Año 912, 300 de la Hégira

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Qurtuba

El heredero hizo su entrada en la cámara en medio del más absoluto silencio, interrumpido únicamente por alguna leve tos incontenible y apagada. A los veintiún años, se había convertido en un joven de porte distinguido, y era consciente del papel que el destino le tenía reservado. Poseía un torso poderoso que contrastaba con unas piernas quizá demasiado cortas, y sus facciones resultaban en verdad llamativas, a causa del contraste entre los cabellos y la barba que cubría su mentón, que pese a ser rubios acostumbraba a teñir de negro con alheña, y unos ojos de un intenso añil. Sabía que, de llegar al trono, aquello sería lo que los cronistas de la corte destacarían de él. Sus rasgos, junto con el color claro de su piel, no podían proceder sino de la sangre vascona que corría por sus venas, procedente de su madre, Muzna, y también en parte de su padre, Muhammad. Tres de sus cuatro abuelos eran vascones, de modo que a nadie podía extrañar aquella apariencia singular, que sin duda le proporcionaba un peculiar atractivo.

Barrió el aposento con una mirada rápida y perspicaz con la que ubicó a todos los que habían sido llamados a compartir aquel momento. Los más altos dignatarios de la corte se disponían alrededor de la estancia, tras los cinco hijos del emir, que ocupaban un lugar preferente junto a dos de sus esposas y algunos de los familiares más cercanos. Atravesó el espacio que le separaba de los pies del lecho donde yacía su abuelo y se detuvo ante sus tíos. Uno a uno, los tomó de las manos e inclinó la cabeza en señal de respeto. Abán, Al‘Así, Abd al Rahman, Muhammad y Ahmad le devolvieron el gesto sin alterar la expresión grave de sus rostros. A continuación el joven se volvió hacia el fastuoso dosel dorado del que colgaban unos tenues cortinajes de seda que el wazīr Badr, en calidad de chambelán, se apresuró a retirar.

El príncipe Abd al Rahman quedó ante el cuerpo consumido del soberano. Una intensa angustia se apoderó de su ánimo al observar aquel rostro macilento y las manos de piel tan fina que dejaba traslucir unas venas azules y tortuosas, y percibir el intenso olor del opio macerado en alkúhl. Todavía no era un anciano, otros a su edad aún montaban a caballo durante los meses que duraba una a’saifa, pero, a los sesenta y ocho años, Abd Allah era solo una sombra del que un día fuera un orgulloso soberano. Cogió una de aquellas manos entre las suyas, y la sintió flácida, fría y sin vida. Sin embargo, el emir entornó los párpados, haciendo evidentes esfuerzos para enfocarle.

—¡Abd al Rahman! ¿Eres tú? —preguntó con un hilo de voz.

Uno de los escribanos pidió permiso para aproximarse al lecho, con el fin de transcribir las palabras del soberano.

—Aquí me tienes, abuelo. He acudido en cuanto me has llamado.

—Temía no ver el amanecer de este nuevo día —dijo con esfuerzo—, pero Allah me ha concedido esa gracia. ¡Ah, también mis hijos! ¡Qué necio he sido! He esperado demasiado, y tengo tanto que decir aún…

—Aquí nos tienes a todos, padre —intervino Abán, el mayor de sus hijos—. Dispuestos a escuchar cuanto tengas que decir.

—Allah os bendiga, hijos míos, a ti en especial, Abán —dijo mientras inclinaba la cabeza hacia él—. La renuncia que te pido es dolorosa, pero sé que has de aceptarla de buen grado, porque es el Todopoderoso quien la impone. No podemos luchar contra sus designios, las predicciones se cumplen con exactitud, y hasta el momento de mi muerte, que tan lejana parecía hace apenas unos meses, se acerca ya para dar paso al enviado de Allah.

—No debes hablar así, abuelo —respondió Abd al Rahman—. Los médicos encontrarán la raíz de tu mal y darán con los remedios adecuados para…

—¡Calla! —musitó el emir con un tono apenas audible, molesto por la interrupción—. Así debe ser. Aunque alguien, quizá tú mismo, llegara a pensar que Allah se vale de manos terrenales para hacerme llegar esta repentina enfermedad, nada debes hacer para buscar al instrumento del Todopoderoso. Está escrito que su enviado reinará en el cambio de siglo, y así será.

Alzó su mano, temblorosa, y trató de asir el sello que portaba en el dedo anular de la mano derecha, pero, desfallecido, desistió de su empeño y se limitó a tender la mano hacia su nieto.

—Toma el anillo, que es símbolo del poder real. No tendrás dificultad para extraerlo de esta mano, que ya no tiene fuerzas para soportar su peso. Es mi voluntad —añadió, volviendo los ojos hacia el escribano— que sea mi nieto y heredero Abd al Rahman ibn Muhammad, primogénito de mi primogénito, quien porte este anillo, como nuevo soberano de Al Ándalus.

Abd al Rahman permaneció inmóvil, con la mano derecha de su abuelo entre las suyas. Lentamente alzó la vista, y comprobó que todas las miradas estaban clavadas en aquel anillo, que representaba la continuidad de la dinastía omeya. También la de Abán, el mayor de los hijos vivos del emir, y las de sus hermanos, quienes le hubieran seguido en la línea de sucesión. Abd Allah le invitaba con su mirada fatigada a que fuera él mismo quien lo retirara de aquel dedo huesudo, pero en aquel momento comprendió lo enorme de la responsabilidad que estaba a punto de cargar sobre sus hombros en caso de seguir adelante con aquel simple gesto. Se había preparado para ello desde que el primero de Muharram fuera nombrado heredero de forma oficial. De hecho, sin saberlo, se había estado preparando para aquel momento durante toda su vida, de la mano del mismo Badr que ahora lo miraba expectante y con la emoción dibujada en el rostro. Incluso las respiraciones parecían contenidas en la sala. No se oía ni el más leve carraspeo.

Percibió el sobresalto del escribiente cuando una gota de tinta cayó del cálamo que mantenía inmóvil, y a punto estuvo de arruinar la vitela sobre la que escribía. Entonces Abán, sin previo aviso, dio dos pasos al frente, con lo que se colocó a la izquierda del príncipe. Badr reaccionó de inmediato tratando de interponerse entre ambos, pero el hijo del emir ya había alcanzado el lugar que deseaba. Alzó su mano, sujetó la de su padre y extrajo el sello de oro que este portaba desde hacía veinticuatro años. Lo sostuvo un instante entre las yemas, antes de tomar con fuerza la mano diestra de Abd al Rahman y deslizar el anillo en su anular. Tío y sobrino quedaron frente a frente. Abán sostuvo aquella mirada acerada que tanto respeto causaba entre las tropas que habitualmente comandaba, hasta que los dos hombres terminaron por fundirse en un abrazo. A continuación, Abán clavó la rodilla en el suelo y humilló su cabeza ante el heredero.

Badr caminaba a toda prisa a través de las galerías que conducían a la zona del alcázar que albergaba las dependencias privadas del emir en compañía de Talal, el eunuco que había corrido a darle la noticia. Este avanzaba por delante de él con pasos excesivamente cortos, y se volvía cada poco, conminándole con el gesto a apresurarse, en una actitud que resultaba entre ridícula y servil. Talal, sin embargo, se había convertido en una pieza fundamental en el entramado de lealtades que había ido tejiendo desde que un día ya lejano el emir se fijara en él y decidiera nombrarlo wazīr. En el caso del eunuco, la amistad entre ellos se había forjado en los días más dramáticos de sus vidas, cuando no eran más que unos muchachos y les condujeron a la ciudad de Al Yussāna con el único objeto de extirpar los atributos de su masculinidad. Gracias a Adur, Badr se había librado, pero Talal no había corrido la misma suerte y ahora arrastraba sus arrobas de grasa por las dependencias del harém. El agradecimiento de Talal hacia él se había trasformado en una lealtad casi enfermiza, y por ello Badr había decidido promoverlo hasta los puestos de mayor responsabilidad dentro de las dependencias reservadas al soberano, a sus esposas y a sus concubinas. Desde aquel momento, recibía información puntual y veraz de todo lo que sucedía detrás de aquellos muros, algo que se había demostrado de importancia vital, pues entre ellos vivían e intrigaban las madres de cuantos tenían aspiraciones en la sucesión.

Ahora era él quien había corrido en su busca para darle noticia del acontecimiento más grave que pudiera tener lugar en palacio. La muerte del emir, que se había producido tan solo media jornada después de que Abd al Rahman recibiera el anillo de sus manos, daba comienzo a un período enormemente delicado, y en su mente se abrían paso las ideas que había ido pergeñando durante las últimas semanas. Era fundamental garantizar la seguridad del alcázar, y para ello había advertido ya al oficial al frente de la guardia personal del emir y a los responsables de la guarnición. Mientras él avanzaba por las galerías del palacio, los jurs estarían ocupando los lugares estratégicos de la fortaleza, y a continuación se haría lo mismo en el resto de la ciudad. La etapa de interinidad debía ser de la mayor brevedad, por lo que todo debería estar preparado al amanecer para la ceremonia de proclamación del nuevo soberano. Aquella, sin duda, iba a ser una noche larga.

Los guardias apostados a las puertas de los aposentos privados de Abd Allah retiraron sus armas antes incluso de recibir la orden, y Talal le franqueó el paso al interior. Le asaltó el mismo olor de la mañana, pero ahora el aire fresco del ocaso se colaba en la estancia a través de uno de los ventanales, agitando con suavidad los ricos cortinajes. Un escribano se encontraba ya ante la ventana, dispuesto a aprovechar los últimos rayos de luz natural para iniciar la redacción del documento que daría fe de la muerte del séptimo emir de Al Ándalus, con el depurado estilo adquirido en años de práctica en la cancillería. Los médicos que habían atendido al emir en sus últimos momentos se hallaban de pie, ligeramente apartados, y tan solo los miembros de la servidumbre que se afanaban en la preparación del cadáver pululaban por la estancia.

Después de intercambiar unas palabras con los médicos con voz apenas audible, Badr salió un momento de la estancia para impartir nuevas órdenes. Hizo llamar al resto de los ministros, a los altos funcionarios de la administración, a los responsables del zoco y de la policía, a los principales ulemas, al imām de la mezquita aljama y al qādī de Qurtuba, que debería actuar como notario de las decisiones que se adoptaran. A continuación, hizo una señal al escribano para que iniciara su trabajo.

No necesitó de ayuda para redactar las primeras líneas, en las que plasmó la fecha exacta del óbito, el jueves primero de Rabí I del año trescientos de la Hégira, pero se detuvo cuando llegó el momento de reflejar la causa de la muerte. Badr intercambió una mirada con los médicos, que entablaron una breve discusión en tono apagado sobre los términos que deberían utilizarse en el documento. Oyó palabras como «emaciación» y «caquexia», y otras que le resultaron igual de extrañas, de forma que decidió dejarlo en sus manos. Entonces vio aparecer a Abd al Rahman, y experimentó un escalofrío de emoción. Aquel muchacho, al que había conocido cuando apenas se sostenía en pie, sería el nuevo soberano de Al Ándalus antes de que el sol se pusiera de nuevo. En pie delante de la puerta, mostraba una expresión apesadumbrada pero serena. Sus miradas se cruzaron, y Badr creyó percibir un sutil gesto de agradecimiento, quizá por que se encargara de la multitud de asuntos que había que atender.

Vio a Abd al Rahman avanzar con lentitud hasta el lecho donde yacía el cuerpo de su abuelo. En pie ante él, inclinó la cabeza en señal de respeto y tomó su mano helada. Permaneció así un instante, hasta que volvió a dejarla en el lecho y se retiró lo suficiente para postrarse de rodillas y orar. Los convocados iban llegando a la estancia y, al ver al heredero, se retiraban hacia los extremos con la cabeza inclinada, tratando de respetar el dolor del joven. A Badr le pareció atisbar en su rostro el brillo de una lágrima, pero fue la única muestra de dolor que el heredero se permitió exteriorizar. Al poco se había alzado y reclamaba la presencia de todos los ministros de su abuelo.

—Ahora dejaremos el cuerpo del emir en manos de mi familia. Ellos se encargarán de iniciar los preparativos de los ritos funerarios, que tendrán lugar mañana al atardecer, en Al Rawda —declaró con decisión—. Mientras tanto, os convoco esta noche, tras la oración, en el salón de gobierno, donde discutiremos los detalles del juramento de fidelidad a mi persona.

Badr observó a los ministros, que asintieron sin excepción, y no pudo reprimir el esbozo de una sonrisa.

—Anunciemos ahora al pueblo de Qurtuba la triste pérdida de su soberano —intervino, circunspecto—, y la ceremonia de entronización del nuevo emir, Abd al Rahman III.

El Maylis kamil[2] brillaba en todo su esplendor con los primeros rayos de sol de la mañana, que se filtraban a través de los grandes ventanales abiertos a oriente, cuando Badr entró a comprobar la marcha de los preparativos. Una vez más, se le encogió el corazón al penetrar en aquella estancia magnífica, diseñada para inflamar el ánimo de cuantos atravesaran aquellas puertas cubiertas por finos paneles dorados. Decenas de operarios se afanaban aún en disponer las dos filas paralelas y perfectamente alineadas de pies de bronce tan altos como un hombre que sostenían lámparas y candelabros, con los cuales se delimitaba el pasillo central. El suelo de mármol se había cubierto en gran parte con una alfombra de tono carmesí, y todo el resto de la estancia estaba decorado con sedas y brocados blancos. Entre los ventanales colgaban vistosos estandartes que llegaban hasta el zócalo, revestido con el mismo mármol del suelo, aunque labrado con inverosímiles filigranas. A ambos lados del pasillo se alineaban mediante largos cordeles cientos de sillones ricamente labrados y tapizados con terciopelo también blanco.

Recorrió el pasillo, evitando los obstáculos que aún quedaban por retirar, hasta la escalinata de mármol rosado por la que trepaba la alfombra. En lo alto, dominando la estancia, alojado en uno de los profundos nichos de ventana que jalonaban el muro, se hallaba el trono que en poco tiempo habría de ocupar Abd al Rahman. Se acercó a él para admirar el trabajo en oro de los artesanos y acarició con las yemas de los dedos la delicada seda, blanca como la nieve, con la que sin duda acababa de ser revestido. Por un instante imaginó lo que el joven Abd al Rahman habría de sentir poco después al contemplar desde aquella posición privilegiada a los notables de Qurtuba, a todos los personajes destacados de la jassa de la ciudad y del emirato. Aquella mañana se iba a hacer realidad el deseo que había acaparado muchas de sus noches de insomnio de los últimos años. Sabía que en gran parte se debía a él, al arduo trabajo que en todo aquel tiempo había realizado para preparar el terreno al muchacho en el que tenía depositadas todas sus esperanzas, en el que todo Al Ándalus las había depositado ya. Buscó en su interior y descubrió que no sentía ninguna clase de remordimiento.

Todo se estaba desarrollando como lo había previsto, y sabía que la muerte de Abd Allah había sido tan necesaria como inevitable, el propio Abd Allah lo sabía. Le asaltó una repentina sensación de empatía hacia el viejo emir, quien había dejado entrever que aceptaba su destino sin hacer nada para evitarlo. Badr pensó que, ante la historia, aquel gesto postrero contribuiría a engrandecer la figura de un soberano que en vida se había distinguido por su ambición y por la falta de escrúpulos a la hora de apartar de su camino a quienes se oponían a sus intereses. Se decía que su hermano, el emir Al Mundhir, había muerto por la ponzoña que él mismo había ordenado administrarle, había quien le achacaba la responsabilidad de la muerte de su primogénito Muhammad, nadie dudaba de dónde había partido la orden de ejecutar a su hijo Mutarrif, y no quedaban ahí los crímenes que se le imputaban dentro de su propia familia, llevado por el temor a las conspiraciones y a los golpes palaciegos. A la hora de su propia muerte, sin embargo, había mostrado el mayor gesto de grandeza, con el que allanaba el camino a su elegido, por el bien de la dinastía y del emirato.

Badr fue de repente consciente del agotamiento que había acumulado, y con gusto hubiera tomado asiento en aquel mismo trono que acariciaba. Las lámparas del alcázar habían ardido durante toda la noche para permitir la incansable labor de centenares de funcionarios, y las horas apenas habían bastado para ultimar los cientos de detalles necesarios para garantizar una transición sin sobresaltos. Se habían redactado las cartas a los ‘ummāl de todas las coras pidiéndoles el acta de juramento de fidelidad; se había hecho salir hacia las diferentes regiones del emirato a alamines de confianza encargados de recibir en persona ese mismo juramento por parte de los notables y del pueblo en general, con arreglo a una fórmula similar en todos los casos. En la mezquita mayor altos representantes del gobierno, en nombre del nuevo emir, recibirían desde el amanecer el juramento de todo el pueblo de Qurtuba y de los habitantes de las ciudades más próximas, que sin duda llegarían en los días siguientes. Allí estarían, entre otros, el visir zalmedina, el qādī, el sahib al surta y el sahib al suq, cumpliendo una función que en absoluto envidiaba, pues quizás habría de prolongarse toda la semana.

Los preparativos tocaban a su fin, y Badr decidió retirarse a descansar el tiempo que restaba antes de iniciar la que había de ser otra agotadora jornada. Pensó en su esposa y en sus hijos, a los que hacía dos días que no veía. Quizás un baño en el hamman le hiciera bien antes de pasar por la vivienda que compartía con ellos dentro del alcázar. Decidió que allí tomaría un refrigerio, acompañado de té abundante para combatir el sueño. Mejor, hablaría con los médicos para añadir algo a aquel té. Y la indumentaria que debía vestir en aquella jornada especial… esperaba que su esposa se hubiera encargado de todo. Descendió de nuevo la escalinata y atravesó el salón, satisfecho con lo que veía. Pronto Qurtuba sería un hervidero, y él se encargaría de que los festejos estuvieran a la altura. Los cordobeses debían comprender desde el primer día de su reinado que Abd al Rahman III no iba a ser un emir más.

Badr decidió preguntar más tarde a los médicos cuál era el milagroso contenido de aquel saquete de hierbas que le habían proporcionado. De pie en un lateral del Maylis kamil, justo a los pies de la escalinata, en su escaño junto al resto de los visires, se descubrió pletórico, despierto, ebrio de emoción. Los responsables del protocolo habían realizado con éxito su compleja labor, ubicando en aquel salón ahora repleto de rostros expectantes a los miembros más destacados de la sociedad cordobesa. Ocupaban un lugar preferente los hijos y los hermanos del emir fallecido, junto a los miembros de Quraysh, la tribu del Profeta a la que pertenecían los omeyas. A continuación se encontraban los mawali, ligados al emir por tratados de clientela y cuya posición privilegiada indicaba que constituían la base principal del poder de la dinastía. Tras los visires se alineaban los prefectos, los altos funcionarios del Tesoro, los administradores del ejército y los generales más sobresalientes, los magistrados y qadíes, los alfaquíes y los ulemas, hasta completar un mosaico multicolor en que cada indumentaria rivalizaba con las demás, tejidas con las magníficas y exclusivas telas del tiraz, al alcance de muy pocos en Qurtuba. La mayor parte de las cabezas se cubrían con bonetes de seda, aunque aquí y allá se resaltaba la presencia de algunos turbantes, cuyos portadores eran los representantes de las familias bereberes, así como algunos qadíes y magistrados, en señal de su condición. Por encima de todo destacaban en el salón las telas blancas, el color que distinguía a los omeyas y que aparecía en tapizados y colgaduras, y el color también del luto, que vestía la mayor parte de los familiares más allegados al viejo emir fallecido.

Badr alzó la vista, deslumbrado por aquella magnificencia de blanco y oro, contempló los rostros de los asistentes más cercanos y comprendió el efecto que aquella pompa y solemnidad producía en el ánimo de quienes habían de proporcionar su apoyo al nuevo emir. Ningún detalle se había dejado al azar, y de los pebeteros situados en los laterales surgían delicados aromas, de forma que todos los sentidos se veían colmados de sensaciones. Cuando el sonido de los timbales, las trompas y las chirimías atronó en el aire, se le erizó el vello de los brazos y hubo de tragar saliva, pues notó un nudo de emoción en la garganta. Entonces medio centenar de miembros de la guardia personal del emir hicieron su entrada con paso marcial, al ritmo de una música sincopada. Se trataba de guerreros saqaliba, de extraordinaria envergadura, de piel clara y cabello rubio, eslavos procedentes de tierras cristianas situadas más allá de Rumiya. Entre ellos se intercalaban soldados nubios y sudaneses de piel tan negra como el carbón, de la misma talla y corpulencia que los primeros. Todos ellos lucían vistosos uniformes, y se cubrían los hombros con bellas capas de seda escarlata que anudaban al pecho con enormes broches dorados. Badr pensó que poco tendría que envidiar su indumentaria a la del propio soberano. Se dispusieron a ambos lados del pasillo central y, a las órdenes del oficial al mando, giraron sus talones al unísono hasta quedar enfrentados entre sí, presentando con una ligera inclinación sus lanzas, de las que pendían colgaduras blancas.

La música se redujo a un ligero redoble de tambores, hasta que el sonido inconfundible y agudo de chirimías y trompas anunció la entrada inminente del nuevo emir. Todas las cabezas se volvieron entonces hacia las espléndidas puertas recubiertas de oro, que permanecían completamente abiertas, y allí, con la figura recortada a contraluz, hizo su aparición el joven Abd al Rahman. Avanzó con paso solemne, con ambas manos cruzadas sobre el pecho. La capa de seda blanca con incrustaciones de pedrería y cubierta con filigrana de oro caía sobre su espalda, y un turbante del mismo material le ceñía la cabeza, con una enorme esmeralda en la frente.

Cuando el joven pasó por delante de los visires, Badr observó su expresión con interés. Su mirada, que mantenía al frente, seguía reflejando la inteligencia de siempre, pero ahora sus ojos azules parecían centellas que trataban de captar cuanto sucedía a su alrededor. Los labios apretados, el ceño fruncido y los ojos ligeramente entornados delataban una firme determinación. Las lanzas de la guardia que se cruzaban sobre el pasillo central se abrían a su paso por la alfombra carmesí como al único destinado a seguir el camino que conducía al trono. Abd al Rahman ascendió con solemnidad la escalinata deteniéndose un instante en cada uno de los escalones, hasta que alcanzó la plataforma de mármol sobre la que se situaba el asiento real, en un plano superior, y se volvió para enfrentarse al auditorio. En ese momento apareció desde un lateral el imām de la mezquita mayor, el más anciano, que, con la indumentaria propia del culto, realizó la invocación a Allah y comenzó a recitar el exordio que compone la primera sura del Qurān. Escogió para la ocasión los pasajes del libro sagrado referidos a la obligación del monarca de defender la fe verdadera, pronunció con fervor aquellos que remarcan que solo Allah es el verdadero rey y finalmente dio gracias al Todopoderoso por enviar a los creyentes un hombre piadoso, justo y decidido a cumplir con los preceptos de la ley islámica.

Una vez recibida la bendición del imām, fue el qādī principal de la ciudad el que tomó el protagonismo, como segunda autoridad civil tras el soberano. Ascendió la escalinata hasta quedar un peldaño por debajo de él y, con las fórmulas rituales de rigor, le hizo entrega de los símbolos de su poder: el báculo dorado y el sello en el que se había grabado su nombre, y que había de sustituir al que tan solo una jornada antes pusiera en su mano el viejo Abd Allah. Por fin, solemnemente, Abd al Rahman tomó asiento en el trono, el tercero de los símbolos de su reinado.

Los primeros que le juraron lealtad fueron sus tíos paternos, que se inclinaron ante él envueltos en sus túnicas de riguroso luto. Les siguieron los hermanos de su abuelo, y fue Ahmad, el mayor, quien, después de jurar su fidelidad, tomó la palabra en nombre de los anteriores.

—¡Por Allah, quien sabía lo que hacía cuando te escogió para gobernarnos a todos! —exclamó con ardor—. Lo esperábamos del favor que Allah nos concede como prueba de que vela por nosotros. Lo que le pedimos es que nos inspire la gratitud debida, nos conceda sus beneficios y nos enseñe a alabarlo. Que Allah bendiga al tercer Abd al Rahman entre los emires de nuestra dinastía.

Terminó de hablar e inclinó la cabeza en una profunda reverencia. El emir le devolvió el gesto, uniendo las manos delante del pecho.

Ya se levantaban los visires para ser los siguientes en llevar a cabo la jura cuando Abd al Rahman se puso en pie y los detuvo con un gesto.

—Ya como emir vuestro, y antes de proseguir con los juramentos de fidelidad, deseo que conozcáis de mis propios labios los sueños que me mueven a aceptar esta pesada carga que el Todopoderoso ha puesto sobre mis hombros. En primer lugar —se dirigió a los ocupantes de las primeras filas—, deseo mostrar mi agradecimiento público a mis tíos y a los hermanos de mi abuelo, quienes han aceptado, ignorando su legítima ambición, el designio divino, que coincide con el deseo de Abd Allah.

»Mi anhelo más profundo es poder estar a la altura de esa renuncia, y desde hoy me propongo dedicar cada uno de mis pensamientos, cada momento del día, al servicio de Qurtuba, de Al Ándalus y de los mandatos del Todopoderoso. Es Él quien sin duda ha inspirado las iniciativas que pretendo llevar a cabo en los primeros días de mi reinado, que tendrá como objetivo fundamental convertir en unidad lo que ahora es fraccionamiento, defección y disidencia. La propia administración ha de sufrir grandes cambios, de los que tendréis noticia en las próximas semanas.

El emir dirigió la vista al lugar que ocupaban sus visires.

—Algunos de vosotros seguiréis en vuestro cargo, algunos dejaréis paso a otros, y solo uno de vosotros será elevado al puesto de mayor dignidad y confianza de cuantos compondrán mi gobierno.

Un murmullo recorrió el salón, mientras el emir hacía una estudiada pausa.

—Ese hombre —prosiguió— ha sido el responsable de que vosotros, con la intercesión del Todopoderoso, me hayáis juzgado como el más digno sucesor de mi abuelo. Como preceptor, supo inculcar en mí el amor por el saber y el conocimiento; como visir, ha demostrado su valía en cada una de sus decisiones. Es mi deseo situarlo a mi lado en los difíciles tiempos que nos aguardan, y por ello anuncio en este momento el nombramiento oficial de Badr ibn Ahmad como mi nuevo hāchib.

La ceremonia de jura se prolongó el resto de la mañana. A medida que los componentes del dīwān, los cargos religiosos y los miembros de la jassa qurtubí cumplían con el trámite, abandonaban el salón para dirigirse a uno de los jardines más bellos del alcázar, donde todo se había preparado para amenizar la espera. Enormes mesas cubiertas de deliciosos bocados se disponían entre las zonas bañadas por el agradable sol otoñal, a la sombra de sauces y palmeras, mientras los músicos de la corte entretenían a los presentes con la música de sus laúdes. Los notables de mayor rango, los primeros en abandonar el salón del trono, se distribuían en animados corrillos, pero sin duda el centro de atención era el nuevo hāchib. Todos los presentes eran conscientes del poder que aquel hombre, aún joven, ostentaba ahora. Desde los tiempos del hāchib Haxim ibn Abd al Aziz, durante el reinado de Muhammad I, nadie había ocupado tal cargo, que colocaba a su titular tan solo un peldaño por debajo del emir en la escala del poder ejecutivo y por encima del resto de los visires, que le debían obediencia.

Badr comprobó que el círculo a su alrededor aumentaba por momentos, y se hacían interminables las muestras de felicitación, a las que atendía con la mejor de sus sonrisas, aunque algunas rayaran en la adulación. Había sido el primer sorprendido al oír el insólito anuncio de Abd al Rahman y, aunque sabía del aprecio que este le profesaba, la emoción al escuchar de sus labios tal reconocimiento público había estado a punto de traicionarle. El efecto de la infusión de la mañana había pasado sin duda, la euforia que sentía era real. Respondía de forma cortés a los saludos que recibía, tratando de evitar que su mente viajara en el tiempo hasta el momento en que había estado a punto de perder la vida al cruzar la alcantarilla bajo las murallas del alcázar. Por ello, cuando el magistrado que le daba su parabién se retiró de aquella fila interminable, se sorprendió al encontrar el rostro sonriente de su esposa. El corazón le dio un vuelco, pero no pudo evitar una exclamación casi dolorosa cuando vio junto a ella a sus dos hijos.

—¡Nora! ¡Abd al Rahman! ¡Adur! —exclamó con tono contenido.

Se abrazó a la mujer que había sufrido las ausencias de los últimos años, y los dos muchachos los rodearon a ambos con los brazos. Badr, ahora sí absolutamente feliz, revolvió el cabello de ambos. No era casual que su primogénito, que contaba ya doce años, llevara el mismo nombre que el emir, ni que este lo hubiera apadrinado. Tampoco lo era el nombre del benjamín de nueve, quien, todavía abrazado a la túnica de su padre, fue el único capaz de articular una palabra.

—Todos estamos muy orgullosos de ti, padre.

Sus palabras desataron las emociones hasta entonces reprimidas. Badr, incapaz de contener las lágrimas que pugnaban por brotar, ocultó el rostro en el velo de su esposa, y los dignatarios que les rodeaban disolvieron con discreción el círculo. El tronco de una palmera, junto al borde de una alberca, les sirvió de improvisado refugio cuando se les permitió retirarse para disfrutar de un instante de intimidad.

—Tus hijos y yo sabíamos que este día había de llegar —dijo Nora con su voz dulce, de forma apenas audible.

Badr, emocionado aún, le acarició la mejilla con las yemas de los dedos.

—Nada de todo esto hubiera sido posible sin ti —respondió—. Y me siento culpable, pues quizá no he prestado a mis hijos la atención que precisaban, volcado como estaba en…

Nora puso un dedo en los labios de su esposo, que se vio obligado a callar.

—Tus hijos han crecido mirándose en el mejor de los espejos, el de un hombre que les ha enseñado que, con empeño, cualquier meta puede ser alcanzada.

Badr bajó la mirada, y vio admiración, casi incredulidad, en el rostro de sus dos hijos. Sonrió, y volvió a jugar con sus cabellos.

—Mi nueva responsabilidad también os afecta a vosotros —advirtió—. Ahora sois los hijos del hāchib, y vuestro comportamiento deberá ser ejemplar. Habrá muchas miradas puestas en vosotros dos.

Ambos muchachos asintieron.

—Nos retiramos —anunció Nora, señalando al numeroso grupo de hombres que de nuevo fijaban su atención en ellos—. Tus compromisos te reclaman.

Badr se volvió hacia ella y, oculto por el tronco de la enorme palmera, rozó su rostro con los labios, acercándose a su oído.

—Está bien, pero esta noche espérame despierta —susurró con una sonrisa, antes de tomarla por el brazo para despedirla.

Al cabo de un instante el hāchib Badr se vio de nuevo engullido por el grupo.

La ceremonia del juramento finalizó poco antes del mediodía para permitir el traslado de toda la corte a la mezquita mayor, donde tuvo lugar la ceremonia fúnebre que precedió a la inhumación de los restos de Abd Allah. El viejo emir recibió sepultura en el cementerio de Al Rawda, dentro de los muros del alcázar, en la misma tierra en la que descansaban sus antepasados, aquellos que le habían precedido en la responsabilidad del emirato. Abd al Rahman se postró en la tierra recién removida y, con infinito respeto, recitó las oraciones fúnebres por su abuelo.

En el exterior, el júbilo se imponía al duelo, y los cordobeses se habían entregado a unas celebraciones que habrían de prolongarse durante días, tantos como durara la jura de los súbditos ante los representantes del emir en la mezquita. Abd al Rahman se había mostrado pródigo con los fondos destinados a los festejos, lo cual constituía un motivo añadido de satisfacción para los qurtubíes, que podían olvidar momentáneamente las penurias que la ciudad venía padeciendo.

Después de un tiempo para el descanso que también él había aprovechado con gusto, al anochecer, Badr fue requerido por Abd al Rahman en sus dependencias privadas. El nuevo hāchib acudió intrigado, pues había supuesto que tras el funeral, celebrado aquel mismo jueves, la actividad quedaría aplazada hasta la mañana del sábado, para permitir la asistencia a la mezquita y la celebración del viernes. Sin embargo, aquel día el trabajo para los escribanos aún no había terminado. El emir había decidido redactar tanto los decretos de cese como los nombramientos de los nuevos visires aquella misma noche y deseaba contar con su aprobación. Badr siempre había reconocido mejor que nadie la capacidad del muchacho que ahora portaba en su mano el símbolo del poder real, pero durante aquel encuentro comprobó que había decidido asir con fuerza las riendas desde el primer instante. Fue consciente de ello al pasar la vista por la lista de nombres que Abd al Rahman sometía a su consideración y al escuchar los motivos que le habían llevado a incluirlos en ella.

Cuando los documentos quedaron ultimados, Badr no pudo evitar un placentero estremecimiento, al imaginar, desde su recién estrenada posición de poder, el momento en que, tras la última oración del día, los elegidos y los cesados recibieran la visita de los secretarios de palacio en sus residencias. Aquella noche, pensó con una sonrisa, serían otros quienes no pudieran conciliar el sueño.