Año 925, 313 de la Hégira

52

Qurtuba

—Que se acerque el siguiente —ordenó el qādī sin alterar el tono de voz, a pesar de los lamentos del reo que acababa de ser entregado a los hombres del sahib al surta, tras escuchar su condena.

La pena de cuarenta latigazos por un delito de calumnias no parecía excesiva, teniendo en cuenta la gravedad de las acusaciones, vertidas además contra un destacado miembro de la jassa y ante numerosos testigos.

Mūsa ibn Qasī, como era conocido ya entre los ulemas, encontraba fascinantes aquellas sesiones. Desde su llegada a Qurtuba un año atrás procedente de la lejana Tutila, rara era la ocasión en que se encontraba ausente cuando el qādī se sentaba ante la puerta de la Sudda o en el interior de la mezquita aljama, como ahora. Lo escuchaba impartir justicia de forma directa y sumaria, despachando los casos de manera vertiginosa, sin prescindir por ello de las garantías para los acusados, pues se leían los testimonios escritos de los testigos y se daba la oportunidad a la defensa, bien a cargo de un abogado, bien del propio acusado. En caso de condena, el reo era entregado al sahib al surta, quien se encargaba de determinar el momento en que debía ejecutarse la sentencia.

Solo durante la campaña del último verano, en la que había participado como oficial, había dejado de presenciar la actuación del viejo qādī Aslam ibn Abdelaziz, un hombre al que admiraba por su rectitud y su claridad de juicio, fruto sin duda de una sólida formación. Se decía que había adquirido sus conocimientos jurídicos en las más prestigiosas escuelas orientales durante su juventud, época en la que había llevado a cabo además la peregrinación a La Meca. Y aquel tipo de vida era algo que en los últimos tiempos comenzaba a tentar a Mūsa más de lo que hubiera podido imaginar. El traslado a Qurtuba había supuesto un cambio drástico en su vida. Sus raíces habían quedado en Tutila, y durante los primeros meses creyó que jamás arraigaría en esa nueva tierra. Pocos habían sido los parientes y fieles súbditos de los Banū Qasī que habían hecho junto a él aquel viaje inacabable. La mayoría habían traído a sus familias, y o bien la vida en la milicia o bien la dedicación a sus oficios habían terminado por separarlo de ellos. Mūsa había tenido ocasión de comprobar que la sensación de soledad era posible también en la ciudad más populosa de Occidente, rodeado en cada momento por miles de hombres y mujeres, en el zoco, en la mezquita y en el mismo palacio, donde el emir le había proporcionado alojamiento entre sus oficiales. Sin embargo, la casualidad, el destino quizás, había querido que el qādī Aslam se cruzara en su camino, y en sus enseñanzas había descubierto algo que bien podría ser el inicio de una vocación.

La rutina de la vida en la milicia no colmaba sus expectativas, y en la última campaña por tierras de Ilbīra, bajo montañas tan altas como las que habían atestiguado su enfrentamiento con los vascones, comenzó a sentir que la causa de todas las desgracias vividas era solo una: las armas que hasta entonces se había visto obligado a empuñar. Allí mismo, bajo la fortaleza de Astīban defendida por la pericia de sus excelentes arqueros, decidió seguir un camino distinto. No le había resultado difícil obtener la dispensa del emir, apelando a la promesa que había hecho en la lejana Tutila, en el momento de despojarle del poder en la Marca. Y desde entonces había comenzado a frecuentar a los ulemas, a escuchar sus lecciones y a asimilar sus consejos. Tan solo dos meses antes, el propio Aslam le había abordado después de una de las sesiones de juicios, ¡y le había propuesto que estuviera cerca de él, en calidad de asistente y aprendiz! Sin duda, la mano del emir estaba detrás, pero Mūsa vio en aquella oportunidad la señal de Allah, que a las claras le indicaba el camino.

Contempló una vez más el conocido protocolo tras la orden del juez, que esperaba sentado en su estera sobre una tarima de escasa altura junto al muro septentrional, flanqueado por los dos hombres que ejercían como asesores. Aslam vestía ropas sencillas, aunque se distinguían del resto por su tono azafranado y, sobre todo, por el turbante propio de su jurisdicción con el que cubría sus cabellos canos. El alguacil se puso en pie y llamó en voz alta y por su nombre al siguiente encausado. Un ujier entró en una de las capillas laterales de la mezquita y salió acompañado por un hombre orondo y de porte distinguido, ataviado más ostentosamente que el propio juez.

—Ishaq ibn Hunayn, fabricante de alfombras, con las que comercia en el zoco de Qurtuba. Se le acusa de estafa en una partida destinada a la nueva mezquita de Saqunda, en la que según su acusador, Ahmad ibn Rustah, aquí presente, se había comprometido de palabra a usar una mezcla por partes iguales de lana y seda. En la muestra que nos trae —extendió una de las alfombras antes de seguir leyendo el testimonio escrito—, cualquiera puede apreciar la práctica ausencia de seda en su trama, la lana es de mala calidad, y la factura deja mucho que desear, a pesar de que no era bajo el precio convenido.

—¿Quién hablará en tu defensa?

—Yo mismo lo haré.

—¿Qué tienes que aducir?

—Niego la acusación, pues nada se habló en nuestro trato de la calidad y la proporción de los materiales. Quien me acusa trata de aligerar el pago, que quizá no supo calcular a tiempo. Tengo un testigo de alcurnia que podrá avalar mi testimonio, un faquí de cuyo testimonio nadie podrá dudar.

—Que lo traigan a mi presencia.

Uno de los alguaciles se acercó entonces al juez y le habló con voz apenas audible. Aslam asintió con gravedad y, sin mudar el gesto, hizo que el ujier se detuviera antes de penetrar con el testigo en el círculo central, cubierto por completo con alfombras y esteras. El alguacil regresó a su lugar, junto a Mūsa, y este le interrogó con la mirada. Para su sorpresa, el funcionario se inclinó hacia él y le reveló el contenido de las palabras que acababa de intercambiar con el qādī.

—Nos consta que el comerciante ha comprado el testimonio del faquí —susurró—. Dos magníficas alfombras de la mejor calidad han bastado para torcer su declaración.

Aslam miraba ahora fijamente al testigo, pero el tenso silencio se prolongaba más de lo habitual. Al final, alzó la mano y con un gesto le indicó que podía avanzar.

—Bienvenido seas, faquí, acércate a prestar tu declaración. Pero ten cuidado al hacerlo —dijo señalando al suelo— no sea que «las alfombras» te hagan tropezar.

El semblante del testigo mudó por completo, y el color desapareció de su rostro. Antes de empezar a hablar, sus manos temblaban visiblemente, y el brillo del sudor cubría su frente.

—Yo… —balbuceó— debe de haber alguna clase de malentendido. No es este el negocio en el que yo estuve presente… Excusadme, sahib, pero mi testimonio no tendría ningún valor.

El juez seguía atravesando al faquí con la mirada.

—Está bien, que alguien haga salir a este hombre de la mezquita —ordenó, mientras volvía a centrar su atención en el acusado.

—Ishaq ibn Hunayn, fabricante de alfombras… careces de testigos que avalen tu endeble defensa. El género que aquí se ha presentado es indigno de cubrir el suelo de una mezquita donde los fieles han de alabar al Todopoderoso, y el precio que aquí aparece —añadió agitando el testimonio escrito— es sin duda abusivo. Sin embargo, al parecer el trato fue de palabra, y la acusación carece de sus propios testigos, por lo que no veo posible una condena por el delito de estafa. A no ser que…

—¡Exijo juramento! —gritó el acusador.

—Estás en tu derecho, Ahmad ibn Rustah.

El juez se volvió de nuevo hacia el acusado.

—Tal como establece la doctrina del maestro Malik que nos sirve de guía, el acusador exige que se practique el tercer medio de prueba, una vez comprobado que ni la confesión del acusado ni la concurrencia de testigos nos conduce a una decisión firme. ¿Estás dispuesto a jurar solemnemente ante la asamblea, con la mano sobre el sagrado Qurān, que son falsas las acusaciones que Ahmad ibn Rustah presenta contra ti? No es necesario que te recuerde cuál es la pena por perjurio…

El comerciante sudaba ahora de forma copiosa. Bajó la cabeza y cerró los ojos con fuerza. Al fin, se cubrió el rostro con ambas manos y, lentamente, comenzó a negar con la cabeza.

—El acusado se niega a prestar juramento. ¿Está dispuesto el acusador a prestarlo?

Ahmad ibn Rustah avanzó dos pasos con decisión.

—Juro ante la asamblea que las acusaciones que figuran en ese escrito son ciertas en todos sus extremos.

Aslam asintió, y conversó unos instantes con los asesores que lo flanqueaban en el estrado.

—Ishaq ibn Hunayn, te condenamos a restituir a su dueño las cantidades recibidas en concepto de adelanto por la mercancía que nos ocupa. Las alfombras que has entregado quedan confiscadas y serán entregadas a la caja de la comunidad de esta misma mezquita aljama, para su reparto entre los necesitados. La condición de tu familia y la ausencia de tachas anteriores te libran por el momento de la pena de azotes por un acreditado intento de compra de testigos. Sin embargo, esta condena figurará en tu historial y te obliga a mantener en el futuro una actitud del todo íntegra en tu negocio, si pretendes que tu espalda se vea libre de la comezón del látigo. Podéis marcharos.

Mūsa experimentó un intenso sentimiento de satisfacción. Por la inclinación de los rayos del sol que penetraban en la mezquita sabía que se aproximaba la hora de la salat al zuhr, y el muecín no tardaría en iniciar su llamada a los fieles. Quedaba un caso por ver, y decidió que completaría allí su jornada. Sin embargo, una necesidad imperiosa le recordó que llevaba muchas horas allí, y decidió aprovechar el receso para abandonar brevemente la mezquita. Salió al patio, donde los fieles seguían realizando sus abluciones antes de entrar en el haram, y abandonó el recinto por la puerta más cercana al alminar.

Regresó aliviado y penetró de nuevo en la penumbra de la sala de oraciones, para comprobar que el último acusado se encontraba ya ante el qādī. Con movimientos quedos y pasos cortos se aproximó a su sitio, sorprendido por las voces airadas del juez Aslam.

—¡Desdichado cristiano! ¿Quién te ha metido en la cabeza tal dislate? ¿Acaso crees que te puedes presentar aquí pidiendo tu propia muerte sin haber delinquido en nada? No eres el primero de tu fe que viene aquí ofreciendo su vida, cuando no hay nada semejante, digno de ser imitado, en la vida del profeta Jesús, hijo de María.

Un hombre vestido con harapos que, a pesar de su aspecto ajado, no parecía superar la cincuentena, se mantenía firme frente al estrado.

—Pero… ¿cree el juez que si me mata seré yo el muerto?

—¿Quién ha de ser, si no?

—El muerto será una semblanza mía que se ha metido en un cuerpo; esa semblanza es la que el juez matará. En cuanto a mí, yo subiré inmediatamente al cielo.

—Mira —dijo Aslam—, aquel a quien tú te encomiendas en estas cosas no está aquí conmigo, y a aquel que te podría informar bien, para desengañarte de esa falsedad, tampoco lo tienes delante de ti. Pero hay un medio para poner en evidencia lo que haya de cierto, y lo podremos certificar tú y yo.

—¿Cuál es ese medio? —dijo el cristiano.

El juez Aslam se volvió hacia los sayones.

—Traed el azote. ¡Desnudadlo!

Los hombres del sahib al surta cumplieron de inmediato la orden. Cuando el cristiano comenzó a sentir el efecto del látigo, empezó a agitarse y a gritar. Varias marcas de color carmesí cruzaban sus hombros cuando el qādī mandó parar.

—¿En qué espalda van cayendo los azotes? ¿En la tuya o en la de una semblanza de ti mismo?

—En mi espalda —repuso el cristiano con gesto de dolor, respirando de forma acelerada.

—Lo mismo ocurriría si cayera la espada sobre tu cuello. ¿Imaginas que podría ser de otra manera? Retírate y no vuelvas más o el látigo no parará tan pronto.

Aslam pidió ayuda para levantarse de la estera en la que había permanecido mientras los asistentes reían de buena gana. El grupo comenzó a disolverse en pequeños corrillos donde se comentaban las sentencias de la mañana, y Mūsa se incorporó a uno de ellos. Los rostros exhibían aún la expresión risueña provocada por la escena que acababan de presenciar cuando una inusual agitación procedente del exterior se abrió paso a través del bosque de columnas de la mezquita. El griterío parecía acercarse por momentos, y la curiosidad hizo que los más próximos a las puertas cruzaran bajo el dintel para asomarse al patio de las abluciones. También Mūsa lo hizo, justo a tiempo de ver cómo las puertas exteriores, bajo el alminar, eran atravesadas por una multitud en la que destacaban las llamativas vestiduras de un grupo de oficiales del ejército.

—¡Traen a un prisionero! —anunció alguien que se había aupado sobre el zócalo del portón.

La multitud seguía penetrando en el patio desde el exterior y, a medida que lo hacían, sus gritos cesaban como muestra de respeto al lugar sagrado en el que se encontraban. Cuando los cabecillas que lideraban el grupo alcanzaron la puerta de la mezquita, el patio de las abluciones se encontraba ya atestado.

—¡Buscamos al qādī Aslam! —anunció uno de los oficiales de mayor rango, a juzgar por su atuendo.

—¿Quién lo busca y cuál es el motivo? —respondió el juez, que había aparecido bajo el dintel.

—Mi nombre es Sa’id ibn Nabil, naqib en el ejército del emir. Regresamos de la recién conquistada Astīban, donde fui elegido por Allah para herir y apresar a este hombre, fiel a los hafsuníes y enemigo de Qurtuba, y responsable desde hace años de la muerte de centenares de nuestros hombres.

—¿De quién se trata?

—¡Es Abú Nasr, el infame arquero de Burbaster! —respondió con voz potente, asegurándose de que todos lo oyeran.

Un murmullo de asombro se extendió por el patio, surgieron los primeros gritos, y pronto el recinto se convirtió en un coro de voces que pedían la muerte del prisionero.

—¡Haced que guarden silencio u ordenaré desalojar la mezquita! —espetó el juez a los hombres del sahib al surta.

—Yo mismo le di caza —explicó el oficial cuando pudo hacerse oír—. El wazīr ‘Isa ibn Ahmad, al mando del cerco, me concedió el honor de conducirlo a Qurtuba para presentarlo ante vuestra autoridad, en busca de justicia.

El qādī asintió, y su mirada recorrió la figura del reo, cargado de cadenas y sujeto en pie por dos soldados a varios pasos de distancia. Se trataba de un hombre robusto, barbado, de miembros largos y fibrosos, cubiertos ahora por la sangre reseca de las heridas que cubrían su cuerpo. Por un momento, Aslam pareció decidido a regresar al interior, pero al fin se volvió hacia el oficial con gesto todavía pensativo.

—Este hombre es una leyenda para los habitantes de Qurtuba, para muchos la misma imagen del demonio, temido y admirado por su habilidad con el arco, y su captura es una gran noticia que sin duda se ha extendido ya hasta el último rincón de la madina —reflexionó en voz alta—. Considero conveniente que tenga un juicio público, y que sea el propio emir Abd al Rahman quien, en calidad de juez supremo, dicte sentencia.

El oficial asintió, complacido, y bajó la cabeza en señal de respeto mientras escuchaba sus órdenes.

—Serás tú, Sa’id, quien lo conduzca al alcázar en compañía del sahib al surta —prosiguió, desviando la mirada hacia el jefe de la policía—. Yo te felicito por el servicio que has prestado a esta ciudad, por el que serás recordado. Y deseo que tú mismo pongas a este hombre en manos de la guardia personal del emir. Me encargaré de que lo hagas en presencia de nuestro soberano, de forma que seas recompensado inmediatamente.

La explanada del Rasif se encontraba atestada ya antes del amanecer, y el entorno del cadalso, donde se alzaba un único madero, era un hervidero de hombres y mujeres que se afanaban por ocupar su lugar en torno al cercado rectangular que lo protegía. La propia muralla de la ciudad y dos de sus torres albarranas contiguas delimitaban tres de los lados, y el cuarto se hallaba protegido por un cordón de soldados de la guardia de palacio. Las antorchas en el muro, los candiles y las lámparas de aceite en medio de la noche daban a la escena un aspecto irreal, que se fue diluyendo a medida que las primeras luces del día encendían el cielo por la parte oriental de la ciudad.

Hacía tiempo que se había oído la llamada del muecín cuando las primeras señales de movimiento en el interior de la madina agitaron de nuevo a la multitud, que ya atestaba el espacio que se extendía entre la muralla y el río, hasta el molino de la Albolafia. También la parte más cercana del puente se encontraba abarrotada, y el acceso al recinto amurallado por la Bab al Qantara se había bloqueado por completo. Primero llegó el sonido de atabales y tambores, cuyo volumen fue subiendo hasta que las primeras unidades de la guardia palatina asomaron por la puerta. A duras penas conseguían avanzar, y solo el temor a los látigos y a los cascos de los caballos que abrían el cortejo conseguía apartar del camino a la muchedumbre.

Los músicos interpretaban una marcha rítmica que los cordobeses habían aprendido mucho tiempo atrás a asociar con las ejecuciones públicas, una marcha cuya cadencia e intensidad habría de aumentar de forma gradual al ritmo de los corazones de quienes se solazaban con el macabro espectáculo. Detrás avanzaba una veintena de arqueros reales, ataviados todos ellos con espléndidas y uniformes vestiduras cuyas corazas y lorigas reflejaban los primeros rayos de sol de la mañana. Y por fin, cuando el camino hasta el patíbulo se encontraba ya expedito, atravesó la arcada una unidad de la guardia de guerreros saqaliba, arropando con sus lanzas en el centro de un óvalo irregular el carro que transportaba al reo. Abú Nasr recibió con aparente indiferencia la lluvia de improperios que salían de las gargantas de la multitud enardecida. Algunos objetos se estrellaron contra su cuerpo y le obligaron a agachar la cabeza, el carro se cubrió de verduras podridas e incluso de excrementos, y muchos de aquellos improvisados proyectiles alcanzaron a los guardias, que poco podían hacer para evitar la furia de los cordobeses.

Mūsa contemplaba la escena desde lo alto de la muralla, donde centenares de oficiales y funcionarios de palacio habían encontrado acomodo, a la espera de la llegada del emir, a quien se había reservado un amplio estrado de madera cubierto por luminosas telas blancas, pocos codos por encima del madero reservado para el reo. Había tenido ocasión de escuchar las historias que circulaban de boca en boca sobre Abú Nasr y por ello comprendía las expresiones de odio, las lágrimas de rabia en los ojos de muchas de aquellas mujeres y la inusitada expectación que la ejecución había despertado en una ciudad tan acostumbrada a ellas. Al parecer, según se había extendido por los corrillos, el arquero iba a morir de la misma forma que había matado, y la disposición del patíbulo parecía confirmarlo. Cuando los soldados se dispusieron delante del madero con sus arcos, ya no tuvo ninguna duda. Otra unidad de arqueros ascendió a la torre que flanqueaba la Bab al Qantara, y de igual manera se colocaron frente al cadalso, muy próximos al lugar que ocupaba Mūsa.

El reo se vio obligado a descender del carro y, a empujones, subió las escalinatas entre el creciente griterío que se mezclaba con el estruendo sincopado de los tambores. Pese a que le sujetaron las manos tras el madero, uno de los verdugos le pasó una soga más bajo las axilas y la ató en lo más alto, alzando a Abú Nasr hasta que sus pies apenas alcanzaron el suelo de madera. Mostraba el mismo aspecto que dos días atrás, cuando fue presentado ante el qādī. La misma sangre reseca cubría su piel, pero su gesto era de sufrimiento, de la boca abierta surgía una lengua hinchada y blanquecina, y Mūsa comprendió que a la tortura que suponía ser consciente de la propia muerte se había unido el suplicio de la sed.

Un nuevo murmullo, esta vez procedente del interior de la muralla, le hizo volver la cabeza, y vio que el emir, su hāchib y varios visires subían las escaleras que conducían al estrado. Solo desde su lugar de privilegio se observaban los dos lados del muro, y aguardó con expectación el momento en que Abd al Rahman mostrara su presencia a la multitud congregada en el exterior. El vello de los brazos se le erizó al oír el rugido que surgió de aquellos millares de gargantas al unísono. Al principio fue un sonido ininteligible, desarticulado e indefinido, pero, de manera gradual, una sola palabra fue tomando forma hasta que el nombre de Abd al Rahman fue coreado por la muchedumbre enfervorizada.

Solo el redoble frenético de los atabales consiguió ir acallando a los cordobeses, hasta que su sonido monocorde se impuso en el aire de la mañana. Desde su posición, Mūsa contempló la escena que se desarrollaba ante sus ojos: una ligera neblina surgía del río, matizando el reflejo del sol en su superficie, aguas arriba del puente, que ahora aparecía ocupado por una multitud que se apretaba por toda su superficie. Bajo sus pies, miles de cabezas se orientaban hacia el patíbulo, donde uno de los enemigos más temidos de Qurtuba estaba a punto de recibir su castigo. Y más arriba, en pie, con sus vestimentas recamadas en oro, la figura del soberano que había conducido a sus huestes en la campaña de Astīban hasta alcanzar el enésimo éxito de su reinado. Allí estaba, preparado para dar la orden de acabar con uno más de los hombres que, de manera cada vez más infructuosa, se oponían a sus propósitos. Un pinchazo de desazón recorrió el cuerpo de Mūsa al comprender que también su presencia allí era el resultado de uno de tales éxitos del emir, al terminar de forma casi definitiva con la primacía de su familia allá en el Ūadi Ibrū.

El brazo de Abd al Rahman se alzó sobre su cabeza. Los arqueros situados frente al reo tensaron las cuerdas, listos para cumplir la orden de su señor. El redoble era ahora continuo, y la voz del oficial cuando el emir dejó caer la mano, apenas se oyó más allá de la fila de soldados que contenían a la multitud. Una docena de flechas se clavaron en los hombros, las piernas, los brazos y los costados de Abú Nasr. Ninguna de ellas era mortal, pero un reguero de sangre comenzó a manar de las heridas y a resbalar por sus miembros hasta el suelo. Mūsa observó la expresión de los habitantes de Qurtuba, que, con los ojos dilatados y los dientes apretados por la emoción y el odio, seguían fundiendo sus voces con el resto de los sonidos que atronaban en la explanada. La segunda tanda de proyectiles tardó en llegar lo suficiente para prolongar la agonía. De nuevo, ninguno de ellos afectó a órganos vitales, pues los arqueros parecían preferir que las saetas se estrellaran contra la pared del fondo a herir de forma definitiva al reo. Abú Nasr mantenía aún la cabeza enhiesta, y en ese momento el emir alzó la mano por última vez. Todos los arqueros, incluso los que ocupaban las torres, alzaron sus armas, tensaron, apuntaron y dejaron partir las flechas, para repetir el gesto una y otra vez. El cuerpo de Abú Nasr, ya exánime, quedó atravesado por centenares de astiles, y a la mente de Mūsa acudió la imagen de los erizos que poblaban las riberas del Ūadi Ibrū.

De nuevo todas las miradas se dirigieron hacia el emir. Los tambores habían callado, los rugidos de la multitud cesaron, y una vez más el nombre de Abd al Rahman comenzó a resonar en el Rasif de Qurtuba coreado por miles de gargantas.