.
En cuanto se hubo marchado, Gildas soltó un juramento, largo y lleno de amargura.
Keiro sonrió:
—Vaya, parece que por lo menos has aprendido algo útil de los Comitatus.
—¡Y pensar que después de todos estos años he tenido que toparme con un Sapient tan débil de carácter! —El anciano sonaba disgustado y casi asqueado. Al cabo de un instante, alargó la mano repentinamente—. Dame esa Llave.
—No hace falta. —Keiro la colocó a toda prisa sobre la mesa y retrocedió—. Se ha encendido.
El murmullo habitual fue subiendo de intensidad; la imagen holográfica surgió y tomó la forma de un círculo de luz. Hoy parecía todavía más brillante que las veces anteriores, como si estuvieran más cerca de la fuente, o como si su potencia hubiera aumentado. Dentro, tan próxima que parecía estar entre ellos, se materializó Claudia. Tenía los ojos encendidos y la cara atenta. A Finn le dio la impresión de que, si alargaba la mano, podría tocarla.
—Te han encontrado —dijo Claudia.
—Sí —susurró él.
—Cuánto me alegro.
Jared estaba junto a ella, con un brazo apoyado contra lo que parecía un árbol. Y de repente, Finn se percató de que estaban sentados en un campo, o en un jardín, y vio que la luz que iluminaba aquel paraje era de un dorado glorioso.
Gildas se abrió paso con los hombros.
—Maestro —dijo muy cortés—. ¿Sois un Sapient?
—Sí. —Jared se puso de pie e hizo una reverencia formal—. Igual que vos, por lo que veo.
—Desde hace cincuenta años, hijo. Antes de que nacierais. Ahora contestadme a estas tres preguntas, y hacedlo con sinceridad. ¿Estáis en el Exterior, fuera de Incarceron?
Claudia lo miró fijamente. Jared asintió con la cabeza y dijo lentamente:
—Sí.
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque estamos en un palacio, no en una prisión. Porque el sol brilla sobre nosotros, y las estrellas nos iluminan por la noche. Porque Claudia ha descubierto la puerta que conduce a la Cárcel…
—¿De verdad? —suspiró Finn.
Pero antes de que la chica pudiera contestar, Gildas intervino:
—Una cosa más. Si estáis en el Exterior, ¿dónde está Sáfico? ¿Qué hizo al llegar ahí fuera? ¿Cuándo volverá para liberarnos?
En el jardín había flores, amapolas de un rojo brillante.
Jared miró a Claudia y en el silencio que se produjo entre ambos zumbó una abeja entre los pétalos, un leve murmullo que hizo que Finn temblara al perderse en la memoria.
Entonces Jared se puso de pie y se acercó hasta que Gildas y él quedaron cara a cara.
—Maestro —dijo con mucha educación—. Perdonad mi ignorancia. Perdonad mi curiosidad. Y perdonad si mi pregunta os parece absurda. Pero ¿quién es Sáfico?