Año 923, 311 de la Hégira
40
Puente la Reina
—Comportaos según las instrucciones que habéis recibido —rogó la reina con gesto de preocupación—. Sobre todo tú, Sancha. Tienes veintidós años, para ti ya no habrá muchas más oportunidades. He tenido que forzar la voluntad de vuestro padre para concertar este encuentro, pero puede resultar providencial si sabemos aprovecharlo.
El carruaje traqueteaba por el suelo irregular del camino, y aún quedaba lo peor. Habían partido de Pampilona poco después del amanecer, y solo se habían detenido con el sol en lo más alto para dar descanso a las tropas, a las que acompañaban en su camino hacia el sur, después de atravesar la cadena montañosa que las separaba de su destino. Toda compartía asiento con Sancha y, en el extremo, una joven y frágil dama de compañía trataba de sujetarse para no salir despedida. Enfrente, otras dos damas escoltaban a Onneca, que aprovechaba la corpulencia de ambas para embutirse entre sus carnes, pues no era calor lo que sobraba en el interior del habitáculo.
—¡Cuánto mejor hubiera sido viajar a lomos de nuestras mulas! —protestó, mientras se llevaba una mano a la espalda con gesto de dolor.
—Es cierto, y así lo haremos a nuestro regreso —aseguró Toda—. Pero dos princesas de Pampilona no pueden presentarse ante un posible pretendiente montadas en uno de esos sucios animales, como si de molineras se tratara. Quiera Dios que lleguen con bien las vajillas y los enseres que viajan en el resto de los carromatos.
—¡Mientras no tengamos que remangarnos las enaguas para atravesar el Arga!
—¡Onneca! —protestó Toda, exasperada, tratando de ignorar las risas apagadas de las doncellas.
Se inclinó hacia delante y miró por uno de los ventanucos para comprobar que se acercaban ya al principal obstáculo de su camino.
—Llegamos al vado, hijas mías. Al otro lado ya se divisan las tiendas de los leoneses.
—¡Válgame el cielo! —exclamó una de las doncellas, lo que atrajo sobre ella una furibunda mirada de Toda.
—No debes mostrarte inquieta, querida Sancha —dijo, volviéndose hacia ella—. Me consta que, antes de morir, su esposa Elvira lo amaba de veras. No perdía la ocasión de alabar el cariño y la ternura que Ordoño le mostraba, las atenciones con que la regalaba… Ahora es un hombre viudo, y sin duda echa en falta el amor y la dedicación de una esposa.
—Lo sé, madre. Pero enviudó con cincuenta años. No sé si… —respondió, sin atreverse al parecer a terminar la frase—. ¡Me lleva treinta!
—¿Qué importa la edad cuando de amor, ternura y cariño se trata? —atajó Toda con un gesto de la mano—. Además…
El carruaje se detuvo con brusquedad, y la reina tuvo que sujetarse para no caer, dando gracias por la interrupción. El sonido de los cascos de varias cabalgaduras se aproximó antes de que la portezuela se abriera.
—¡Sancho! —exclamó.
—Tengo una sorpresa para vosotras. El barón de estas tierras —se volvió para señalar a uno de los hombres que lo acompañaban— ha tenido a bien ordenar la construcción de un sólido puente sobre el río para dar paso a nuestro ejército sin necesidad de vadear el cauce.
—Así es, señora —dijo el otro hombre, con una profunda reverencia—. Y enterados de vuestra presencia en esta campaña, nada nos satisfaría más que fuerais vos, nuestra reina, acompañada por las hijas de nuestro señor, la primera en atravesar este puente.
—¿Es seguro lo que proponéis, señor mío? —respondió Toda, temerosa, mirando al frente.
Una imponente construcción alzada sobre robustas vigas de madera entrecruzadas se extendía ante ella. Desde aquel lugar se observaba la tablazón bien ensamblada que constituía la calzada por la que habrían de pisar.
—Se ha probado con carruajes repletos de rocas pesadas, mi reina. Os puedo asegurar que ni un crujido se ha oído, ni se ha sentido el más mínimo temblor. Comprobadlo vos misma, si lo deseáis, a pie.
—No será necesario, barón. Si nuestros hombres van a arriesgar su vida en el campo de batalla, no será su reina la que se arredre ante la posibilidad de un chapuzón —respondió—. ¡Ordenad al postillón que azuce a las mulas!
Toda tuvo el tiempo justo para tomar asiento antes de que los animales arrancaran. El carruaje se dirigió al inicio del puente y escaló con un empellón el peldaño que separaba la tierra del camino de la primera traviesa. Ninguna de ellas pudo evitar un estremecimiento al oír el sonido de la madera hueca bajo las ruedas, pero todas asomaron la cabeza para contemplar el avance sobre las aguas azules y tranquilas del caudaloso río. Alguna de las doncellas exhaló un profundo suspiro cuando volvieron a sentir la tierra por debajo de ellas. De nuevo se abrió la portezuela.
—Os felicito —dijo Toda, dirigiéndose al barón, que en esta ocasión no se había apeado del caballo.
—Estamos orgullosos del resultado de nuestro esfuerzo, y como en el futuro de alguna forma habrá que bautizar este puente situado en medio del descampado, no se nos ocurre mejor manera que llamarlo el Puente de la Reina… si la señora está de acuerdo en que así sea.
—Me place, barón.
—En ese caso, así será conocido de ahora en adelante.
A petición de Toda, el encuentro con el rey Ordoño se pospuso hasta la mañana siguiente. No estaba dispuesta a hacer comparecer a sus hijas ante el rey de León de aquella guisa, con vestiduras solo apropiadas para el viaje, y Sancho no supo encontrar argumentos para oponerse a su deseo. Ante sus ojos, los de sus hijas y los de las damas que las acompañaban, nada habituadas a tales despliegues, fue tomando forma un extenso campamento cuya actividad parecía caótica. Las mulas que viajaban en la retaguardia eran conducidas al lugar donde debían ser despojadas de su carga, para continuar después hacia los improvisados rediles, levantados con estacas y gruesas cuerdas de esparto, en la orilla del río. A la espera de que alzaran su propia tienda, las hijas del rey y sus damas descendieron del carruaje ansiosas por estirar las piernas, pero permanecieron recogidas junto a él, fuera de la vista de la soldadesca, en un recinto delimitado con prisa con telas opacas sujetas a los árboles circundantes y al propio carromato.
Toda esperaba con ellas, aunque se alojaría junto a su esposo en el pabellón real. Había sido ella quien había conseguido convencer a Sancho de la conveniencia de acompañar al ejército en la campaña que se avecinaba, a pesar de sus reticencias y las de Galindo, el nuevo obispo de Pampilona. Habían dejado pasar demasiado tiempo, y la necesidad de tomar decisiones acerca del futuro de sus hijas se volvía apremiante. Recordaba cómo el verano en que se produjo el desastre de Muez los acontecimientos se habían precipitado de tal manera que el encuentro con Ordoño y con la reina Elvira se había tornado imposible.
Había estado a punto de comprometer a Sancha con uno de los jóvenes caballeros que luchaban junto a su esposo, hijo de conde, con posesiones y abolengo más que suficientes para pretenderla, pero el desgraciado fue uno de los ajusticiados por el emir después de la batalla. Pensó que Dios la perdonaría si daba gracias por ello, porque al poco tiempo llegó la noticia de la muerte de Elvira: había fallecido durante una de las campañas de su esposo, y Ordoño, al regresar, tan solo encontró su nombre labrado en una lápida del panteón real. Toda llevaba esperando aquel momento desde entonces. Su empeño por emparentar las casas reales de Pampilona y León se había convertido en una obsesión, y ante ella se presentaba ahora la oportunidad de hacerlo a través del propio rey viudo. La entrevista que habría de tener lugar en unas horas, antes de que ambos reyes partieran juntos, resultaría pues trascendental.
Aún no había levantado la niebla que surgía del río cuando Toda penetró airada en el pabellón del rey. Sin atender a las formas, se dejó caer en el primer escabel y enfrentó su mirada a la de Sancho, que la seguía con gesto de contrariedad.
—¿Cómo ha sido posible algo así? —exclamó, enfurecida—. Jamás me había sentido tan ridícula. ¿Es que nadie ha podido advertirte de un acontecimiento de tal importancia?
—Nuestra correspondencia en los últimos meses se ha limitado a los asuntos de la guerra contra los infieles. Únicamente hemos convenido en la necesidad de unir de nuevo nuestras fuerzas, hemos tratado los detalles del encuentro entre nuestros ejércitos, a la espera de esta entrevista. Y solo cara a cara con Ordoño ha surgido este…
—¡Este mazazo a nuestras aspiraciones! —cortó—. ¡Aragonta! ¡Nombre vulgar donde los haya para una reina! Hija de un magnate de Galicia…
—Tranquilízate, Toda. Estamos de acuerdo en la conveniencia de establecer lazos matrimoniales entre nuestros reinos, pero en este momento tenemos asuntos más acuciantes que atender. Quizá no has llegado a escuchar las últimas informaciones… los Banū Qasī, ese maldito Muhammad ibn Abd Allah, han negociado la paz con los Banū Sabrīt de Huesca, con quienes mantenían diferencias, para tener las manos libres. Han buscado la alianza con un clan de bereberes, los Banū Di-l-Nun, que dominan el distrito de Santaver, y juntos se disponen a lanzar un nuevo ataque contra nuestras líneas.
La irritación de Toda pareció ceder, y su ceño se relajó, pero la expresión airada se vio sustituida por un gesto de preocupación.
—¿Acaso piensa en repetir la victoria de Muez? Esta vez no le asiste el ejército de Qurtuba.
—Y Ordoño se encuentra aquí, preparado para presentar batalla junto a mí desde el principio.
Toda miró a su esposo y tendió las manos hacia él. Sancho se aproximó y las tomó entre las suyas.
—Perdóname, Sancho, sé que no me he comportado con corrección, pero has de comprender que ha sido un golpe duro en extremo. Ahora solo me preocupa lo que pueda suceder en la lucha que se aproxima…
—Dios nos protegerá cuando llegue el momento. Pero pienso que quizá tu viaje hasta aquí no haya sido en vano…
—¿Qué quieres decir?
—¿Te has fijado en la forma en que se miraban Onneca y Alfonso, el primogénito de Ordoño?
Toda esbozó una sonrisa y asintió.
—Sin embargo, no sería justo. Sancha estaba dispuesta a aceptar como esposo a un hombre treinta años mayor que ella. Si esa posibilidad se revela imposible, ¿no debería ser ella quien…?
—¿Acaso somos quiénes para jugar a alterar la voluntad de Dios? Quizá manifiesta esa voluntad a través de los deseos de sus criaturas. En todo caso, es prematuro e inapropiado plantear tal posibilidad cuando estamos a punto de partir para combatir a los infieles.
Toda pareció reflexionar, aunque no respondió.
—¿Cuándo habéis previsto salir?
—Debemos ultimar los detalles a lo largo del día, pero posiblemente lo hagamos al amanecer. Ni Ordoño ni yo queremos permitir que ese malnacido pariente nuestro penetre de nuevo en el corazón del reino. Pretendemos sorprenderlo en su territorio, cruzando el Ebro, quizás en las proximidades de Viguera. ¿Qué harás tú?
—Si Dios bendice a nuestros ejércitos con la victoria, será señal de que vuestra alianza cuenta con el favor divino. Quizás ese sea el momento de tratar de aquello que me ha traído hasta aquí —dijo con expresión esperanzada.
—En ese caso… ¿no regresas a Pampilona?
—Creo que os acompañaré en vuestro camino hasta el Ega. Permaneceré esperando vuestro regreso en el monasterio que fundaste en Irache tras la conquista de Monjardín. Tus hijas y yo rezaremos allí cada día por vuestra victoria… y pediré a Dios que sea propicio a mis anhelos por su porvenir.