13
Las paredes oyen.
Las puertas ven.
Los árboles hablan.
Las bestias mienten.
Huye de la lluvia.
Huye de la nieve.
Huye del hombre
que conocer crees.
Cantos de Sáfico
La voz de Finn.
Mientras se ponía el guante y doblaba el florete, su voz volvió a susurrarle dentro de la máscara.
«Tienes que ayudarme a Escapar».
—En guardia, Claudia, por favor.
El maestro de esgrima era un hombre canoso y pequeño que sudaba a raudales. Su florete chocó con el de ella; la iba guiando con los movimientos precisos y casi imperceptibles de un esgrimista experimentado (sexta, séptima, octava), tal como había hecho desde que Claudia tenía seis años.
La voz de ese chico le resultaba familiar.
Protegida por la cálida oscuridad de la máscara, se mordió el labio, atacó, recibió la cuarta, dio una estocada y alcanzó el chaleco acolchado de su maestro con un satisfecho ruido sordo.
El acento, las vocales ligeramente arrastradas. Así era como hablaban en la Corte.
—Finta y estocada alta. Separaos, por favor.
Obedeció, acalorada, con el guante ya moldeado por el sudor, blandiendo el florete y buscando consuelo en los giros rápidos de esos ejercicios tan habituales, en el control del arma que obligaba a su mente a trabajar a toda velocidad.
«Tienes que ayudarme a Escapar».
Miedo. Miedo en el susurro, miedo a que lo oyeran, a decir lo que había dicho. Y la palabra «Escapar» como algo sagrado, prohibido, lleno de reverencia.
—Cuarta contra cuarta, por favor, Claudia. Y mantened la mano bien alta.
Realizaba los ejercicios con la mente absorta, el filo del florete del profesor se deslizaba junto a su cuerpo. Detrás de él, vio que lord Evian salía del salón principal en dirección al patio y se detenía en los escalones, tomando rapé. La observó con pose elegante.
Claudia frunció el entrecejo.
Tenía tantas cosas en las que pensar. La clase de esgrima era su propia válvula de escape. En la casa reinaba el caos: tenía que elegir la ropa para el viaje, tomarse las últimas medidas para el vestido de novia, recopilar los libros que se negaba a dejar en el castillo, preparar las mascotas que había insistido en llevarse. Y ahora esto. Una cosa… Jared tendría que encargarse de la Llave. Sería más seguro si la transportaba él en su equipaje.
Entonces empezaron a luchar. Dejó que todos sus pensamientos se esfumaran, concentrada en los ataques, en esquivar los golpes, en blandir y doblar el florete para golpear con él una vez, dos, tres.
Hasta que al final el maestro retrocedió.
—Muy bien, mi lady. Vuestro control de los puntos sigue siendo excelente.
Poco a poco, Claudia se quitó la máscara y le dio la mano al profesor de esgrima. Visto de cerca, parecía más viejo y algo taciturno.
—Lamento perder a una alumna tan buena.
Claudia apretó aún más la mano.
—¿Perder?
Él retrocedió.
—Eh… al parecer… después de vuestra boda…
Claudia contuvo la rabia. Le soltó la mano y se incorporó.
—Después de la boda continuaré necesitando vuestros servicios. Por favor, obviad cualquier cosa que mi padre os haya dicho al respecto. Viajaréis con nosotros a la Corte.
Él sonrió e hizo una reverencia. Dejó entrever la duda; y mientras Claudia se daba la vuelta y aceptaba la copa de agua que Alys le tendía, la muchacha notó el calor de la humillación subiéndole por la cara.
Estaban intentando aislarla. Ya se lo esperaba; Jared se lo había advertido. En la corte de la reina Sia querían que estuviera sola, sin nadie de confianza, sin nadie con quien conspirar. Pero no iba a pasar por el aro.
Lord Evian llegó caminando como un pato.
—Magnífico, querida mía.
Sus ojos pequeños se deleitaron en la silueta de Claudia, vestida con el uniforme de esgrima.
—No seáis condescendiente —le espetó. Indicó a Alys que se retirara sacudiendo la mano, cogió la copa y una jarra de agua, y se dirigió con paso rápido hacia un banco que había en un rincón del césped. Al cabo de un momento, Evian se acercó a ella. Claudia lo miró—: Necesito hablar con vos.
—La casa nos vigila —dijo él sin inmutarse—. Cualquiera podría vernos.
—Entonces sacudid el pañuelo y reíd. O haced lo que se supone que hacen los espías.
Sus dedos cerraron la caja de rapé.
—Estáis enfadada, lady Claudia. Pero tengo la impresión de que no es conmigo.
Era cierto. Pero aun así, continuó penetrándolo con la mirada.
—¿Qué queréis de mí?
Él sonrió con serenidad a los patos del lago, a las pequeñas pollas de agua negras entre los juncos.
—De momento, nada. Es evidente que no vamos a mover ficha hasta después de la boda. Pero entonces, necesitaré vuestra ayuda. En primer lugar habrá que lidiar con la reina… es la más peligrosa. Y después, cuando seáis coronada reina, vuestro esposo tendrá algún tipo de accidente…
Claudia bebió un trago de agua fría. En la copa vio invertido el reflejo de la torre de Jared, con el cielo azul debajo, las ventanitas y almenas que cumplían el Protocolo a la perfección.
—¿Y cómo sé que esto no es una trampa?
Él sonrió.
—¿Acaso la reina duda de vos? No tiene motivos.
Claudia se encogió de hombros. Sólo había visto a la reina en unas cuantas celebraciones. La primera vez había sido durante su compromiso matrimonial, y de eso hacía varios años. Recordaba una mujer delgada y rubia con un vestido blanco, sentada en un trono elevado sobre lo que parecían cientos de escalones, y Claudia había tenido que subirlos todos, muy concentrada, con una cesta de flores entre las manos, una cesta que era casi tan grande como Claudia en aquella época.
Las manos de la reina, las uñas con esmalte rojo.
Su palma fría en la frente.
Sus palabras.
—Qué encanto, Guardián. Qué dulce.
—Podríais estar grabando nuestra conversación —dijo Claudia—. Podríais estar poniendo a prueba… mi lealtad.
Evian suspiró en voz muy baja.
—Os aseguro…
—Aseguradme lo que queráis, pero podría ser verdad. —Dejó en el suelo la copa y cogió la toalla que le había preparado Alys. Se secó la cara con suavidad. Luego se volvió hacia él—: ¿Qué sabéis sobre la muerte de Giles?
Lo sobresaltó. Sus ojos pálidos se agrandaron un ápice. Pero tenía práctica en el arte del engaño; respondió sin soltar prenda.
—¿El príncipe Giles? Se cayó del caballo.
—¿Fue por accidente? ¿O lo asesinaron?
Si estaba grabando su conversación, Claudia sabía que a partir de ese momento estaba acabada.
El hombre cruzó los dedos regordetes.
—De verdad, querida mía…
—Decídmelo. Necesito saberlo. Yo soy la persona a la que más concierne. Giles era… estábamos comprometidos. Me gustaba.
—Sí. —Evian la miró con astucia—. Ya veo. —Parecía inseguro, pero entonces, como si acabara de decidirse, añadió—: Sí que hubo algo raro en relación con su muerte.
—¡Lo sabía! Se lo dije a Jared…
—¿El Sapient está al corriente de esto? —Levantó la mirada muy alarmado—. ¿Le habéis hablado de mí?
—Le confiaría a Jared mi vida entera.
—Ésas son las personas más peligrosas. —Evian se dio la vuelta y observó la casa. Uno de los patos deambuló hacia él; sacudió la mano apresuradamente y el animal se marchó haciendo cua, cua—. Nunca sabe uno dónde puede haber espías —dijo en voz baja mirando fijamente al pato—. Esto es lo que han conseguido hacer con nosotros los Havaarna. Meternos el miedo en el cuerpo.
Por un instante pareció casi conmovido; después se eliminó una arruga inexistente del traje de seda y dijo con la voz cambiada:
—El príncipe Giles salió a caballo esa mañana sin sus sirvientes habituales. Era una plácida mañana de primavera; estaba en forma, sano como una manzana, era un muchacho risueño de quince años. Dos horas más tarde, llegó al galope un mensajero blanco de tanto sudar; se bajó del corcel y corrió al salón de la Corte, subió a toda prisa los escalones y se arrojó a los pies de la reina. Yo estaba allí, Claudia. Vi la cara de la reina cuando le contó lo del accidente. Es una mujer pálida, como todas ellas, pero en ese momento se quedó blanca como el papel. Si fue una pantomima, la interpretó como una profesional. Transportaron al chico en un improvisado féretro de ramas, con los abrigos de los sirvientes cubriéndole la cara. Vi llorar a hombres hechos y derechos.
Impaciente, Claudia dijo:
—Continuad.
—Montaron la capilla ardiente. Lo vistieron con una magnífica toga dorada y una túnica de seda blanca con el águila de la corona bordada. Miles de personas le presentaron sus respetos. Las mujeres lloraban. Los niños le dejaban flores. «Qué guapo era», decían. «Y qué joven».
Volvió a mirar atentamente la casa.
—Pero pasó algo extraño. Había un hombre. Se llamaba Bartlett. Un hombre que había cuidado del muchacho desde su más tierna infancia. Ahora ya era anciano y débil, estaba jubilado. Le permitieron ver el cuerpo un día a última hora de la tarde, cuando el resto de visitantes se hubieron marchado. Lo condujeron por entre los pilares y las sombras del salón de la capilla ardiente, y a continuación subió los peldaños con dificultad para acercarse al féretro y bajó la mirada hacia Giles. Pensaron que lloraría y gemiría y aullaría de dolor. Pensaron que se rasgaría las vestiduras por la agonía. Pero no lo hizo.
Evian levantó la mirada y Claudia vio que sus ojillos mostraban viveza.
—Se echó a reír, Claudia. El anciano se echó a reír.
Después de dos horas deambulando por el bosque de metal, empezó a nevar.
Al tropezarse con una raíz de cobre y salir de su ensoñación, Finn se dio cuenta de que en realidad ya llevaba un buen rato nevando; los copos cubrían el lecho de hojas con una fina escarcha. Miró hacia atrás y su respiración se convirtió en vaho.
Gildas iba un poco rezagado, charlando con la chica. Pero ¿dónde estaba Keiro?
Finn se dio la vuelta a toda prisa. Había sido incapaz de quitarse de la cabeza esa voz, la voz del Exterior, del lugar en el que habitaban las estrellas. Claudia. Y ¿cómo había logrado hablar con él? Notó el bulto frío de la Llave por dentro de la camisa; su extrañeza lo reconfortó.
—¿Dónde está Keiro? —preguntó.
Gildas se detuvo. Clavó el bastón en el suelo y se inclinó sobre él.
—¿No lo has oído? Te lo ha dicho.
De pronto el anciano empezó a aproximarse dando zancadas y miró atentamente a Finn, con sus ojos azules claros como el cristal y su cara surcada de arrugas.
—¿Estás bien? ¿Acaso notas que se acerca alguna visión, Finn?
—Sí, estoy bien. Siento decepcionarte. —Asqueado por la ansiedad de la voz del Sapient, Finn miró a la chica—. Tenemos que quitarte esa cadena.
La llevaba enroscada alrededor del cuello como si fuera un collar para evitar que arrastrara por el suelo. Finn vio que tenía la piel levantada por debajo de la ropa, aunque se la había cubierto con varias capas de tela. La muchacha se limitó a decir:
—No hace falta. Pero ¿dónde estamos?
Finn se dio la vuelta y contempló los kilómetros de bosque. Empezó a levantarse viento y las hojas metálicas entrechocaron con un tintineo. A lo lejos, pendiente abajo, el bosque se perdía entre nubes de nieve, y en lo alto, muy por encima de ellos, el techo de la Cárcel era como una opresión distante, con sus luces difusas y amortiguadas por la bruma.
—Sáfico recorrió este camino. —Gildas estaba tenso de tanta exaltación—. En este bosque venció sus primeras dudas, las oscuras desesperaciones que le decían que no había forma de continuar. Aquí empezó a ascender hacia la salida.
—Pero no se puede ascender, el camino es cuesta abajo —dijo Attia con calma.
Finn se la quedó mirando. Por debajo de la suciedad y el pelo alborotado, notó que su rostro estaba iluminado con una extraña alegría.
—¿Habías estado aquí alguna vez? —preguntó.
—No. Pertenecía a un pequeño clan de Cívicos. Nunca salíamos del Ala. Esto es… fascinante.
La palabra le hizo pensar en la Maestra y un escalofrío de culpabilidad lo recorrió, pero Gildas se abrió paso y siguió avanzando.
—Puede parecer que va cuesta abajo, pero si es cierta la teoría de que Incarceron está bajo tierra, tendremos que ascender en algún momento. A lo mejor el ascenso comienza después del bosque.
Abrumado, Finn contempló las leguas cubiertas de vegetación metálica. ¿Cómo podía ser tan extenso Incarceron? Jamás se había imaginado que fuera así. Entonces la chica preguntó:
—¿Eso es humo?
Siguieron la dirección del dedo con el que señalaba. En la lejanía, entre las neblinas distantes, ascendía una delgada columna que se iba disipando. Parecía humo de una hoguera, pensó Finn.
—¡Finn! ¡Échame una mano!
Se dieron la vuelta. Keiro arrastraba algo por entre los arbustos de cobre y acero; mientras corrían hacia él, Finn vio que se trataba de un cordero, con una de las patas remendada con poca gracia, pues los circuitos quedaban a la vista.
—Veo que seguís siendo unos ladrones —dijo Gildas con acritud.
—Ya conoces la regla de los Comitatus. —La voz de Keiro sonó alegre—. Todo pertenece a la Cárcel, y la Cárcel es nuestra enemiga.
Ya le había rebanado el pescuezo al animal. Entonces miró a su alrededor.
—Podemos destriparlo aquí. Mejor dicho, que lo haga ella. Así nos servirá para algo.
Ninguno de ellos se movió. Gildas dijo:
—Lo que has hecho es una temeridad. No sabemos qué internos viven aquí. Ni lo fuertes que son.
—¡Tenemos que comer! —Ahora Keiro estaba enfadado, se le iba oscureciendo la cara. Arrojó el cordero a los arbustos—. ¡Pero si no lo queréis, pues muy bien!
Se produjo un silencio incómodo. Al cabo de un rato, Attia se limitó a decir:
—¿Finn?
Se dio cuenta de que la chica lo haría si él se lo pedía. No deseaba aceptar ese poder. Pero Keiro estaba a punto de estallar, así que contestó:
—De acuerdo. Lo haremos entre los dos.
El uno junto al otro, se arrodillaron y abrieron en canal el cordero. Attia le pidió la navaja a Gildas y empezó a trabajar con destreza; Finn se dio cuenta de que debía de haberlo hecho muchas veces, y cuando él dejó patente su torpeza, ella lo apartó y seccionó sola toda aquella carne cruda. Sólo tomaron una porción; no tenían modo de transportar grandes cantidades, ni un cazo en el que cocinar la carne para conservarla. Además, sólo la mitad de la bestia era orgánica; el resto era un amasijo de metal, ensamblado con ingenio. Gildas husmeó entre los restos con el bastón.
—Últimamente la Cárcel alimenta peor a sus bestias.
Parecía taciturno. Keiro dijo:
—¿A qué te refieres, viejo?
—A lo que he dicho. Recuerdo cuando las criaturas eran únicamente de carne y hueso. Luego empezaron a aparecer los circuitos, unas cosas diminutas entretejidas en lugar de venas, de cartílagos. Los Sapienti siempre estudian y diseccionan los tejidos que encuentran. En otra época yo ofrecía recompensas a quienes me traían una carcasa de animal, aunque la Cárcel solía ser demasiado rápida.
Finn asintió. Todos sabían que los restos de cualquier criatura muerta desaparecían de la noche a la mañana. Incarceron enviaba a sus Escarabajos al instante con el fin de que recogieran toda la materia prima para reciclarla. Aquí no se enterraba nada, ni se incineraba. Incluso los Comitatus que morían asesinados eran depositados en el suelo, rodeados de sus posesiones favoritas, honrados con flores, en un lugar cercano al Abismo. Por la mañana, siempre habían desaparecido.
Para sorpresa de los demás, Attia habló:
—Mi pueblo lo sabía. Ya hace mucho tiempo que los corderos son así, y los perros también. El año pasado, en nuestro clan nació un niño que tenía el pie izquierdo hecho de metal.
—¿Qué le pasó? —preguntó Keiro en voz baja.
—¿Al niño? —Se encogió de hombros—. Lo mataron. No se puede permitir que esas cosas vivan.
—La Escoria era más benévola. Dejábamos que viviera toda clase de engendros.
Finn se lo quedó mirando. La voz de Keiro resultó mordaz; se dio la vuelta y se adentró en el bosque. Pero Gildas no se movió. En lugar de eso, dijo:
—¿Es que no ves lo que significa, tontorrón? Significa que la Cárcel se está quedando sin materia orgánica…
Pero Keiro no lo escuchaba. Levantó la mano, alerta.
Del bosque emanó un sonido. Era un susurro bajo, una brisa bisbiseante. Casi imperceptible al principio, empezó a levantar las hojas, luego alborotó el pelo de Finn, ondeó la túnica de Gildas.
Finn se dio la vuelta.
—¿Qué es eso?
El Sapient se puso en marcha y lo instó a avanzar.
—Deprisa. Tenemos que encontrar cobijo. ¡Rápido!
Corrieron entre los árboles, con Attia siempre pisándole los talones a Finn. El viento arreció por momentos. Las hojas empezaron a desprenderse, a formar remolinos, a volar delante de ellos. Una le golpeó en la mejilla a Finn; se llevó la mano rápidamente al picotazo repentino y notó un corte, vio la sangre. Attia suspiró y se protegió los ojos con las manos.
Y de pronto se vieron inmersos en una avalancha de esquirlas de metal, de hojas de cobre y acero y plata, un remolino de objetos afilados como cuchillas en una abrupta tempestad. El bosque gruñó y se sacudió, las ramas se rompían con chasquidos que reverberaban en el techo invisible.
Mientras corría, agachando la cabeza y sin aliento, Finn oyó el rugido de la tormenta como si fuera una voz potente. Bramó, lo agarró y luego lo arrojó al suelo; la ira de la tormenta lo hizo chocar contra los árboles de metal, que lo magullaron y golpearon. Tambaleándose, supo que las hojas eran sus palabras, flechas de rencor, que Incarceron se dirigía a él, su hijo, nacido en sus celdas, y entonces se detuvo, se inclinó y jadeó:
—¡Ya te oigo! ¡Ya te oigo! ¡Basta!
—¡Finn! —Keiro tiró de él hacia el suelo. Pero se resbaló, pues la superficie cedió y formó un agujero entre las raíces enmarañadas de un roble imponente.
Aterrizó sobre Gildas, quien lo apartó de un manotazo. Por un momento, los dos se limitaron a tomar aliento, a escuchar cómo las hojas asesinas cortaban el aire, gemían y murmuraban. Entonces la voz amortiguada de Attia les llegó por detrás:
—¿Qué es este lugar?
Finn se dio la vuelta. A sus espaldas vio un simple agujero redondo, hendido hasta lo más profundo de la corteza de acero del roble. Demasiado bajo para que alguien pudiera colocarse de pie en él, el túnel se perdía en la oscuridad. La chica, a cuatro patas, reptó por él. Las hojas metálicas crujieron bajo su cuerpo; Finn percibió un olor mohoso y extraño, y vio que de las paredes sobresalían setas, masas retorcidas y moteadas de esporas que crecían con flacidez.
—No es más que una madriguera —dijo Keiro con amargura. Levantó las rodillas, se sacudió la porquería del abrigo y luego miró a Finn—. ¿Está a salvo la Llave, hermano?
—Pues claro que sí —murmuró Finn.
Los ojos azules de Keiro lo miraron con dureza.
—Entonces, enséñamela.
Reticente y sorprendido, Finn introdujo la mano en la camisa. Sacó la Llave y vieron que el cristal resplandecía en la penumbra. Estaba fría y, para alivio de Finn, silenciosa.
Attia abrió los ojos como platos.
—¡La Llave de Sáfico!
Gildas se volvió hacia ella.
—¿Qué acabas de decir?
Sin embargo, la chica no estaba mirando el cristal. Contemplaba una imagen grabada meticulosamente en la cara posterior del árbol, erosionada por siglos de suciedad y liquen verde bastante crecido; la imagen de un hombre alto y esbelto, de pelo moreno, sentado en un trono con las manos extendidas y formando con los dedos una ranura hexagonal de oscuridad.
Gildas le quitó la Llave a Finn. La introdujo en la abertura. Al instante empezó a resplandecer; emanaba luz y calor, con los que iluminó sin piedad las caras sucias de todos ellos, los cortes afilados, e hizo visibles los recodos más escondidos de la madriguera.
Keiro asintió.
—Parece que vamos por buen camino —murmuró.
Finn no contestó. Tenía los ojos fijos en el Sapient; ese brillo de admiración y gozo en el rostro del anciano. Esa obsesión. Se le helaron hasta los huesos.