Año 916, 303 de la Hégira

26

Tutila

Mientras trepaba por el tronco de aquella higuera, a los veintidós años Muhammad sintió que retrocedía hasta aquellos días en que, siendo solo un muchacho divertido y despreocupado, se había subido a aquellas mismas ramas, tratando de ocultarse de sus amigos. Las circunstancias ahora eran bien distintas, y por eso había escogido una noche en que las nubes, arrastradas por el viento del sur, ocultaban por completo la luz de la luna. Aquella enorme higuera había crecido sola en la parte exterior del muro, y seguramente se habría ganado el indulto con sus primeros frutos, de una dulzura y sabor excepcionales. Avanzó a horcajadas por una de las ramas más gruesas, la que se introducía en la finca salvando la tapia de adobe, y se descolgó hasta la hierba con sigilo.

Conocía la almúnya como la palma de su mano, y no hubiera necesitado ni la tenue claridad a la que ya se habían adaptado sus ojos para recorrer aquellas veredas en dirección a la construcción principal, situada entre el muro que acababa de saltar y el cauce del Ūadi Qalash. Avanzó tan rápido como pudo, con las pisadas amortiguadas por el ruido de las hojas de los árboles, que, agitadas por las ráfagas de viento, producían un sonido acariciante que parecía ir y venir en oleadas. Solo se detuvo cuando la sombra del edificio acaparó su campo de visión, y se dirigió a la parte trasera. La leña destinada a alimentar el pequeño hammam de la finca se encontraba apilada contra el muro, a ambos lados de la trampilla a través de la cual se arrojaba al interior. Retiró el pasador que la obturaba por fuera y asió uno de los agarraderos. La hoja de madera giró sobre sus goznes y le sobresaltó un agudo chirrido. Durante un instante permaneció paralizado, con los músculos en tensión y el oído atento, pero nada pareció suceder. Con más cuidado esta vez, alzó la segunda hoja y descendió los primeros escalones.

El tenue resplandor procedente de las rendijas del horno, en el que gruesos troncos se consumían lentamente durante la noche, proporcionaba cierta claridad. Recordó con un poso de nostalgia aquel lugar en el que, de niños, gustaban de refugiarse para entrar en calor en los gélidos días del invierno, por lo que sus madres les reconvenían cuando salían de allí cubiertos de hollín y cenizas. Ahora el calor le pareció demasiado intenso y atravesó el recinto con rapidez. Ascendió la estrecha escalinata que conducía a la sala superior y empujó la puerta de madera, que no cedió. Casi contaba con ello, así que descendió de nuevo y tanteó la pared, rogando al cielo que el viejo esclavo encargado de mantener el horno siguiera con sus viejas costumbres. Sus dedos tropezaron con el entrante de la pared y palparon la llave de madera que tantas veces había utilizado.

Cuando atravesó la puerta, accedió a un oscuro rincón apenas visible desde el hammam, aunque pudo aspirar el cálido y agradable aroma de este. Cruzó las tres pequeñas salas de aquellos baños utilitarios y sin pretensiones y, tras inspirar hondo, se dispuso a asomar la cabeza al patio central de la vivienda. Solo dos pequeños candiles de aceite iluminaban el lugar, y el único sonido era el del pequeño surtidor que proveía sin descanso la alberca central. A aquella hora de la madrugada nadie parecía levantado, y avanzó sobre el empedrado al abrigo de la arcada que sostenía la galería superior hasta que alcanzó la escalera que conducía a ella. Tomó uno de los candiles de la alcayata e inició el ascenso maldiciendo los crujidos de los escalones de madera.

Sabía que al llegar al corredor se exponía a las miradas de cualquiera que permaneciera despierto, y por eso salvó con rápidas zancadas la distancia que lo separaba de la alcoba. Alzó el pestillo con infinito cuidado hasta entreabrir una fina rendija, aplicó la oreja y al momento oyó una respiración sonora y acompasada que reconoció de inmediato. Abrió la puerta lo justo para deslizarse en el interior y volvió a encajarla en su lugar. El corazón le latía desbocado. Un grito a destiempo sería desastroso. Cruzó la habitación con sigilo y, sin perder un momento, alzó con la mano izquierda el candil a la altura de su cara, y con la derecha cubrió la boca y la nariz de su madre.

Hana abrió los ojos de forma desmesurada, pero fue incapaz de emitir ningún sonido más allá de un gemido ahogado. Muhammad sabía que la llama del candil debía de darle un aspecto fantasmal, y lamentaba el momento de angustia que le estaba produciendo, pero tras el primer instante de desconcierto su madre empezó a dar muestras de haberlo reconocido.

—Soy yo, madre, tranquilízate —susurró—. Ahora voy a retirar la mano, pero no debes decir nada… ¿lo entiendes?

A pesar de la presión, ella asintió con el gesto, y su hijo retiró la mano. Hana se incorporó sobre los codos, pero el temor volvió a su rostro.

—¡Hijo mío! ¿Cómo has entrado? —musitó con voz apenas audible—. La almúnya está custodiada, ¡esperan a que regreses para capturarte!

—Lo sé, madre. Por eso me he visto obligado a despertarte así, un simple grito me hubiera delatado.

Hana se sentó en el borde del lecho, y tomó un ligero chal, que se echó sobre los hombros.

—¡Temía por ti, hijo mío! ¡Me alegro tanto de verte! —dijo, tomándole la mano—. ¿Dónde has estado estas últimas semanas?

—En lugar seguro, madre, y pienso volver a él… aunque no por mucho tiempo. ¿Cómo estás tú? —preguntó.

Hana negó con la cabeza al tiempo que bajaba la mirada, y Muhammad vio el brillo que la luz del candil arrancaba a sus lágrimas. Sabía que la muerte de Abd Allah, víctima del veneno que sin duda le habían administrado antes de su liberación, había constituido para ella un golpe difícil de superar. El alivio momentáneo que había supuesto su liberación hizo todavía más dura la realidad de su muerte, y el único consuelo al que Hana había podido aferrarse era que su esposo había expirado entre sus brazos y rodeado por sus hijos.

—¿Y Mūsa? —preguntó Muhammad al recordar a su hermano.

Hana volvió a sacudir la cabeza, incapaz ahora de ahogar el llanto. Cuando se creyó en condiciones de hablar, respondió con voz entrecortada por los sollozos:

—Ya sabes cómo estaba durante el entierro de vuestro padre… Nunca lo había visto tan fuera de sí, clamando venganza contra los vascones de aquella manera. Pero los vascones están lejos, y un muchacho nada podría hacer, así que cuando tuviste que huir de Tutila y, además de su padre, vio cómo también perdía a su hermano… volcó toda su rabia contra vuestro tío.

Muhammad recordaba perfectamente los días posteriores a la muerte de Abd Allah. Mutarrif había permanecido en Arnit desde la liberación y, si había conocido la enfermedad de su hermano, no había tenido a bien acercarse hasta Tutila para interesarse por él. Ahora bien, no había pasado una jornada desde su muerte cuando, advertido de alguna manera, atravesó la puerta occidental de la madina al frente de un numeroso grupo de soldados y se dirigió a la alqasába, donde aún se encontraba el cadáver amortajado. Hasta el momento del entierro, su tío se había comportado como un hermano apenado y contrito, recibió las demostraciones de duelo y participó en los ritos funerarios, pero sus movimientos entre los notables de la ciudad y los oficiales de la guarnición no pasaron desapercibidos.

En la mañana del tercer día, el cuerpo de su padre había sido enterrado en el cementerio situado en el exterior de la muralla meridional, junto al camino de Tarasuna, en medio del dolor de Hana, de Sahra, de Mūsa y del suyo propio. También Mutarrif había participado en la ceremonia, e incluso había ayudado a introducir el cuerpo de su hermano en la sepultura. Pero al regresar a la ciudad, la guardia había sido sustituida, y Muhammad observó la presencia de soldados en algunos puntos del recorrido del cortejo. El joven acompañó a su madre y a su abuela hasta la vieja almúnya, hizo aparejar un caballo y se dirigió a buen paso a la alqasába.

La sospecha se convirtió en certeza cuando fue detenido en la puerta del recinto interior. Se le obligó a desmontar, desarmado, y solo se le permitió el acceso al recinto flanqueado por un grupo de guardias que lo condujeron al edificio principal, donde su tío lo esperaba en compañía de un grupo de oficiales. El enfrentamiento había sido inevitable, desabrido, virulento. Mutarrif dejó claro que había asumido el mando de la madina y del clan, y le invitaba a abandonar la ciudad con destino a Balterra, donde debería permanecer confinado bajo sus órdenes.

Muhammad evocó la cólera acumulada que había ascendido en oleadas hasta hacerlo estallar. Había escupido las palabras, encendido, echándole en cara que el fingido dolor por su hermano no era más que el velo que camuflaba la satisfacción por su muerte, llevado por una ambición desmedida. Le recordó su negativa al canje para la liberación de su padre y se preguntó en voz alta de qué manera habría celebrado la noticia de su envenenamiento. Solo las manos que lo sujetaron habían impedido que se abalanzara sobre él, desarmado incluso.

Había abandonado la alcazaba inflamado por el odio hacia aquel hombre sin escrúpulos que sin embargo era su tío, recorrió las estrechas callejas al galope, ajeno a las imprecaciones de quienes tenían que echarse a un lado para no ser arrollados, y golpeó las puertas de la casa familiar hasta que un acobardado sirviente le franqueó el paso al zaguán. Había recorrido el desierto patio interior una y mil veces, a grandes zancadas, tratando de calmarse, porque la rabia y la aversión superaban entonces su dolor, y no era capaz de pensar con claridad. Sin embargo, la inquietud había ido en aumento, un temor sordo se fue abriendo paso en él, y se sorprendió atento a los sonidos procedentes del exterior.

Poco después de la llamada del muecín, unos golpes sordos y apresurados en el portón acabaron de ponerle en guardia. Uno de los mozos de cuadra de la alcazaba, enviado sin duda por algún oficial afecto a su padre, se esforzaba por recuperar el aliento para avisarle de que una unidad de la guardia se dirigía hacia allí con la orden de prenderlo.

Recordaba con claridad el momento en que cruzó al galope la Bab al Saraqusta, la puerta más próxima a la casa, con la angustia de una huida sin destino seguro, sin despedidas, sin posibilidad de tranquilizar a su propia madre revelándole su paradero. Precisamente era aquella angustia la que le había conducido allí de vuelta, a sabiendas de que Mutarrif le esperaba y de que la almúnya en la que se hallaban los suyos estaría vigilada.

—¿Está en su alcoba? —preguntó de nuevo.

—¿Quién? —respondió su madre con aire ausente.

—Mūsa. Me gustaría verlo antes de marchar, hablar con él.

Hana negó con la cabeza, repentinamente alterada.

—No lo hagas, es peligroso, podrían descubrirte —repuso—. Yo le hablaré por la mañana de tu visita.

—Jamás me lo perdonaría —insistió Muhammad.

Se incorporó con la intención de tomar de nuevo el candil, pero la mano de su madre lo detuvo.

—Mūsa no está en la casa —reveló Hana, sollozando.

Muhammad clavó la mirada en aquel rostro angustiado.

—¿Qué me ocultas, madre? —preguntó con el temor reflejado en la voz.

—Cuando tu hermano descubrió el motivo de tu ausencia acudió a la alqasába para exigir explicaciones a Mutarrif, se enfrentó a él. Ahora está allí, tu tío lo mantiene vigilado y no le permite abandonar el recinto.

Muhammad abandonó la almúnya antes del amanecer por el mismo camino que había utilizado para entrar. Caminó entre la espesura, alejándose de la ciudad, hasta donde había ocultado su yegua. El ruido de sus pisadas había inquietado a la bestia, que piafaba nerviosa, y al llegar a su lado se entretuvo en acariciarle el cuello hasta que consiguió tranquilizarla. Según el plan que se había trazado, debía partir inmediatamente para estar lejos de Tutila cuando el sol asomara tras los montes del levante y evitar así encuentros inoportunos en los caminos. Sin embargo, tomó la manta que llevaba doblada detrás de la silla, la tiró sobre la hierba y se sentó con la espalda apoyada en el tronco de un viejo olmo. Sabía que aquel cambio de planes rompía la promesa que su madre acababa de arrancar de sus labios, pero su decisión estaba tomada, y en aquel momento esa era la menor de sus preocupaciones. Esperó hasta que oyó el lejano canto del muecín, que llamaba a los fieles desde el alminar de la vieja mezquita para la primera oración del día, e imaginó a los centinelas abriendo en aquel momento las cuatro puertas del recinto fortificado de la madina. Entonces se levantó, sujetó la manta en la grupa y se subió al animal, que pareció desperezarse, agradecido.

Sabía que, si Mutarrif había dispuesto vigilancia en los accesos a la ciudad, esta se concentraría en la Bab al Qantara y la Bab al Saraqusta, las dos puertas más cercanas al río y a la vieja residencia de la familia. Vadeó por tanto el Ūadi Qalash y se dirigió al camino de Tarasuna, que atravesó también con las primeras luces del día sin encontrar a nadie. Al rodear la ciudad, el perfil de la fortaleza quedó recortado contra la claridad del sol que se filtraba entre las nubes todavía abundantes, y una punzada de inquietud le atenazó el estómago.

Llegó al camino de Qalahurra a media milla de distancia de la robusta muralla y enfiló hacia la ciudad. Imprimió a su fiel montura un ritmo ligero, un trote cómodo que le permitió encomendar su suerte al Todopoderoso, antes de lanzarse al galope cuando tuvo a la vista las hojas abiertas del portón. Cruzó la Bab al Qalahurra sin prestar atención a los avisos de los guardias, que no tuvieron más opción que apartarse de su camino, so pena de resultar aplastados por los cascos del animal. Aquel era el acceso más cercano a la alqasába, e inició el ascenso por la serpenteante vereda, atajando a monte través donde la pendiente lo permitía. Cuando alcanzó la puerta del recinto principal, los guardias, que habían observado su ascenso, se encontraban en sus puestos y con las armas preparadas. La sorpresa se reflejó en sus rostros al reconocer al recién llegado, pero las lanzas se cruzaron ante él.

—¡Abrid paso! ¡Vengo a ver a Mutarrif!

No conocía a ninguno de ellos, ni siquiera al oficial que parecía al mando. Sin duda, su tío se había encargado de relegar de cualquier puesto relevante a los soldados y oficiales más allegados a su padre para sustituirlos por hombres de su confianza. Por eso no sintió ningún remordimiento cuando picó espuelas y cargó contra ellos sable en mano. Descargó el primer golpe sobre el hombro del soldado que le salió al paso, y su cabalgadura arrolló al que se aproximaba por el lado opuesto. Cuando el oficial quiso reaccionar, Muhammad había atravesado el portón y galopaba por la desierta explanada interior, en dirección al edificio central.

—¡Mutarrif! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Mutarrif!

El sonido reverberó en las sólidas paredes de piedra de las construcciones que componían la fortaleza. Con un rápido vistazo, comprobó que el oficial de la guardia y el soldado que no había resultado herido corrían hacia él, y que de las dependencias que albergaban a la guarnición empezaban a salir los primeros hombres, ajustándose aún los correajes.

—¡Mutarrif! —aulló de nuevo, mientras la yegua alzaba ambas patas en el aire—. ¡Soy tu sobrino, Muhammad! ¡Sal de ahí!

Los guardias llegaban empuñando sus espadas, y los miembros de la guarnición formaban ya un numeroso grupo en torno al patio de armas. Muhammad tiró de las riendas para volverse hacia el oficial que lo amenazaba.

—¡No tengo nada contra ti! —advirtió—. Solo busco ver a mi tío cara a cara, hay un asunto que debemos resolver.

El soldado hizo caso omiso de sus palabras y afianzó las piernas mientras sujetaba la espada con ambas manos, dispuesto a atacar. Muhammad, desde la ventaja que le daba su posición, rechazó el primer golpe con el hierro. El oficial, sin duda impulsado por su fracaso al tratar de cortarle el paso en la puerta, se empeñaba ahora en enmendar su error, despreciando la superioridad de su oponente. Ya en el segundo golpe pagó su temeridad, porque el filo de Muhammad hizo presa en el brazo con el que sujetaba la espada, que cayó al suelo con estrépito.

—Solo busco a Mutarrif —repitió con la determinación pintada en el rostro, al ver que el segundo soldado se disponía a ocupar el lugar de su superior.

—Aquí me tienes —oyó a su espalda.

Muhammad giró su montura. Su tío se hallaba bajo el dintel de la puerta principal de la alqasába, con los brazos en jarras, las piernas bien afirmadas en el suelo y la mano derecha sujetando el pomo de su sable. Alrededor de ellos se iba formando un amplio círculo de hombres de rostro grave; soldados, oficiales y funcionarios de la administración, ahora mezclados sin orden, con toda la atención puesta en los movimientos, las palabras y los gestos de ambos. Algunos empuñaban sus armas, preparados para intervenir, pero en la expresión de la mayoría se adivinaba desconcierto, indecisión, cuando no expectación o esperanza.

Mutarrif, con un simple movimiento de cabeza, hizo que el soldado depusiera el arma y se apartara hacia el borde del círculo. El joven se apeó de la yegua con movimientos medidos y palmeó su grupa para alejarla en dirección a las caballerizas. El entrechocar de los cascos contra el suelo era el único sonido que se oía en aquel momento en el patio de armas.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó con un tono circunspecto del que se desprendía una amenaza.

El estado de excitación de Muhammad le hacía extremadamente atento a cualquier señal, y quizá por eso captó un instante de vacilación en su tío. Cuando de forma furtiva el interrogado paseó la mirada en torno, un atisbo de esperanza se abrió camino: tal vez no estuviera recluido, sino que simplemente se le hubiera prohibido abandonar la fortaleza.

—¿Ese gallito? —respondió con sarcasmo—. He tenido que cerrar las puertas de la casa, para evitar que se lastime.

—Haz que lo traigan —exigió—. ¡Ahora!

Una risa estentórea inundó el patio.

—La última vez que nos vimos te di la oportunidad de quedarte en Balterra, pero al parecer incluso eso era demasiado para ti. Has preferido permanecer escondido, solo Allah sabe en qué clase de agujero. ¿Quién crees que eres para presentarte aquí con tales exigencias?

—Soy el hijo de mi padre, Abd Allah, que murió por presentar batalla a nuestro enemigo más poderoso. Tu actitud mezquina y traidora durante su cautiverio te hace indigno de ocupar su puesto, algo que, por vez primera desde hace generaciones, has hecho sin el beneplácito del Consejo. Vengo a reclamar mi derecho, a oponer mi pretensión a la tuya, y exijo una reunión de la Asamblea para que se pronuncie.

De nuevo la risa fue la respuesta a las serias palabras de Muhammad.

—Nada tiene que decir ya la Asamblea. Todo está decidido. Como Abd Allah sucedió a Lubb, yo sucederé a Abd Allah. Me avala mi experiencia como gobernante, frente a la impericia y la bisoñez de un muchacho como tú.

Muhammad sintió de nuevo que la sangre se le agolpaba en las sienes.

—En ese caso… hablarán las armas —dijo, y escupió a sus pies.

Era un desafío público del que Mutarrif no podía escabullirse, pero la expresión que esbozó su cara demostraba que no tenía ninguna intención de hacerlo. El rictus satisfecho de sus labios más bien parecía indicar que había estado esperando aquel momento. Su experiencia en el combate cuerpo a cuerpo era infinitamente mayor que la de Muhammad, algo que no podían compensar la agilidad y la juventud del muchacho.

Cuando los sables cruzaron los primeros golpes, un vocerío surgió entre los centenares de hombres que ocupaban ya toda la explanada, los muros de los aljibes y los abrevaderos, incluso los tejados bajos de los barracones y los adarves de la muralla. No eran infrecuentes aquel tipo de enfrentamientos, habitualmente por cuestiones de honor, pero todos sabían que lo que sucedía en la alqasába aquella mañana era algo excepcional. Empuñaban las armas los dos hombres que se disputaban la jefatura del clan, los herederos de quienes habían dominado aquellas tierras en los dos últimos siglos y, pasara lo que pasase, la semilla de la división y el desencuentro entre facciones estaba sembrada. Así las cosas, el único beneficiado era el causante último de aquella situación, el rey de los vascones, Sancho Garcés.

El odio larvado durante los últimos años parecía dar fuerza a los brazos de aquellos dos hombres. Las embestidas de Muhammad, acompañadas de gemidos que resonaban entre los muros, habrían atravesado de parte a parte a su oponente si este no hubiera mostrado unos reflejos y una vivacidad poco habituales para su edad. Los golpes de sable de Mutarrif chocaban una y otra vez con el hierro sostenido por el brazo poderoso de su sobrino, y durante un instante los cuerpos permanecían unidos por el impulso, hasta que las espadas se separaban de nuevo, como impelidas por un resorte, para comenzar de nuevo el tanteo, con los contendientes moviéndose en círculo, prestos a asestar el siguiente golpe. El polvo se pegaba ya al rostro cubierto de sudor de los dos contendientes, el cabello y las barbas blanqueaban, y las bocas se abrían tratando de capturar el aire.

El combate era demasiado igualado para terminar pronto, y los dos parecían conscientes de que solo el agotamiento permitiría una estocada definitiva. Los movimientos se hacían cada vez más pesados, y a los dos contendientes empezaba a resultarles difícil retirarse a tiempo para evitar el filo del sable, de modo que la sangre acabó tiñendo los brazos y las túnicas de ambos. Resultaba evidente que la experiencia de Mutarrif le había llevado a dosificar mejor el esfuerzo, y el ímpetu y la fuerza inicial de Muhammad parecían estar pasando ya factura. Se sucedieron una serie de ataques trabados, cada vez más espaciados para recuperar el aliento, que acabaron cuando el sable de Mutarrif laceró el brazo izquierdo de su sobrino. Muhammad miró las gruesas gotas de sangre que caían al suelo, y sus ojos se entornaron con una expresión de inquina y determinación. Con un bramido que no parecía humano se abalanzó sobre su tío, que lo recibió a contrapié sin poder preparar la defensa, pero el propio desequilibrio de su cuerpo le apartó de la trayectoria del hierro. Fue Muhammad quien, debido al impulso y sin obstáculo que lo detuviera, cayó de bruces hacia delante y paró el impacto con sus dos antebrazos. A costa de desollarse los puños consiguió mantener asido el pomo del sable, pero cuando se giró para intentar ponerse en pie de un salto, la espada de Mutarrif se cernía ya sobre él. Con un movimiento instintivo, cruzó la suya alzando los dos brazos para evitar el golpe, pero en ese momento una sombra entró en su campo de visión e impactó sobre su tío, que salió despedido tambaleándose, aunque sin llegar a caer. Era Mūsa quien, desarmado, con la única fuerza de sus manos, se había lanzado sobre su tío al ver en peligro a Muhammad.

Todo sucedió muy rápido. Mutarrif, encolerizado, se lanzó sobre el muchacho indefenso, y Muhammad vio desde el suelo cómo, a pesar del movimiento para tratar de zafarse, el filo del sable penetraba bajo la axila de su hermano. Mūsa cayó desplomado por la violencia del golpe, mientras él se levantaba de nuevo.

—¡Mutarrif! —bramó.

Su tío se volvió, resollando, aunque dispuesto a continuar el combate. Muhammad desvió la vista un segundo hacia Mūsa, que trataba de cubrirse con la mano ensangrentada la herida que el hierro le había producido entre el brazo y el costado. Después, clavó la mirada inyectada por el odio en los ojos de Mutarrif, alzó la espada y arrancó hacia él con un grito gutural. Esta vez no embistió de frente. Herido su hermano, poco le importaba ya lo que pudiera suceder y, antes de llegar a su altura, giró todo su cuerpo en un movimiento inverosímil, con el sable extendido, prolongando la longitud de su brazo. Sintió el impacto sobre el cuello de Mutarrif en el preciso instante en que el lacerante filo de la espada de su tío hacía mella en su propio costado. Se llevó la mano izquierda a la herida de forma instintiva, pero inmediatamente después se había arrojado sobre Mūsa. Quizá si hubiera desviado la mirada hacia su tío habría visto la muerte en su rostro desencajado, mientras la sangre manaba incontenible de la herida en su cuello. Pero solo tenía ojos para su hermano. El alivio que sintió al comprobar que estaba consciente, que su herida no parecía grave, compensó el dolor hiriente de su propio cuerpo, y solo entonces cedió a la irresistible necesidad de apoyar la cabeza, cerrar los ojos y abandonarse al sueño que le invadía en oleadas.