Año 917, 304 de la Hégira
28
Qurtuba
El hāchib observó a Abd al Rahman, que se encontraba reclinado sobre el pretil del puente, fascinado por la belleza de las bestias que se movían bajo sus pies. Había ordenado construirles aquel refugio en el barranco que discurría por detrás del palacio, y ni un solo día había dejado de acudir para contemplarlas absorto hasta que algún asunto urgente reclamaba su atención.
Ciertamente Abū Yazīd, el caudillo de la tribu zeneta[16] con el que tan buenas relaciones mantenían en los últimos tiempos, se había excedido con los valiosos presentes que habían llegado a Qurtuba desde el Mahgrib a principios de aquel mismo mes. Su interés por conseguir el apoyo material de los omeyas en su lucha contra Al Mahdi era indudablemente grande, pero tal vez ignorara que tales regalos resultaban innecesarios, porque el emirato tenía un interés mayor en que los bereberes zenetas plantaran cara con todos los medios posibles a sus grandes enemigos, los fatimíes.
Badr recordaba que la entrada de la comitiva en el alcázar había sido motivo de admiración y comentario, pues semejaba al propio ejército del emir de regreso de una provechosa expedición cargado de botín. Abrían la marcha diez dromedarios capones de sorprendente complexión, con sus sillas, ronzales, gualdrapas, púrpuras y arzones, que llevaban colgadas diez preciosas adargas de ante. Tras ellos, veinte camellas preñadas, algunas ya de diez meses, como se supo después, con su excelente semental y su pastor, un esclavo negro experto en el cuidado de camellos, y todos sus aparejos. Les siguieron dieciocho corceles, uno leonado con crin negra y cola recortada, otro bayo de ojos azules y cola negra, otro alazán de cinco palmos con lucero y calzado, y otro ceniciento con rosetas en las orejas, a los que no podía quitarse ojo, superiores a todas las monturas del emir en hermosura y constitución, hasta el punto de que no existía nada similar en sus pobladas caballerizas. Llamaron la atención cuatro avestruces, hermosos y elegantes animales poco vistos en Al Ándalus, pero Abd al Rahman pareció olvidar todo lo anterior cuando contempló los seis fieros leones que cerraban la marcha con sus leoneros. Se trataba de dos machos y cuatro hembras, los mismos que ahora reclamaban hambrientos y a sus pies su ración diaria.
También Badr se asomó a la vaguada por encima del pretil de piedra y contempló cómo las poderosas fauces desgarraban la carne, haciéndola jirones. Sabía, porque así se lo había confiado, que el emir se recreaba pensando en el efecto que aquel espectáculo tendría entre los prisioneros a quienes quisiera amedrentar. Sin duda sus corazones se estremecerían de terror al oír los rugidos de advertencia que atronaban el recinto. Quizá la sonrisa ensimismada que el emir exhibía cuando se acercó hasta él respondía a aquel pensamiento, pero en aquel instante los leones eran la última de las preocupaciones de Badr. Tuvo que carraspear para llamar la atención del soberano.
—¡Ah, mi querido Badr, eres tú! —exclamó, risueño.
El hāchib saludó intentando ocultar la zozobra por las noticias que portaba, una inquietud exacerbada por la incertidumbre ante la reacción del emir. En los últimos tiempos el carácter de Abd al Rahman había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre despierto, metódico y disciplinado, con determinación en sus propósitos, pero cinco años de ejercicio de un poder omnímodo, la carga de la inmensa responsabilidad sobre unos hombros quizá demasiado jóvenes y los duros reveses sufridos habían hecho aflorar algunas actitudes que comenzaban a preocuparle. Al principio no eran más que reacciones airadas ante respuestas inadecuadas o ante los errores de los funcionarios del dīwān o de los centenares de sirvientes, esclavos y eunucos que cada día tenían trato con él. Pero con el paso de los años habían surgido, cuando los contratiempos hacían mella en su ánimo, frecuentes episodios de ira descontrolada. Eran sus más directos colaboradores quienes sufrían las consecuencias, y solo Allah había querido que él mismo se hallara por el momento al margen de tales reacciones.
—Hermosos animales, sahib —empezó.
—¡Y temibles! No dudarían en devorar a su leonero al más mínimo descuido. Fíjate en aquella hembra, llegó preñada y hace solo dos días que parió a sus dos crías. Solo deja acercarse a ella a uno de los machos, ya ves cómo permanece el otro retirado.
—Me temo, mi señor, que las noticias que traigo van a apartar tu atención de estas bestias —anunció con tacto—. Han llegado mensajeros de la Marca, donde nuestro ejército lucha contra los infieles.
El emir se incorporó, alerta.
—Las últimas noticias eran excelentes. Abí Abda ha conseguido reunir un numeroso ejército, sumando a los contingentes regulares y voluntarios que partieron de Qurtuba a otros muchos reclutados a lo largo de la ruta y en la región donde se desarrolla la lucha.
—Así es, y con ellos penetró en Al Qila, que Allah destruya, campando en su territorio y arrasando sus aldeas y castillos. Los guerreros cristianos se dieron cita en la fortaleza de Castro Muros[17], y contra ellos presentaron los nuestros recia batalla, hasta que la victoria estuvo a su alcance.
—Los últimos correos informaban de ello —cortó el emir, impaciente—. ¿Acaso se ha torcido algo?
—Sahib, al parecer la cristiandad se ha movilizado en todas partes, el rey Urdūn se ha unido al infame Sancho de Banbaluna, y juntos han acudido en auxilio de los infieles que resistían, dando batalla a los nuestros.
—¿Derrotados? ¿Han sido derrotados? —gritó Abd al Rahman.
—Nos superaron en número, pero el motivo del descalabro fue la defección de los musulmanes de la frontera, gentes de religión fingida. Al parecer sus caudillos dieron la voz de sálvese quien pueda y huyeron, dejando a nuestro qa’id Abí Abda al frente de un grupo aún numeroso de esforzados guerreros que trataron de dar la vuelta a la situación. Todo sucedió el día catorce de este mes de Rabī.
La mano temblorosa que el emir apoyaba sobre el pretil se cerró con fuerza, hasta el punto de que sus nudillos se volvieron blanquecinos.
—¿Qué ha sido de mi mejor general? —espetó, marcando cada una de sus palabras.
—Allah ha concedido a Abí Abda, y a todos los que con él se negaron a huir y a dar la espalda a los infieles, el honor del martirio —respondió Badr, cabizbajo—. Que Él se haya compadecido de ellos.
Los ojos intensamente azules del emir parecían centellear.
—¿Y el resto? —preguntó con expresión iracunda.
—Después del desastre, aquellos que pudieron reagruparse emprendieron el regreso, abandonando en tierras cristianas botín y bagaje. Los emisarios se han adelantado con las desalentadoras noticias.
Abd al Rahman dio la espalda a Badr y apoyó ambos codos en el pretil. Juntó las manos con fuerza y se mordisqueó un pulgar, mientras su mirada parecía fijarse en el movimiento de las bestias que, satisfechas, buscaban un lugar donde reposar del festín.
Badr se colocó a su lado, en silencio.
—Tenía grandes esperanzas puestas en esta aceifa —dijo el emir al fin, con rabia.
Tenía los labios entreabiertos y los dientes apretados.
—Todos las teníamos, sahib. Era la primera expedición digna de tal nombre que habíamos podido enviar a tierras cristianas —se lamentó—. Grave es la derrota, pero me preocupan más lo que puedan haber aprendido los reyes cristianos. Temo que a partir de esta victoria la colaboración entre ambos se haga habitual.
—Los infieles unen sus fuerzas, mientras los creyentes desperdiciamos las nuestras tratando de destruirnos unos a otros —se quejó el emir—. Sin la sangría que suponen los recursos que enviamos al Maghrib para apoyar a las tribus bereberes contra los fatimíes, nuestros ejércitos no tendrían rival.
En ese instante un enorme revuelo hizo que ambos se incorporaran. Una nube de polvo se alzaba en el lugar donde reposaban los leones, y potentes rugidos hendían el aire, junto a los gritos y los latigazos de los leoneros. La confusión impedía dilucidar qué estaba sucediendo, pero al fin uno de los machos huyó del grupo, y el emir no pudo contener un gemido cuando vio que de sus fauces colgaba el cuerpo inerte de una cría.
Abd al Rahman pasó aquella tarde en uno de los jardines del alcázar. Solo uno de sus esclavos y dos eunucos de la mayor confianza habían tenido acceso al lugar, y la orden de no ser molestado por nadie había sido tajante, sin duda para evitar la presencia incómoda de testigos de su impiedad. Porque si era cierto que había dedicado su tiempo a la reflexión, lo había hecho libando sin cesar de las finas copas de vidrio que el esclavo reponía una y otra vez. Los pensamientos oscuros que habían acaparado su mente en las primeras horas habían ido perdiendo toda su relevancia a medida que la bebida hacía efecto y, al atardecer, solo pensaba en cuál de las concubinas con las que había compartido el lecho en las últimas semanas iba a aliviar el deseo que ascendía en oleadas al pensar en ellas. No sería hoy su esposa Maryam la elegida, pues no deseaba que lo viera en aquel estado, y por otra parte no había pasado el tiempo suficiente después del nacimiento de su segundo hijo, Abu Marwán. Ninguno de los rostros que guardaba en la memoria le satisfizo y optó por una solución sencilla a su indecisión.
—¡Eunuco! —gritó.
Al instante, el corpulento sirviente apareció junto a su amo.
—Deseo ver a las cuatro últimas muchachas que hayan ingresado en el harém. Hazlas venir de inmediato.
—Se hará como ordenas —musitó, al tiempo que se apoyaba ambas manos en el vientre para esbozar una inclinación de cabeza.
Cuando las cuatro concubinas aparecieron en el pequeño jardín tratando de ocultar su temor tras unos rostros expresivos y amables, el emir dormitaba recostado en el diván. Abrió los ojos al oír el murmullo de sus pasos y se incorporó interesado por lo que veía, a la luz de los velones que ardían ya en varios pebeteros distribuidos por el jardín. Examinó a las muchachas con ojos expertos, y una mueca de agrado se dibujó en su rostro.
—¡Eunuco! —Se volvió—. ¿Por qué no me habías advertido de que estas bellezas esperaban en el harém a que su amo las reclamara?
El aludido balbuceó algo a modo de respuesta, pero el emir ya había perdido el interés por él. Se sentó con la espalda recta e hizo un gesto a las muchachas para que se acercaran. Tanto en su voz como en sus ademanes se adivinaba el efecto del alkúhl, de modo que las cuatro se aproximaron un tanto cohibidas. Solo una, de rostro claro, cabello moreno y grandes ojos almendrados, que a pesar de sobrepasar en poco la veintena era la mayor del grupo, mostraba un gesto más altivo y decidido que llamó la atención del emir.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, dirigiéndose hacia ella.
—Me llamo Amina, mi señor, y nací en la ciudad santa de Medina. Allí aprendí las artes del canto y la poesía junto a las más celebradas cantantes del lugar.
—Esta noche no deseo vuestras canciones. —Rio, ebrio—. Acercaos más, ¡vamos!
Abd al Rahman tomó a la más próxima de la muñeca y la atrajo hacia sí. Los vaporosos pliegues de sus sedas cubrieron el rostro del soberano, que aspiró el aroma profundamente.
—Oléis como los jardines de este palacio en primavera —dijo, poco consciente de su fracaso al tratar de sonar poético.
Sus manos ciñeron la cintura de la muchacha y, con los ojos entornados, inspirando todavía el intenso aroma que desprendía, ascendió por sus costados hasta tropezar con unos senos firmes que intentó abarcar con ambas manos. El abultamiento que empezaba a evidenciarse bajo su túnica daba cuenta de la creciente excitación que sentía, y solo apartó su rostro de aquel vientre cubierto de sedas para indicar al esclavo y a los eunucos, con un gesto brusco y expresivo, que debían abandonar el lugar. Aprovechó el momento para atraer hacia sí con la mano que tenía libre a la más joven de las esclavas, una hermosa criatura de rostro sonrosado y cabellos rubios, quizá procedente de los países del norte, quizá de tierras eslavas. Esta vez alzó la vaporosa túnica e introdujo con suavidad los dedos bajo sus pliegues. La muchacha, sin duda bien aleccionada, no solo dejó hacer al que sabía su dueño, sino que tomó la iniciativa para introducir su delicada mano a través del cuello de sus vestiduras, hasta alcanzar su pecho. Abd al Rahman emitió un suave gemido, y sus manos comenzaron a explorar con avidez cada rincón de aquel cuerpo que nadie había mancillado aún. La tercera fue la encargada de despojarlo de sus vestiduras, delicadamente, administrando con maestría sus caricias hasta acabar de encender su pasión. Cuando terminó su tarea, dejó caer la rica túnica sobre el enlosado y, sin apartar la mirada de sus ojos, introdujo la mano entre sus piernas al tiempo que acercaba los labios hacia su miembro, lentamente, sin llegar a rozarlo apenas, dejando que el emir de Al Ándalus se consumiera de deseo.
Ni él mismo recordaba a cuál de ellas había poseído en primer lugar, pues los efectos del vino se mezclaban con la embriaguez de sus apetitos, pero entre los vapores del alkúhl se había abierto paso una única fijación, que era culminar su tarea con cada una de aquellas muchachas.
—Acércate. Amina… ese era tu nombre, ¿no es cierto? —dijo con la voz pastosa, antes de llevarse la copa de nuevo a los labios.
Atrajo a la muchacha hacia sí, y la hizo reclinarse sobre el diván. Abd al Rahman soltó la copa y se colocó a su lado, tratando de explorar su sexo con dedos torpes, mientras con la otra mano sujetaba su rostro, casi con violencia, para tratar de besarla. La acariciaba con rudeza, con el único deseo de conseguir una nueva erección que le permitiera poseerla para abandonarse después al descanso. El resto de las muchachas se habían cubierto de cualquier manera, y se encontraban sentadas, una junto a otra, sobre los numerosos cojines y almohadones que cubrían el suelo, sujetando las piernas entre sus brazos y contemplando la escena con temor. El emir cubrió con su cuerpo a la joven cantante, y sus movimientos se hicieron espasmódicos, pero sus gemidos, cada vez más intensos, ya no eran de placer, sino de rabia. Su rostro descendió sobre los pechos de la muchacha, y un grito de dolor brotó de la garganta de esta cuando sintió el mordisco. De forma instintiva, apoyó las manos sobre los hombros del emir y trató de retirarlo.
Solo cuando sus ojos y los de Abd al Rahman se encontraron pareció cobrar conciencia de su error.
—Lo lamento, mi señor —intentó excusarse—. Vuelve conmigo, ha sido tan solo un reflejo. Ven a mí de nuevo, poséeme, te lo ruego…
Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando vio la cólera reflejada en los de su amo. Abd al Rahman se levantó completamente desnudo, ebrio, desmadejado, pero su mirada seguía infundiendo pavor. Se apartó del diván, tambaleándose.
—¡Eunucos! —aulló—. ¡Eunucos!
Los dos sirvientes tardaron en entrar el tiempo prudencial para evitar delatar que habían estado observando la escena más cerca de lo necesario.
—¡Nadie! ¿Me oyes? ¡Nadie humilla al emir sin sufrir las consecuencias! —bramó—. ¡Sujetadla!
Los dos corpulentos eunucos levantaron en el aire el ligero cuerpo de la muchacha, que temblaba violentamente y apenas era capaz de articular palabras de disculpa. Contemplaron al emir dirigirse hacia uno de los pebeteros, del que tomó un velón con la mano derecha. Los dos sirvientes parecieron comprender. Sujetaron los brazos de la muchacha a la espalda, y uno de ellos le rodeó la frente con el brazo y atrajo la cabeza contra su pecho. El otro colocó una manaza sobre su boca para impedir que los gritos se oyeran en todo el palacio. Cuando Abd al Rahman se acercó con la vela encendida, las pupilas de la muchacha se dilataron por el terror. Las otras tres concubinas lloraban abrazadas en un rincón, cubriéndose los ojos con las manos para no ser testigos de lo que estaba a punto de suceder.
A los gritos de pavor, ahogados por la zarpa del eunuco, siguieron otros producidos por un dolor insoportable cuando la llama comenzó a acariciar las mejillas, los pómulos y la frente de la muchacha. Su cuerpo se convulsionaba, tratando de zafarse del tormento, pero sus intentos eran inútiles entre aquellos brazos poderosos. En un acto reflejo, cerró los párpados para evitar quedar cegada por el fuego. Después, el Todopoderoso se apiadó de ella y, en su clemencia, hizo que su resistencia cediera al perder el sentido. Los eunucos la dejaron caer exánime sobre el enlosado, mientras el penetrante olor de las pestañas y los cabellos chamuscados inundaba el aire en aquel recóndito jardín del alcázar.