23
Nada ha cambiado ni cambiará. Así que debemos cambiarlo todo.
Los Lobos de Acero
Finn creyó que la abeja iba a salir de la aureola dorada para aterrizar encima de él. Cuando el insecto se acercó a su mano con un zumbido desde el otro lado de la pantalla holográfica, el muchacho se apartó y la abeja huyó a toda prisa.
Miró a Gildas. El anciano casi había perdido la estabilidad; Attia lo ayudó a sentarse y hasta el propio Jared alargó la mano, como si quisiera ayudarle, con congoja en el rostro. Miró furtivamente a Claudia; Finn lo oyó murmurar:
—No tendría que haberle preguntado. El Experimento…
—Sáfico Escapó. —Keiro acercó un taburete de madera y se sentó en el campo iluminado por el holograma; la luz reflejó la imponente casaca—. Salió de aquí. Es el único que lo ha conseguido. Eso cuenta la leyenda.
—No es una leyenda —espetó airado Gildas. Levantó la cabeza—. ¿De verdad que no lo conocéis? Yo pensaba… que allí fuera sería un gran hombre… un rey.
Claudia contestó:
—No. Por lo menos… aunque podríamos investigar un poco. A lo mejor está escondido. Aquí las cosas tampoco son perfectas. —Se puso de pie rápidamente—. Puede que no lo sepáis, pero aquí la gente cree que Incarceron es un lugar maravilloso. Un paraíso.
La miraron fijamente.
Claudia vio la incredulidad y la sorpresa en sus rostros, aunque la de Keiro cambió de forma casi instantánea a una sonrisa divertida y ácida.
—Fabuloso —murmuró.
Así pues, Claudia se lo contó todo. Les habló del Experimento, de su padre, del enigma sellado de la Cárcel. Y luego les habló de Giles. Jared intentó decir:
—Claudia…
Pero ella sacudió una mano y continuó hablando, a toda prisa, mientras deambulaba por la hierba asombrosamente verde.
—No lo mataron, eso lo sabemos. Lo escondieron. Y creo que lo escondieron allí dentro. Es más, creo que Jared eres tú.
Se dio la vuelta y miró fijamente a Finn. Entonces Keiro preguntó:
—¿Estás diciendo…? —Pero se detuvo y miró a su hermano de sangre—. ¿Finn? ¿Un príncipe? —Se echó a reír sin dar crédito a sus oídos—. ¿Estás loca?
Finn se abrazó el cuerpo con las manos. Estaba temblando, lo sabía, y esa perplejidad que tan pocas veces perdía había vuelto a instalarse en los rincones de su mente, con destellos de imágenes que se esfumaban con la misma rapidez que las sombras en unos espejos sombríos.
—Te pareces a él —dijo Claudia muy segura—. Ahora no está permitido hacer fotografías, porque no sigue el Protocolo, pero el anciano tenía un retrato. —Se lo mostró tras sacarlo del saquito azul—. Mira.
Attia contuvo la respiración.
Finn sintió un escalofrío.
El niño tenía el pelo brillante y la cara iluminada por la felicidad de la inocencia. Una salud inmejorable irradiaba en su rostro. Su túnica era una prenda de color dorado, y su piel era rolliza y sonrosada. Un águila diminuta le adornaba la muñeca.
Finn se acercó más a la imagen. Alargó la mano y Claudia levantó la miniatura para que la viera bien. El muchacho cerró los dedos alrededor del marco dorado y por un instante creyó haberlo rozado. Y entonces las yemas de sus dedos se unieron y supo que allí no había nada, que el medallón estaba muy lejos, más de lo que podía imaginar. Tanto en el espacio como en el tiempo.
—Había un anciano —dijo Claudia—. Bartlett. Él te cuidaba.
Finn se la quedó mirando. Su vacío los asustó a los dos.
—¿Y la reina Sia, tu madrastra? Te odiaba… ¿O Caspar, tu hermanastro? ¿Tu padre, el rey, que murió? ¡Tienes que acordarte!
Él también deseaba hacerlo. Deseaba arrancarlos de la oscuridad de su mente, pero allí no había nada. Keiro estaba de pie y Gildas lo había cogido por el brazo, pero lo único que podía ver Finn era a Claudia, su mirada ávida y feroz puesta en él, empeñada en que se acordara de algo.
—Estábamos prometidos. Cuando tenías siete años dieron una gran fiesta. Una enorme celebración.
—Déjalo en paz —le recriminó Attia—. Déjalo.
Claudia se acercó todavía más. Extendió la mano e intentó tocarle la muñeca.
—Míralo, Finn. No pudieron borrarlo. Eso demuestra quién eres.
—¡No demuestra nada! —Attia se movió tan abruptamente que Claudia se apartó, asustada. La chica tenía los puños en guardia, la cara magullada y blanca como el papel—. ¡Deja de atormentarlo! ¡Si lo amaras, te callarías de una vez! ¿Es que no ves que le haces daño? ¡No recuerda nada! En el fondo no te importa si es él, si es Giles. ¡Lo único que te importa es no tener que casarte con Caspar!
En el silencio incómodo que siguió, Finn empezó a respirar con dificultad. Keiro lo empujó para que se sentara en el taburete; sus rodillas cedieron y acabó sentado.
Claudia estaba pálida. Dio un paso atrás, pero sus ojos no se apartaron de los de Attia ni un instante. Entonces dijo:
—Pues no, eso no es verdad. Quiero al auténtico rey. Al auténtico heredero, aunque pertenezca a los Havaarna. Y quiero sacaros de ese lugar. A todos vosotros.
Jared se acercó a la pantalla y se acuclilló.
—¿Estás bien?
Finn asintió. Tenía la mente nublada; se frotó la cara con las manos.
—A veces se pone así —dijo Keiro—. Y peor.
—Puede que sea por el tratamiento que le dieron. —Los ojos oscuros del Sapient se encontraron con los de Gildas—. Debieron de administrarle fármacos para hacerlo olvidar. ¿Habéis probado algún antídoto, Maestro, alguna terapia?
—Nuestros medicamentos son muy limitados —gruñó Gildas—. Utilizo turmentina en polvo y una decocción de amapola. Y una vez empleé diente de liebre, pero le sentó mal.
Jared lo miraba con una educada preocupación. Por la expresión de su rostro, Claudia supo que esos remedios eran tan primitivos que todos los Sapienti del Exterior los habían olvidado ya. De pronto Claudia se puso furiosa por la frustración; quería traspasar el holograma con las manos y arrastrar a Finn al otro lado, romper la barrera invisible que los separaba. Pero eso era inútil, así que se obligó a decir con voz pausada:
—Ya he decidido qué voy a hacer. Voy a entrar. Por la puerta.
—¿Y de qué va a servirnos eso? —preguntó Keiro mirando a Finn.
Fue Jared quien contestó:
—He realizado un meticuloso estudio de la Llave. Por lo que he observado, nuestra capacidad de comunicarnos va cambiando. La imagen se ha vuelto más nítida y más brillante. Puede que se deba a que Claudia y yo hemos llegado a la Corte; estamos más cerca de vosotros, y es posible que la Llave lo detecte. Podría ayudaros a navegar hacia la puerta.
—Pensaba que había mapas —dijo Keiro con los ojos puestos en Claudia—. Es lo que dijo la «princesa».
Claudia suspiró, impaciente.
—Mentí.
Miró fijamente a Keiro, que tenía los ojos azules y afilados como el hielo.
—Sin embargo —continuó Jared a toda prisa—, hay problemas. Hay una extraña… discontinuidad que me aturde. La Llave tarda mucho en mostrarnos la imagen mutua; cada vez que la encendemos parece que tiene que ajustar algún parámetro físico o temporal… Como si nuestros mundos tuvieran una especie de desajuste…
Keiro lo miró con sorna; Finn sabía que su hermano consideraba que todo aquello era una pérdida de tiempo. Sin moverse del taburete, levantó la cabeza y dijo con voz pausada:
—Pero Maestro ¿no creeréis que Incarceron está en otro mundo? ¿Verdad que no? ¿No creeréis que está flotando libremente en el espacio, lejos de la Tierra?
Jared se lo quedó mirando. Luego contestó con afecto:
—Por supuesto que no. Una teoría fascinante.
—¿Quién te ha dicho eso? —soltó Claudia.
—No importa. —Finn se puso de pie, vacilante. Miró a Claudia—. En esa Corte de la que habláis hay un lago, ¿verdad? ¿En el que hacíamos flotar unas lamparillas con velas dentro?
Las amapolas que la rodeaban formaban un tejido rojo, caliente por el sol.
—Sí —respondió.
—Y en mi tarta de cumpleaños había unas bolitas plateadas muy pequeñas.
Claudia se quedó tan quieta que casi no respiraba.
Y entonces, mientras Finn la miraba con una tensión insoportable, sus ojos se agrandaron; se dio la vuelta y chilló:
—¡Jared! ¡Apagadla! ¡¡Apagadla!!
El Sapient se acercó de un salto.
Y al instante siguiente, en la sala oscura de las esferas quedó únicamente la oscuridad, un extraño vértigo inclinado y un aroma a rosas.
Keiro alargó la mano derecha con cuidado hacia el espacio vacío que había dejado el holograma. Saltaron chispas; apartó la mano inmediatamente con una maldición.
—Algo los ha asustado —dijo Attia en un susurro.
Gildas frunció el entrecejo.
—Algo no: alguien.
Claudia lo había olido. Un perfume dulce e inconfundible que ahora caía en la cuenta de que llevaba un buen rato presente, que había identificado pero desdeñado hasta ese momento, cautivada por la tensión del momento. En ese instante, frente al radiante ribazo de lavanda, espuelas de caballero y rosas, notó que Jared, quien estaba detrás de ella, se levantaba lentamente, oyó que soltaba un leve suspiro de desaliento al percatarse también de lo que ocurría.
—Salid —ordenó Claudia con frialdad.
Estaba detrás del arco de rosas. Salió a regañadientes, con su traje de seda de color melocotón, tan suave como los pétalos de las flores.
Por un instante, ninguno de los tres dijo nada.
Luego, Evian sonrió avergonzado.
—¿Cuánto tiempo llevabais espiando? —exigió saber Claudia con las manos en las caderas.
Evian sacó un pañuelo y se secó el sudor de la cara.
—Me temo que demasiado, querida mía.
—Dejad de actuar.
Claudia estaba furiosa.
El lord miró a Jared y acto seguido, con curiosidad, miró la Llave.
—Es un artefacto asombroso. Si hubiéramos sabido que existía habríamos removido cielo y tierra para encontrarlo.
Claudia resopló de rabia y se dio la vuelta. Una vez de espaldas, Evian le dijo con astucia:
—Ya sabéis lo que significa que ese chico sea el verdadero Giles…
Ella no contestó.
—Significa que tenemos un estandarte para nuestro golpe. Más que eso: tenemos una causa justificada. Como acabáis de decir con tanto fervor, tenemos al auténtico heredero. Supongo que ésta es la noticia que me prometisteis, ¿verdad?
—Sí. —Claudia se dio la vuelta y vio los ojos fascinados del lord, que volvieron a provocarle escalofríos—. Pero escuchad, Evian. Vamos a hacerlo a mi manera. En primer lugar, voy a atravesar esa puerta.
—No lo haréis sola.
—No —dijo Jared al instante—. Conmigo.
La chica lo miró sobresaltada:
—Maestro…
—Vamos juntos, Claudia. O no va nadie.
Una trompeta sonó en palacio. Claudia miró hacia el edificio con enojo.
—De acuerdo. Pero no hacen falta asesinatos, ¿es que no lo veis? Si la gente comprende que Giles está vivo, si se lo demostramos, es evidente que la reina no tendrá manera de negarlo…
Su voz perdió fuelle cuando los contempló a ambos. Jared jugaba apenado con una florecita blanca que crecía entre la hierba; frotaba el perfume entre los dedos. No quería mirarla a la cara. Evian sí lo hizo, pero con ojillos suplicantes.
—Claudia —le dijo—, ¿todavía seguís siendo tan inocente?
Se acercó a ella sin dejar de sudar, acalorado por el sol. Quedaron cara a cara, pues eran de la misma estatura.
—El pueblo nunca verá a Giles. La reina no lo permitirá. Si lo intentáis, os matarán sin piedad tanto a vos como a él, igual que mataron al anciano del que me hablasteis. Jared también moriría, así como cualquier otra persona que estuviera implicada en el complot.
Claudia cruzó los brazos, notando que la cara se le encendía. Se sentía humillada, igual que una niña pequeña a quien riñen con dulzura, algo que sólo consigue aumentar la vergüenza. Porque, por supuesto, él tenía razón.
—Ellos son quienes merecen ser asesinados. —La voz de Evian sonó grave y dura—. Deben ser eliminados. Estamos decididos a hacerlo. Y estamos listos para actuar.
Ella le plantó cara.
—No.
—Sí. Y será muy pronto.
Jared dejó caer la flor y volvió la cabeza. Estaba muy pálido.
—Pero debéis esperar por lo menos hasta que se celebre la boda.
—La boda será dentro de dos días. En cuanto termine, moveremos ficha. Será mejor que ninguno de los dos conozca los detalles… —Levantó una mano para hacerla callar—. Por favor, Claudia, no os molestéis en preguntar. Si las cosas se tuercen, si os interrogan, de esa forma no podréis confesar nada. No sabréis el momento, ni el lugar, ni el modo. No tendréis ni idea de quiénes son los Lobos de Acero. Así no podrán culparos.
«Pero yo sí me culparé», pensó Claudia con amargura. Caspar era un tirano avaricioso que sólo iría a peor. Y la reina era una asesina con guante de seda. Siempre defenderían el Protocolo. No cambiarían jamás. Y aun así, no quería derramar su sangre con sus propias manos.
La trompeta volvió a sonar, esta vez con urgencia.
—Tengo que irme —dijo Claudia—. La reina está de caza y debo ir a su encuentro.
Evian asintió con la cabeza y se dio la vuelta, pero antes de haber dado dos pasos, Claudia se obligó a decir:
—Esperad. Una cosa.
La seda color melocotón resplandeció. Una mariposa revoloteó junto a su hombro, curiosa.
—Mi padre. ¿Qué pasa con mi padre?
En el bello cielo azul, una bandada de palomas alzó el vuelo desde una de las miles de torres del palacio. Sin volverse, Evian dijo en voz tan baja que apenas fue audible:
—Es peligroso. Está implicado.
—No le hagáis daño.
—Claudia…
—No lo hagáis. —Apretó los puños—. No podéis matarlo. Prometédmelo. Juradlo. O iré a la reina ahora mismo a contárselo todo.
Eso hizo que Evian girara sobre sus talones de inmediato, muy aturdido.
—No seríais capaz…
—No me conocéis.
Lo miró a la cara con una frialdad de acero. Sólo su testarudez lograría apartar el puñal del corazón de su padre. Claudia sabía que era su enemigo, su sutil antítesis, su frío oponente en el tablero del ajedrez. Pero seguía siendo su padre.
Evian miró de reojo a Jared, después expulsó el aire, una respiración larga e incómoda.
—Muy bien.
—Juradlo. —Claudia extendió la mano y agarró la de él. La sujetó con fuerza; estaba caliente y húmeda—. Con Jared como testigo.
A su pesar, Evian dejó que Claudia elevara sus dedos, que tenía atrapados. Jared colocó su delicada mano sobre las otras dos.
—Lo juro. Como lord del reino y devoto del Hombre de los Nueve Dedos. —Los ojillos grises de lord Evian parecían pálidos a la luz del sol—. El Guardián de Incarceron no será asesinado.
Ella asintió.
—Gracias.
Claudia y Jared observaron cómo Evian apartaba la mano y se marchaba mientras se secaba repetidas veces los dedos en el pañuelo de seda. Desapareció por el verdor del paseo de tilos.
En cuanto se hubo marchado, Claudia se sentó en el césped y escondió las rodillas debajo del vestido azul.
—Ay, Maestro. Qué desastre.
Jared estaba tan absorto que no parecía escucharla. Cambiaba de posición sin cesar, como si estuviera incómodo. De pronto se detuvo de forma tan repentina que Claudia creyó que le había picado una abeja.
—¿Quién es el Hombre de los Nueve Dedos?
—¿Qué?
—Es lo que ha dicho Evian.
Se volvió y Claudia percibió una tensión en sus ojos oscuros que conocía muy bien, como las fervientes obsesiones que algunas veces lo mantenían inmerso en sus experimentos día y noche.
—¿Habíais oído hablar alguna vez de ese culto?
Claudia se encogió de hombros con frialdad.
—No. Y no tengo tiempo de pensar en eso ahora. Escuchadme. Esta noche, después del banquete, la reina se reunirá con su Consejo, un gran Sínodo, para preparar los pormenores de la boda y de la sucesión. Todos estarán allí: Caspar, el Guardián y su secretario, así como cualquier otra persona importante. Y no serán capaces de ausentarse.
—¿Y vos no iréis, Claudia?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—¿Quién soy yo, Maestro? Un peón en el tablero. —Se echó a reír, con una risa que sabía que él aborrecía, amarga y severa—. Así que entonces será cuando entremos en Incarceron. Y esta vez, no correremos riesgos.
Jared asintió, obediente. Tenía la expresión abatida, pero un punto de exaltación brillaba todavía en sus ojos.
—Me alegro de que hayáis usado el plural, Claudia —murmuró.
La muchacha levantó la mirada.
—Tengo miedo por vos —se limitó a decir—. Por lo que pueda pasar.
Él asintió.
—Pues ya somos dos.
Se quedaron un instante en silencio.
—La reina os estará esperando.
Sin embargo, Claudia no hizo ademán de levantarse, y cuando Jared la miró a los ojos, vio su cara tensa y distante.
—Esa chica, Attia. Estaba celosa. Celosa de mí.
—Sí, puede que Finn y sus amigos tengan una relación muy estrecha.
Claudia se encogió de hombros por tercera vez. Se puso de pie y se sacudió el polen del vestido.
—Bueno, pronto lo averiguaremos.