Año 928, 316 de la Hégira
59
Burbaster
—Nos acercamos a nuestra meta —dijo el emir cuando la mula castaña que montaba su esposa llegó a la altura de su magnífica cabalgadura, a la que retenía haciéndola caracolear y levantar las patas del camino.
—Unos parajes sobrecogedores —respondió Maryam, elevando la mirada hacia los picos que se alzaban ante ellos y que parecían colocados allí para impedir el avance de la comitiva.
—Parajes que por primera vez podemos recorrer sin riesgo. Hace dos meses apenas, nadie en su sano juicio hubiera osado transitar por estas gargantas.
—Tengo curiosidad por llegar a Burbaster. Si aquello es solo la mitad de lo que se cuenta… habrá merecido la pena acompañarte en este viaje.
El chillido de un águila reverberó entre los cortados, y Abd al Rahman sonrió.
—Acaso saludan a los nuevos señores de sus dominios —bromeó—. Por algo este lugar era conocido como el Nido de las Águilas.
—¡Buitres! ¡Buitres y cuervos bien negros es lo que albergaba! —exclamó Maryam.
Abd al Rahman rio con ganas. Desde que partieran de Qurtuba, se encontraba de un humor excelente, por vez primera emprendían una marcha sin el peso de las cotas y las lorigas, sin la incertidumbre de la inminente batalla. Bien podía decirse que aquello era una expedición de recreo. Había querido que lo acompañara Al Hakam, quien, ansioso por mostrar su conocimiento del lugar, cabalgaba en primera línea, acompañado por Mūsa, el muladí de la frontera que de forma gradual, y gracias a su noble carácter, había llegado a ocupar un lugar de privilegio en el seno de su familia. Tampoco había puesto reparos al deseo de Maryam de sumarse a la comitiva, ansiosa sin duda por contemplar con sus propios ojos el lugar que los qurtubíes habían acabado por convertir en una auténtica leyenda. Por ello, precisamente, había dado la orden de destruirlo hasta los cimientos, como había anunciado en su carta a las coras. Pero antes necesitaba hollar sus veredas, recrear la vista en las portentosas fortificaciones que ya nunca darían protección a sediciosos y poner los pies en la alqasába que los había albergado.
Trató por un momento de ponerse en la piel de su padre, Muhammad, que pocos días antes de que él naciera había recorrido aquellos caminos, desesperado hasta el punto de ir a buscar refugio junto al mayor enemigo de Qurtuba. Había sido su madre, Muzna, quien le había referido la historia, su huida del alcázar a través de los pasadizos que daban al río, su parto inminente, la ausencia del esposo, perseguido por las falsas acusaciones de un hermano celoso de su título de heredero, y el regreso a tiempo para oír los primeros llantos del recién nacido. Sus primeros llantos. Y luego… la muerte, a manos de su propio hermano Mutarrif, la muerte que a él le había privado de conocer a su propio padre. Jamás permitiría que algo así le sucediera a su primogénito Al Hakam. Por mucho que sus madres, también Maryam, cuestionaran su decisión de expulsar del alcázar a todos sus hermanos, eso era algo que no iba a reconsiderar.
En sus planes de futuro para el emirato, Al Hakam era una pieza fundamental, e iba a moldearla según sus propósitos. Habían transcurrido quince años desde su nombramiento, un tiempo en que todas sus energías habían estado dedicadas a la pacificación de Al Ándalus. La caída de Burbaster, la destrucción de Pampilona y la muerte de Sancho, la muerte de Ordoño y la guerra civil que se había desatado en Liyūn por su sucesión… eran los hitos que marcaban el fin de una etapa. Se acercaba el momento de la gran transformación, según el plan pergeñado por la mente preclara del hāchib Badr, quien, en su lecho de muerte, le había revelado las intenciones que albergaba. Nunca lamentaría lo suficiente su ausencia, pero la promesa que en aquel momento le hizo había conducido cada uno de los pasos que había dado desde aquel día, siete años atrás. El emirato, tan duramente reconstruido sobre la base de las numerosas expediciones militares que él mismo había comandado en ocasiones, habría de perdurar tan solo si el soberano dejaba de ser un guerrero para convertirse en un rey sabio, de manera que la convicción pesase más que la coerción en la obediencia de sus súbditos. Y aquel era el destino que estaba preparando para su heredero, que cabalgaba ahora diez cuerpos por delante de ellos.
—Veo que observas a nuestro hijo.
Abd al Rahman volvió la cabeza, sorprendido, y asintió.
—Parece feliz con este viaje.
—Lo es. Cualquier cosa que le permita abandonar la reclusión entre los muros del alcázar le hace feliz.
—Lo sé, y por eso me hice acompañar por él en la ‘saifa del pasado año.
—Regresó transformado —recordó Maryam—. ¿Sabes qué fue lo que más le impresionó de aquella expedición?
—Lo sé, recuerdo bien su asombro ante el desfile de nuestra flota, encaramado en la alqasába de Mālaqa.
—¡Por Allah Todopoderoso, no había visto el mar en sus doce años de vida!
—Pues bien, ya lo conoce, y sabe que la flota es el instrumento que utilizamos para dominarlo y para mantener alejado al enemigo de Ifriqiya. De la misma manera que he querido traerlo esta vez, para que vea con sus ojos cómo nuestro ejército destruye la morada del enemigo interior.
—Temo, sin embargo, que el aislamiento en que se le mantiene en palacio pueda perjudicarle. ¡Si al menos se le permitiera convivir con el resto de sus hermanos uterinos, mis hijos…!
Una mueca de contrariedad apareció en el semblante de Abd al Rahman.
—La senda por la que he decidido encaminarle conduce a lo más alto, pero es estrecha, y no permite el paso de dos jinetes a un tiempo. La compañía de sus preceptores es más que suficiente, y ellos han de ser quienes le guíen por el camino del saber.
Maryam agachó la cabeza, consciente de que no era prudente seguir insistiendo.
—Habla… —dijo Abd al Rahman al cabo de un momento.
Esta vez fue ella la sorprendida, y alzó las cejas en un gesto que hizo sonreír a su esposo.
—Cuando tienes algo que decir tus dedos te delatan… las yemas se rozan como si tuvieran vida propia.
Maryam se miró perpleja las manos, que sujetaban las riendas, y sonrió también. Sin embargo, su expresión pronto se hizo grave de nuevo.
—Es cierto —concedió—, hay otra cosa que me preocupa, pero te advierto que está relacionada con lo anterior.
—Adelante…
—Al Hakam ha despertado ya a la atracción de la carne…
—¡Excelente! ¿Y hay algo de malo en eso?
—A su edad, son las conversaciones con otros muchachos de su edad las que canalizan esa atracción natural, los relatos y confidencias sobre las primeras experiencias con mujeres… Es algo que a Al Hakam le ha sido vedado. Tampoco se relaciona con muchachas de su edad, y me temo que lo que está desarrollando es una atracción física… hacia otros varones.
Abd al Rahman se volvió hacia Maryam, y por un momento siguió cabalgando en silencio.
—Es algo con lo que no contaba —repuso al fin—, aunque tampoco es nada extraordinario. Que en el futuro guste de yacer con hombres no debe preocuparnos, pero ha de tener claro que parte de su semilla debe reservarse para regar con ella un vientre fértil. Me da igual con quien comparta su lecho si es diligente a la hora de tomar esposa… y juntos nos proporcionan el heredero que en el futuro necesitará el emirato. En caso contrario, su nombramiento como heredero quedará revocado.
—Me sorprende tu… pragmatismo.
—Me sorprende que te sorprenda… a ti, que conoces como nadie lo que sucede entre los muros del harém. En cualquier caso, no debes preocuparte… en cuanto regresemos a Qurtuba, yo mismo me encargaré de que saboree las mieles más dulces de mi despensa.
Maryam rio con ganas, atrayendo la atención de los jinetes que cabalgaban junto a ellos.
—¿También tú has de esperar a regresar a Qurtuba para saborear esas mieles de las que hablas? —susurró.
—Hay mieles de las que jamás se puede prescindir una vez que se han probado. ¿Sabes? Desde que supe que me acompañarías en este viaje, hay una fantasía que no consigo apartar de mi cabeza…
—Ah, ¿sí? —respondió Maryam con picardía—. ¿Y me la vas a contar? ¿O quizá… no soy la protagonista?
—Sabes que lo eres… eres mi abeja reina. Bien te encargas tú de que no tenga la necesidad de buscar en otras colmenas. —Rio—. Deseo plantar la qubba en lo más alto del monte de Burbaster, y allí, al atardecer, poseerte, como la primera vez, hace quince años, cuando compraste a Fátima el derecho a pasar aquella noche conmigo.
Maryam sonrió, pero un atisbo de emoción apareció en su semblante.
—Te juro… que esta noche te sentirás el rey del mundo.
Abd al Rahman fue el primero en traspasar los muros de Burbaster, después de la larga ascensión que los había conducido hasta la puerta de Burtiqát. Tras él, Al Hakam, Maryam después y los visires encabezados por el hāchib Mūsa ibn Muhammad ibn Sa’id. El wazīr Ahmad ibn Muhammad ibn Hudayr, que había supervisado desde Talyayra la evacuación de la madina, se había incorporado a la comitiva en las cercanías de la ermita de Villaverde, donde había tenido ocasión de explicar a su soberano el enfrentamiento que terminara con la muerte de Sulaymán.
El emir descabalgó para cruzar el imponente dintel de piedra con el ánimo embargado por la emoción. Lo hizo con la mirada puesta en el suelo y, solo cuando hubo atravesado el sólido portón de madera, alzó el rostro y se dejó empapar por aquella imagen que, estaba seguro, no habría de olvidar mientras viviera. Su primer pensamiento al hacerlo fue para su abuelo Abd Allah y tras él, como una cascada, acudieron a su mente el hāchib Badr, quien tanto había hecho para que aquel día llegara, su padre, Muhammad, que había atravesado aquellos mismos muros casi cuarenta años atrás, y el propio Umar ibn Hafsún, quien, en uno de los desconcertantes gestos que habían caracterizado su inverosímil trayectoria, permitió el regreso a Qurtuba de quien podría haber sido el rehén más valioso en manos de un sedicioso. Permaneció en pie en medio del silencio, roto tan solo por el silbido del viento entre las ramas y los chillidos de las rapaces que sobrevolaban los cortados, hasta que volvió la mirada hacia su hijo y, con un gesto, le pidió que se acercara.
—Recuerda mientras vivas este momento, Al Hakam. El camino para llegar aquí está empapado con la sangre de decenas de miles de buenos creyentes. Cincuenta años y el tesón de cuatro emires han sido necesarios para doblegar la resistencia de este nido de perdición. Cuando yo nací, el Estado omeya tal como tú lo has conocido, el mismo que tan inmutable te parece ahora, estaba a punto de claudicar bajo el empuje de los rebeldes que tenían en este lugar su refugio. Sabes, porque yo te lo he contado, que el caudillo que gobernaba en Burbaster llegó a poner fuego con sus proyectiles en la mezquita aljama de Qurtuba. Ha sido preciso el esfuerzo de muchos hombres para que tú y yo podamos hollar estas veredas. Abre bien los ojos y los oídos, porque las historias que vas a escuchar y lo que vas a vivir estos días son los cimientos sobre los que hemos de construir el futuro de nuestra dinastía. Hoy es el primer día, escúchame bien, de una nueva era para los omeyas. Un día que ha tardado en llegar, más de lo que jamás pudo suponer el responsable de todo esto.
—¿El viejo hāchib del que tanto me has hablado?
—Badr ibn Ahmad, sí. Él había pergeñado el plan que debía ponerse en marcha cuando sucediera lo que acaba de suceder, un plan que mantiene toda su vigencia y que me dispongo a llevar adelante. Pero antes he de culminar la tarea que me ha traído hasta aquí. ¿Cuál es el camino hacia ese célebre monasterio rupestre? —preguntó.
Fue el propio wazīr Ibn Hudayr quien se adelantó para indicar la dirección, y tanto el emir como Maryam y su hijo le siguieron a pie. Caminaron entre casas abigarradas, superpuestas unas a otras para aprovechar el escaso espacio que las laderas ofrecían. Entre ellas, en cualquier rincón, pequeños aljibes, terrazas imposibles en las que sin duda se habrían recogido cosechas, hornacinas en las que aún permanecían las imágenes que aquellos idólatras veneraban… Bordeando la muralla, llegaron a una impresionante mole de piedra que se alzaba decenas de codos sobre el suelo, junto a la cual, adosado a la roca, se había construido un recinto cerrado y techado que ocultaba su cara septentrional. Rodearon sus muros hasta alcanzar la única entrada visible a aquel lugar.
—El monasterio, sahib —anunció el wazīr—. Aunque es a través del patio por donde podremos acceder al interior de la iglesia.
Ibn Hudayr avanzaba abriendo camino en el recinto ahora privado de monjes y barrido por el viento. Señaló una estrecha puerta de madera y permitió que los tres miembros de la familia real entraran primero. El emir emitió una exclamación de asombro cuando su vista se acostumbró a la oscuridad del recinto abandonado. La mole de piedra, inaccesible desde el sur, se había horadado en la cara opuesta, hasta labrar en ella tres naves longitudinales, separadas entre sí por dos muros, a su vez perforados con grandes vanos, algunos en forma de arco de herradura. El ábside de la nave central tenía forma semicircular, a diferencia de los dos laterales, y los tres se hallaban separados del resto por un escalón destinado a dar la necesaria preeminencia al celebrante. Fue Maryam la que puso voz al pensamiento que la visión del lugar sugería a todos los recién llegados.
—¡Por Allah Todopoderoso! ¡Esta es la obra de varias generaciones de monjes! Aunque el destino de Burbaster no sea otro que la destrucción, ¿quién sería capaz de echar por tierra un lugar como este, excavado en la roca viva? ¡Costaría el mismo esfuerzo que su construcción!
—Estás en lo cierto, no es posible derruir este lugar… pero sí cambiar su uso y convertirlo en mezquita. En cualquier caso, habría que construir una para la guarnición que se encargará de custodiar la alqasába, el único edificio que pretendo mantener en pie.
—No es esta la única iglesia de Burbaster. Hay otra en la meseta superior, de mucha mayor capacidad —informó Ibn Hudayr—. Enseguida tendréis oportunidad de verla. Y sigue en pie la vieja mezquita.
—¡Destruidla también! Sin duda fue en ella donde, durante años, se leyó el sermón del viernes en nombre de Al Mahdi, el falso califa fatimí. Es mi deseo que no quede rastro de su existencia, que cada una de sus piedras sea arrojada al fondo del río y que por todo Al Ándalus se haga correr la noticia de su desaparición. Nuestros súbditos deben saber que solo un califa omeya podría arrogarse la legitimidad de la sucesión del Profeta, y es reo de apostasía quien abrace la doctrina fatimí.
La comitiva se puso de nuevo en marcha. Mūsa ibn Abd Allah caminaba en medio del grupo de cortesanos, atónito ante lo que veía. Si la iglesia rupestre asombraba por la abrumadora tarea llevada a cabo para labrar la roca a mazo y cincel, el resto de las construcciones de la madina lo hacía por lo titánico del esfuerzo necesario para su construcción. Allí, en lo alto de aquel monte, había surgido una ciudad de la nada, y en cincuenta años había llegado a albergar a varios miles de refugiados, protegidos por murallas inexpugnables y alojados en millares de viviendas que ahora se alzaban apretadas a ambos lados de la vereda, a medida que ascendían en busca de la cima. Imaginó el lugar en sus momentos de esplendor, cuando parecía destinado a convertirse en la exótica capital del principado hafsuní, que extendía su territorio desde Niebla hasta Bayyana, desde Mālaqa hasta Yayyān. Y lo imaginó también dos meses antes, a punto de sucumbir al asedio, con sus habitantes atormentados por el hambre y las privaciones, y por un momento experimentó una corriente de simpatía hacia los hombres y mujeres que habían conseguido poner en jaque un sistema de gobierno que consideraban injusto, tiránico y arbitrario.
Le sorprendió comprobar que el wazīr Ibn Hudayr se retrasaba del grupo de cabeza hasta acompasar el paso al suyo propio.
—Mūsa… hay algo que debes saber —dijo con voz impersonal—. Han llegado noticias procedentes de la Marca Superior, acerca de Muhammad ibn Lubb, tu primo, si no estoy mal informado.
—¿Acaso le ha sucedido algo malo?
—Lo peor, Mūsa. Su cuñado, el sahib de Pallars, le había ofrecido refugio tras los últimos reveses sufridos frente a los tuchibíes en Lārida. Sin embargo, ha traicionado su palabra y ha acabado con su vida y la de los suyos.
Mūsa, herido, emitió un gemido de angustia. Incapaz de andar, se apartó del grupo y se apoyó en el quicio de una puerta.
—Tenía que decírtelo, sé que es importante para ti. Siento haberlo hecho de forma tan brusca, pero debo regresar junto al emir. Lo lamento, créeme, amigo mío.
Mūsa asintió antes de ver cómo el wazīr se incorporaba de nuevo al grupo. El rostro con el que recordaba a Muhammad era el de un niño de diez años, su mejor amigo además de su primo. No había tenido ocasión de coincidir con él desde entonces, y ahora sabía que lo había perdido para siempre. En su mente se abrió paso la evidencia, y comprendió con dolor lo que aquella noticia significaba: el último rastro de la presencia de los Banū Qasī en la Marca había desaparecido con Muhammad ibn Lubb.
El viento arreciaba con fuerza en la meseta en la que se alzaba la alqasába. Abd al Rahman detuvo sus pasos a un centenar de codos de la soberbia construcción y fijó su mirada en la bandera que se agitaba con violencia sobre el mástil. Su color blanco, inmaculado, era el símbolo de la nueva autoridad, la de los omeyas, que, ahora sí, extendía su dominio hasta el último rincón de Al Ándalus. En aquel instante fue consciente de la trascendencia del momento, y la oleada de sensaciones y de recuerdos que asaltaron su mente apretó el nudo que le ceñía la garganta desde que pusiera el pie en Burbaster.
El wazīr le indicó con un gesto la puerta de entrada a la fortaleza, pero el emir pareció no verlo. Permaneció de pie y en silencio, abstraído en sus pensamientos, y nadie se atrevió a romper aquel momento de intimidad hasta que, sin mediar palabra, comenzó a caminar en dirección al extremo meridional del muro que rodeaba la imponente construcción. Pese a que el wazīr, el hāchib y el resto de los cortesanos hicieron ademán de seguirle, un simple movimiento de su brazo extendido con la palma hacia atrás fue suficiente para detenerlos. La alqasába ocupaba el punto más elevado de la altiplanicie que dominaba la madina, en su extremo suroriental. Tres sólidos muros de piedra la rodeaban, excepto por el flanco en que se asomaba al abismo, donde la ladera se precipitaba hasta el fondo del valle, por el que serpenteaba el Ūadi al Jurs. Descendió afianzando cada uno de sus pasos por la suave pendiente que conducía al borde de la meseta y se detuvo en un saliente de roca desnuda que se proyectaba sobre el vacío.
Mūsa había hecho solo el resto del camino, rumiando las consecuencias de la noticia que acababa de recibir. Cuando llegó a lo alto, su corazón quedó sobrecogido por la escena que se desarrollaba ante él. Sobre el fondo de aquel asombroso paisaje, en medio del cual cualquier hombre se sentía empequeñecer, se recortaba la silueta de la alqasába que durante cincuenta años había sido refugio de Ibn Hafsún y de los que le habían sucedido. Sin embargo, su mirada quedó atrapada por lo que sucedía a su derecha. Abd al Rahman, suspendido por encima del vacío en un saliente peligrosamente estrecho, había extendido los brazos frente a aquella inmensidad, y el viento agitaba con fuerza su túnica, produciendo un golpeteo rítmico que llegaba con nitidez hasta el lugar donde se encontraba. El sol, tras él, deslumbraba y arrancaba reflejos de la rica tela de brocado, proyectando un halo áureo en torno a la figura del soberano.
A pocos pasos de él, los hombres que componían la comitiva, un centenar quizá, permanecían clavados al suelo, contemplando la escena mudos y embelesados. También Mūsa perdió la noción del tiempo y no habría sabido decir cuánto había durado aquel momento. Tras la figura del emir, que atraía de forma irresistible la atención, se divisaba la cinta del río que serpenteaba en la distancia, hasta alcanzar lo que parecía ser una próspera madina, a juzgar por los incontables fuegos que lanzaban al aire columnas de humo que el viento arrastraba al instante. Supuso que aquella debía de ser la célebre Talyayra, la ciudad que Abd al Rahman había mandado edificar de la nada.
El emir seguía alzando la cara con los ojos cerrados, dejando que el viento lo azotara. Por un momento Mūsa fue capaz de ponerse en su lugar y, a pesar de los sentimientos encontrados que no dejaban de invadirle desde el relevo de los Banū Qasī, sintió una corriente de comprensión hacia aquel hombre que durante sus quince años de reinado no había hecho sino anhelar el momento que ahora saboreaba, el momento de la pacificación definitiva de Al Ándalus.
Abd al Rahman dejó caer los brazos con lentitud, agachó la cabeza y volvió la mirada hacia el auditorio, que permanecía estático y callado. Retrocedió con cuidado y emprendió el camino de regreso. El wazīr Ibn Hudayr le salió al paso.
—Sahib… ¿deseáis conocer el interior de la alqasába?
—Lo deseo. Deseo pisar el lugar en el que mi padre se entrevistó con Ibn Hafsún antes de que yo naciera.
Ibn Hudayr asintió, con un resto de emoción en el semblante.
—Después deseo ver la tumba donde descansa el maldito…
—Se encuentra a pocos pasos de aquí, sahib, en el interior de la fortaleza.
—Haz que desentierren sus restos… volverán con nosotros a Qurtuba para colgar ante la Bab as-Sudda junto a los de su hijo Sulaymán.
—¿No deseáis comprobar por vos mismo si es cierto lo que algunas lenguas afirman?
—¿A qué te refieres?
—Hay quien dice que su conversión al cristianismo no fue tal, sino una argucia para ganar adeptos a su causa —afirmó el wazīr—. Muchos afirman que fue enterrado al modo musulmán.
El emir pareció reflexionar.
—No me interesa saber cómo fue enterrado. Es más, no deseo saberlo, no me informéis sobre ello cuando se haya cumplido mi orden. Umar ibn Hafsún es un renegado, y como tal se le tratará.
—Si no ordenáis nada más, entremos.
—Yo entraré, wazīr. Ocupaos de instalar el campamento y de preparar el regreso, mañana mismo. A ti te encomiendo la tarea de reforzar esta alqasába con las fuerzas de que dispones en Talyayra. Fue inexpugnable para los rebeldes y lo será para nosotros. Burbaster albergará la guarnición que se ocupe de garantizar la paz en la kūra de ahora en adelante. Sin embargo, deseo que la fortaleza sea lo único que se mantenga en pie. La fortaleza y la mezquita. El resto se arrasará por completo, hasta no dejar piedra sobre piedra, y quiero que hagas cumplir esta orden en el momento en que yo ponga el pie fuera de la madina.
—¿También las murallas, sahib? —preguntó el wazīr, compungido.
—Sobre todo las murallas… Jamás un rebelde tendrá oportunidad de hacerse de nuevo fuerte en Burbaster. Utilizad los sillares para reforzar el castillo, y el resto, despeñadlo por el precipicio.