Año 910, 297 de la Hégira
11
Sabta
Se encontraba acodado sobre el mostrador que el tabernero había improvisado con un tablón en el exterior del establecimiento con la intención de ganar clientela, pero también para aprovechar la agradable brisa marina que menguaba el rigor de los últimos días del verano en Sabta. A su alrededor, y a pesar de lo temprano de la hora, un enjambre de marinos, estibadores, soldados y mercaderes de las más variadas procedencias convertía los alrededores de la dar al sina’a en un confuso ir y venir de hombres, carros y bestias de carga. Aquello le agradaba, sin embargo, porque algunos de los mástiles que se recortaban contra aquel cielo azul intenso pertenecían a los navíos de la pequeña flota que lo había acompañado a su regreso, señal inequívoca del éxito de la misión que le había llevado a abandonar su refugio de Burbaster para emprender un viaje arriesgado y de resultado incierto. Todavía no había conseguido librarse de la incómoda sensación de vaivén que experimentaba desde su desembarco en aquel puerto, el más próximo a las costas de Al Ándalus, tras las interminables semanas de navegación desde Qayrawan, en las lejanas tierras de Ifriqiya. Pero, a pesar de todo, aquella mañana Umar ibn Hafsún estaba contento, casi exultante, y exhibía su sonrisa mellada ante cualquier comentario de su lugarteniente y del resto de los hombres que lo seguían.
A su llegada, las noticias de la Península habían apaciguado su ánimo, pues en su ausencia no se había producido ninguno de los desastres que había temido durante aquellas largas noches de insomnio en el barco. Ni Burbaster ni ninguna de las innumerables fortalezas que había tomado durante su revuelta había sufrido en aquellos meses el ataque del ejército de Qurtuba, algo que resultaba incluso extraño, pues podían contarse con los dedos de una mano los veranos de los últimos treinta años en los que no se hubiera oído el entrechocar de las armas en las sierras situadas entre la capital y la costa. Quizá la sequía, que duraba ya dos estaciones, hubiera tenido algo que ver, dado que la falta de víveres para abastecer a las tropas parecía lo único capaz de detener los desesperados intentos del emir Abd Allah por recuperar el control de las tierras de Al Ándalus que su revuelta había conseguido arrebatar al gobierno omeya.
Tan solo un asomo de inquietud proyectaba alguna sombra en su estado de ánimo. Más de dos meses atrás, en aquel mismo lugar, se había despedido de Ayyub, su primogénito, que partía en sentido opuesto al frente de otra embajada, y acompañado de una nutrida caravana, con la misión de adentrarse en las tierras del Maghrib, en dirección a Fās, la capital del emirato de los idrisíes. Habían concertado la cita a su regreso para los primeros días de Muharram, y él, a pesar del largo viaje, había conseguido cumplir con las fechas de forma escrupulosa. Pensaba que Ayyub le aguardaría a su llegada, pero lo cierto era que en Sabta aún no había noticias de la caravana y, pese a que solo habían transcurrido cuatro días de aquel mes, por su mente empezaban a desfilar los posibles inconvenientes que su hijo podría haber sufrido.
Apuró de un sorbo el vaso que sostenía en la mano y dejó a sus hombres, que por tercer día amenizaban la espera en aquel inesperado asueto entre el hammam, el fundūq donde se alojaban y la compañía de las jarayairas que ofrecían sus servicios a los marinos en las incontables cantinas del puerto. Caminó entre el bullicio, sorteando a los numerosos estibadores que se afanaban en cargar y descargar las naves con las más variadas mercancías. Se detuvo a contemplar a un grupo de hombres jóvenes de piel muy oscura que, cargados de cadenas, observaban con temor el enorme gurāb, tan negro como ellos debido a la pez que lo cubría, que sin duda había de trasladarlos en su panza a la costa de la Península y de ahí al mercado de esclavos de Qurtuba.
Observó con detenimiento los navíos fondeados, que eran tantos que daban la sensación de bloquear el puerto. Ahora, después de su primer gran viaje por mar, sabía que se trataba en su mayoría de barcos dedicados al comercio, de mayor manga que los barcos de guerra, lo que les proporcionaba más estabilidad. Casi todos enarbolaban las velas triangulares características de las embarcaciones musulmanas, que les permitían ceñir el viento y aprovechar su fuerza aunque este soplara de costado, o incluso de proa. Escaseaban los navíos de guerra, que siempre iban provistos de remos, con los que obtenían la maniobrabilidad necesaria para la lucha en el mar, como los girbān, tan semejantes por su color a los cuervos de los cuales provenía el nombre, los harrāqāt, naves incendiarias provistas de nāfta, o los sāwani que había visto semanas atrás en los puertos de Ifriqiya. Ciertamente, aquellas embarcaciones habían acabado de convencerle del poderío militar que empezaba a hacer temible a Al Mahdi, el nuevo califa fatimí. Umar se congratulaba por el buen entendimiento que había alcanzado con el que podía convertirse en su mejor aliado en la lucha contra los emires omeyas de Al Ándalus.
Todo había comenzado el pasado invierno, en una de aquellas largas noches en que, sentados alrededor del fuego en la alqasába de Burbaster, solían conversar sobre la marcha de la revuelta. Aquel día se hallaban presentes tres de sus hijos y los lugartenientes de mayor confianza, y todos parecían de acuerdo en que la lucha contra el emirato no avanzaba lo suficiente. Umar reconocía que, después del desastre de Bulāy, que había marcado el inicio de un período de incertidumbre que todos ellos dedicaron a lamerse las heridas y a tomar decisiones sobre el futuro, habían conseguido nuevas adhesiones a su causa y la sublevación había tomado nuevos bríos. Sin embargo, el precio que debían pagar por ello comenzaba a resultar excesivo, tanto en vidas de los mejores de los suyos como en lo referente al sufrimiento de las gentes que habían abandonado la sumisión al emir para sumarse al movimiento encabezado por él mismo. Se vivían momentos de exaltación cuando una nueva madina se unía a su causa, y los impuestos que Qurtuba dejaba de recaudar en ella revertían a sus propias arcas. Se celebraba el éxito de cualquier algara que acabara en el saqueo de algún hisn dominado por los omeyas, aldeas o simples alquerías, con más alborozo cuanto más cerca estuviera de la capital del emirato. Pero la respuesta llegaba inevitablemente en forma de expedición del ejército qurtubí, que durante meses recorría los caminos de las coras de Rayya y Takurunna asolando cuanto encontraran a su paso, sometiendo al asedio sus fortalezas, talando árboles, envenenando pozos y capturando los rehenes que les fuera posible.
Cuando, siendo solo un muchacho, Umar hizo de Burbaster su inexpugnable refugio para propulsar desde allí sus algaradas, no podía imaginar que el empuje de los suyos llevaría al poderoso emirato de Qurtuba al borde de la desintegración, que el apoyo a su causa se extendería desde Niebla hasta Ilbīra, desde la costa de Rayya hasta la campiña de Qurtuba, hasta el punto de que las fortalezas que les eran fieles abarcaban un territorio quizá superior al que el emirato mantenía bajo la presión de sus ávidas garras. Habían conseguido propagar la fitna a todos los rincones de Al Ándalus, habían impedido que los tributos llenaran las arcas del emir Abd Allah, con lo que sus ejércitos habían visto reducido su número de efectivos y las pagas de los soldados, y se habían producido deserciones que pasaban a engrosar las fuerzas de los rebeldes. En ocasiones incluso se había impedido que el Estado hiciera frente a las hambrunas, con lo que el descontento había calado en la población, debilitando así la posición política del emir Abd Allah.
Umar siempre había confiado en que el golpe palaciego de algún general descontento o algún pariente omeya con pretensiones acabara por instalar la discordia dentro de los muros del alcázar. Sabía que no hay enemigo más eficaz que el que actúa desde dentro. Pero en eso Abd Allah sí que había actuado con mano de hierro. Había apartado de su entorno a sus propios hijos, y se decía que solo mantenía a su lado a uno de sus nietos, el hijo de su primogénito, Muhammad, asesinado en el alcázar en circunstancias extrañas. También había muerto otro de sus hijos, Mutarrif, y si los rumores eran ciertos, no acababa ahí la lista de familiares de Abd Allah que no habían alcanzado la madurez.
Pero los años pasaban de forma inexorable, treinta se cumplirían ya desde que contemplara por primera vez las cumbres de Burbaster, y el anhelo de acabar con el poder omeya en Al Ándalus estaba muy lejos de cumplirse. Reunidos en aquella caldeada sala de la alqasába, alguien había planteado que quizá jamás lo consiguieran únicamente con sus fuerzas. Y aquel día empezó a tomar forma la idea de establecer contactos y solicitar ayuda fuera de Al Ándalus, entre los múltiples enemigos de los omeyas.
En el Maghrib y en Ifriqiya eran dos los estados que se disputaban la supremacía: idrisíes y fatimíes. En el occidente, el emirato idrisí había sido fundado por Idris I, descendiente directo del profeta Muhammad, y fue su hijo quien estableció la capital en Fās. De ello hacía ya cien años, y durante ese tiempo habían sometido a gran parte del Maghrib. Pero solo un año atrás, una nueva figura había surgido con fuerza en la zona oriental, en Ifriqiya, en torno a la antigua madinat Qayrawan. Se trataba de Ubayd Allah al Mahdi, descendiente también del Profeta, pero a través de su hija Fátima Zahra. Hasta Burbaster habían llegado noticias del ímpetu militar de los fatimíes, y ello les había llevado a tomar la decisión de enviar embajadas tanto a Fās como a Qayrawan. Él mismo había decidido partir hacia Ifriqiya al final de la primavera, en la época en que la navegación era más segura, mientras que su primogénito Ayyub viajaría con la primera caravana de mercaderes que se internara en el país de los idrisíes, camino de su capital.
Umar fijó la mirada en el mar abierto que separaba las tierras de Sabta de las costas de Al Ándalus. Decían que en los días despejados alcanzaba a verse el Yabal Tāriq, el peñasco que anunciaba a los viajeros la llegada a las costas de la Península, pero en los días que llevaba allí la bruma constante le había impedido aquella visión que ya empezaba a añorar, después de los largos meses que había invertido en su viaje. Sumido en sus pensamientos, había llegado al final del malecón que cerraba el puerto y, a pesar de la brisa que soplaba de levante, comenzó a sentir la fuerza del sol. Volvió sobre sus pasos y trató de decidir en qué emplearía el resto del día. Una vez más, al pensar en la cita con Ayyub, sintió aquella conocida punzada de inquietud, pero de nuevo apartó aquel pensamiento sin fundamento. El sudor empezaba a hacer mella bajo sus ropas ligeras, y decidió visitar el hammam más cercano al puerto, en el que ya se había librado del salitre marino el día de su llegada. Quizá visitara por la tarde alguna de aquellas cantinas en compañía de sus hombres, que se hacían lenguas acerca de la belleza de algunas de las esclavas que ofrecían sus servicios. Unos hablaban de esbeltas muchachas negras procedentes de Dar al Sudán y del país de los nubios. Otros preferían la hermosura de las esclavas de origen eslavo, cuya piel blanca y cabellos extremadamente rubios excitaban los instintos con su exotismo. Al fin y al cabo, el obispo Maqsim se encontraba a semanas de viaje, por lo que se libraría de sus eternos sermones, que parecían centrarse exclusivamente en el mandato divino de no cometer adulterio. Umar nunca se había sometido de buen grado a las imposiciones del poder político, nunca se había considerado un buen musulmán en cuanto al cumplimiento de los preceptos del Qurān y, diez años después de su bautismo, mucho se temía que tampoco llegaría jamás a ser un buen cristiano.
Ayyub llegó seis días más tarde, cuando Umar comenzaba a barajar la posibilidad de enviar una nueva expedición en dirección a Fās en su busca. La caravana era tan numerosa como en la partida, los poderosos camellos cargaban sobre sus costados los enormes fardos que los mercaderes traían de vuelta, pero cuando identificó a su hijo entre ellos, descubrió un rostro cariacontecido y no poco demacrado. Cubría su cabeza a la manera de los bereberes, con un ligero turbante que le envolvía gran parte del rostro, evitando así el castigo del sol inclemente, el polvo y la arena. Desmontó con gesto de fatiga y entumecido.
—¡Malditas bestias! —espetó a modo de saludo, con un esbozo de sonrisa—. ¡No me acostumbraré nunca!
Los dos hombres se abrazaron e intercambiaron las primeras palabras entre la confusión del gentío. Para los idrisíes de Sabta, la llegada de una caravana desde la capital, cargada de mercancías y de noticias, siempre era motivo de curiosidad y alborozo, y pocos eran los que no habían acudido a la gran explanada que se abría entre el puerto y la zona más noble de la madina. Mientras los camelleros hacían tumbar a las bestias, Umar tomó a su hijo del brazo e, impaciente por conocer los detalles de su viaje, lo invitó a dirigirse hacia el fundūq, en cuyas proximidades se abrían las puertas del hammam. Esperó a que Ayyub diera las instrucciones precisas a sus hombres, que de inmediato se ocuparon de la carga, y juntos se dirigieron en busca del baño que sin duda su hijo anhelaba.
—La situación ha cambiado de forma drástica en el Maghrib —empezó a explicar Ayyub de forma casual, mientras se despojaba de sus ropas—. Los idrisíes no dominan ya la totalidad del territorio, tras el ataque de la tribu berber de los Miqnasa.
—¿Los Miqnasa? ¡Son aliados de los fatimíes!
—Así es, en solitario sus tropas jamás hubieran logrado doblegar al emir Yahya ibn Idris, pero lo han hecho.
—¿Tuviste ocasión de entrevistarte con él?
—Pensé que no sería posible. Cuando llegamos a Fās, se encontraba ausente, dirigiendo en compañía de su hijo una campaña contra los Miqnasa en el Rif. Tardó semanas en regresar, y cuando lo hizo, después de una nueva derrota y de ceder a los bereberes nuevas fortalezas, ignoró nuestras peticiones de audiencia.
—¿Por qué iba a negarse a recibirte?
—Aún hoy ignoro los motivos… ¿Despecho tras la derrota? ¿Desconfianza quizá? Lo cierto es que ya comenzábamos a desesperarnos cuando fuimos llamados a su presencia.
—Metido en sus propias guerras, imagino su respuesta ante nuestra petición de colaboración frente a los omeyas…
—No solo declinó cualquier invitación al entendimiento, sino que planteó abiertamente la posibilidad de recurrir a los propios omeyas para afrontar la amenaza de los Miqnasa, apoyados por los fatimíes. Su temor a ser expulsados de Fās, e incluso a ser derribados del poder, no es infundado.
Umar sintió un escalofrío que no supo si achacar a las noticias que su hijo traía o a la temperatura de la poza de agua helada en la que acababa de introducir las piernas.
—Supongo que no le diste cuenta de mi viaje a Qayrawan —declaró Umar.
Ayyub soltó una carcajada.
—¿Te has vuelto loco? Sin permitirle conocer tu interés por la amistad con los fatimíes siquiera, temimos por nuestra libertad…
Umar cabeceó, afirmando.
—El hijo de Umar ibn Hafsún es un sabroso bocado, el perfecto rehén con el que acudir al emir Abd Allah en busca de un tratado de colaboración —dijo, expresando en voz alta lo que ambos pensaban.
—Afortunadamente, no pareció valorar tal posibilidad, o al menos no la llevó a la práctica. La prueba es que estamos aquí…
—¡Allah sea loado, en ese caso! Al ver que os retrasabais pensé en cien razones, pero nunca imaginé que te había enviado a la boca del león.
Umar se puso en pie y se frotó enérgicamente los brazos para librarse del frío.
—Pasemos a la sala templada —propuso—. Allí te contaré el resultado de mis gestiones en Ifriqiya.
—Espero que te haya ido mejor…
De nuevo Umar dejó asomar su diente mellado al sonreír.
—Podemos olvidarnos de la ayuda de Ibn Idris. No nos será necesaria y, aunque lo fuera, no tardará en caer bajo el empuje de los fatimíes.
—¿Tan convencido estás de eso? ¿Qué has visto en Qayrawan para mostrarte tan seguro?
—He conocido a uno de esos escasos elegidos que reúnen todo lo necesario para forjar un imperio si se lo proponen —contestó, mientras se tumbaba en la cálida losa de mármol y apoyaba la cabeza en sus brazos.
—Al Mahdi…
Umar asintió.
—Ubayd Allah al Mahdi. Sabes que es descendiente del Profeta, a través de su hija Fátima Zahra, esposa a su vez de Alí, el cuarto califa ortodoxo. De ahí procede el apelativo de sus seguidores, los fatimíes.
—Estoy al tanto…
—Sin embargo, hay algo que desconoces y que te va a sorprender.
Umar dejó caer de nuevo la cabeza sobre los brazos y guardó silencio.
—¡Vamos, me tienes en ascuas! —bromeó Ayyub, mientras se incorporaba sobre un codo para encarar a su padre.
—Dime, ¿qué cualidades debe reunir un hombre que pretenda disputar el poder y la legitimidad nada menos que a los abbasíes, al mismo califa de Bagdad?
Ayyub abrió los ojos y enderezó los hombros, sorprendido por aquella pregunta, lo que provocó la sonrisa de Umar.
—Solo trata de responder…
Ayyub pareció comprender que su padre estaba midiendo la capacidad de quien estaba destinado a ocupar un día su puesto y se concedió un momento para meditar la respuesta.
—Supongo que autoridad y prestigio para reunir en torno a él un ejército capaz de hacer frente al poder de los abbasíes.
Umar asintió con la cabeza.
—Eso lo tiene, sin duda, puedo dar fe. Y no solo para enfrentarse a los abbasíes, sino para expulsar de Ifriqiya a los aglabíes, como ha hecho, y para poner de su lado a los bereberes Miqnasa, que, como tú has explicado, amenazan también a los idrisíes en su nombre. Sin embargo, no es suficiente… el califa de Bagdad, Al Muktafi, seguiría en una posición de autoridad superior.
—Legitimidad dinástica; ser descendiente de Muhammad a través de su hija le concede…
—Esa legitimidad no le diferencia de sus oponentes —cortó Umar—. Por supuesto, el califa es descendiente del Profeta, pero también lo es Ibn Idris, incluso lo son los emires de Qurtuba, que reclaman la herencia de los califas omeyas.
—En ese caso, ¿a qué más puede aspirar? —Ayyub pareció darse por vencido.
—A ostentar la misma autoridad religiosa que el califa de Bagdad… —dejó caer Umar.
—¡Pero eso no es posible! ¡Solo puede existir un califa legítimo, descendiente en línea directa del Profeta, a través de los califas ortodoxos que le han precedido! ¿Quieres decir que…?
—Que Al Mahdi se acaba de proclamar amir al-muminin, Príncipe de los Creyentes, y ha instaurado en Qayrawan un nuevo califato fatimí.
Esta vez Ayyub se incorporó del todo y se sentó sobre el paño que le había cubierto la cintura.
—¡No tiene sentido! Jamás se aceptará la autoridad religiosa de un impostor que se autoproclama califa…
—Al Mahdi y sus seguidores consideran que los usurpadores son los califas abbasíes. Quizá si te explico cómo se ha llegado a esta situación lo entiendas mejor…
Umar se levantó e hizo un gesto a dos de los mozos del hammam, que esperaban en pie su señal. Se dejó caer en el borde de la plataforma e indicó a su hijo que hiciera lo mismo. Mientras los dos jóvenes esclavos iniciaban el ritual provistos de las rudas manoplas de crin, Umar comenzó a hablar, interrumpido por periódicos gemidos cada vez que uno de sus miembros se flexionaba en una postura inverosímil.
—Como te digo, Ubayd Allah es un hombre excepcional. Lo comprendí la primera ocasión que tuve de estar en su presencia. El origen de su dinastía se remonta a la facción ismailí de la doctrina shií, cuyos miembros creen en la aparición de un mahdi, un enviado de Allah descendiente del Profeta que debe llevar a cabo la renovación de la fe de los creyentes y restablecer la justicia entre los hombres. Ubayd Allah era el jefe de esta secta en Siria, y su mayor mérito fue sacarla del ostracismo en que se encontraba, sometida por la doctrina sunní ortodoxa de los califas abbasíes. Para ello creó a su alrededor un potente cuerpo de misioneros conocidos con el nombre de dā’is, encargados de propagar las doctrinas shiíes. Precisamente uno de ellos, enviado a las tierras de Ifriqiya y Tahert, ganó para su causa a la tribu bereber de los Kutama.
—¿Son los mismos predicadores que hicieron su aparición en Al Ándalus?
—Supongo que sí, de ahí su éxito entre los bereberes Kutama de la Península. En Ifriqiya, su apoyo fue fundamental para contrarrestar el dominio de los aglabíes, hasta hacerse con el dominio de toda la provincia, cuya capital Qayrawan cayó sin esfuerzo.
»Una vez asentado su dominio, el dā’i reclamó la presencia de su señor, quien, después de un viaje repleto de inconvenientes en que fue hecho prisionero por una tribu bereber y liberado posteriormente tras el pago de un oneroso rescate, llegó a Qayrawan el pasado año, para entrar solemnemente en la capital.
—¿Y cómo conoces esos detalles? —se extrañó Ayyub.
Umar sonrió.
—Durante mi viaje, Al Mahdi me ha honrado con su amistad. Sin duda se trata de un hombre extraordinario, y ha demostrado un conocimiento exhaustivo de todo lo acontecido en Al Ándalus en los últimos años. Los dā’is no son simples misioneros: su cometido es complejo, y la labor de información no es la menos destacada. Con sus prédicas, dejan caer la semilla de la discordia en las tierras de sus oponentes y, aunque tarden en arraigar, la cosecha se recoge tarde o temprano. Tengo incluso la convicción de que alguno de sus agentes se ha infiltrado entre los nuestros, de ninguna otra manera se explica el conocimiento que demuestra sobre nuestras alianzas y nuestros propósitos.
—¿No tuviste ocasión de preguntárselo en persona? —preguntó de forma inocente.
—Lo hice, créeme —dijo sonriendo—. Compartimos jornadas de viaje y tuvimos tiempo de sobra para establecer una alianza que nos será provechosa, sin duda. Pero a esa cuestión no obtuve respuesta, aparte de una reveladora sonrisa.
—¿De qué viaje me hablas?
—Ah, el nuevo califa no tiene la intención de mantener en Qayrawan su capital. Es un nudo fundamental en las rutas comerciales de las caravanas, sobre todo en las rutas del oro procedentes del sur, pero carece de algo a lo que Al Mahdi concede una importancia fundamental: un puerto en el que establecer su potente flota, en la que parece basar sus planes futuros de dominio. Ha elegido un lugar en la costa que se encuentra a tres jornadas de viaje, dotado de un magnífico puerto natural, y en torno a él piensa edificar la nueva capital, para la que ya tiene nombre. ¿Lo adivinas?
Ayyub apretó los labios y negó con la cabeza.
—Al Mahdiyya… Tuve ocasión de visitarla junto a él en nuestro viaje de regreso. Allí embarcamos con la pequeña flota que nos ha proporcionado.
—¿Una flota?
Esta vez Umar rio con una carcajada franca.
—Está fondeada en el puerto. Nueve barcos atestados de mercancías…
Ayyub permaneció mudo mientras su padre contemplaba su expresión de asombro.
—Pero ¿quién corre con los gastos de…?
—¿A qué crees que me refería cuando calificaba a Al Mahdi como un hombre excepcional? Lo es por su visión política y estratégica, lo es por su intrepidez y por la decisión inquebrantable con que afronta las empresas más arriesgadas. Para sus seguidores resulta evidente que solo un enviado de Allah ha podido alcanzar sus logros, solo alguien que cuenta con el favor del Todopoderoso ha podido aparecer ante los creyentes como el nuevo califa. Pero no, no es más que un hombre con una ambición sin igual, que no se detiene ante los obstáculos ni repara en esfuerzos cuando ha decidido cuál es su meta.
—¿Y cuál es su meta?
—Dominar por sí mismo o a través de sus aliados todo el occidente del islam.
—¿Incluso Al Ándalus?
—Los omeyas se encuentran entre sus enemigos más acérrimos, tanto por la amenaza que empieza a suponer para ellos como por las diferencias religiosas que separan a shiíes y sunníes.
—Eso nos convierte en aliados…
—Tú lo has dicho. Y armar a los enemigos de los omeyas es la forma que hoy tiene a su alcance de luchar contra ellos, hasta que llegue el día en que el enfrentamiento sea directo.
—¿Qué contienen esos barcos?
Umar, con el cuerpo ya dolorido, despidió a los dos mozos del hammam.
—Suministros para la guerra —susurró—. Armas, escudos, cotas de malla… pero lo más valioso viaja bajo la tablazón de las sentinas.
—¿Te refieres a… oro?
—¡Miles de dinares aglabíes, Ayyub! —Rio, aun con tono contenido, sujetando el rostro de su hijo con ambas manos—. Nos serán de gran ayuda en los próximos años. Y hay algo más, en lo que quizá no has reparado…
El joven miró de nuevo a Umar con gesto de desconcierto.
—¡Los propios barcos, Ayyub! Los utilizaremos para el abastecimiento constante desde estas costas. Solo habrá que encontrar un fondeadero adecuado, lejos del alcance del ejército de Abd Allah.
Los dos hombres se levantaron en ese momento para dirigirse al fondo del hammam. Ayyub caminaba pensativo, pero no habló hasta que abrieron la puerta del local más cálido, situado sin duda encima mismo del horno que elevaba la temperatura del agua.
—Disponemos de esa clase de lugares, al abrigo de alguna de nuestras fortalezas —recordó, repentinamente exultante, mientras tomaba asiento en la tórrida bancada de mármol blanco—. Entre la bahía de Al Jazirat al-hadra y Mālaqa hay cien millas de costas abruptas, con calas bien resguardadas.
—Tú te encargarás de encontrar el lugar más adecuado, una vez que hayamos trasladado la mercancía hasta Burbaster. Pero ahora nos resta la parte más difícil de nuestro viaje.
—Cruzar el estrecho hasta Al Jazirat al-hadra.
—A partir de ahora, y hasta que desembarquemos en nuestras costas, nos haremos pasar por simples mercaderes. Parte de los marinos proporcionados por Al Mahdi son también experimentados soldados, pero espero no toparme con las patrullas de ningún gobernador omeya.
A Ayyub no pareció preocuparle en exceso tal posibilidad.
—¿Y cuál es la contrapartida a tanta generosidad? —preguntó.
—Continuar con nuestro hostigamiento al emirato, debilitarlo cuanto nos sea posible, hasta provocar su caída.
—De hecho en este momento solo domina el entorno más inmediato a Qurtuba y las pocas coras que le siguen siendo fieles —corroboró Ayyub—. El resto son ciudades rebeladas, que ya no contribuyen al tesoro del Estado con sus tributos, y eso será precisamente lo que acabe ahogando al gobierno de los omeyas, que Allah confunda.
—Comprendes bien la situación, pero disponen aún de un ejército poderoso. Ya cometí en el pasado el error de menospreciar la fuerza de una bestia herida y acorralada. Al Mahdi desea también que fomentemos la labor de sus predicadores. La propaganda fatimí en contra de la legitimidad de los omeyas puede debilitar todavía más sus apoyos.
—Los dā’is…
—Así es. Pero nosotros mismos contribuiremos a que el nombre de Al Mahdi empiece a sonar en Al Ándalus, y a reconocerse como el legítimo califa. Eso minará aún más la autoridad del emir Abd Allah. Daré la orden de que sea el nombre del califa Al Mahdi, comendador de los creyentes, el que se pronuncie en el sermón del viernes en las mezquitas de todo el territorio bajo nuestro dominio.