Año 929, 317 de la Hégira

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Yabal al-Arus

—Y dime, Mūsa ¿cómo se encuentra Aslam? —preguntó el khalífa, apartándose del grupo que, a caballo, ascendía por las estribaciones de la sierra.

Sahib, sabéis que su salud se ha deteriorado con rapidez, aunque su mente se mantiene lúcida.

—Habría sido de mi agrado que hoy me acompañara… entiendo que es solo su incapacidad lo que le ha impedido atender mi llamada.

—No debéis dudarlo, mi señor —mintió Mūsa, lanzando una mirada de soslayo al nuevo qādī—. Solo se echó atrás cuando se le advirtió que vuestro propósito era ascender a estas sierras. Apenas puede mantenerse ya sobre el caballo, sahib, y menos cabalgar las cinco millas que nos separan de Qurtuba al ritmo vivo al que lo hemos hecho.

Abd al Rahman pareció darse por satisfecho, y se alzó sobre los estribos para contemplar el paisaje por encima de las copas de las encinas que trepaban por la ladera. Se protegió los ojos del sol con la mano extendida, y su rostro pareció iluminarse. Azuzó a su montura y se detuvo en un pequeño promontorio desde el que se divisaba la campiña a sus pies. Amplias terrazas superpuestas escalaban la pendiente hasta el lugar en el que se encontraban, la larga cinta plateada del Ūadi al Qabir brillaba en el llano y, a lo lejos, hacia el sureste, las columnas de humo gris se elevaban desde los fuegos de la capital.

Mūsa aprovechó la conversación que acababan de mantener para pegarse a su grupa y penetró con él en el estrecho saliente. Hacía dos meses que esperaba una oportunidad como aquella, y no iba a desaprovecharla. Ni el hāchib ni el qādī ni ninguno de los visires que lo acompañaban pudieron hacer otra cosa que permanecer tras ellos, en la vereda, con cara de decepción. El soberano, en cambio, parecía ajeno a la pugna que se desarrollaba a su alrededor y seguía observando con gesto de fascinación el panorama que se extendía a sus pies.

—¡Por Allah Todopoderoso…! —exclamó con voz queda, absorto, antes de enmudecer de nuevo.

Mūsa no sabía cómo actuar, pero cuando hizo ademán de abrir la boca para hablar, un gesto del khalífa con la mano abierta lo detuvo. Su mirada recorría el paisaje de este a oeste, desde el horizonte más lejano a las peñas que se amontonaban a sus pies entre la exuberante vegetación.

—¡Traed el libro! —ordenó, volviendo, ahora sí, la mirada atrás.

Uno de los esclavos rebuscó en la alforja de una de las mulas, extrajo un bulto y corrió con él hacia su soberano. Abd al Rahman fijó su atención entonces en Mūsa, que se encontraba a su lado, y con un gesto le indicó lo que deseaba. Este se apresuró a tomar el paquete, deshizo el nudo que sujetaba el atadijo y extrajo del envoltorio un volumen encuadernado en cuero y grabado en la más delicada vitela. Leyó la inscripción que figuraba en el lomo: «Kitab wasf al-firdaws[40]

—Ábrelo por la marca —ordenó Abd al Rahman, con la premura que solo produce el deseo de comprobar algo de vital importancia.

Mūsa descubrió que entre las láminas de vitela sobresalían lo que parecían simples hojas de laurel. Se guio por la primera para abrir el libro. Al hacerlo, observó pequeñas señales de tinta en el lateral derecho, al inicio de varios párrafos.

—Lee en voz alta… ahí —señaló el soberano, mientras recorría de nuevo el paisaje con la mirada.

Mūsa se limitó a obedecer y leyó el primero de los pasajes marcados.

… El paraíso y todos sus jardines van a dar al abismo, que está por debajo del trono y detrás de los cielos. Entre el paraíso y el trono no hay otro cielo que el trono, ¿no es acaso lo que ha dicho Allah, Altísimo, y está escrito en el Qurān?: «En una sede de verdad, el paraíso, junto a un potentísimo monarca, al lado de Allah pues Él está sobre su trono.»

Cuando llegue el día de la Resurrección serán reemplazados los cielos y la tierra, tal como ha dicho Allah, quedando extendidos todos los jardines que hay allí, hasta quedar lleno el abismo; entre el trono y el paraíso no hay cielo, salvo el trono que es el cielo del paraíso. El Altísimo ha dicho: «El paraíso será acercado a los que hayan temido a Allah. El suelo será reemplazado por una tierra de plata, y sus grados más altos conducirán al trono, que será su cielo.»

Abd al Rahman asentía, excitado.

—Continúa, te lo ruego… —pidió.

El profeta ha dicho: en el paraíso hay un palacio al que solo entrará un profeta, un sincero, un mártir o un imām justo.

El califa sonreía abiertamente mientras Mūsa, sin entender lo que leía, buscaba la siguiente marca.

… en la otra vida habrá grados más elevados y una mayor distinción. Los que son creyentes de verdad gozarán de elevada categoría junto a su Señor, de perdón generoso y sustento. Los grados del paraíso indican el mérito y el rango mediante los que Allah considera superiores a otros en la medida en que hayan acatado sus leyes en este mundo. Con la distancia que hay entre un grado y otro quiero dar a entender la distancia que hay entre los méritos de unos y otros, que es la distancia que media entre el cielo y la tierra.

—¿Eres capaz de comprender estas palabras, Mūsa? —preguntó, preso de una evidente agitación—. Allah me lo está explicando, me dice cómo desea que sea construido el palacio que me propongo levantar para mayor gloria suya. ¡Lo hace en su libro sagrado!, e Ibn Habib supo interpretar su voluntad.

El rostro de Mūsa debió de delatar su desconcierto, porque Abd al Rahman pareció verse obligado a seguir con su aclaración.

—La doctrina shi’í establece que Al Mahdi, el califa fatimí, posee los poderes carismáticos del Profeta, puede hacer milagros, es infalible y está dotado de un conocimiento sobrenatural. Es difícil para un sunní como yo, aunque para todos sea evidente que soy el único khalífa legítimo descendiente de los últimos califas de Damasco, intentar superar al que es mi rival, desde el punto de vista religioso. Por eso me propongo levantar un palacio… ¡no!, ¡una ciudad! Una ciudad palatina que todos puedan identificar con el paraíso, donde los jardines se extienden desde el cielo, donde está situado el trono de Allah, hacia abajo, a modo de gradas o terrazas. Y en la más elevada de esas terrazas, la más cercana al cielo, habitará el representante del Altísimo entre los hombres, su khalífa.

Mūsa comprendió de repente, y supo el motivo de aquella desacostumbrada salida del alcázar. También él recorrió con la mirada el panorama que se extendía ante sus ojos.

—¡Este es el lugar! —exclamó Abd al Rahman—. Puedo verlo si cierro los ojos. ¡Lo tenía tan cerca! ¿Sabes orientarte por la posición del sol?

Mūsa, extrañado, asintió.

—Señala la dirección en que se encuentra La Meca, el lugar hacia donde se orientará la qibla de las mezquitas que aquí han de levantarse.

Mūsa comprobó la posición del sol en el firmamento y alzó el brazo.

—Hacia allí, sahib.

—Ahora aguza la vista y dime qué encuentras en esa trayectoria, antes de alcanzar el horizonte.

—Se divisa el alminar de la mezquita aljama de Qurtuba, sahib.

El califa se limitó a mirar a Mūsa con expresión satisfecha.

—¡Allah nos señala el lugar donde quiere que su servidor levante la que será una representación del paraíso en la tierra! La tradición sunní quizá no me permita equipararme a Al Mahdi en cuanto a los poderes que se arroga como falso guía, pero sí que está en nuestra tradición el hecho de que el khalífa es quien asegura la salvación de los creyentes. Y si lo hace… ¿no es como si el paraíso existiese ya en este mundo, especialmente allí donde reside ese califa?

Mūsa comprendió el tiempo que Abd al Rahman debía de llevar elaborando aquella construcción teórica, quizá junto a sus ulemas, y comprendió la excitación que lo embargaba en aquel momento, cuando creía haber encontrado el emplazamiento perfecto para levantar su gran proyecto, un proyecto digno del más poderoso soberano de Dar al Islam. Las siguientes palabras del califa confirmaron su suposición.

—Sé cómo habrá de ser, Mūsa. Está escrito en el Qurān, y en el libro que sostienes —dijo, inclinándose hacia él para señalar una de las separaciones—. Lee ahí, te lo ruego, luego alza la vista y dime si no ves lo que describe.

Mūsa encontró la marca que señalaba el lugar.

El jardín del paraíso está en un monte alto de donde brotan los ríos. En el paraíso no hay morada que no se encuentre cubierta de ramas, sus hojas cubren a todos con su sombra, y de sus tallos manan fuentes. Las ramas de los árboles del paraíso son de oro, las hojas de zafiros y berilos, cual las más hermosas túnicas que jamás haya visto nadie, las palmas son como aquellas, sus frutos más suaves que la mantequilla y más dulces que la miel. En cada uno de los árboles hay toda clase de frutos, cada uno con un sabor distinto. Cuando a alguien le apetece probar uno de ellos, las ramas donde se encuentran se inclinan hacia él, y lo coge con su propia mano. Si lo desea, solo ha de abrir su boca para que el fruto entre en ella, y cuando lo haya saboreado, Allah creará otro mejor que el anterior.

Pasó la página y continuó:

Anuncia la buena nueva a quienes creen y obran bien: tendrán jardines por cuyos bajos fluyen arroyos. Siempre que se les dé como sustento alguno de aquellos frutos, dirán que es igual al que se les ha dado antes, pero no será igual, sino tan solo parecido. Los temerosos de Allah morarán entre jardines y arroyos, en una sede de verdad, junto a un potísimo monarca.

Para quien haya temido comparecer ante su señor habrá dos jardines, con dos fuentes manando y dos variedades de cada fruta. Estarán reclinados en alfombras forradas de brocado, tendrán a su alcance la fruta de sus dos jardines, y estarán en ellos las de recatado mirar, no tocadas hasta entonces por hombre ni genio.

Además de estos dos, habrá otros dos jardines, verdinegros, con dos fuentes abundantes. En ambos habrá frutas, palmeras y granados, en ellos habrá buenas y bellas huríes retiradas en sus pabellones, y todos reposarán reclinados en cojines verdes y bellas alfombras.

Entrarán los elegidos y hallarán cojines alineados, puertas perfectamente dispuestas y tapices extendidos por doquier, y se quedarán mirando los cimientos de su construcción, pues he aquí que ha sido edificado sobre rocas de perla, con una amalgama de colores de oro, verde, rojo y blanco. Luego alzarán la vista hacia el techo y, si no fuera porque Allah los protege, la luz les arrebataría la vista, pues esta es como el relámpago.

El creyente que llegue al paraíso confundirá a los ángeles y otros servidores de Allah, rodeados de esplendor y luz, con Allah mismo, por lo que se postrará de hinojos para adorarles hasta que aquellos le saquen del error.

—Es suficiente —dijo Abd al Rahman—. Leeré una y mil veces estas descripciones junto con mis alarifes y haré construir un palacio digno del Altísimo, donde quienquiera que ponga sus pies piense que entra en el Cielo. Tendrá ocho puertas, como el paraíso, como él estará construido con oro y plata, se usarán tejas vidriadas de color melado y blanco que reflejen la luz del sol, y haré disponer estanques de mercurio que inunden con relámpagos como los descritos las paredes, los techos y las arcadas, cada vez que mis esclavos agiten su superficie. Y habrá un salón en el centro, donde los elegidos podrán tocar los frutos del paraíso, pues estarán representados en magníficos atauriques situados al alcance de las manos, cada uno diferente, ninguno igual a otro. Y para los niveles inferiores, donde se habla de jardines verdinegros, haré que mis artesanos creen las más ricas cerámicas de verde y manganeso, sobre fondo blanco, que es el color de la dinastía. El verde, color del Profeta; el negro, la síntesis del poder y de la dignidad del trono califal.

—Me siento dichoso, sahib, pues me consideráis digno de ser partícipe de vuestros elevados propósitos.

Abd al Rahman volvió el rostro hacia él. Sus ojos azules brillaban de una manera especial.

—¡Ah! Hoy es un gran día para mí —dijo, barriendo con la mirada a toda la comitiva—. El Todopoderoso te ha traído a mi lado, y quizás eso sea una señal. Desde hoy gozas de mi confianza, y de regreso a Qurtuba haré que seas nombrado como uno de mis secretarios.

Sahib… —respondió Mūsa con la mirada fija en el suelo.

—Pareces contrariado…

—Nada me causa más satisfacción que disfrutar de vuestra confianza, sahib. Sin embargo, hoy me disponía a solicitar vuestro consentimiento para emprender una nueva empresa…

—Habla —ordenó Abd al Rahman.

—Mi señor… el que ha sido mi maestro, Aslam, adquirió la sólida formación jurídica con la que os ha servido en Al Ándalus, pero también fuera de ella, pues en su juventud llevó a cabo la peregrinación. Nada me gustaría más que seguir sus pasos y embarcarme con destino a La Meca, pero también a Bagdad, a Damasco, a Alejandría, a Bizancio, incluso. En Oriente está el origen de vuestra dinastía, de la que mi familia se hizo mawla en tiempos ya remotos. Recordad que ya su fundador, el conde Casio, acompañó a Mūsa ibn Nusair y a Tāriq ibn Ziyad, los conquistadores de Al Ándalus, en su regreso a Damasco.

El soberano había asentido con la cabeza a medida que Mūsa explicaba sus propósitos.

—Tus palabras confirman lo acertado de mi elección, el anhelo que muestras te hace aún más digno de mi confianza.

—Siempre me acompañará la sensación de no haber sabido estar a la altura de mi responsabilidad. Siento que de alguna manera traicioné la memoria de mis antepasados, de los caudillos Banū Qasī que durante doscientos años mantuvieron la hegemonía del clan allá en las tierras de la Marca, junto al Ūadi Ibrū. Es ahora mi deseo seguir los pasos de su fundador, del primero de los Qasī, y visitar la ciudad de Damasco que él conoció.

—La ciudad de donde hubo de partir el legítimo heredero del califato omeya, el primer Abd al Rahman que gobernó Al Ándalus. Ve, pues, pero no como un simple peregrino. Desde mi proclamación como califa, he albergado la intención de enviar embajadas a las cortes de Oriente… y no puedo pensar en un embajador mejor. Tú llevarás a Bagdad, a Al Qāhira, a Bizancio si es tu deseo, el mensaje de Al Nasir.

Sahib… grande es la responsabilidad que ponéis sobre mis hombros.

Abd al Rahman sonrió.

—Espero que te ayude a comprender la que soportan los míos —respondió, mientras posaba su mano en la espalda de Mūsa en un gesto de camaradería—. Tendrás el apoyo de la chancillería y podrás elegir a tus acompañantes entre sus funcionarios. No son pocos, además, quienes desean emprender la peregrinación. Podrás escoger a los integrantes de la embajada entre los mejores.

—Quizás haya de acudir de nuevo a este lugar a mi regreso, para dar cuenta al califa del desarrollo de la misión que me encomendáis, en su nuevo palacio.

Abd al Rahman rio esta vez con fuerza.

—Lo que me propongo emprender es la obra de toda una vida, y no habrá de iniciarse hasta que concluya de forma definitiva la pacificación de Al Ándalus y del Maghrib. La cantidad de recursos que detraerá de las arcas no permitiría compaginar su edificación con el mantenimiento de un ejército en guerra. Pasarán años, Mūsa, antes de que Madinat az-Zahra esté en pie.

—¿Madinat az-Zahra?

—Un nombre que evoca a la hija del Profeta, Fátima, conocida como Az-Zahra. La ciudad destinada a convertirse en el símbolo terrenal del poder de origen divino debe invocar la legitimidad que proviene de los primeros califas.

—Madinat az-Zahra… —repitió Mūsa—. Si es como me la habéis descrito, tendré una poderosa razón para regresar con bien de la misión que me encomendáis.

—Tendrás reservado un puesto en lo más alto. Pero antes debes prestar tu primer servicio al califa de Al Ándalus, y el postrero a tu estirpe. El último de los Banū Qasī llevará el nombre del clan hasta el lugar donde se unió su destino al de los omeyas. Si cumples bien tu cometido, tendrás el privilegio de que la Historia recuerde el nombre de Mūsa ibn Abd Allah, como recordará el del gran Mūsa ibn Mūsa.