Año 916, 303 de la Hégira
25
Burbaster
Umar ibn Hafsún llegó a la alqasába que coronaba el monte de Burbaster, se apeó del caballo y, tras entregar las riendas a uno de los mozos que rondaba el portón de la fortaleza, salvó a pie la escasa distancia que lo separaba del borde del precipicio. Olfateó el aire de la mañana con la esperanza de percibir un rastro de humedad, aquel bendito olor a tierra mojada que anunciaba la llegada de la lluvia, pero su capa se vio agitada de nuevo por aquel viento seco y persistente que venía agostando sus tierras y las de toda Al Ándalus durante los dos últimos años. Ni siquiera las habituales lluvias de otoño habían dejado su rastro vivificador, y lo que en la primavera anterior era una situación tan solo preocupante se había convertido ya en una sequía dramática, cuyas consecuencias se acusaban incluso al otro lado del mar. Los pastos se habían agostado, el grano no había germinado, el ganado moría de inanición, y la escasez y la hambruna habían acabado por abatirse sobre las coras.
En los siete lustros que habían pasado desde que se estableciera junto a sus hombres en lo alto de aquellos riscos, jamás había visto desaparecer ante sus ojos la cinta plateada del Ūadi al Jurs, que discurría a sus pies entre profundas gargantas. Ahora tan solo se advertía un cauce pedregoso en cuyas orillas crecía la única vegetación del contorno. Se hacía necesario excavar en el cauce para dar de beber al ganado y a las cabalgaduras, cuando el olor nauseabundo de los peces muertos no lo impedía. Por fortuna, las gentes de Burbaster y de las fortalezas cercanas habían tenido la previsión de guardar en salazón cientos de arrobas de aquellos mismos peces, capturados en las últimas pozas del río antes de que el agua desapareciera.
Umar paseó la vista por las cumbres que se alzaban ante él. En algunas de ellas se divisaban las fortalezas que componían el cinturón defensivo en torno a su refugio, aquel nido de águilas que cuatro emires sucesivos de la poderosa Qurtuba no habían logrado hollar. Al fondo, perdida entre la bruma de la costa, se encontraba Mālaqa, la nueva capital de la kūra, ahora en manos del emir, como el control del mar entre Al Jazirat y Bayāna desde que diera orden a su flota de vigilar el desembarco de naves enemigas en el litoral.
Las continuas rachas de viento silbaban en sus oídos y sacudían con fuerza los bordes de su capa y de su túnica, por lo que se sobresaltó cuando alguien le puso la mano en el hombro.
—¡Sulaymán! —exclamó al tiempo que se volvía—, ¡eres tú!
—Excúsame si te he asustado, padre —contestó el joven con una media sonrisa—. He visto que te dirigías hacia aquí, al parecer somos los primeros.
—Nadie demuestra prisa cuando se trata de abordar asuntos espinosos.
—No es la primera vez que la situación se complica —respondió al captar el sentido de sus palabras—. Debemos mantener la calma.
—También yo lo creo —dijo con la mirada de nuevo perdida en la lejanía—, pero el obispo ha desplegado toda su capacidad de influencia para atraer a su partido a los cristianos más convencidos. Empiezo a preguntarme si no tendrá razón al plantear de forma tan cruda sus deseos.
—¿Quieres decir…?
Umar negó vigorosamente con la cabeza.
—Olvídalo, en un momento tendremos ocasión de discutir sobre todo ello. ¿Cómo está la pequeña Argentea? —preguntó, al tiempo que se acercaba al borde del abismo, en un intento demasiado burdo de desviar la conversación.
—Está preciosa, es una bendición para su madre y para mí.
—Lo sé, hace unos días la encontré jugueteando con uno de sus cachorros —recordó—. Quiera Dios darme vida para ver crecer a todos mis nietos.
—¿Por qué no habría de hacerlo? —Sulaymán rio, volviéndose hacia su padre—. Conservas la fuerza de un toro.
—Eso quisiera —repuso, negando con la cabeza—. Demasiadas cicatrices, demasiadas noches al raso en el suelo duro y frío, demasiados reveses fuera y dentro del campo de batalla, sobre todo en los últimos años.
—Esa es la clase de vida que fortalece a un hombre… siempre nos lo has dicho.
Umar asintió con la cabeza, mirando el joven rostro de su hijo con cierta nostalgia.
—Será mejor que regresemos —sugirió al fin con tono cansado, mientras se ponía en marcha—. El anfitrión no puede ser el último en presentarse.
Sulaymán entró tras su padre en la espaciosa sala de la alcazaba, y su mirada se topó una vez más con los ostentosos tapices que colgaban de sus paredes, más propios del palacio de un príncipe que del refugio en lo alto de una montaña del más conspicuo rebelde de Al Ándalus. De los fastuosos regalos enviados por Al Mahdi, el califa de Ifriqiya, tan solo estos seguían en su sitio. Muchas de las joyas, las armas engastadas con piedras preciosas, los perfumes y las sedas habían sido vendidos al mejor postor en la alqaysaríyya de Mālaqa, y el oro obtenido se había empleado en pagar las soldadas a los mercenarios y voluntarios que habían colaborado en favor de su causa en las últimas campañas.
La facción liderada por Ibn Maqsim se había dispuesto a la entrada. Junto al obispo habían tomado asiento Ibn Nabíl y Wadinás, dos de los principales capitanes cristianos, y en torno a ellos conversaban algunos de los ancianos que habían tomado partido por él. El abad del monasterio permanecía sentado en actitud contemplativa, como si esperara a que ocurriera algo digno de atención para cortar su comunicación con Dios. A la derecha de la entrada, Sulaymán vio a sus tres hermanos. Ya’far, el mayor, y Hafs se hallaban en pie ante el fuego que trataba de caldear el recinto, y Abd al Rahman, el más joven, se dirigía en aquel momento hacia ellos. Entre ambos grupos se sentaba Rudmir, el líder de una poderosa facción de nativos cristianos no siempre alineados con las tesis de su obispo. El resto del espacio estaba ocupado por los lugartenientes y hombres de confianza de Umar, notables muladíes y alcaides de las fortalezas más cercanas. Todos adoptaron sus posiciones en torno a la estancia y, de forma gradual, se fue imponiendo el silencio. Sin embargo, nadie hizo ademán de tomar la palabra hasta que su caudillo lo hizo. Su gesto era grave, y tras un breve saludo se centró en el asunto que les había reunido.
—El obispo Ibn Maqsim me ha trasladado su inquietud acerca de nuestra situación, y ha solicitado de mí la adopción de medidas que no me corresponde tomar en solitario. Deseo someter sus argumentos a la valoración de la asamblea y escuchar vuestro parecer antes de decidir. Es el momento… —dijo, tendiendo la mano hacia él.
Ya’far ibn Maqsim era un hombre todavía joven, apuesto y fornido, que se había ganado su prestigio entre los rebeldes cristianos no solo por la elocuencia de sus homilías, sino por su arrojo en la batalla, empuñando la misma espada que ahora lucía al cinto. Hijo de Máximo, uno de los primeros líderes mozárabes que se habían unido al movimiento de Ibn Hafsún, pronto había destacado como líder indiscutible de la comunidad cristiana, cuyo centro espiritual se encontraba en el monasterio ubicado dentro del mismo recinto amurallado que ahora les acogía. Tras la conversión al cristianismo de Ibn Hafsún, el número de fieles no había dejado de crecer, y ello indujo al metropolitano de Qurtuba a nombrar a un nuevo obispo que se encargara de conducir a la comunidad cristiana en Burbaster y en las coras circundantes. Nadie había tenido dudas respecto al hombre que habría de asumir la dignidad episcopal que, como era de esperar, había reforzado su influencia, hasta el punto de convertirlo en una autoridad capaz de hacer frente al propio caudillo de la revuelta.
Desde el primer momento Umar ibn Hafsún había sido consciente del problema, pero ya era tarde para oponerse a un hombre que aunaba en su persona la autoridad ganada en el campo de batalla y la influencia religiosa ejercida sobre una audiencia atenta y entregada en las homilías dominicales. Pronto las diferencias de criterio se habían convertido en enfrentamientos abiertos que menoscababan su autoridad como caudillo, lo que había desembocado en el intento de Umar de relevarlo de su cargo. Sin embargo, los monjes del monasterio, con el abad al frente, se habían puesto de inmediato de parte del obispo, e inmediatamente surgieron las amenazas por parte de las ciudades y fortalezas dominadas por los mozárabes. Ibn Hafsún estaba seguro de que, de no haber reconsiderado su decisión, el obispo no habría dudado en encabezar una revuelta interna contra el poder de su familia. Había sido repuesto en un cargo que ni siquiera había llegado a abandonar, y su posición se había visto fortalecida con ello. Ahora, de nuevo, trataba de utilizar su cargo para forzar una decisión que escapaba en todo a su responsabilidad como eclesiástico y entraba de lleno en el campo de la política. Y lo peor era que, a punto de escuchar unos argumentos que ya conocía, Umar era consciente de que en el fondo los compartía.
Cuando el obispo se levantaba para tomar la palabra, se apoderó de él una angustia inexplicable, pero tomó asiento antes de que nadie apreciara su desazón. Pese a que solo unos meses antes él hubiera tomado la delantera para plantear la cuestión, ahora se veía abocado a rechazar unos argumentos sin duda sensatos, si no quería que su acuerdo fuera tomado por debilidad frente a su rival. Estaba perdiendo los reflejos que le habían llevado hasta allí. Y una nueva punzada en el costado le recordó por qué. Contuvo la respiración y contrajo todos los músculos para tratar de ocultar el agudo dolor que le aquejaba, como había hecho en las últimas semanas. Nadie se fijó en el rictus que desfiguraba su rostro, porque todas las miradas estaban centradas en el obispo, cuya voz potente llenaba ya el recinto.
—Nuestro admirado Umar habla del asunto que le he trasladado… pero yo soy tan solo un vehículo que presenta ante la asamblea las inquietudes de muchos de vosotros y de gran parte de nuestro pueblo. No es necesario que los alcaides de nuestras fortalezas y los sacerdotes de nuestras iglesias me hagan llegar la zozobra que se vive en las tierras que dominamos, porque tampoco Burbaster se libra de la sequía y la hambruna que se abaten sobre Al Ándalus. La enfermedad azota a los más débiles, y pocas son ya las familias que no han perdido a alguno de sus miembros. Buscar el sustento diario se ha convertido en el único afán, y pedir a los hombres otra clase de esfuerzos, recaudar tributos para seguir armando ejércitos cuando entre los nuestros los niños enferman y mueren porque no hay un mendrugo de pan con que alimentarlos… sería cometer el más grave pecado contra Dios.
»Nos consta que la situación en Qurtuba es todavía peor. La hambruna se ha cebado con una población demasiado numerosa que ahora se encuentra desabastecida, la escasez de trigo se ha extendido, y llegan noticias de que han llegado a pagarse tres dinares de oro por un qafíz de trigo. Ni el Tesoro del emir sirve para mitigar la situación, porque la escasez es general y afecta incluso a las tierras del Maghrib, el granero que tradicionalmente abastecía los almacenes del emirato en estos trances. Por ello, el emir se ha visto obligado a suspender cualquier tipo de expedición, y nuestros hombres en Qurtuba nos informan de que se suceden las peticiones de amán de algunas ciudades próximas a la capital que se mantenían en rebeldía. Al parecer, el emir las ha aceptado sin establecer onerosas contrapartidas, deseoso de apagar fuegos a su alrededor.
—¿Adónde quieres llegar? —le interrumpió Sulaymán, impaciente.
—He propuesto a tu padre que negocie un tratado de paz con el emir.
—¿Precisamente ahora? Es cierto que el nuevo emir en estos últimos años ha dedicado todos sus esfuerzos a combatirnos, que hemos sufrido duros reveses, pero la situación ha cambiado. Los cristianos de la frontera parecen haber despertado de su letargo, y eso ha de llevarle tarde o temprano a darles respuesta. No puede dejar que el rey Ordoño se adentre en sus tierras cada verano, como pasó en Évora, y ahora en Mārida. Ni que el rey vascón ataque las tierras del Ūadi Ibrū, donde sus aliados, los Banū Qasī, se ven incapaces de hacer frente a sus acometidas. Con el ejército de Qurtuba en campaña por las tierras del norte, donde, al parecer, la sequía no es tan acusada, tendremos la oportunidad de recuperar lo que hemos perdido en los últimos años.
—El orgullo herido y la ambición hablan por tu boca, Sulaymán —sentenció el obispo—. Cualidades ambas poco gratas a los ojos de Dios.
Sulaymán abrió los ojos desmesuradamente ante el ataque inesperado, y el color encendió sus mejillas.
—¿Te atreves a hablar de orgullo y ambición? —le espetó.
Un tenso silencio se cernió sobre la sala, hasta que el abad del monasterio se puso en pie.
—Dejemos a un lado los enfrentamientos personales y hablemos de la conveniencia o no de aceptar la propuesta de nuestro obispo.
—Una propuesta que sin duda tú apoyas… —sugirió Hafs.
La mirada del abad viajó de Hafs a su padre, y de él al obispo. Parecía incómodo ante la exigencia de definir su postura.
—El sufrimiento entre los nuestros es ya lo bastante grande. Dios no desea el mal a ninguna de sus criaturas, y nuestro deber es sortearlo si no resulta inevitable.
Pareció que eso iba a ser todo, incluso hizo ademán de tomar asiento, pero se enderezó de nuevo y continuó:
—Además, la actitud del nuevo emir hacia quienes no profesan la fe en Allah parece haber cambiado desde su nombramiento. Llegan noticias de señales positivas al respecto: algunos destacados cristianos gozan de la confianza del emir, incluso el médico personal de Abd al Rahman, Yahya ibn Ishaq, es judío. Es algo que no sucedía con su abuelo.
Sulaymán se puso en pie.
—Miles de los nuestros han caído en los últimos años bajo el filo de las espadas de Qurtuba, cientos de las fortalezas que antes dominábamos están ahora en manos de gobernadores del emir, se nos ha cortado en gran parte el suministro por mar… y ahora que nuestro enemigo se encuentra en situación comprometida, que es atacado por nuestros correligionarios desde el norte, que la hambruna le impide armar un ejército, vosotros proponéis enviarle el mejor regalo que puede recibir, una propuesta de amán de sus mayores adversarios. ¿Es que no tenéis sangre en las venas?
El volumen de su voz había ido incrementándose hasta gritar, su rostro había adquirido un tono encarnado, y dos regueros de sudor resbalaban por sus sienes cuando terminó. Se echó hacia atrás con violencia, de modo que el escabel que ocupaba rodó por el suelo, e inició un ir y venir frenético entre las paredes del fondo de la sala.
—Hijo…
Sulaymán se volvió hacia su padre, y con él todos los presentes.
—¿Cómo aprovecharemos la ventaja que la situación nos ofrece? También los nuestros están siendo diezmados por el hambre y la enfermedad. ¿Cómo realizaremos las levas? Si obligamos a los hombres en condiciones de luchar a abandonar ahora a sus familias, las condenaremos. Corremos el riesgo de enfrentarnos a deserciones masivas, incluso a una revuelta…
—¿También tú? —Sulaymán escupió las palabras—. Pero ¿es que no comprendes que Abd al Rahman ha jurado no tener la más mínima conmiseración con sus enemigos y en particular con Burbaster? ¿Acaso crees que va a olvidar el primer objetivo de su reinado, aplastar nuestra insurrección, destruir nuestras fortalezas hasta no dejar piedra sobre piedra?
—Tu padre aún puede cobrarse una vieja deuda que el emir tiene contraída con él —intervino Ibn Maqsim—. Tú eras muy joven, pero yo recuerdo con claridad la presencia en esta misma alqasába del que entonces era el heredero de Qurtuba, el príncipe Muhammad ibn Abd Allah. Tu padre lo acogió ante la persecución de que era objeto por parte de sus enemigos en la corte y, lo más importante, le permitió regresar a tiempo para asistir al nacimiento de quien ahora ocupa el trono de Al Ándalus. En aquel momento, la decisión de tu padre no fue bien aceptada, y su liberación despertó críticas encendidas: con el heredero como rehén, quizá se hubieran alcanzado algunos de los objetivos de nuestro movimiento. Quizás incluso se hubiera evitado el primer gran desastre de nuestros ejércitos, en Bulāy.
Sulaymán soltó una carcajada sonora y forzada.
—¿De verdad crees que el emir va a atender vuestra petición de clemencia en agradecimiento por algo que ocurrió antes de su nacimiento?
—Me consta que conoce aquellos sucesos, y también su hāchib, Badr.
Era Ibn Mastana, uno de los antiguos lugartenientes de Umar, quien hablaba.
—Dejadme que os cuente algo que he callado durante mucho tiempo. Hace quince años, como muchos de vosotros sabéis, permanecí varios meses en Qurtuba como rehén. Fui entregado contra mi voluntad, junto a otros, a cambio del amán para una de nuestras fortalezas capturadas —explicó, dirigiendo sus palabras a Umar—. Durante mi estancia allí, incluso ordenaste un ataque contra la misma campiña cordobesa, que supuso la ejecución de dos de mis compañeros de cautiverio. Si yo no fui decapitado y ahora puedo contarlo es solo por la intervención de un joven Badr, que sugirió al emir Abd Allah la posibilidad de liberarme, sin duda con la esperanza de que ejecutara mi venganza, dándote muerte a mi regreso. Debo confesar que durante meses, en verdad despechado al saber en qué poco valorabas la vida del que había sido tu mejor amigo, busqué el momento y la manera de acabar contigo. Y no me habría temblado la mano de haber encontrado la oportunidad en aquellas primeras semanas. Pero algo debías de sospechar, porque en todo ese tiempo no te expusiste en una sola ocasión al filo de mi espada. Poco a poco, se fue apaciguando la rabia que sentía, pues mi vida estaba aquí, y a ningún otro sitio podía acudir en caso de tener que huir. Los años han pasado y, pese a que el resentimiento sigue presente, hace tiempo que renuncié a la venganza.
»Pero, perdonad, me aparto del tema… Durante mi cautiverio, el joven Badr, que entonces era solo el preceptor del pequeño príncipe, buscó a menudo mi compañía, sin duda para ganarse mi confianza y poder conocer así detalles de la vida en Burbaster y de nuestra organización. Mantuvimos largas conversaciones, es cierto, y por ello sé que la estancia del entonces heredero en Burbaster es conocida por ambos. Con seguridad sería Muzna, la esposa de Muhammad, quien les pusiera al corriente, pero sabed que la liberación del príncipe sin ningún tipo de contrapartida fue entonces motivo de comentario. Y si mi intuición no yerra, el hāchib Badr sería en la corte el más receptivo a firmar un tratado de paz.
A juzgar por su expresión, Sulaymán no daba crédito a lo que estaba oyendo. Ninguno de sus argumentos parecía calar entre los presentes, que en su mayor parte murmuraban y asentían ante la posibilidad de pedir el amán. Miró a los más cercanos, y solo su hermano Hafs le sostuvo la mirada, junto con tres o cuatro de los lugartenientes más aguerridos, precisamente aquellos con los que mantenía una relación estrecha. También Rudmir, el cabecilla cristiano más alejado de las tesis del obispo, firme partidario de la confrontación con Qurtuba, mostraba su asentimiento. Sin embargo, la postura de Ya’far y de su padre ya era evidente, y supo que estaba derrotado. Con un gesto de desdén, sin decir una palabra más, se encaminó hacia la puerta y abandonó el salón de la fortaleza.