Año 928, 316 de la Hégira
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Qurtuba
Desde su llegada a Qurtuba, Mūsa había aprendido a disfrutar del bullicio de sus calles, donde solo el tedio parecía no tener hueco. El día en que por vez primera tuvo oportunidad de asomarse por el adarve de los muros del alcázar para contemplar a sus pies aquel hervidero humano que iba y venía alrededor de la mezquita aljama y del zoco, había venido a su mente el recuerdo de una de las distracciones de su infancia, allá en la lejana Tutila. Siempre había disfrutado contemplando la actividad frenética de los hormigueros, y era capaz de pasar horas embelesado, siguiendo la trayectoria de aquellos insectos, que, cargados con semillas más pesadas que ellos mismos, sorteaban cualquier obstáculo, incluso los que él mismo ponía a su paso, antes de penetrar en la tierra. Aquellos días en Qurtuba la multitud llegada de los alrededores se sumaba a la población de la capital para hacer de sus calles lo más parecido a aquel pasatiempo de su niñez. Y de la misma forma que entonces, Mūsa disfrutaba del sencillo placer de caminar entre la muchedumbre, con la bolsa bien sujeta, eso sí, para escuchar, observar y oler la ciudad que embriagaba todos sus sentidos.
Los consejeros del emir habían acertado al elegir el momento para proceder a la simbólica ejecución. Había tenido lugar la mañana del día anterior, miércoles, de manera que la estancia de los visitantes se prolongara hasta la jornada siguiente, día de mercado, para enlazar después con la celebración del viernes, con lo que el aumento de las transacciones y el consiguiente incremento en el cobro de la alqabála se prolongaban durante tres jornadas.
Debía reconocer que el espectáculo había resultado macabro, a la vez que sumamente eficaz a la hora despertar los más atávicos instintos y el entusiasmo de la población. Pero se había llevado por delante el puesto que, como qādī principal, había desempeñado durante años su maestro Aslam. Su negativa a sentenciar y condenar de manera póstuma al rebelde de Burbaster había desembocado en una destitución que se venía gestando desde hacía un año. Quien ahora ocupaba el cargo era el mismo que entonces había conseguido el nombramiento como director de las rogativas. Su éxito al atraer la lluvia justo en el momento de la ejecución de Sulaymán le había hecho alcanzar una popularidad que el emir necesitaba aprovechar. Solo el prestigio de Aslam y su autoridad moral habían hecho retrasar el cese, pero la negativa de este a condenar a un hombre que después de todo había muerto en la obediencia al emir allanó el camino a Ahmad ibn Baqi, su sucesor.
Desde que se conoció la intención del emir de ejecutar junto al cadáver de Sulaymán a su padre Umar y a su hermano Ya’far, cuyas sepulturas se habían encontrado juntas en Burbaster, la expectación no había dejado de crecer. La popularidad del emir se encontraba en su apogeo, las penurias pasadas se relegaban al olvido, y todo parecía fluir de acuerdo con un plan divino que mostraba su predilección hacia aquel hombre por quien nadie habría apostado nada cuando llegó al trono, siendo tan solo un muchacho. La confianza parecía haberse instalado entre los qurtubíes, mercancías de todo tipo llegaban a la ciudad y salían de ella por caminos libres de salteadores, empezaba a abundar el trabajo bien remunerado, los negocios florecían, e incluso se había anunciado el inicio de la acuñación en la ceca de dinares de oro con la efigie de Abd al Rahman, y no solo dirhem de plata, como hasta entonces.
Desde la mañana anterior, el símbolo del triunfo de Abd al Rahman colgaba delante de la Bab as-Sudda, como recordatorio de aquella época de dificultades y revueltas que ya pertenecía al pasado. El esqueleto descarnado de Umar, suturado con pericia, había sido alzado entre los de sus hijos, que colgaban dos codos por debajo. Solo el cadáver de Sulaymán conservaba aún jirones de ropa, pero su calavera, expuesta a la intemperie y al inclemente sol de Qurtuba desde el año anterior, lucía un chocante color blanco que contrastaba con la pátina terrosa que impregnaba las otras dos.
El espectáculo había atraído la curiosidad de todos cuantos en aquellas fechas se encontraban en Qurtuba, y las inmediaciones del puente, la entrada principal de la ciudad junto a la mezquita mayor y el alcázar real eran el lugar elegido por quienes buscaban atención y negocio. Titiriteros, adivinos, malabaristas y prestidigitadores luchaban por atraer la curiosidad de la multitud, tratando de situarse en los lugares más visibles y transitados, cuando los hombres del sahib al surta, que intentaban facilitar el tránsito, se lo permitían.
Mūsa salió del alqásr por la puerta más próxima a la mezquita aljama, con la intención de recorrer el zoco y dejarse caer por la alqaysaríyya. Al pasar ante la entrada de la Dar al Rahn, el edificio que, mitad alojamiento y mitad prisión, albergaba a muchos de los rehenes que permanecían en Qurtuba, le llamó la atención la voz poderosa de un hombre que congregaba a su alrededor a un numeroso grupo de curiosos que parecía crecer por momentos. Apenas alcanzaba a oír sus palabras, pero algo le hizo detenerse y dirigirse luego hacia el centro del círculo.
—¡Estaba anunciado, cordobeses! ¿Cómo, si no, hemos de interpretar el sentido de las palabras que acabáis de escuchar?
—¡No hemos oído! —gritó un hombre a su lado—. ¡Repítelo!
—¡Lo haré, encantado, las veces que sea necesario! Se trata, como os decía, de un poema de Muqaddam ibn Mu’afa, escrito cuando Umar estaba en el apogeo de su extravío y en la cima de su maldad:
¡… ya me parece ver a Ibn Hafsún
en un calvero entre dos postes
con sus dos cochinillos colocados
sobre la calzada a ambos lados!
—¡Sus dos cochinillos! —Rio—. Miradlos, al fondo, y decidme si no parecen tales. Mi afición por conservar las creaciones de nuestros poetas me ha permitido descubrir esta sorprendente profecía. ¡Los presagios se suceden, cordobeses! Se acerca un momento grande para Qurtuba, y todos lo sabemos. Si queréis escucharme, yo os hablaré de esas señales, ¡y comprenderéis que sois afortunados por vivir este momento!
Musa volvió la cabeza y comprendió que había llegado en el momento más oportuno. Hombres y mujeres se empujaban ya apretando el círculo, y nadie podría avanzar sin despertar las iras de los demás. Centró su atención en el rostro del hombre, que no le resultaba desconocido, quien continuó hablando en un esfuerzo por no perder la atención del auditorio.
—¿Deseáis oír ahora uno de los poemas que ayer se oyó en el alqásr, durante las celebraciones? ¡Del mismísimo Ahmad ar-Razi! El emir quedó satisfecho con su elocuencia y dio orden de hacerlo difundir… ¡y aquí está! —proclamó satisfecho—. Prestad atención.
A los ojos se muestra en visión corporificada,
levantado de la tumba, cumplida la falsa promesa:
apenas pudo descabezar un sueño,
pues lo despertaron cuando dormitaba.
Reposaba en tierra, ya cadáver,
mas le fue devuelto el cuerpo y suturado,
para subir al madero, al aire colgado,
como queriendo errar entre las estrellas.
Bendito sea quien lo mostró en alto a los hombres
y metió a su espíritu en el fondo del infierno.
El narrador había leído los dos últimos versos alzando los brazos al aire, con voz potente y enfática, y consiguió el efecto que buscaba. Apenas se había apagado su voz cuando un rugido de aprobación brotó de todas aquellas gargantas, haciendo sentir a Mūsa un escalofrío.
—¿Quién es ese hombre, cordobeses? ¿Quién nos muestra a los enemigos de Qurtuba colgados en lo alto de maderos? ¿Quién ha conseguido que nuestros caminos sean seguros? ¿Quién garantiza que los jueces dicten sentencias ajustadas a nuestra ley? ¡El elegido, amigos! ¡El enviado para hacer cumplir las profecías! —gritó—. ¡Abd al Rahman!
De nuevo un clamor de aprobación se extendió por la explanada, que, de manera extraña, no era desalojada por el sahib al surta, cuyos hombres se limitaban a contemplar a los reunidos a pesar de que ya resultaba casi imposible entrar o salir de la ciudad.
—¡Háblanos de esas profecías! —gritó otro.
Mūsa giró la cabeza hacia quien había hablado. Conocía a aquel hombre, más de una vez se había cruzado con él en las dependencias del alcázar, y entonces estuvo seguro de que asistía a una representación, no solo consentida, sino concebida dentro de los muros del palacio.
—¡Ah, las profecías, los presagios…! Todo nos hace mirar en una única dirección —dijo, alzando la vista hacia los muros del alqásr—. Y yo os digo que no tardará en llegar el día en que se hagan realidad.
—¡Habla de ellos! —pidió una mujer, impaciente.
—Lo haré, pero si hay entre vosotros partidarios de ese falso califa de Ifriqiya, Al Mahdi, quizás harían mejor ausentándose, pues lo que van a escuchar no será de su agrado. El derecho que se arroga como descendiente directo del Profeta, a través de su hija Fátima, está basado en la falsedad y en la alteración de su genealogía. Solo la descendencia directa permite a un hombre reclamar para sí legitimidad heredada, y solo nuestro emir desciende de los últimos califas omeyas de Damasco, a través del primer Abd al Rahman, el Emigrado. El califa fatimí es un impostor, y los hechos lo demostraron, pues las profecías que anunciaban el regreso del Mesías en el año trescientos no se cumplieron. Sin embargo, todos sabéis en qué año ocupó el trono nuestro emir tras la muerte de Abd Allah…
—¡En el trescientos! —respondieron varias voces.
—Así es, en el preciso momento del cambio de siglo. Como si todo respondiera a un plan divino trazado por el Todopoderoso, para mostrar a los creyentes a su enviado. Pero no acaban aquí los prodigios… A nadie se le escapa el poder simbólico que en nuestra religión tiene el número siete, pues todo aquello que resulta trascendente se sucede en ciclos de siete, como los días de la semana. Catorce fueron los califas omeyas de Damasco, divididos en dos períodos de siete precisamente por el primer cambio de siglo de nuestra era, en el año cien. ¿Os habéis parado a pensar cuántos emires han gobernado en Al Ándalus? Contadlos conmigo, nombradlos en voz alta… Abd al Rahman —empezó, levantando la mano para desplegar los dedos a medida que los enumeraban—, Hisham, Al Hakam, el segundo Abd al Rahman, Muhammad, Al Mundhir, Abd Allah… ¡Siete! Y tras él, justo en al cambio de siglo, aparece el nuevo Abd al Rahman, el tercero, ¡destinado sin duda a abrir un nuevo ciclo de esplendor para la dinastía omeya!
Esta vez fue el murmullo de los comentarios asombrados lo que se extendió entre el gentío que se congregaba ya en torno al orador.
—Pero el título se transmite de padres a hijos. Abd al Rahman es nieto del anterior emir —objetó un anciano de poblada barba.
—¡Cierto, aunque siguiendo la línea de sucesión! Lo cual resulta aún más asombroso, pues Allah quiso saltar una generación para que fuera un tercer Abd al Rahman quien ocupara el trono en el cambio de siglo, dando así sentido a la profecía. ¿Y sabéis algo más? Tampoco el padre del primer Abd al Rahman llegó a reinar, pues el Todopoderoso se lo llevó de forma prematura. Fue su abuelo Hisham el último califa de Damasco.
—¿Es entonces nuestro soberano el elegido de Allah, el legítimo sucesor de los califas de Damasco? —preguntó un joven de aspecto distinguido.
—Muchas son las señales, todos habéis sido testigos de los prodigios que se han sucedido en Qurtuba en los últimos tiempos. Allah ha hecho morir a los rebeldes y envió la lluvia atendiendo los ruegos de nuestro emir ¿Quién puede albergar ya dudas? Somos afortunados porque nos ha tocado vivir un tiempo de acontecimientos excepcionales, y quizá pronto, si Allah lo quiere, podamos asistir al momento más trascendental de nuestras vidas, ese que habrán de recordar las generaciones venideras.
—¿Cuándo ha de llegar ese momento? —gritó una mujer.
—Solo el Todopoderoso lo sabe, suyo es el plan divino, y Él habrá de revelar la fecha más propicia a la asamblea de creyentes. Pero creedme cuando os digo que el día está cerca. Estad preparados, rezad cada día por él, y transmitid a vuestros amigos y a vuestras familias lo que acabáis de conocer. ¡Alabado sea el Todopoderoso!
—¡Alabado sea! —repitió un coro de voces con emoción.