Año 929, 317 de la Hégira
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Qurtuba
Observando desde el fondo el Maylis kamil, Mūsa no podía imaginar una forma más apropiada de describir en una palabra aquel salón realmente perfecto. Las proporciones armoniosas, la luz que penetraba por sus ventanales y la decoración exquisita hacían de la estancia el escenario ideal donde celebrar la ceremonia que estaba a punto de iniciarse. En ningún otro lugar de Qurtuba, a excepción quizá del mihrab de la mezquita aljama, se concentraba tanta belleza. El nuevo trono que esperaba en el estrado refulgía bajo los rayos de sol que, tamizados por las sedas blancas que colgaban ante las ventanas, hendían el aire haciendo visibles millares de partículas que flotaban en él. No era aquel sitial el único elemento del salón donde el oro había sido utilizado con especial generosidad. El interior de la propia puerta que acababa de franquear lucía grandes planchas del metal precioso, labrado con maestría, sin duda por los orfebres a los que había visto trabajar en la alqaysariyya. Los candelabros, los pebeteros, los brazos y respaldos de las sillas, que se disponían en filas perfectas y simétricas, resplandecían mientras los invitados al singular acontecimiento conversaban aún en corrillos antes de ocupar los lugares que el estricto protocolo les había asignado.
Los preparativos se habían sucedido durante semanas en la ciudad, en el alcázar se habían suspendido las recepciones públicas del soberano y Qurtuba había vivido en un estado de expectación que, por fin, aquella mañana parecía a punto de terminar. Mūsa vio ante sí a prácticamente todos los jefes militares del ejército, a los jueces de la capital e incluso a algunos de las ciudades cercanas, al hāchib y todos los visires del gobierno. Sobre las espléndidas alfombras conversaban el tesorero real, el imām principal de la mezquita aljama, el qādī Ibn Baqi, el jefe del zoco y el de la policía, ulemas y alfaquíes, algunos de los más distinguidos representantes de la jassa cordobesa y varios secretarios del alcázar que levantarían testimonio escrito de cuanto allí fuera a suceder.
Los chambelanes, agitados, comenzaron a urgir a los asistentes, que abandonaron las conversaciones para ocupar sus asientos. Mūsa se alegró al comprobar que junto al lugar que le correspondía, en una de las últimas filas, se sentaba ya el viejo qādī Aslam. Aún en pie, lo tomó de ambas manos con un gesto afable que el juez correspondió con una sonrisa en la que se adivinaba un poso de amargura.
—Una jornada memorable —dijo, sin embargo.
Mūsa asintió mientras tomaba asiento.
—Para mí es un privilegio poder ser testigo de cuanto está sucediendo. Y en gran parte te lo debo a ti —añadió.
Aslam cabeceó ligeramente ante el reconocimiento del que seguía siendo su discípulo. Tras su sustitución como qādī principal de Qurtuba, había seguido ejerciendo como juez, pero la enemistad con Ibn Baqi no había dejado de crecer. A las intrigas de este para hacerse con el puesto, se sumaban ahora denuncias y acciones contra su propio patrimonio y el de sus allegados. El emir, sin embargo, continuaba recurriendo a su experiencia en busca de consejo ante el paso trascendental que se disponía a dar, pero el anciano se había negado a poner un pie en el alcázar mientras Ibn Baqi ocupara el cadiazgo. De forma indirecta, aquella situación había beneficiado a Mūsa, que se había convertido en intermediador entre el viejo juez y el soberano, estrechando aún más la relación que mantenía con ambos.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la aparición en el estrado de uno de los chambelanes de palacio. Como el resto de los invitados, vestía la indumentaria de las grandes ocasiones, y Mūsa, que no había asistido a ninguna de las grandes solemnidades del reinado de Abd al Rahman, comenzó a cobrar conciencia de la magnificencia que era capaz de desplegar la maquinaria que se había puesto en marcha.
—¡Autoridades y notables de Qurtuba! ¡Poneos en pie y mostrad vuestro respeto ante la presencia de nuestro soberano! —anunció con tono solemne.
Las dos hojas de la puerta que se abría a la cabecera del salón se habían separado, y un haz de luz natural la atravesaba. La figura de Abd al Rahman se recortó bajo el dintel y, con aquel halo rodeándolo, inició el avance de forma pausada hasta situarse delante del soberbio sitial. Todos los asistentes inclinaban la cabeza en aquel momento, aunque las miradas se alzaban hacia el frente. Sobre la túnica real, el emir vestía una magnífica capa ceremonial negra de brocado, en la que destacaban llamativos motivos entretejidos con hilo de oro entorchado. De seda negra y oro era también el turbante, sujeto por delante con una aguja rematada con un enorme rubí, como negra era la barba teñida con alhínna. Unas babuchas doradas que asomaban bajo la túnica y el cetro que portaba en la mano derecha completaban una indumentaria destinada a causar la más honda impresión y a resaltar los atributos de poder del soberano, que, de inmediato, tomó asiento sobre el trono.
Aslam murmuró algo para sí cuando el Ibn Baqi apareció en escena. El qādī se dirigió hacia el trono, hincó la rodilla en la mullida alfombra roja e inclinó la cabeza al tiempo que el emir alzaba la mano hacia él para permitirle besar el anillo real. Se incorporó y se desplazó hacia un costado para no impedir a ninguno de los presentes la visión de su soberano. Con un gesto pidió el permiso para iniciar su alocución y, con voz firme, comenzó a hablar.
—Que Allah Todopoderoso esté con vosotros, ciudadanos de Qurtuba, miembros de la shura, autoridades… —Hizo una pausa y carraspeó ligeramente antes de continuar—. Hoy, viernes, primer día de Dhul Hiyah, trescientos dieciséis años tras la Hégira del Profeta, quedará marcado en los anales de la historia de Oriente y Occidente. Nos hemos reunido para sancionar la trascendental decisión tomada por la asamblea, según la cual nuestro soberano es hoy elevado, siguiendo los designios del Todopoderoso, a la dignidad de khalífa, el único vicario de Allah sobre la Tierra, Príncipe de los Creyentes.
»Yo, Ahmad ibn Baqi ibn Majlad, qādī mayor de Qurtuba, por la autoridad que me ha sido concedida, proclamo que desde este día el nombre conocido de Abd al Rahman ibn Muhammad ibn Abd Allah, tercer Abd al Rahman desde la restauración de la dinastía omeya, irá unido de manera indisoluble al que el Todopoderoso le ha otorgado por la gracia de su misión para con él, Al-Násir li-Din Allah[39].
Dio un paso atrás cuando el chambelán aparecía con un fardo blanco que sostuvo con ambos brazos. El qādī se acercó al trono y esperó a que Abd al Rahman se pusiera en pie para colocarse tras él. El propio soberano deshizo el nudo que sujetaba la capa ceremonial y, cuando estuvo libre de ataduras, el juez se la retiró de los hombros. El chambelán había desplegado la nueva capa y se la entregó a Ibn Baqi, que se dirigió hacia delante para mostrarla. La más blanca y pura seda recreaba el color que constituía el símbolo de la dinastía, el hilo de oro entretejido en magníficos motivos simbolizaba el poder que ostentaba el único hombre digno de portarla y, en el extremo, exquisitamente bordados con letras de oro, aparecían los caracteres árabes que componían el nombre y el nuevo apelativo del soberano. Los murmullos de fascinación llegaron hasta el lugar que ocupaba Mūsa antes de que el qādī volviera a situarse tras el califa para cubrir sus hombros con ella.
—Hoy —continuó Ibn Baqi—, durante la oración en la mezquita, reunidos allí los fieles de Qurtuba para alabar al Todopoderoso, el imām principal de la aljama hará lectura al texto del Qurān que corresponda después de recitar, por vez primera en la historia de Al Ándalus, la invocación a favor de nuestro khalífa, Al-Násir li-Din Allah. Proceded ahora a rendir juramento al Príncipe de los Creyentes.
Durante una hora, Abd al Rahman permaneció en el trono tendiendo el sello, escuchando los breves mensajes de adhesión de todos cuantos se acercaron, contestando en ocasiones o limitándose a corresponder con un gesto o con una leve inclinación de cabeza. La música de un cuarteto situado tras los cortinajes laterales contribuyó a dar realce al acto y, cuando el último de los asistentes descendió los pocos escalones que permitían bajar del estrado, el monarca, revestido ya de su nueva autoridad, se levantó y dirigió la palabra al auditorio.
—Allah me ha inspirado la necesidad de dar este paso, y acato su voluntad como el más humilde de sus siervos. Desde hoy, solo el khalífa de Qurtuba es digno de tal denominación, que en realidad solo a él le corresponde, pues es plagiada y postiza en cualquier otro. Ni el califa abbasí de Bagdad, débil y derrotado al perder el favor del cielo, ni el usurpador califa fatimí, para quien no existe título ni carta de nacimiento que avale su pretensión, pueden hacer sombra a quien desde hoy reina en el más próspero rincón de Dar al Islam, desde donde extenderá, como las ondas de la piedra lanzada al centro del lago, su esplendor y su fama a todas las ciudades del orbe.
»Es mi voluntad que mañana mismo se envíe una carta a cada madina de Al Ándalus, con el texto que durante la larga vigilia de hoy hemos redactado. Escuchad, pues hasta el último de los creyentes debe conocer la voluntad de Allah.
Hizo un gesto con la cabeza, y uno de los escribientes se alzó con un pergamino que comenzó a leer en voz alta.
En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso. Bendiga Allah a nuestro honrado profeta Muhammad. Los más dignos de reivindicar enteramente su derecho y los más merecedores de completar su fortuna y de revestirse de las mercedes con que el Todopoderoso los ha revestido somos nosotros, por cuanto Allah altísimo nos ha favorecido con ello, ha mostrado su preferencia por nosotros, ha elevado nuestra autoridad hasta ese punto, nos ha permitido obtenerlo por nuestro esfuerzo, nos ha facilitado lograrlo con nuestro gobierno, ha extendido nuestra fama por el mundo, ha ensalzado nuestra autoridad por las tierras, ha hecho que la esperanza de los mundos estuviera pendiente de nosotros, ha dispuesto que los extraviados a nosotros volvieran y que nuestros súbditos se regocijaran por verse a la sombra de nuestro gobierno.
En consecuencia, hemos decidido que se nos llame con el título de Príncipe de los Creyentes, Al Násir li-Din Allah, y que en las cartas, tanto las que expidamos como las que recibamos, se nos dé dicho título, puesto que todo el que lo usa, fuera de nosotros, se lo apropia indebidamente, es un intruso en él y se arroga una denominación que no merece. Además, hemos comprendido que seguir sin usar ese título, que se nos debe, es hacer decaer un derecho que tenemos y perder una designación firme. Ordena, por tanto, al predicador de tu jurisdicción que emplee dicho título y úsalo tú de ahora en adelante cuando nos escribas. Si Allah quiere.
El secretario tomó un segundo pergamino e interrogó al califa con la mirada, pero este hizo un gesto apenas perceptible para detenerlo.
—Deseo asimismo que en las puertas de todas y cada una de las mezquitas de Qurtuba, de Al Ándalus, en cada edificio público y en cada entrada a las ciudades, sea colocado el bando que el secretario nos va a leer. Adelante, ahora sí —ordenó.
El escribiente desenrolló el pergamino y, sujetándolo con ambas manos a la altura de la cara, alzó la voz.
Nos, primer khalífa de Qurtuba por la gracia de Allah, asumo el mando de todos los ejércitos y el control de las relaciones de Al Ándalus con los territorios extranjeros de las que se cuida la chancillería. Ordeno que la administración pública, la inversión en obras, la decisión de compras y gastos, la realización de eventos perdurables y la distribución de la riqueza del Estado sean sometidas a mi criterio exclusivo. Presidiré personalmente a partir de este día la oración solemne de los viernes, y nadie entre los jueces y alfaquíes podrá oponerse a considerar a nos como el jefe espiritual de Al Ándalus. Exijo la obediencia absoluta a mi persona de todo aquel que se halle en tierra andalusí y juro, para orgullo de Allah y de mi familia omeya, que convertiré Al Ándalus en imperio inmortal para la historia.
—Anuncio en esta hora —siguió diciendo el califa— que tan inusual acontecimiento como el que nos reúne aquí será motivo de grandes celebraciones en Qurtuba. Sabed que he ordenado preparativos para que en seis semanas tenga lugar una magna recepción en este alcázar real, a la cual serán invitados todos los miembros de la jassa de Al Ándalus, la clase política y militar, y los embajadores de las cortes extranjeras. Todos serán agasajados con sus familias y servidores por cuenta del nuevo khalífa y serán testigos de su magnificencia.
»Y, dado que es mi deseo que el pueblo llano también participe de la pompa y la apoteosis, los mismos días que duren los actos de festejo con la nobleza serán otorgados de fiesta y jolgorio para los cordobeses, se les ofrecerán víveres y tiempo de solaz y de divertimento con multitud de actos públicos donde los más sencillos podrán asimismo enorgullecerse de la grandeza de su señor. Se contratará a artistas, músicos, poetas y prestidigitadores por cientos, y se habilitarán templetes cubiertos alrededor de las dependencias de palacio para que los visires reciban en mi nombre juramento de lealtad y sumisión de la plebe, mientras nos lo recibimos en el interior del alcázar de todas y cada una de las familias de la nobleza llegadas a tal efecto.
»Por último, habrán de llegar a Qurtuba los mejores expertos y los más elegantes maestros de ceremonia de las cortes orientales, para instaurar en esta las reglas más puras del protocolo más estricto, que ordenaré acatar incluso a mis propios hijos, a mis esposas y concubinas, y a mis colaboradores más íntimos. Como mostraron los califas de Oriente, de quienes procede el derecho que hoy comenzamos a ejercer, el soberano habrá de apartarse de la plebe, aislarse de las malas voluntades ajenas y de las envidias de los hombres. El khalífa habrá de ser para los qurtubíes lo que la cabeza para el cuerpo; si la cabeza se encuentra bien, el cuerpo también. Así ha de ser en el futuro, y así será, si Allah lo quiere.
»Y ahora, id y contad al pueblo que el Príncipe de los Creyentes habita desde hoy entre los muros del alcázar de Qurtuba, la madina destinada a convertirse en el espejo en que habrán de mirarse todas las ciudades del orbe.
Si el Maylis kamil lo había sobrecogido por su perfección, la imagen del haram de la mezquita atestado de fieles, el bosque de columnas sobre el que parecía flotar la techumbre de madera, el mimbar desde el que el imām había recitado la primera invocación en nombre del khalífa y, sobre todo, la belleza casi celestial de la cúpula del mihrab bajo la cual el mismo Al Nasir había presidido la oración, habían conseguido elevar su espíritu hasta alcanzar un estado que solo podía comparar con una especie de embriaguez. Quizás había influido en ello el hecho de que los acontecimientos vividos aquel día hubieran terminado por resolver las dudas que había albergado sobre su futuro en los últimos tiempos.
Con la determinación propia de quien conoce bien la senda que ha de transitar, Mūsa salió de la mezquita y declinó cuantas invitaciones se sucedieron para sumarse a las celebraciones que se extendían por la ciudad. Regresó al aposento que ocupaba dentro de los muros del alcázar, extrajo su daga del cinto y levantó la alfombra que cubría el frío enlosado. Con el extremo más afilado y cargado de paciencia, comenzó a profundizar en las juntas entre las losas. El rayo de luz de poniente que se proyectaba sobre ellas se había desplazado tres palmos cuando consiguió levantar la primera pieza. Las demás saltaron con mayor facilidad, dejando al descubierto, entre la arena que llenaba el hueco, un envoltorio de tela engrasada de casi tres codos de longitud. No tuvo que esperar demasiado hasta que el sol invernal declinó por completo, y solo entonces se decidió a salir, camino de la alqaysariyya.
Volvió al alcázar bien entrada la noche y regresó de nuevo al zoco a primera hora de la mañana. Una vez recuperado el envoltorio, enfiló la calle que lo conduciría hacia el extremo opuesto de la ciudad. La primera parte del trayecto, en las inmediaciones de la mezquita mayor y del alcázar, se encontraba atestada a aquella hora con los numerosos visitantes que aún permanecían en la capital, pero cuando se internó en la judería comenzó a caminar sin necesidad de esquivar los encontronazos. Avanzó por las sinuosas callejuelas cercanas a la muralla hasta alcanzar el extremo septentrional, giró hacia el este y trató entonces de orientarse. La vieja torre que había servido de campanario, recortada contra el sol de la mañana, le guio hasta el rincón que buscaba. Una puerta de madera tosca parecía ser el único acceso, situado un escalón por debajo del nivel de la calle. Golpeó tres veces con los nudillos. Cuando no obtuvo respuesta, repitió la llamada, con más fuerza esta vez. Estaba a punto de comprobar si acaso había otro acceso cuando un pequeño ventanuco se abrió en la puerta.
—¿Quién sois? ¿Qué buscáis? —interrogó una voz femenina cuya dueña se ocultaba entre las sombras.
—Mi nombre es Mūsa ibn Abd Allah, mawla del califa y discípulo del qādī Aslam. Busco a una muchacha llamada Argentea, hija de Sulaymán ibn Umar.
—¿Por qué pensáis que ha de encontrarse aquí?
—He hecho mis averiguaciones, y así se me ha informado.
—¿Y qué queréis de ella? —dijo tras un instante de duda.
—Tengo algo que le pertenece…
—Hablad más claro —respondió irritada—. No puedo perder mi tiempo.
—Se trata de un valioso objeto que perteneció a su padre. He de entregárselo en persona.
La voz anónima sonó risueña al contestar.
—Sahib, este es un convento de doncellas vírgenes. Está por llegar el día en que un hombre acceda solo a este recinto.
—He de entregarle ese objeto, es necesario…
La mujer permaneció en silencio durante un instante.
—Solo en compañía de un sacerdote se os permitirá acceder a este zaguán, y la entrevista tendrá que celebrarse en su presencia.
Esta vez fue Mūsa quien vaciló.
—Está bien. Haced llamar a ese sacerdote.
—Tendréis que avisarle, no vive lejos.
Regresó en compañía de un hombre ya anciano que en el camino no perdió la ocasión de criticar a la hermana que ejercía como superiora.
—En poco tiene la virtud de sus novicias, si no confía en que permanezcan a solas con un visitante, aunque este sea su hermano o su propio padre, o un hombre de ley como vos aparentáis.
Ambos se vieron obligados a esperar en el zaguán, de pie, hasta que una demacrada Argentea apareció con paso vacilante. Vestía un hábito de tela basta con caperuza que le cubría de la cabeza a los pies, calzados con unas simples sandalias a pesar de la estación. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, se perdían en la manga del lado opuesto, y tan solo el óvalo de su cara aniñada quedaba al descubierto. Cerró la puerta tras de sí y saludó al sacerdote con un gesto de respeto, sin avanzar más. Permaneció en pie y en silencio, con la mirada clavada en el suelo, y fue Mūsa quien tuvo que hablar.
—Argentea… —supuso.
La muchacha asintió con la cabeza, sin alzar la vista.
—No te conozco —fue lo único que dijo.
—Lo sé. Mi identidad resulta indiferente para lo que he venido a hacer. Tan solo te diré que conocí a tu padre… y al hombre que acabó con su vida.
Esta vez la muchacha no pudo evitar un destello de interés. El sacerdote retrocedió dos pasos.
—Esperaré fuera, la mañana es apacible y soleada, pero la humedad de esta casa me mata.
Mūsa le dirigió una mirada de agradecimiento antes de que la puerta se cerrara tras él. Notó que la actitud de Argentea cambiaba en aquel mismo instante.
—Decidme… ¿Quién eres? ¿Cómo lo conociste? —preguntó con vehemencia.
—Coincidimos en la Frontera Superior, durante una de las aceifas de Abd al Rahman. Entonces se había sometido a la obediencia del emir y luchaba a sus órdenes, pero de aquello hace ya mucho tiempo.
—¿Por qué vienes a verme? —inquirió, dejando traslucir una profunda tristeza.
—Como te digo, tuve ocasión de tratar con el hombre que acabó con su vida. Un hombre ruin, que no merecía el honor de poseer el objeto que todo el mundo asociaba con tu padre.
—¿Hablas de la espada de Bastán? —dijo con un repentino brillo en los ojos.
Mūsa asintió en silencio, mientras tendía hacia ella el envoltorio que hasta entonces había sujetado bajo el brazo. Argentea lo tomó en sus manos, y el brillo de las lágrimas asomó a sus ojos.
—¿Por qué haces esto? —preguntó alzando la mirada, mientras la depositaba en el suelo para desenvolverla.
—La espada perteneció a tu padre. He de confesarte que cuando me hice con ella no era mi propósito entregártela. Mi intención era hacérsela llegar a uno de mis primos, el último representante del clan al que pertenezco, en la Marca Superior. Sin embargo, mi primo ha muerto, y los Banū Qasī, como éramos conocidos, hemos dejado de desempeñar papel alguno en la frontera. Ya no tengo a quién enviar la espada. Por eso estoy aquí, a ti corresponde hacerte cargo de ella.
—Pero… esta espada es tremendamente valiosa. Podrías ser un hombre rico si…
—Lo sé —interrumpió—. Pero en la vida que me propongo emprender no voy a necesitar más riquezas de las indispensables para vivir con dignidad. Soy un hombre por fortuna bien situado en la corte, y nada más preciso. Sin embargo, me he tomado la libertad de desengastar una de las piedras que adornaban el pomo; eso me garantizará la tranquilidad necesaria, si Allah quiere que las cosas se tuerzan.
—¿Qué quieres a cambio?
Mūsa resopló al sonreír, al tiempo que negaba con la cabeza.
—No deseo nada, Argentea. Tan solo te pido que no utilices jamás esta espada en contra del khalífa.
La muchacha alzó la vista con un gesto casi cómico que revelaba su extrañeza.
—No, no me refiero a la posibilidad de que la empuñes —aclaró con otra media sonrisa—. Pero, como tú misma has dicho, esta espada es muy valiosa, puedes obtener mucho por ella… Te pido que uses el oro que consigas en la ayuda a tus iguales, alivia las miserias que cada día surgen a nuestro paso, pero no lo emplees en luchar contra nuestro soberano ni contra la religión que representa. Esto último es muy importante para mí… De otra forma lo que acabo de hacer se habrá convertido en un error que cargaré sobre mi conciencia.
Argentea se levantó con la espada en las manos. Las lágrimas se deslizaban ahora por sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo, y solo alzó el hombro para enjugarse el rostro con la tela basta del hábito.
—Se hará como dices, te lo juro por Dios Nuestro Señor —dijo, con vehemencia.
—No le hables de ella a tu tío Hafs. La tentación de arrebatártela sería muy grande. De hecho, no deberías hablar de ello con nadie, excepto con la superiora de este monasterio, si es que goza de tu confianza. En caso contrario, podría depositarla en casa de un prestamista de confianza, hasta que decidas hacer uso de ella.
—No será necesario… ¿Mūsa? —repuso, tratando de recordar el nombre que le había transmitido su superiora—. Aquí estará bien, y no tardaremos en hacer uso del tesoro que pones en nuestras manos.
Mūsa miró a la muchacha que tenía delante.
—En ese caso, puedo regresar. Pero empieza por ayudarte a ti misma o pronto no tendrás fuerzas para ocuparte de nadie más.
Argentea cerró los ojos un instante mientras asentía. Luego se agachó para depositar la espada sobre el envoltorio y, cuando se puso en pie, de nuevo había dolor en su mirada.
—Mūsa… acabas de decir que eres un hombre bien situado en la corte… —dijo, como si hablara a medida que la idea surgía en su mente—. Hay algo que me atormenta, que me impide concitar el sueño y que me roba el apetito…
Mūsa la animó a seguir con un gesto.
—Es mi padre… su cadáver, expuesto en la Bab as-Sudda para escarnio público, ¡desde hace un año! Y los cuerpos de mi abuelo Umar y de mi tío Ya’far. Siento que no podré descansar hasta que ellos lo hagan, sepultados de nuevo en terreno sagrado.
Mūsa cabeceó al comprender su angustia, pero negó inmediatamente con el gesto.
—Es voluntad del khalífa que los cuerpos permanezcan expuestos allí para escarmiento de quienes albergan veleidades revolucionarias… hasta que Allah lo quiera.
—¿Hasta que Allah lo quiera? ¿Cómo ha de saber cuándo quiere Allah que los huesos de mi padre sean descolgados del madero?
—Me temo que habrán de permanecer allí hasta que la próxima avenida del Ūadi al Qabir los arrastre. Esas fueron sus órdenes.