Año 923, 311 de la Hégira
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Ribera del Ūadi Eyroqa
Mūsa se encontraba al límite de su resistencia. Ni siquiera la fortaleza que le caracterizaba a sus veinticinco años bastaba para acarrear durante horas el peso muerto de su hermano con el fin de alejarlo del campo de batalla y de la posibilidad de que lo capturaran. Respiró profunda y afanosamente, para poder seguir avanzando un trecho más, hasta alcanzar la siguiente terraza en su avance oblicuo por la ladera del valle, en dirección a las gargantas de Baqira. A pesar de la llovizna que había comenzado a caer, sudaba de forma copiosa y sentía el flagelo de la sed. La brecha de la pierna le había sangrado de manera profusa, lo que sin duda había contribuido a su debilidad, pero no era su propia herida, limpia y poco profunda, lo que preocupaba al muchacho, sino lo que fuera a encontrar bajo el vendaje empapado en sangre que envolvía el brazo izquierdo de Muhammad.
Habían combatido hombro con hombro y, con la desesperación de no poder hacer nada salvo proferir un inútil grito de aviso, vio caer sobre su hermano la salvaje estocada que había terminado por derribarlo. Aun herido, había seguido lanzando mandobles sin descanso, hasta que la debilidad pudo más y pareció nublársele la vista, pero solo detuvo su espada un instante antes de precipitarse al suelo. Angustiado, Mūsa había saltado de su montura para socorrerlo, aunque bien poco podía hacer en medio de aquel infierno de hombres y bestias, aparte de tomarlo por los brazos y, agachado o reptando, sintiendo a cada instante la cercanía del golpe que acabaría con su vida, arrastrarlo hasta los árboles que marcaban el límite del campo de batalla.
Sin duda el Todopoderoso se había servido de la espesura para proteger su huida, pero Muhammad gemía de dolor en medio de un estado de duermevela, y un reguero de sangre marcaba el camino que habían seguido. Mūsa miró alrededor y encontró unos juncos que crecían junto a un regacho. Arrancó tres, rodeó el brazo con ellos por debajo del hombro e hizo un nudo con fuerza. Luego se rasgó la túnica y se disponía a envolver el brazo lacerado cuando emitió un gemido de impotencia al descubrir, entre la carne sanguinolenta, los pedazos blanquecinos del hueso, destrozado por encima del codo.
Al atardecer la niebla, que ascendía a jirones desde el río, había sustituido a la lluvia, y ahora le impedía distinguir con claridad la sombra oscura que se alzaba ante ellos, aunque debía tratarse de una alquería en medio del monte. Sintiendo la lengua acartonada y reseca dentro de la boca, acomodó a su hermano entre la maleza, extrajo la espada de su funda y echó a andar. Quizá tuviera suerte y algún mulo, un burro al menos, quedara en la cuadra.
—¿Quién vive? —llamó al llegar, aunque no obtuvo respuesta.
Caminó alrededor del establo repitiendo la llamada, pero parecía desierto. Sin duda los aldeanos habían huido precipitadamente ante la proximidad de la batalla. Por un instante creyó oír ruidos en el interior. Aguzó el oído y los sonidos se reprodujeron, como si algo se arrastrara sobre la paja. Alzó la espada y empujó la puerta con ella. Dos cabras miraban con curiosidad hacia la entrada, protegiendo con su cuerpo a dos pequeños cabritos que no levantaban dos palmos del suelo. Mūsa cerró la puerta tras de sí, dejó la espada a un lado y se acercó con cuidado, hablando a los animales con voz amable. Las cabras balaron buscando inquietas una salida, pero el joven consiguió arrinconar a una de ellas. Sus ubres estaban turgentes, y sin dejar de sujetar al animal descolgó de una alcayata el cuenco de madera que se usaba durante el ordeño. Con pericia, agarró los pezones de manera alternativa, y la leche caliente comenzó a fluir hacia el recipiente. El primer trago, tomado con avidez, se convirtió en su boca en el más delicioso manjar que jamás hubiera probado.
Solo cuando hubo calmado la sed llenó de nuevo la escudilla y regresó al lugar donde permanecía Muhammad. Le levantó su cabeza, le llevó el cuenco a los labios y lo inclinó. Su hermano trató de beber instintivamente, pero un violento acceso de tos le hizo expulsar el líquido tibio. Mūsa insistió con paciencia, hasta que la túnica bajo la cota de malla quedó empapada. Después, con un nuevo esfuerzo, trasladó a su hermano a la alquería, amontonó toda la paja de la cuadra en una de las esquinas y lo acomodó sobre ella. Recorrió el lugar en busca de ropa de abrigo y la encontró en la estancia principal. Aunque las mantas habían conocido mejores tiempos y las pulgas saltaban al suelo al sacudirlas, serían suficiente para aquella noche. De nuevo dejó solo a Muhammad para salir al exterior con las últimas luces. Buscó por ribazos y regatillos, pero apenas encontró plantas conocidas que pudiera utilizar para un emplasto, tan solo llantén y verbena, y dos especies más que creía recordar útiles, aunque desconocía sus nombres. Entró en la vivienda y no tuvo que rebuscar demasiado para hallar un pellejo con restos de vino, en el que comenzó a machacar las hierbas para preparar el emplasto. Cuando el sol se puso, Muhammad había sucumbido al agotamiento, ajeno al riesgo. Sin embargo, a juzgar por lo agitado de su descanso, ni siquiera el sueño podía impedir que reviviera el que había sido uno de los días más aciagos de su vida.
Nada había salido conforme a los planes. Muhammad había creído que tenía fuerza suficiente para enfrentarse de nuevo al rey pamplonés, esta vez sin la ayuda del poderoso ejército de Qurtuba. Los bereberes de Santabariyya, los Bānu Di-l-Nun, habían comprometido su ayuda, y era cierto que habían cumplido con su palabra, pues días atrás se habían presentado en la Marca acompañados por un numeroso ejército. Después de la derrota de Muish, Sancho parecía haber comprendido el mensaje del emir Abd al Rahman y había dirigido sus esfuerzos de conquista hacia las tierras de Aragūn, mientras que el rey Urdūn centraba los suyos en la ribera del Ūadi Duwiro, en ambos casos lejos de los dominios de los Bānu Qasī. Muhammad, entonces, había albergado la esperanza de poder atacar los enclaves conquistados por Sancho en sus últimos años de avance, tras el asesinato de su padre, Abd Allah.
Mūsa sabía que en aquella vieja afrenta había que buscar las verdaderas razones de la actitud de su hermano. Durante la ‘saifa de Muish, Muhammad se había distinguido por su arrojo contra los cristianos, pero, a pesar de la victoria y de la muerte de muchos de sus barones y caballeros, la huida de Sancho había sido una decepción para él, casi una derrota. Desde entonces había tratado de buscar la manera de completar la venganza, si bien los enfrentamientos con los Bānu Sabrīt de Ūasqa lo habían impedido hasta un año antes. A partir de ahí se había gestado la alianza con Mutarrif ibn Di-l-Nun, que había culminado con la llegada, tan solo unos días atrás, de un ejército de bereberes, hombres espigados y de piel oscura, tocados con sus llamativos turbantes. Se disponían a vadear el Ūadi Ibrū en su ruta hacia la fortaleza de Deio, enclave simbólico del poder de Sancho, cuando les informaron de la sorprendente proximidad del ejército cristiano. En los primeros momentos, las noticias fueron confusas, aunque no tardaron en confirmarse los temores: de nuevo los leoneses, con el rey Urdūn al frente, habían acudido en ayuda del rey de Pampilona.
Mūsa había tratado de disuadir a su hermano, de hacerle ver la necesidad de encastillarse y lanzar, en todo caso, ataques rápidos y por sorpresa si Sancho y Urdūn se arrojaran de nuevo a la conquista de las fortalezas de la zona. Pero eso era lo que Muhammad se había propuesto impedir a toda costa, y logró convencer a los Bānu Di-l-Nun de la necesidad de hacer frente a los cristianos en una batalla campal. En las primeras horas de aquel día, se había revelado lo errado del empeño. Antes de que Muhammad cayera herido, se había iniciado la desbandada musulmana, que la altura y los llamativos colores de los turbantes bereberes habían hecho ostensible. El grupo más numeroso retrocedía por el cauce del Ūadi Eyroqa, sin duda en busca de refugio en los cortados que rodeaban la fortaleza amiga de Baqira. Pero nadie había tenido la prudencia de aprovisionar la alqasába y, en caso de asedio, las posibilidades de resistencia era limitadas.
Mūsa pasó la noche pendiente de su hermano, inquieto, tratando de permanecer atento en medio de la oscuridad a cualquier señal de una presencia que pudiera comprometer su ya de por sí precaria situación. Por eso se sorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que la claridad del amanecer entraba ya a través de las rendijas. Se maldecía por su falta cuando oyó el ruido que lo puso en guardia. Con tanto sigilo como pudo, retiró la manta mugrienta, se deslizó hasta colocarse tras el quicio de la puerta y extrajo su daga en el preciso momento en que alguien empujaba desde fuera. La propia puerta impedía a Mūsa ver al desconocido, pero estaba seguro de que este ya había advertido el cuerpo inconsciente de su hermano. En ese instante empujó con toda la fuerza de que fue capaz, y el campo de visión de abrió ante él. Un muchacho no mayor de doce años trataba de sobreponerse a la sorpresa, tumbado boca arriba en el suelo de tierra, y hacía palanca con las piernas para alejarse de su agresor. Mūsa dio dos pasos rápidos hacia él, y los ojos del chico se abrieron con una expresión de terror.
—¡Piedad! —gimió—. ¡Por la misericordia de Allah, no me hagas daño!
Mūsa se detuvo ante él con la daga en la mano. Una mancha negra del tamaño de una avellana cubría gran parte de su labio superior.
—¿Eres musulmán? —preguntó, seguro ya de la respuesta.
El muchacho asintió.
—¿Qué vienes a hacer aquí?
—Es mi casa, sahib.
—¿Y tu familia?
—Padre y mis dos hermanos mayores luchan con el ejército de Muhammad. Desde ayer no sabemos de ellos.
—¿Y tu madre? —preguntó a la vez que le tendía la mano para ayudarlo a ponerse en pie.
El chico calló.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Mūsa con voz cordial.
—Yahya, sahib —respondió sin dudar.
—Está bien, Yahya. Este hombre que ves ahí es mi hermano, ayer resultó gravemente herido y necesitamos ayuda.
—¿Qué puedo hacer yo? —respondió, aún huraño y desconfiado.
—¿Conoces algún curandero en los alrededores? ¿Una partera…?
El muchacho pareció detenerse a pensar.
—Hay un monasterio cerca de aquí. El hermano herbolario sabe de plantas y remedios, ejerce de barbero y también hace de albáytar. Salvador es su nombre. Es bueno herrando las cabalgaduras y sajando las heridas.
—Es lo que mi hermano necesita. ¿Tú podrías conducirme hasta allí?
Yahya negó con la cabeza.
—Sois musulmanes, quizás os entreguen a las tropas de Sancho. Además, mi hermana mayor ha parido, pero no tiene para alimentar a su criatura. Mi madre me ha enviado en busca de la leche de estas cabras, y debo regresar.
—Por eso están escondidas, ¿no es así? Seguramente en alguna cueva de las que salpican los cortados. Puedo acompañarte hasta allí y después, si tu madre no tiene inconveniente, tú puedes conducirme hasta el monasterio.
El muchacho no pareció convencido, y Mūsa comprendió que para él no suponían más que una amenaza añadida. Podía buscar el monasterio por sí mismo, pero la niebla aún cubría el valle, y perderse podía resultar nefasto.
—¿Para quién dices que luchan tu padre y tus hermanos?
—Padre siempre dice que luchan para defender lo que es nuestro, pero lo hacen bajo las órdenes de Muhammad ibn Abd Allah, nuestro caudillo.
—¿Has tenido oportunidad de conocerlo?
El chico negó con la cabeza.
—Aún soy muy joven.
—Sin embargo, ahora tienes la oportunidad de salvar su vida, Yahya. Ese hombre que ves ahí, malherido, es Muhammad. Y yo soy su hermano, Mūsa.
El muchacho abrió de nuevo los ojos de forma desmesurada.
—Entonces… —balbuceó—, entonces, ¿estabais en la batalla?
Mūsa asintió.
—¿Qué ocurrió, sahib? Mi padre, mis hermanos…
—Tranquilízate, muchacho. Si conocen el terreno, no se les enviaría a primera línea. Con seguridad se les asignó a las unidades de reconocimiento, al menos así lo hubiera hecho yo. Lo más probable es que a estas horas estén en el grupo que retrocedió hacia la alqasába de Baqira.
—¿Hubo orden de retirada?
—Lo ignoro, Yahya. Si la hubo, no fue Muhammad quien la dio, no tuvo posibilidad… —explicó con la mirada puesta en su hermano.
—Siento lo sucedido.
—Lo sé, Yahya. Y ahora… ¿crees que podrás ayudarnos?
Esta vez el muchacho asintió con la cabeza.
—Pero antes tengo que ordeñar esas cabras, sahib.
Había despojado a Muhammad de su excelente cota de malla y de cualquier signo que pudiera delatar su identidad antes de abandonar el improvisado refugio. El traqueteo del camino, arrastrado sobre unas parihuelas, lo había despertado y gemía, incapaz de soportar el dolor en completo silencio, aunque el joven novicio encargado de conducir la mula no parecía reparar en sus quejidos sordos. Mūsa caminaba junto a él cuando por fin llegaron a un muro de adobe en el que se abría una sólida puerta de madera tan amplia como tosca.
El monasterio ocupaba una terraza que se extendía al abrigo de un cortado rocoso, y su muro, de forma irregular, rodeaba el recinto en su totalidad, salvo en la zona en que los edificios se abrazaban a la montaña. La parte edificada por los monjes parecía el resultado de sucesivas ampliaciones, partiendo de lo que habría sido el núcleo original, bajo una enorme lasca inclinada donde quizás hubiera hallado refugio el primer grupo de eremitas que habitaron el lugar. La iglesia, separada del resto, se encontraba en la parte más alejada del conjunto, y su torre tenía más aspecto de atalaya que de campanario, por mucho que en uno de sus vanos pendiera una escuálida campana.
Mūsa se adelantó con gesto de preocupación cuando el hermano herbolario salió a su encuentro.
—Agradezco vuestra hospitalidad, hermano Salvador —le dijo, tomando su antebrazo con las dos manos—. Solo la desesperación me ha hecho acudir aquí, ignorando el peligro de que nos entreguéis. Sé los riesgos que corréis vosotros al acogernos entre estos muros. Transmite mi gratitud al superior de vuestra congregación.
—Estás ante él —explicó el monje—. Por desgracia, no somos una comunidad numerosa, y nuestras responsabilidades se multiplican. Respecto a nuestra supuesta hospitalidad… todos somos criaturas del Señor, y no está en nuestra mano rechazar el amparo a uno de nuestros hermanos por el hecho de no profesar nuestra fe. Así que, cuanto antes, vamos a llevar a tu hermano a la enfermería y veremos en qué podemos ayudar a Dios.
El novicio había soltado las ataduras que sujetaban las parihuelas a los costados de la mula, y ahora Muhammad descansaba en el suelo. Lo alzaron entre los dos, mientras el monje les conducía hacia la única estancia separada del resto, en el extremo septentrional del monasterio. A ambos lados se extendía una zona de huerta que no era tal, pues lo único que Mūsa pudo distinguir allí eran plantas de uso medicinal. Depositaron a Muhammad sobre una sólida plataforma de madera cubierta por una estera en el centro de la estancia. El monje se desentendió de él y se dirigió al fuego que ardía en uno de los rincones. Lo avivó con el atizador y después se acercó a una de las alacenas repletas de cuencos, frascos y redomas. Tomó uno de los recipientes de barro y retiró el tapón de cera tirando del cordón que lo atravesaba. Vertió una porción de su contenido en un pequeño vaso y regresó junto a Muhammad.
—Es licor de adormidera —explicó—. Le irá bien mientras limpiamos la herida.
Mūsa trató de incorporar a su hermano colocándole un brazo detrás de la cabeza, al tiempo que el monje volcaba aquel bebedizo entre sus labios. Muhammad torció el gesto, pero, aunque parte se le deslizó por las comisuras de la boca, acabó tragando. El herbolario no perdió el tiempo mientras el brebaje hacía efecto: preparó paños, calentó agua, desenvolvió un tapete de fieltro que contenía afilados estiletes y pinzas, y vació dentro de un cuenco el líquido transparente de una botella.
—¿Qué es? —se interesó Mūsa.
—Es el resultado de destilar nuestro mejor vino. Evita que las heridas se emponzoñen.
Mūsa esperaba ansioso el momento en que el monje destapara el brazo de su hermano y, cuando lo hizo, se descubrió pendiente de su expresión. Contempló cómo la curiosidad daba paso al estupor, y este a la pesadumbre. Vio una mirada furtiva dirigida a él, y enseguida advirtió que el herbolario enrojecía. Durante un buen rato, lo vio hurgar en la herida, pero por su semblante supo que se esforzaba en buscar palabras para suavizar una mala noticia. Se lo confirmó la manera de carraspear antes de hablar.
—Me temo… me temo que no vamos a poder salvar este brazo —balbuceó, con voz apenas audible.
Mūsa sintió como si una maza volteada con fuerza se hubiera estrellado contra su rostro y no pudo evitar un gemido de desesperación.
—Si queremos salvarle la vida sería necesario amputar… cuanto antes. Pero… pero me temo que no tengo la experiencia necesaria —trató de excusarse—, jamás he tenido que hacer algo así en el monasterio.
A la angustia de Mūsa se sumó ahora el miedo a que el monje se echara atrás, condenando a su hermano a una prolongada agonía.
—Haz lo que debas, su vida está en las manos de Allah… su vida está en tus manos —se corrigió al advertir lo inconveniente de sus palabras.
—Hay un riesgo, Mūsa. Tu hermano es joven, es fuerte… pero ha perdido mucha sangre, y perderá mucha más —dijo sin atreverse a mirar a sus ojos—. Si no hubiera sido por tu torniquete y tu apósito, no habría llegado hasta aquí. Además, no tengo experiencia en el manejo de drogas tan potentes como las que necesitará para soportar el dolor.
—Haz lo que esté en tu mano, hermano Salvador. Tu Dios o el mío te guiará, y si está escrito que ha de vivir, vivirá.
El monje ahora alzó la vista hacia él y, lentamente, movió la cabeza en señal de asentimiento.
—En ese caso, no hay tiempo que perder —dijo de improviso con decisión.
Mūsa tomó al herbolario por el brazo, se lo oprimió con fuerza y habló con los ojos arrasados.
—Si sale con vida de esta, nunca lo olvidaré. Te ruego tan solo una cosa…
—Tú dirás…
—Evita que sufra, por lo que más quieras —pidió con vehemencia, a punto de perder el control.
El monje se quedó pensativo, y al cabo de un instante caminó hacia una alacena desvencijada, que a simple vista parecía fuera de uso. Escarbó tras frascos, damajuanas y envoltorios, sacó un saquete de tela y desató el nudo que lo mantenía cerrado. Extrajo de su interior un bulbo negruzco y bifurcado, de aspecto desagradable, y lo sujetó entre los dedos.
—Es raíz de mandrágora hembra —explicó en voz baja—. Contiene una potente droga que evita el dolor, aunque una dosis excesiva puede matar.
—¿Por qué bajas la voz?
El fraile comprobó que el novicio no prestaba atención y se acercó al oído de Mūsa para hablar con voz más queda aún.
—Es una planta prohibida por la Santa Madre Iglesia. Se dice que es utilizada por brujas y magos para sus rituales, pues las raíces adoptan formas humanas. Hay quien asegura que —se cubrió la boca con la mano— grita cuando se la arranca de la tierra, y quien oye su grito enloquece. Sin embargo, quien me la proporcionó asegura que es el remedio más eficaz contra el dolor, más que la adormidera o que el beleño cuando es preciso cortar las carnes. Prepararé una decocción en vino.
—Necesitarás ayuda…
—Cierto, pero no serás tú quien me la preste —contestó, tomándolo por el hombro—. Retírate, descansa, reza a tu Dios… y yo acudiré a darte noticias cuando no pueda hacer más por tu hermano.
El canto monocorde que había acompañado su despertar en las tres últimas jornadas se extendía de nuevo entre los muros del pequeño monasterio. Al abrigo de las cálidas mantas de lana, escuchaba el ulular del viento que desde la víspera barría las nubes y la niebla que les habían acompañado los últimos días. Por un momento pensó si la vida retirada y calma que llevaban aquellos monjes no era lo que, en el fondo de su alma, deseaba para sí. A sus veinticinco años no había conocido más que muerte, guerra, hambre, exilio y la zozobra que caracterizaba la vida en la frontera. Había visto morir a su padre delante de sus ojos, antes a su tío Lubb, y después a Mutarrif, a manos de su propio hermano. Desde niño había conocido la crueldad de los enfrentamientos entre clanes, contaba solo diez años cuando se vio separado de su primo Muhammad, su mejor amigo y, aunque tenía cumplida cuenta de sus andanzas por tierras de Munt Sun y Ūasqa, apenas había vuelto a verlo.
Envidiaba la paz espiritual de aquel grupo de hombres, atentos tan solo a tomar de la naturaleza los alimentos y los remedios que los mantenían vivos, a establecer relación con el Dios en el que creían y a volcarse en hacer bien a todo aquel que, como ellos, se aproximara a su cenobio. Jamás podría olvidar lo que habían hecho por Muhammad. Le habían amputado el brazo y había aparecido la temible calentura, pero ni por un instante había permanecido sin cuidados. El propio hermano Salvador, alguno de sus monjes y uno de los novicios se habían turnado para aplicarle compresas frías en la frente, administrarle los cocimientos de adormidera y de corteza de sauce, alimentarlo con infinita paciencia con miel abundante que, según había descubierto en boca del herbolario, además de reponer sus fuerzas ayudaba a combatir la calentura.
Se disponía a abandonar el calor del lecho para acudir junto a su hermano cuando unos apremiantes golpes en la puerta de su celda rompieron el silencio. Se levantó y comenzó a ponerse sus ropas, pero la llamada resonó de nuevo en el vacío de la reducida estancia.
—¡Mūsa! ¡Abre, por Dios!
Tal como se encontraba, retiró la aldaba, y el rostro atemorizado del herbolario apareció en el vano.
—Acaba de vestirte, coge tus cosas y sígueme —dijo, echando un vistazo al interior antes de apartarse—. Se acerca un grupo numeroso de jinetes. ¡Apresúrate!
—Salvador, no huiré de tu monasterio sin mi hermano.
—Tu hermano no correrá peligro. Para eso afeitamos su barba el primer día y ocultamos sus vestiduras. Está inconsciente, y pasará por uno de nuestros novicios al que una mala caída ha hecho perder el brazo. Tú simplemente debes esconderte fuera de estos muros y esperar a que haya pasado el peligro. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Mūsa, de mala gana, siguió al monje mientras terminaba de ajustarse los correajes. El herbolario lo condujo por los estrechos corredores del monasterio, algunos de ellos excavados en la roca, hasta una pequeña pero sólida puerta de madera.
—No hay tiempo para buscar una tea, tendrás que avanzar en la oscuridad. Saldrás a la parte alta de la ladera, entre la espesura. Escóndete allí, observa los movimientos de los visitantes y cuando se hayan marchado deja pasar un tiempo prudencial antes de regresar.
Mūsa esbozó un gesto de agradecimiento.
—Lamento causaros tantas molestias, hermano Salvador —dijo, tomándolo por las mangas del hábito—. Si tengo ocasión de recompensaros, sabré hacerlo.
—No hay nada que recompensar, Mūsa ibn Abd Allah. Sé quiénes sois, desde el primer momento. Conocí a tu hermano en una de mis visitas a la comunidad mozárabe de Tutila, y sé de vuestra actitud para con ellos.
—¿Quieres decir que…?
—Rápido, he de regresar —le cortó—. Hablaremos de ello esta noche.
Mūsa se introdujo en el estrecho pasadizo, y la oscuridad lo envolvió cuando la pesada puerta se cerró tras de sí.
La estela de polvo de las cabalgaduras se desvanecía ya cuando apartó las últimas ramas que lo ocultaban de la vista desde el campanario del monasterio. Con cautela, atento a cualquier presencia extraña a la comunidad, bordeó el muro exterior en dirección a la puerta que una semana atrás había atravesado por primera vez. El tañido repentino de la campana lo sobresaltó, y un toque repetido aunque excesivamente pausado lo acompañó hasta la entrada. Sabía que antaño, en los primeros tiempos del emir Muhammad, aún se consentía en Tutila la llamada a los fieles de la comunidad mozárabe, pero un decreto de Qurtuba había obligado a destruir, o al menos descolgar, las campanas de todas las ciudades de Al Ándalus. Quizá solo hubieran persistido en eremitorios aislados y escondidos como aquel. En cualquier caso, aquel sonido cadencioso le resultaba extraño, cuando no triste e inquietante.
Alzó el picaporte de la portezuela y lo dejó caer con fuerza. Tuvo que golpear varias veces antes de que se abriera un pequeño ventanuco que al instante volvió a cerrarse. Después oyó voces apagadas y, cuando estaba a punto de golpear de nuevo, el chirrido del pasador en el interior. La parte superior de la cogulla cubría por completo el rostro del monje que, en silencio, había abierto la puerta, pero una respiración entrecortada por el hipo agitaba el hábito. En aquel momento Mūsa supo que algo iba mal. Lanzó una mirada al monje, pero este mantenía la vista clavada en el suelo, y supo que no tenía intención de dar explicaciones. Sin saber por qué, se encontró corriendo a grandes zancadas hacia el extremo septentrional del patio, en dirección a la enfermería.
La comunidad al completo se encontraba arremolinada en aquel lugar, los capuces cubrían todos los rostros, pero esta vez eran varios los que ya no ocultaban el llanto. Cuando se aproximó, el grupo pareció dividirse en dos para permitirle el paso, y en aquel momento lo vio. Al principio no reconoció el cuerpo menudo y cubierto de marcas cárdenas que yacía parcialmente oculto entre los caballones cubiertos de alhabáqa. Solo cuando rodeó el cadáver descubrió el profundo corte en el cuello que le había causado la muerte. Su boca abierta y llena de tierra parecía besar el suelo, y sobre su labio superior descubrió la mancha negra que le había llamado la atención en el momento en que conoció al pequeño Yahya. Lanzó un gemido ahogado al agacharse sobre el muchacho y levantó la mirada para encontrar fijas en él las de toda la comunidad. En sus semblantes se reflejaban el horror y la lástima. Supo que debía seguir avanzando, y solo tuvo que ponerse en pie para descubrir, bajo el dintel de la puerta de su enfermería, al hermano Salvador. El herbolario parecía bloquear la entrada con los brazos extendidos. Yacía boca arriba, con el cuerpo doblado hacia atrás sobre las rodillas flexionadas, y la mancha de sangre que empapaba su hábito pardo se encontraba a la altura del costado. Se agachó junto a él y tomó su mano derecha, la misma que con pericia había salvado la vida de su hermano. Aún estaba caliente. Apretó los dientes y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta para poder levantarse de nuevo. Cuando alzaba el pie derecho para salvar el cuerpo, sintió que le tiraban de la manga. Se volvió para descubrir, negando con la cabeza, al mismo novicio que lo había acompañado al monasterio.
—Tu hermano ha muerto, Mūsa. No entres ahí.
Mūsa cerró los ojos con fuerza, y su rostro se contrajo en un rictus de dolor. Se cubrió la cara con la mano derecha, y durante un instante permaneció inmóvil. Notó que el novicio le rodeaba los hombros tratando de apartarlo de la puerta. Lentamente alzó la cabeza, y sus miradas se encontraron.
—Tengo que hacerlo —dijo con determinación, al tiempo que se deshacía del abrazo.
La luz, tan necesaria para el trabajo del herbolario, entraba a través de dos amplias ventanas y de la puerta abierta, y no dejaba apenas un rincón de sombra. La mesa sobre la que había yacido su hermano la primera vez que entró en aquel lugar se encontraba vacía, salvo por los restos de frascos y recipientes hechos añicos que lo cubrían todo. El ambiente, una mezcla indescifrable de olores, era casi irrespirable, y Mūsa tuvo que llevarse la mano a la cara para protegerse. Avanzó sorteando los fragmentos hasta el fondo, donde se hallaban los cubículos aislados para el cuidado de los convalecientes, y descubrió un reguero de sangre que marcaba el camino. Lo primero que vio fueron sus piernas, su cintura, su tronco poderoso y el hueco que debía ocupar su brazo izquierdo. Quería mirarle a la cara, contemplar por última vez el rostro de su admirado hermano mayor, conservar aquella imagen en su memoria hasta el día de su muerte, y con un paso decidido se situó bajo el dintel. Un alarido de desesperación surgió de su garganta cuando, en medio del charco que empapaba el jergón, descubrió el cuello seccionado de Muhammad. Bajo sus pies discurría el rastro de sangre que había dejado la cabeza cuando su asesinó la cortó.