Año 918, 306 de la Hégira
31
Frontera Superior
Sancho tiró de las riendas para frenar su montura. El rey Ordoño le esperaba en pie a la puerta de su tienda rodeado por una numerosa comitiva, y no era su deseo ofender su dignidad acercándose hasta él a lomos de su caballo. Intercambió una mirada con su hermano Ximeno y con el obispo Basilio, y los tres se detuvieron. De inmediato, tres muchachos menudos y vivarachos surgieron entre las cabalgaduras y asieron con decisión las riendas para permitir que los señores desmontaran con facilidad. El rey de Pampilona se atusó la túnica y reajustó el tahalí en el que llevaba la espada, alzó la mirada al frente y echó a andar en dirección al que, además de hermano en la fe de Cristo, era ahora su aliado.
Ambos frisaban la cincuentena, y el vascón compensaba sus sienes canas con un carácter arrojado y vital, lo cual unido a una corpulencia poco habitual hacía de él un hombre singular, que desde el inicio de su reinado, y antes incluso, había despertado la admiración de sus súbditos. Ordoño, en cambio, mostraba un temple contenido y circunspecto, y su mirada firme y penetrante reflejaba la frialdad y la determinación con que llevaba adelante sus propósitos. Ahora, en cambio, mientras Sancho se acercaba a él, sus ojos evidenciaban una sincera alegría. Aunque las embajadas habían ido y venido entre León y Pampilona, no habían tenido ocasión de conocerse hasta un año antes, durante la campaña que había terminado en Castro Muros con la aplastante derrota de los sarracenos, victoria que había terminado de convencerles a ambos de la necesidad de unir sus fuerzas para luchar contra el enemigo común. El encuentro que estaba a punto de producirse era el primer resultado de aquel empeño.
Ordoño lanzó una sonora carcajada al tiempo que abrazaba a Sancho.
—¡Mi buen amigo Sancho! —Rio—. ¡Ha llegado al fin el día del esperado reencuentro!
—Tal como convinimos hace menos de un año —respondió afable—. Nuestra amistad es agradable a los ojos de Nuestro Señor, a juzgar por los frutos que ha dado.
—¡Ah, bendito sea Dios! Lo vivido en Castro Muros ha alimentado mi espíritu cada uno de los días que han transcurrido desde entonces. La imagen de los campos cubiertos de cadáveres sarracenos, desde las orillas del Duero hasta el castillo de Atienza, tantos que su número parecía exceder el cómputo de los astros…
—Y la cabeza de su general, ensartada por orden tuya en las almenas de Castro, ¡junto a la de un jabalí! —recordó Sancho con entusiasmo.
—Quiera Dios refrescar nuestra memoria un año después, poniendo ante nuestros ojos escenas como aquellas.
—¡Quiera Dios! —Sancho rio y se volvió para iniciar las presentaciones.
Empezó por el obispo de Pampilona, que ofreció su anillo al soberano. Después le tocó el turno a Ximeno, mientras el prelado se dirigía a abrazar a su homólogo leonés. Siguieron los condes y notables de ambos reinos, en una confusión de voces y abrazos a la que Sancho puso fin con autoridad.
—Mi esposa Toda te envía sus saludos, y hace votos por un pronto encuentro —explicó, cuando se encontró de nuevo ante Ordoño.
—También Elvira te saluda y te traslada el deseo de conocer a tu esposa, de quien tanto y tan bien se habla en la corte. No dudes de que ambos nos congratulamos al conocer el nacimiento de vuestro primer hijo varón.
Sancho asintió complacido.
—¡Seis hembras! Seis hijas ha tenido que parir antes de darme a García, cuando ya desesperaba… Es otro de los motivos que me llevan a pensar que nuestra alianza está bendecida por el Altísimo. Quiera ahora darme vida para verlo crecer antes de que tenga que sucederme en el trono.
—Es de envidiar un rey con un solo heredero.
Sancho rio de buena gana al captar la alusión velada a la accidentada sucesión de su padre Alfonso.
—No ha de acabar este año sin que demos satisfacción a los deseos de la reina Elvira. También Toda desea conocer a tu familia —respondió con diplomacia.
—Antes de separarnos, hablaremos de ello, pero ahora nos esperan semanas difíciles. ¿Me honrarías con tu presencia en mi tienda? Podemos hablar en ella mientras tus hombres disponen vuestro campamento. ¿O quizá prefieres buscar acomodo en el monasterio?
—No, como tú no deseo perturbar la paz de su clausura. Bastante tienen que soportar con dos ejércitos acampados a sus puertas.
—Este año poco han de recibir en concepto de diezmo si permanecemos aquí mucho más, agotando los recursos de los campesinos. Entremos.
La tienda real era un amplio recinto rectangular sostenido en su eje central por una hilera de robustos mástiles cuidadosamente pintados con los colores del reino de León. La cubierta a dos aguas descendía en ligera pendiente hacia ambos lados, para cubrir los faldones laterales, que apenas sobrepasaban la altura de un hombre. El ornato interior era austero, aunque sí colgaban de las traviesas laterales los pendones que identificaban a los reinos de León y de Galicia, ambos en manos de Ordoño desde la muerte cuatro años antes de su hermano García. Destacaba al fondo, sobre un pequeño túmulo a modo de altar y rodeada por siete cirios, una admirable talla de la Virgen. Ante ella se había dispuesto una enorme mesa de madera pulida, que Sancho habría juzgado de una pieza de no ser porque comprendía la imposibilidad de trasladar en campaña una pieza semejante. Se acercó a ella, y al pasar la mano descubrió que la pulcritud de su factura hacía casi imperceptibles las uniones entre los tableros que la componían.
—¿No asistirán a este encuentro los condes de Álava y de Castilla? —se extrañó Sancho.
—Lo harán —repuso Ordoño, sonriendo—. Pero, si no tienes inconveniente, los he emplazado para esta noche. Deseo en primer lugar departir a solas contigo.
Ofreció una silla a su ilustre huésped, y tomó asiento cerca de él, a la cabecera de la mesa.
—¿Continúan las desavenencias? —se interesó Sancho.
Ordoño no lo negó.
—Ambos juzgan que nuestro pacto supone una renuncia al territorio que los condes castellanos y alaveses han defendido durante años en la frontera oriental del reino leonés. Una renuncia a tu favor. Por otra parte, creen que volcar mi esfuerzo en estas tierras del Ebro, en la lucha contra tus antiguos parientes, los Banū Qasī, debilita las defensas en la zona occidental del Duero.
Sancho no parecía extrañado y asentía de forma pausada.
—Quizá no les falte algo de razón —concedió—. Pero me temo que, si llevamos a cabo las acciones que hemos concertado en nuestras embajadas, la respuesta de Abd al Rahman no se hará esperar, y no precisamente en la frontera occidental, sino en el mismo valle del Ebro.
—La inesperada muerte de Umar ibn Hafsún libera al emir de las ataduras que retenían a sus ejércitos en el sur de Al Ándalus.
—Confiemos en que sus hijos sean capaces de mantener viva la revuelta…
—Por las noticias que nos han llegado a lo largo de los años sobre sus hazañas, no será fácil que aparezca un caudillo de su valía —dudó Ordoño.
—Sin embargo, en los últimos años de su vida, mantuvo el pacto que había firmado con Qurtuba.
—Cierto, pero un pacto movido por la hambruna que asoló Al Ándalus y, que Dios me perdone si peco de falta de humildad, por los ataques que yo mismo dirigí contra Évora y contra Mérida, en el corazón de su territorio. Aquellas circunstancias ya no existen, el emir está siendo capaz de recomponer un ejército que parecía incapaz de hacer frente a sus muchos enemigos, y no sería de extrañar que, una vez muerto Ibn Hafsún, decidiera acabar con su semilla de una vez por todas.
—Una victoria de Abd al Rahman sobre los hafsuníes supondría para Qurtuba un éxito sin precedentes que sin duda tanto él como ese ministro que no se separa de su lado sabrían utilizar.
—En cualquier caso, nada de eso contradice la necesidad de cruzar el Ebro y asegurar para la cristiandad el control de las tierras que ahora domina Muhammad en nombre de los Banū Qasī.
—Para eso estamos aquí… —recordó Ordoño.
Sancho asintió, y cuando siguió hablando lo hizo con un tono evocador.
—Cada día que pasa soy más consciente de que la conquista de Deio supuso un hito fundamental para mi reinado. La donación de las tierras recuperadas a los nuevos monasterios las ha revalorizado, y la repoblación que han emprendido atrayendo a familias a los fundos monacales consolida las conquistas. Es fundamental que prosigamos con la misma política, aprovechando que la Providencia nos favorece con la momentánea debilidad de los Banū Qasī.
Ordoño no pudo contener una carcajada.
—Que esto no llegue a oídos de los obispos —dijo, lanzando una mirada al exterior a través de la entrada, que permanecía abierta—, pero… acabaste con Lubb ibn Muhammad, acabaste con su hermano Abd Allah y, de forma indirecta, provocaste el enfrentamiento que llevó a la muerte a Mutarrif… ¿y achacas la debilidad de los Banū Qasī a la Divina Providencia?
—Tengo entendido que los conociste a todos en tu infancia… —dejó caer Sancho a modo de respuesta.
Ordoño se levantó de la silla que ocupaba, tomó la jarra que había sobre la mesa, y en silencio escanció su contenido en dos copas. Ofreció una a Sancho, pero dejó la suya sin tocar para acercarse a uno de los laterales de la tienda. Tomó un arco que colgaba de una atadura y regresó con él en la mano.
—Este arco perteneció a Lubb ibn Muhammad. Hubo un tiempo en que mi padre y el suyo mantenían buenas relaciones, hasta el punto de que fui enviado a Saraqusta para completar mi formación entre musulmanes. Yo no era más que un niño, Lubb tenía mi edad, y entre nosotros también surgió la amistad. Llegó a arriesgar su vida por mí, y si estoy aquí es gracias a este arco, que después me regaló. Lo conservo desde entonces y me acompaña en todas mis expediciones, a modo de amuleto.
Sancho lo miró, sorprendido. Dejó la copa encima de la mesa, tomó el arco entre sus manos y pasó las yemas de los dedos por las estrías de la madera.
—Aquellos tiempos pasaron. También los vascones mantuvieron una estrecha relación con los Banū Qasī, basada en los lazos de sangre, lucharon juntos contra los francos y contra Qurtuba, pero pronto se impuso la realidad. Han transcurrido ya tres generaciones, y de aquello no queda nada. Fue la diferencia de credo la que llevó al distanciamiento, y más tarde a la lucha. Con Muhammad, su actual caudillo, solo nos unen el odio y la inquina, y el deseo de acabar el uno con el otro.
—Me sumo a ese deseo y brindo por nuestro éxito —contestó Ordoño al tiempo que alzaba la copa.
Sancho dejó el arco a un lado, tomó la suya y la apuró de un trago. Después la depositó sobre la mesa con un golpe seco y se recostó en la silla.
—Hablemos de nuestros planes más próximos —dijo, zanjando la conversación anterior—. ¿Nájera, tal como convinimos?
Ordoño asintió.
—Espera, trazaremos nuestros planes sobre los dibujos de los topógrafos.
Se levantó y tomó un pesado rollo de piel que desplegó encima de la mesa. Por la forma y las dimensiones, Sancho supuso que había pertenecido a un gamo de gran tamaño, quizás a una hembra de ciervo. En el envés, perfectamente curtido y afinado, alguien había grabado una maraña de trazos, entre los que destacaba una línea gruesa y ondulada que cruzaba la piel de un extremo al otro.
—Este es el río Ebro —señaló Ordoño—. Y estos, sus afluentes. Una tierra que tú conoces bien, porque la has hollado casi por completo, en un momento u otro.
Sancho asintió, tratando de identificar los puntos que señalaban las fortalezas y las ciudades más importantes. Descubrió que algún calígrafo había grabado las primeras letras junto a ellas.
—Nájera es la más occidental de las posesiones musulmanas —dijo Ordoño, y Sancho juzgó innecesaria aquella explicación—. Se encuentra relativamente aislada y, aunque está bien fortificada y su guarnición se ha reforzado, no puede esperarse ninguna resistencia ante la fuerza de nuestros ejércitos. Nuestro Señor bendecirá con la victoria la unión de las tropas cristianas de Pampilona, León, Álava y Castilla.
—A estas alturas Muhammad estará al corriente de nuestra presencia aquí —dijo Sancho—, aunque ninguno de mis informadores ha alertado sobre movimientos de tropas desde su feudo de Tutila.
—Tampoco los míos lo han hecho. Muhammad es joven y arrojado, pero tampoco carece de inteligencia y astucia. Debe de saber que, con sus fuerzas, presentar batalla en campo abierto sería una temeridad.
—Lo mismo piensan mis capitanes, y yo mismo. Su estrategia consistirá en reforzar las guarniciones de sus fortalezas más poderosas, y abandonar las aldeas y las ciudades con menores posibilidades de defensa.
—Siguiendo el curso del río —dijo Ordoño, recorriendo con el dedo el trazo sinuoso—, a continuación se encuentra el bastión de Viguera.
—Inaccesible —sentenció Sancho—. Un terreno quebrado, áspero, en las gargantas del río Iregua. Ni siquiera el asedio es aconsejable. Quizás… hay una vieja fortaleza cercana que podría reconstruirse para hostigar a sus habitantes desde allí y cortar las vías de suministro.
Ordoño asintió.
—Dejaremos pues Viguera a nuestras espaldas, para seguir por la vieja calzada romana que discurre por la margen derecha.
—Y nos encontraremos ante Calahorra… y Arnedo.
—El lugar donde mi hermano García encontró la muerte hace cuatro años —evocó Ordoño, con expresión inescrutable.
—Esta vez será distinto —respondió Sancho con firmeza, incapaz de saber si el tono del rey reflejaba algún dolor o se limitaba a rememorar el lance de guerra que lo había aupado al trono de León.
—En cualquier caso, a partir de ahí todo dependerá del desarrollo de los acontecimientos. La propia Tutila es la siguiente etapa…
Sancho contemplaba en la distancia la silueta poderosa de la alcazaba de Tutila, recortada contra el cielo azul en aquel caluroso día de junio, y sabía que, en lo más alto de sus murallas, Muhammad estaría pendiente de todos sus movimientos. Era impensable atacar aquella ciudad, asentada al abrigo del monte sobre el que se alzaba la fortaleza, rodeada por una triple muralla y sin arrabales desprotegidos, de forma que Ordoño y él mismo habían decidido dar por concluida la razia. Nájera, Arnedo, Calahorra y Al Hamma estaban ya en manos cristianas, y arrastraban el cuantioso botín de las últimas jornadas, en las que su ejército había devastado los alrededores de Alfaro, Tarazona y la vega del río que desembocaba en el Ebro junto a Tudela.
Aquella misma mañana, poco después del amanecer, los dos ejércitos se habían concentrado en una enorme explanada a la orilla del río para asistir a la solemne misa de acción de gracias concelebrada por los dos obispos y por la treintena de sacerdotes y presbíteros que los acompañaban. La emoción había aflorado entre las filas cristianas al recordar a las decenas de mártires caídos en la lucha contra los islamitas, pero había acabado imponiéndose el sentimiento de euforia que les acompañaba desde que se les había informado del inminente regreso.
También Sancho y Ordoño se habían separado de forma emotiva, en medio de promesas de un próximo encuentro que satisficiera el deseo de las dos reinas. Era el segundo año consecutivo que se producía entre ambos una despedida en medio de la embriaguez de la victoria y, aunque en esta ocasión las bajas enemigas no habían sido excesivas, habían conseguido una gesta que figuraría en los anales, al tomar tres plazas fundamentales en la margen meridional del Ebro, tierras que habían permanecido en poder de los Banū Qasī durante los últimos doscientos años.
Los ejércitos se habían separado cuando el sol comenzaba a elevarse, y Sancho encabezó la marcha que conduciría a sus tropas hasta el río, que habrían de vadear antes de continuar su camino en dirección a Pampilona. Resultaba impensable utilizar el puente que cruzaba el río en Tutila, pues los accesos hasta él se hallaban al alcance de los defensores, pero los exploradores habían regresado con la noticia de la existencia de un vado que el estío hacía practicable, unas millas aguas abajo de la ciudad. En aquel punto el cauce era especialmente ancho, pero estaba dividido por tres bandas de tierra paralelas y cubiertas de vegetación en sus orillas, que reservaban una última sorpresa.
Cuando la avanzadilla vadeó el primer tramo y sus hombres alcanzaron el primer islote, los gritos de entusiasmo captaron su atención. Sancho se acercó a la orilla y vio que uno de ellos se desvestía para regresar a nado e informar a su rey. Las islas eran el lugar que los habitantes de Tutila utilizaban como lugar de cría para su yeguada, y en ellas se concentraban centenares de ejemplares de caballos árabes, aquellos que tanta admiración despertaban entre los jinetes de toda la Península. Poco después del mediodía, con todo el ejército a salvo ya en la margen izquierda, su única preocupación era encontrar cuerdas y esparto suficiente para los ronzales que permitieran conducir a un número de animales tan grande.
Invirtieron el resto de la tarde en cubrir parte de la distancia que los separaba de Balterra, la última fortaleza de importancia en poder musulmán antes de pisar territorio cristiano. Acamparon en medio de la inmensa vega fertilizada por las periódicas inundaciones del río, y aquella noche se vieron asaltados por un ejército de mosquitos, dañino y molesto, que atacaba en nubes densas y esquivas. Solo el humo denso de las hogueras alimentadas con tamarices verdes conseguía mantenerlos a raya, y el amanecer sorprendió a muchos de los hombres despiertos, con la piel y los ojos enrojecidos, la primera por las picaduras, y los segundos por el humo y el sueño.
Alcanzaron las inmediaciones de Balterra bajo un sol abrasador. La inexpugnable alcazaba se alzaba en lo alto de un cortado de color terroso e imposible acceso al menos desde aquella cara, pero a sus pies, en la parte más cercana a las huertas de las que se abastecía, se extendía un populoso arrabal rodeado tan solo por un muro de adobe. Sancho se detuvo a lomos de su caballo, y toda su comitiva lo imitó. Solo el obispo arreó a su montura hasta colocarla a la altura del rey.
—Mi señor Sancho…
—Mi venerado Basilio… —respondió Sancho, esperando a que continuara.
—Mi señor —repitió el religioso—, si mis ojos no me engañan, el edificio que se alza en el centro de ese arrabal no puede ser otra cosa que una de esas mezquitas donde los infieles rezan a su falso dios y ensalzan a su falso profeta. Y no es pequeña, a juzgar por la envergadura de su alminar.
—Sin duda, no te engañas.
—Alabado sea el Señor, que pone a tu alcance la posibilidad de culminar tu empresa destruyendo uno de esos focos de proselitismo.
Sancho miró atrás antes de adentrarse en el estrecho que le haría perder de vista el extenso valle del Ebro. A sus pies, a una milla de distancia, una densa columna de humo se alzaba hacia el cielo sin que la más mínima brisa la desviara. Del arrabal de Balterra apenas quedaban ruinas, ascuas y cenizas, pero del soberbio edificio de la mezquita aún surgían llamaradas que lamían los costados del alminar. Tiró de las riendas y giró su montura, y lo mismo hicieron todos sus acompañantes, su hermano menor, Ximeno, entre ellos. Contempló la inmensidad de aquel paisaje, cerrado en la lejanía por montañas que azuleaban bajo el círculo anaranjado del sol, que a punto estaba de ocultarse tras ellas. Algún día, no muy lejano, esperaba ser el señor de aquellas tierras, que jamás debieron caer en manos musulmanas. Rogó a Dios que le fuera propicio en aquella aspiración, que no era ambición personal, y para terminar de demostrarse a sí mismo que no eran los pecados de avaricia ni de soberbia los que anidaban en su corazón hizo la firme promesa de donar al monasterio más cercano todas las tierras conquistadas a los moros, con sus rentas y sus frutos, en la extensión que abarcaba la vista desde aquel mismo lugar.
Un resplandor atrajo su atención, y dirigió la vista hacia la fortaleza de Balterra. La base del alminar había cedido, y la torre, envuelta en llamas, se había precipitado en el interior del recinto en medio de una nube de pavesas. Indudablemente aquel espectáculo sería agradable a los ojos de Dios.