Año 920, 307 de la Hégira
33
Pampilona
Mediada la mañana, la nieve había comenzado a caer con fuerza sobre el palacio fortaleza que albergaba la corte del reino de Pampilona, y ahora, en plena tarde, la reina Toda observaba desde los ventanales el trasiego de los mílites y sus caballerías por el patio de armas. Sus pensamientos vagaban sin rumbo, abstraída por el hecho curioso y banal de que los cascos de las monturas se hundieran en la capa blanca sin que llegara a sus oídos el característico golpeteo contra el enlosado, lo que producía una sensación irreal. Las voces de la milicia se entremezclaban con los gritos de los pocos muchachos que habitaban la fortaleza, quienes jugaban despreocupados con la nieve. Sus propias hijas habían disfrutado de ella después del mediodía, bien abrigadas en sus capas de piel de marta, aunque poco antes había enviado a una doncella para hacerlas recogerse, con la intención de que se prepararan para los oficios religiosos de la tarde.
Durante un buen rato, Toda había gozado contemplándolas jugar bajo aquella misma ventana. Sancha, de diecinueve años, arropaba a la joven Orbita, once años menor que ella. Desde su nacimiento la pequeña se había convertido en su juguete predilecto, y todavía seguía tratándola como tal. Onneca y Urraca, de dieciséis y catorce, eran las más parecidas en cuanto a cualidades y carácter, y era habitual verlas juntas entregadas a las más variadas actividades. La música, la poesía, los bordados y la lectura de las Escrituras ocupaban la mayor parte de su tiempo, y eso las había convertido en las preferidas de su abuela Onneca, que se había volcado en ellas a la hora de transmitir todas las habilidades que en estos campos había adquirido en su juventud durante su estancia en la lejana Qurtuba. Belasquita y Munia, por fin, contaban doce y diez años respectivamente, y eran las más indómitas de las seis. Quizá por oposición a sus hermanas mayores, se habían mostrado más inclinadas a las actividades al aire libre y compartían una desmedida pasión por los caballos.
No hacía mucho, la visión de sus seis hijas juntas le habría resultado insufrible. Aunque había intentado ocultarlo, y siempre procuró comportarse como una madre solícita, durante años no había podido evitar cierta aversión al contemplar aquella colección de mujercitas que había traído al mundo. A partir del tercero, había esperado sus partos con una mezcla de esperanza y temor, pero todos habían terminado en llanto, desengaño y cólera, al comprobar que lo que salía de sus entrañas no era sino una hembra más. Había llegado a cometer el nefando pecado de rechazar a las más pequeñas, y con las tres se buscó a un ama de cría que las alimentara. Mil veces, contrita y asustada, había confesado su falta en aquellos largos años de angustia y desesperación en los que no había sido capaz de dar un heredero a su esposo y al reino. Llegó a pensar que la negativa del Altísimo a bendecir su matrimonio con el nacimiento de un varón era el castigo a su pecado. Se volcó entonces en sus hijas, llegó a mortificar sus carnes cuando un pensamiento impropio acudía a su mente, pero los años pasaron, y su vientre pareció haberse secado.
Quizá tuvo que ver en ello el hecho de que cohabitar con su esposo se le hizo insufrible, incapaz de afrontar la posibilidad de dar a luz una hembra más, de modo que sus ausencias, en las cada vez más frecuentes campañas contra los infieles, tenían para ella algo de liberación. En aquellos años, Sancho acabó renunciando a su derecho conyugal, dejó de reclamar su presencia en el lecho, y ella no preguntó de qué manera satisfacía sus instintos de varón. Llegó a asumir su desgracia, y entonces pasó a dedicar todos sus esfuerzos a urdir la manera de dar continuidad a la estirpe de Sancho a través de sus hijas. A medida que estas crecían, las cábalas sobre futuros enlaces, las pesquisas sobre los pretendientes más adecuados, llegaron a hacerse obsesivas.
Fue tras la campaña de Castro Muros cuando ocurrió. Sancho regresó a Pampilona pletórico, después de que el Altísimo bendijera a sus ejércitos, por vez primera coaligados con los del rey Ordoño, con la mayor victoria sobre los sarracenos. Se sucedieron las celebraciones, y la segunda noche Sancho irrumpió en la alcoba ebrio y henchido de deseo para poseerla de forma apasionada y brutal. En las semanas siguientes, el sordo temor que sentía se convirtió en pánico con la primera falta. A medida que su vientre se hinchaba, una angustia insuperable se apoderaba de su espíritu. Llegó a pensar en terminar con aquello, pero topó con su fuerte convicción religiosa y con el temor al repudio si Sancho llegaba a sospechar algo.
Los meses transcurrieron de manera inexorable, sin que la náusea la abandonara un solo instante, de día y de noche, y sin que los remedios que se le administraban surtieran el menor efecto. Cuando el día del parto, destrozada por el dolor, sus entrañas se abrieron en medio de un grito desgarrador para dejar salir el fruto de su vientre, la vida de Toda cambió para siempre.
El niño fue bautizado con el nombre de García y, durante los primeros meses de su vida, solo dos fueron las ocupaciones de su madre. La primera, desde el instante en que la partera lo puso entre sus brazos, alimentarlo de su pecho. El resto de su tiempo lo pasó postrada frente al altar de Santa María, rogando perdón para sus culpas y pidiendo larga vida para un esposo que hacía tres años había alcanzado la cincuentena y que solo con la intervención de la Virgen y de las santas Nunila y Alodia podría contemplar el momento en que el futuro García Sánchez estuviera en disposición de asumir las obligaciones de la Corona.
La nieve había empezado a caer con más fuerza, y su mirada se detuvo en el embozado jinete que acababa de cruzar la puerta de la fortaleza. Su barba espesa aparecía tan blanca como la capa engrasada que le protegía de la intemperie, y el vaho que salía tanto de su boca como de los ollares de su montura revelaba la respiración acelerada producida por el esfuerzo. Descabalgó con movimientos lentos y una vez en el suelo se estiró tratando de desentumecer los miembros, mientras un mozo de cuadra se hacía cargo del animal. El oficial de la guardia le indicó con el brazo el camino hacia la puerta principal del palacio, y hacia ella se dirigió.
En la caldeada cámara, las seis muchachas permanecían en pie, en fila, con la vista baja en señal de respeto. Sancho se acercó a la primera de sus hijas y depositó un beso en su mejilla, mientras ella le daba las buenas noches con una sonrisa. Repitió el gesto con Onneca y con Urraca, con Munia y con Belasquita, hasta terminar en la pequeña Orbita, que tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar el rostro de su progenitor. Por fin, tomó al pequeño García de los brazos de su aya y lo alzó ante sí, lo que provocó la risa del pequeño.
—Ahora a dormir —dijo sin dirigirse a ninguno de ellos en concreto—. Y no olvidéis dar gracias a Dios en vuestras oraciones por permitiros ocupar vuestras confortables alcobas mientras fuera azota la ventisca.
Devolvió el pequeño a su niñera mientras sus hijas desfilaban por delante de Toda y de la abuela Onneca repitiendo las despedidas, hasta que la puerta se cerró tras la última de ellas. Sancho se volvió entonces y contempló los rostros de su esposa y de su suegra, en los que se reflejaba la preocupación.
—Disculpad mi tardanza, pero mis obligaciones me han retenido hasta ahora. El interés y el entusiasmo del obispo Basilio por los asuntos terrenales resultan a veces excesivos. Me han avisado de la llegada de un emisario de Qurtuba… ¿Muzna de nuevo, tu nuera? —le preguntó a Onneca.
La anciana asintió con la cabeza. En su rostro cubierto de profundas arrugas destacaban dos ojos pequeños, lechosos y enrojecidos, que, unidos a un cuerpo menudo y consumido por la edad, le proporcionaban un aspecto frágil e indefenso que despertaba en su yerno un extraño sentimiento de afecto.
—¿Malas noticias? A juzgar por vuestro semblante…
Toda tomó el pergamino que todavía descansaba en la repisa de la ventana, cubierta ahora por espesos cortinajes.
—¿Deseas que te lea lo que…?
—Dime tan solo qué es lo que tanto os aflige, y si afecta al reino —cortó Sancho.
Podía comprender los sentimientos de Onneca, al fin y al cabo el emir de Qurtuba era su nieto, y la correspondencia con Muzna mantenía viva la relación, algo que no acababa de entender, pero que no estaba dispuesto a impedir por el bien de la relación con su esposa. Además esas cartas periódicas, si bien no lo pretendían, proporcionaban a menudo información valiosa.
—Ya sabes que mi nieto consiguió la rendición de los rebeldes de Burbaster —se adelantó Onneca—. Aunque no lograra hacerse con la fortaleza, obtuvo la rendición de Ya’far, el sucesor de Umar ibn Hafsún, y la entrega de rehenes. Al parecer otro de los hermanos, Abd al Rahman, enfrentado con Ya’far, ha capitulado siguiendo los pasos de Sulaymán y Qurtuba lo ha acogido con los mayores honores.
—Tu nieto demuestra gran inteligencia acogiendo y colmando de dádivas a quienes en otro tiempo le han combatido —opinó Toda.
—¿Y eso es lo que tanto os aflige? —dijo Sancho con impaciencia.
—No, no es eso, sino las consecuencias que trae —trató de explicar Toda—. Muzna nos cuenta que su hijo encabezó en persona la aceifa contra los rebeldes, y su victoria ha despertado en Qurtuba y en todo Al Ándalus un renovado entusiasmo hacia su persona. Libre ya de la amenaza procedente del sur, piensa volcar todo su empeño contra los cristianos de la frontera.
—¡Esta vez desea ser él en persona quien encabece la aceifa! —exclamó Onneca con la voz quebrada.
—¿Qué importancia puede tener quién esté al frente de la expedición? —respondió Sancho, que comenzaba a exasperarse con las dos mujeres—. El peligro no es mayor que si fuera cualquiera de sus generales quien encabezara el ataque.
—Si pudieras ver dentro de mi corazón, no alzarías la voz contra la mujer que te ama más que una madre… —se lamentó Onneca, al borde del llanto—. Desde que mi nieto subió al trono de Qurtuba, he temido el momento en que tuvierais que enfrentaros.
Sancho se acercó a su suegra y la tomó por el brazo.
—No debes preocuparte por ello. Aun en caso de que nuestros ejércitos se encuentren, el enfrentamiento con él es improbable. Esa no es la forma de luchar de los sarracenos. Tu nieto y sus caídes se limitarán a contemplar la batalla desde lo alto de un cerro, a las puertas de su pabellón, rodeados de comodidades y bien protegidos por varios cordones de los más aguerridos soldados. Ahora bien, aquí te digo que, si estuviera en mis manos, ni un instante dudaría en atravesar a Abd al Rahman con mi espada. ¿Acaso crees que él lo haría?
—¡Sé que ninguno de los dos vacilaría! —respondió Onneca, volviéndose para clavar sus ojos encendidos en los de Sancho.
Esta vez fue Toda la que se acercó para tomarla por los hombros.
—Cálmate, madre —dijo con tono afligido—, en manos de Dios está lo que haya de suceder.
—¿En manos de Dios, dices? —gritó la anciana, deshaciéndose del abrazo—. ¿Acaso crees que si Abd al Rahman llega a las puertas de Pampilona voy a quedarme de brazos cruzados mientras observo cómo su pueblo y el mío se aniquilan? ¡Jamás he tenido ocasión de conocer a mi nieto, y no habrá manos que me sujeten e impidan que me arroje a los pies de su caballo para pedir que vuelva a reinar la paz entre los de mi sangre!
—¡Tranquilízate! —repitió Toda, preocupada por la precaria salud de su madre, al tiempo que hacía un gesto significativo a su esposo.
Sancho observaba la escena con una mezcla de lástima e incomprensión reflejadas en el semblante.
—¿Hay algo en esa carta que haga pensar que el ataque es inminente?
Toda asintió.
—Muzna dice que se ha dado orden a los caídes y a los gobernadores de sus provincias de iniciar una movilización masiva de efectivos. Cuenta que circula una larga epístola que ha llegado a hacerse famosa y que pretende enardecer a los sarracenos, incitándolos a la guerra santa. Está escrita por el hijo del chambelán Badr, que al parecer sigue los pasos de su padre. También a él se le ha encargado un panfleto con el que se arenga a los cordobeses en las mezquitas y se les incita a movilizarse contra los cristianos. Son ya varios los viernes en que se ha repetido su lectura, y el ambiente en Qurtuba, según Muzna, parece inflamarse por momentos. Sospecha que esta vez la respuesta de los voluntarios puede ser masiva.
Sancho había iniciado un breve y repetitivo paseo de un extremo a otro de la estancia con la cabeza gacha y las manos a la espalda, y escuchaba cabeceando.
—Atacará en primavera —concluyó en voz alta.
—El correo que trajo esta carta regresará en los próximos días. Utilízalo para enviar a Abd al Rahman una propuesta de tregua. O mejor, haz que le acompañe una embajada —rogó Onneca.
Sancho sonrió, escéptico.
—¿Y a quién envío en esa embajada? ¿Al obispo Basilio o a cualquier otro representante de la Iglesia, que cada día me recuerdan la necesidad de recuperar para la cristiandad las tierras conquistadas por los moros? ¿O a alguno de mis caballeros, que me auparon al trono movidos únicamente por mi prestigio, ganado en el campo de batalla? ¿Explico a los doce seniores del Consejo que estoy dispuesto a renunciar a nuestro exitoso avance hacia el sur porque el hijo de tu hijo gobierna ahora en Qurtuba? ¡Por Dios, Onneca! ¡Ni siquiera lo conoces! ¡Y tampoco conoces a esa mujer con la que mantienes correspondencia! Abd al Rahman nació diez años después de que tú abandonaras Qurtuba, y tu hijo murió a los pocos días… Nadie que te haya conocido ha podido hablarle de ti, salvo el que fue tu esposo, el emir Abd Allah. ¿Qué crees que le habrá contado a su nieto de una esposa a la que repudió y expulsó de Qurtuba para no tener que cortarle la cabeza?
—¡Basta! —gritó Toda, enojada—. ¿Qué necesidad hay de ser cruel?
Sancho calló y se limitó a lanzar un resoplido con aire de hastío. Onneca lloraba ahora abiertamente y buscó con el brazo extendido un escabel en el que sentarse. Durante un tiempo ninguno habló. Solo los sollozos contenidos de Onneca y el chasquido ocasional de las brasas en la chimenea rompían el silencio. Sancho se acercó a la gran chimenea y cogió el atizador para reunir en el centro los extremos de los leños que permanecían sin arder.
—Lo lamento —se excusó por fin, sin volverse—. No era mi intención herirte, bien lo sabes. Pero, cuanto antes comprendas que el destino es inexorable, menor será tu sufrimiento. Aunque quisiera, enviar una embajada a Qurtuba en un invierno como este sería un acto suicida, y si esperáramos a que el tiempo mejore no haría sino topar con la aceifa ya en camino. Sabes que el próximo verano las armas volverán a hablar, y la única diferencia con las ocasiones anteriores es que Abd al Rahman estará en la vanguardia del ejército cordobés. Esta batalla lleva años gestándose, desde el momento en que tomé la decisión de reconquistar Deio, desde que rescaté ese pedazo de nuestro solar de la dominación musulmana. Si una obra mía ha de ser digna de recuerdo, será esa, y ese es el origen de nuestro enfrentamiento con Qurtuba. Ruega tan solo a Dios para que su derrota sea tan contundente que no le queden arrestos para regresar jamás a la frontera. Te juro que yo voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que así sea.
—Empezando por dar aviso al rey Ordoño y a los condes de Castilla, supongo… —aventuró Toda.
—Esos serán los únicos jinetes que partan de Pampilona, y otros más con destino a Aragón y Pallars, para advertir a nuestros parientes.