Año 925, 313 de la Hégira

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Burbaster

Un viento frío procedente del norte barría las cumbres de Burbaster y silbaba entre las ramas de los árboles cuando la comitiva abandonó el camposanto. La madina al completo se encontraba allí, pero tan solo dos centenares de elegidos habían podido atravesar la cerca de adobe que rodeaba el nuevo cementerio. Sulaymán había envuelto los hombros de Argentea con el extremo de su capa, no tanto para protegerla del viento como para ofrecerle el calor y la compañía que a partir de aquel día iban a serle tan necesarios.

La muerte de Columba no había sido una sorpresa: ambos la habían visto apagarse como se extingue la llama de un madero desde que enfermara en los días más duros del invierno anterior. Sulaymán sabía que nadie está preparado para la muerte de una madre, menos que nadie una niña de apenas trece años, y, sin embargo, se había asombrado ante la entereza de su hija en los últimos días. Ella misma lo había confortado en el trance de la muerte, demostrando una fe ciega, transmitiéndole la convicción de que pronto habrían de reencontrarse en una vida mejor, alejada de las zozobras de este mundo que tan cruel se mostraba con sus criaturas. Ambos habían compartido esa esperanza y, en los últimos meses, las únicas actividades de su hija fuera de los muros de la vivienda que ocupaban dentro de la alcazaba se centraban en el viejo monasterio, donde compartía con los monjes y un pequeño grupo de muchachas de su edad una vida dedicada a la oración y a la ayuda a todo aquel que la precisara en la madina.

Caminaron abrazados a lo largo de la abarrotada vereda que conducía a la alcazaba, atendiendo a las palabras y los gestos de condolencia de los centenares de habitantes de Burbaster que se arracimaban a su paso. Sulaymán aprovechó algunas de aquellas breves conversaciones para lanzar miradas subrepticias hacia el rostro de la muchacha, y de nuevo admiró su fortaleza. Tan solo unas lágrimas habían resbalado por su mejilla en el momento en que él mismo lanzaba las primeras paladas de tierra dentro de la tumba que había acogido el cuerpo de Columba. Sin embargo, la señal de la cruz dibujada con mano temblorosa sobre su rostro, y sobre su pecho después, pareció un conjuro que había acabado con sus muestras de dolor. Fue Argentea la que, al volverse, enjugó incluso las lágrimas de una de sus jóvenes amigas, rota por el llanto.

Al penetrar en la fortaleza, Sulaymán sustrajo a su hija de la compañía del resto de las mujeres que la pretendían para acompañarla durante el duelo.

—Es momento de que mantengamos una conversación —dijo, tratando de reflejar una ternura con la que no estaba familiarizado y que resultó extraña a sus propios oídos.

—Como usted diga, padre —respondió la muchacha, con la vista en el suelo.

Penetraron en las dependencias de la alqasába, atravesaron los cordones de la guardia, reforzados en los últimos tiempos, y desembocaron en la sala central, donde un fuego acogedor ardía en la amplia chimenea. Sulaymán tomó asiento en uno de los bancos cercanos al hogar e indicó a Argentea el situado frente a él. A la luz titilante de las llamas, el rostro de la muchacha, aún sonrosado por el viento, ni siquiera llegaba a aparentar los trece años que contaba, pero su mirada parecía revelar ahora una inquietud que hasta entonces no había advertido. Ambos permanecieron unos instantes con la mirada perdida en los colores rojos y azulados de los maderos, hasta que Sulaymán se inclinó hacia delante, extendió los brazos y tomó las manos de su hija entre las suyas.

—Hija mía —comenzó titubeante, con la cabeza gacha—, hasta hoy ha sido tu madre quien se encargaba del gobierno de nuestra casa, incluso de la hacienda de la familia, pues mis ausencias constantes así lo aconsejaban. Sin embargo, ella no está ya entre nosotros, y es preciso que ahora, a pesar de tu juventud, seas tú quien asuma sus responsabilidades. Se acercan tiempos difíciles, y no siempre voy a estar a tu lado.

El rostro de Argentea pareció adoptar un color más encendido.

—No me asusta, padre, la tarea que me encomiendas. Madre llevaba tiempo poniéndome al corriente, y sé que estoy capacitada para llevarla a cabo, con ayuda de nuestros parientes y del servicio, que, a Dios gracias, nos ayuda en las labores más arduas e ingratas. Sin embargo…

Argentea vaciló.

—¿Qué hay, hija mía? ¿Qué pretendes decirme? —terció Sulaymán—. Quizá no sea nada que yo no sepa.

—Padre… sabes que en los últimos tiempos la llamada del Señor se manifiesta en mí con creciente fuerza, hasta el punto de hacerse irresistible. Tan solo Su cercanía llena mi alma. Nada he revelado durante la enfermedad de madre, pues su atención y su cuidado han sido para mí la única ocupación. Pero llega la hora de organizar de nuevo tu casa, y esta conversación es el momento propicio para plantear el anhelo que colmaría todas mis aspiraciones.

Sulaymán cerró los ojos y asintió, animando a su hija a continuar.

—Deseo profesar como novicia, padre, en algún cenobio próximo quizás, y dedicar el resto de mi vida a Dios.

Sulaymán apretó los labios y alzó los ojos hasta que sus miradas se encontraron.

—Sabía que no tardarías en plantearme un ruego semejante. Sin embargo, sabes que en esta situación no existe posibilidad de satisfacer tu deseo. El emir continúa con su estrategia de arrasar el entorno de Burbaster. Muchas de las fortalezas y monasterios en decenas de millas a la redonda han sido destruidos o tomados por las fuerzas de Qurtuba, y otros muchos seguirán el mismo camino, si Dios no lo impide. Los caminos son impracticables, y si alguien puede aventurarse por ellos son las cuadrillas de hombres armados que no teman el enfrentamiento y que tengan en poca estima sus vidas.

—Podría profesar en algún cenobio más alejado, en tierras a las que no llega el ruido de las armas. Según dicen, en la propia Qurtuba y sus alrededores existen monasterios aislados que son tolerados por el emir…

—Profesar en un cenobio cerca de Qurtuba sería ponerte en manos de nuestros enemigos, quienes no dudarían un instante en utilizarte como rehén. No olvides que para los qurtubíes me he convertido de nuevo en el hombre que batir, mi cabeza tiene precio, y cualquier método para obtenerla es válido.

—Lo sé, padre. Lo sé bien —reconoció—. He tenido tiempo de reflexionar acerca de los inconvenientes que planteas. Yo misma he pensado en ellos, y también en la manera de sortearlos.

—Mucho tiempo has de llevar madurando esto que me propones —supuso Sulaymán, que se levantó del asiento sin ocultar su turbación y se alejó unos pasos.

—Lo último que deseo es hacer daño a mi padre —aseguró con voz temblorosa.

Sulaymán se giró despacio, y el cabello de su hija, recogido bajo el velo del luto, se recortó frente a las llamas. Sin poder evitarlo, la imagen se volvió vidriosa.

—Habla con libertad… Sé que tu voluntad es firme y poco puedo hacer para cambiarla.

—Hay tres muchachas en la comunidad, dos de ellas hijas de algunos de tus capitanes, dispuestas también a profesar. La noticia del martirio de Pelayo en Qurtuba ha inflamado sus corazones, y están dispuestas a seguir sus pasos sin dudarlo. Cuatro novicias son suficientes para fundar un eremitorio aquí mismo, dentro incluso de los muros de Burbaster. Existen lugares apartados en algunas de las terrazas menos accesibles, donde podemos gozar de la tranquilidad de espíritu necesaria para la contemplación del Señor. Solo tienes que dar una orden y sus muros pueden alzarse en unas semanas, nosotras ayudaremos con nuestras propias manos. Contaríamos con el auxilio espiritual del abad del monasterio rupestre, y me tendrías cerca. Con eso evitarías la zozobra que la distancia y la ausencia de noticias podrían hacerte sentir. En cuanto a ti, más te conviene poner al frente de la administración de tu casa a un mayordomo, a un pariente en quien confíes.

Sulaymán parecía debatirse entre sentimientos contradictorios y recorrió la sala con las manos a la espalda, hasta detenerse frente a uno de los ventanales, desde el que se contemplaba el imponente paisaje que rodeaba las cimas de Burbaster.

—Nada puedo objetar a tu deseo, y te construiré ese eremitorio, si es lo que me pides. Sin embargo, hay algo en tus palabras que me inquieta… ¿quién es ese Pelayo al que te has referido? ¿Y quién os ha hablado de él?

—Es una larga historia, fue el abad quien la dio a conocer a la comunidad, tras la llegada de un nuevo miembro procedente de Qurtuba.

—Me inquieta oír hablar de martirios cristianos. Hace años, antes de que tú y yo hubiéramos nacido, se produjeron en la capital decenas de ejecuciones calificadas como martirios y que, a los ojos de muchos, cristianos incluso, no fueron sino el resultado de la contumaz provocación de hermanos que llevaron su devoción más allá de lo razonable. Cuestionar las supuestas verdades que sostienen el islam, renegar en público su religión y ofender a sus creyentes obligó a sus jueces a dictar sentencias de muerte. Si aquello fueron martirios, fueron martirios voluntarios, provocados, y tengo entendido que el propio obispo metropolitano de Qurtuba tuvo que prohibirlos, amenazando incluso con la excomunión a quien los buscara.

—Se han producido nuevos martirios en Qurtuba, como el de la devota Dulce…

—¿Hablas de Dulce? Durante mi estancia en Qurtuba llegó a mis oídos su historia: fue condenada a la hoguera, pero por proferir en público insultos contra el profeta Muhammad, queriendo así entrar rápidamente en el paraíso. Tal cosa, más que a un martirio, podría equipararse a un suicidio, algo expresamente condenado por nuestros mandamientos. Temo, Argentea, que en vuestra cabeza podáis albergar ideas semejantes. A veces me asombra tu madurez, pero eres tan solo una niña, y tu mente está abierta a ideas que pueden ser muy perjudiciales para ti. Si es así, olvida mi ofrecimiento. Te dedicarás al gobierno de la casa, bajo mi vigilancia, hasta que tomes esposo.

—No temas, padre —trató de tranquilizarlo Argentea—. No me refería al caso de Dulce, ni al de Eugenia, que murió de igual manera hace tan solo dos años, sino al de Pelayo. ¿Quieres escuchar su historia?

—Me estremece escuchar de tu boca noticias de martirios…

—Es tan solo una historia ejemplar; además tiene relación con una de las batallas en las que participaste cuando servías en el ejército del emir. Tú mismo me has hablado de Muish, en las lejanas tierras del reino de Pampilona.

Sulaymán frunció el entrecejo, extrañado.

—¿Qué tiene que ver Pelayo con una batalla que se produjo a cientos de millas de aquí, hace cinco años?

—Tengo entendido que entonces fueron apresados dos obispos, quizá lo recuerdes.

—Los recuerdo bien. —Asintió—. Hermogio de Oporto y Dulcidio de Zamora, si la memoria no me traiciona.

—Sí, esos eran los nombres que utilizó el abad al relatar la historia. Ambos fueron liberados hace dos años, después de que sus respectivos obispados, y quizás el rey de Liyūn, consiguieran reunir parte del rescate exigido por ellos. Al parecer, la cantidad era astronómica, y Qurtuba aceptó, como rehén y garante del pago, a un sobrino de Hermogio de tan solo trece años, el Pelayo del que te hablaba. Según se dice, era un muchacho inteligente y vivaz, de gran cultura para su edad.

—No es de extrañar, si era sobrino de un obispo, tal vez estuviera destinado a sucederle en la cátedra.

—Al llegar a Qurtuba tardó poco en hacerse entender en la lengua árabe, si es que no la conocía ya, y llamó la atención de sus carceleros, que pronto hablaron de él al emir. Quisieron incorporarlo a su servicio, como uno de sus pajes, para que Abd al Rahman admirara su elocuencia. Siguiendo los usos de la corte, lo vistieron con ropas de seda y lo adornaron con ajorcas como a cualquier fityán. El día en que fue introducido ante la corte, en una de las zambras en las que los más duchos en recitar poemas, tañer instrumentos o entonar canciones tenían su oportunidad, el emir se acercó a él y puso la mano sobre su hombro, dispuesto a saludarle. Pelayo se revolvió, apartó la mano del emir con un gesto de desprecio y le espetó a la cara palabras parecidas a estas: «Perro, ¿acaso te crees que soy uno de esos pajes afeminados que pueblan tu corte?» La ira de Abd al Rahman ante la afrenta pública debió de ser grande y le recordó el castigo que esperaba a quien osaba desairar de aquella forma al emir de Qurtuba. Sin embargo, quizá ya bajo los efectos del vino, le ofreció la libertad, incluso regalos suficientes para proporcionarle una vida holgada, a cambio de que negara a Cristo. Pelayo, firme, respondió: «Soy cristiano, lo he sido y lo seré. Cristo, al que yo adoro, no tiene fin, porque tampoco tiene principio, ya que Él es quien con el Padre y el Espíritu Santo es un solo Dios.» Y añadió que el único profeta que reconocía era Cristo, y no otro.

—Es lo que te decía, Argentea. Palabras como esas son motivo más que suficiente para que cualquier qādī de Qurtuba condene a muerte al reo que las ha pronunciado, salvo retractación. Y no creo que Pelayo se retractara.

—No lo hizo, y Abd al Rahman ordenó que se le colgara de garruchas de hierro, tensándolas al máximo, elevándolo una y otra vez, para dejarlo en tierra solo cuando negara que Cristo es Dios o cuando exhalara su alma. Así lo hicieron los verdugos, pero Pelayo se mantuvo inquebrantable, a pesar de su juventud. El emir, viendo que no obtenía lo que era su deseo, mandó entonces descolgarlo para despedazar su cuerpo, y los verdugos, puñal en mano, se cebaron con él con saña inhumana. Uno le amputó una mano, otro le cercenó un pie, otro no dejó de herirle hasta en el cuello. El mártir, de cuyo cuerpo fluía sangre en vez de sudor, se mantenía firme, sin invocar a nadie excepto a Nuestro Señor Jesucristo. De nuevo los malvados cortaron con la espada la mano que él tendía hacia Dios, rogando que lo librara de sus enemigos. Y cuando su espíritu partió de su cuerpo exangüe, fue arrojado a la corriente del río, sin sepultura, a merced de las alimañas. Pero los cristianos cordobeses esperaron a la noche y recogieron el cadáver para depositarlo en uno de sus cementerios, donde descansa desde entonces.

Sulaymán seguía mirando pensativo a través del vano de la ventana. Cuando comprendió que Argentea había terminado su relato, se volvió despacio.

—Ten cuidado, hija mía, al confiar el conocimiento de la verdad al interés de los mensajeros. Bien pudieron suceder así las cosas, pero bien pueden ser tales detalles fruto de la imaginación desbordada de quienes pretenden utilizar la muerte de ese muchacho en su propio beneficio. Lo que para algunos cristianos es un glorioso martirio, para los musulmanes puede no ser sino una muerte justa tras la sentencia de un juicio según su ley.

La muchacha bajó la cabeza, sin responder.

—En cualquier caso —continuó Sulaymán—, si accedo a tu petición, has de jurar que jamás seguirás los pasos de Dulce, de Eugenia, de Pelayo o de santa Columba, de quien tu madre tomó el nombre. Y lo vas a hacer tomando en tu mano algo que conoces bien, la alianza de nuestros esponsales, que ella me entregó en su lecho de muerte.

Argentea tomó el anillo entre sus dedos con una actitud casi reverencial. Durante un instante, lo sostuvo en la palma, después cerró el puño sobre él y alzó la vista hasta encontrar la mirada de su padre.

—Lo juro.

Sulaymán sonrió, tranquilizado al fin.

—En ese caso, mañana mismo recorreremos el recinto fortificado en busca del emplazamiento más adecuado. Tienes suerte, pues la campaña de Banbaluna nos ha proporcionado un tiempo de calma que tiene a los hombres ociosos. Muchos se alegrarán de contar con algo en que ocupar sus días. Tendrás un lugar adecuado donde recogerte con las compañeras de las que me hablas y desde el que alzar al cielo vuestras oraciones. No tardará en llegar el día en que todas las oraciones por la salvación de Burbaster sean necesarias.