Año 911, 298 de la Hégira
12
Qurtuba
—¡Ah! ¡Eres tú, Badr!
Abd Allah, un tanto azorado, trató de ocultar el sobresalto que le había producido la llegada de su wazīr.
—Excúsame, sahib, debí haber anunciado mi llegada.
—¡Tonterías! —exclamó el emir—. Es cosa mía, en los últimos tiempos cualquier pequeño ruido me inquieta. Vivo en continua zozobra.
—Sahib, cualquier otro hombre en tu lugar habría sucumbido bajo la responsabilidad que recae sobre tus hombros. Tú te mantienes firme…
—¡No me llames continuamente sahib, maldita sea! Eres mi wazīr desde hace diez años, el único que disfruta de libre acceso a todas mis estancias, mi vida no tiene secretos para ti. ¡Ninguno de mis hijos disfruta de la cercanía que te permito a ti! Y, sin embargo, te empeñas en seguir dirigiéndote a mí como el último de mis escribanos…
Badr se limitó a asentir con un sobrio movimiento de cabeza y sonrió. Aquellos repentinos accesos de cólera por los motivos más nimios empezaban a producirse con frecuencia. Para la mayoría eran motivo de espanto, pues toda la corte conocía la crueldad con que el viejo emir se podía conducir llevado por la ira, pero no para él, que había llegado a entender bien los mecanismos que gobernaban su carácter. Tampoco hasta entonces habían sido habituales las visitas al lugar en el que se encontraban, Al Rawda, el viejo jardín entre los muros del alcázar que albergaba el mausoleo de los emires anteriores, desde el primer Abd al Rahman hasta su hermano Al Mundhir. Abd Allah se hallaba de pie junto a la sepultura de su padre, Muhammad, a la sombra del vigoroso sauce que crecía junto a ella, y de nuevo le daba la espalda.
—Sé en qué piensas —le espetó, al tiempo que volvía sus hombros hacia él.
—Sahib… —respondió Badr, dando pie a que siguiera hablando.
El emir no pareció reparar esta vez en el tratamiento.
—Cuando un hombre atormentado por las dudas acude junto a las tumbas de sus antepasados, lo hace quizás en busca de las respuestas que no encuentra en otro lugar.
Badr guardó silencio.
—Han pasado más de veinte años desde que el Todopoderoso me escogió para llevar las riendas del emirato. En aquel momento pensé que se me bendecía con un privilegio reservado a muy pocos hombres, pero ahora sé que caía sobre mí una carga difícil de soportar, y no ha habido una sola noche desde entonces en que la falta de paz en mi espíritu no me haya obligado a esperar la salida del sol con los ojos abiertos en medio de la oscuridad.
Con el pie, en un movimiento seguramente inconsciente, apartó una pequeña rama del sauce que había caído sobre el túmulo, y continuó hablando.
—Recibí los signos de mi posición a los pies de Burbaster, donde el renegado Ibn Hafsún resistía a las tropas de Qurtuba, y a estas horas mi hijo Abu Umayya debe de seguir en el mismo lugar, al mando de miles de hombres que se muestran tan impotentes como entonces para dominar la rebeldía que se extiende a lo largo y ancho de Al Ándalus. El hambre vuelve a amenazar a los cordobeses, y su emir se muestra incapaz de socorrerlos porque las cajas están vacías. ¿Te das cuenta, Badr? Al Ándalus se encuentra sumida en un círculo funesto en que la falta de recursos nos impide reclutar un ejército suficiente que imponga nuestra autoridad y que llene nuestras arcas con el botín de sus expediciones. Sin manera de imponer la autoridad de Qurtuba, las coras, una tras otra, caen en manos de sediciosos que proclaman su soberanía, de forma que sus tributos dejan de ingresarse en nuestro tesoro. Y hemos de dedicar lo poco que nos queda a pagar la soldada de un ejército pobremente preparado y peor armado que, con suerte, no es capaz más que de recuperar hoy las ciudades que mañana volverán a la rebeldía.
—No debes ser tan duro a la hora de juzgar tu gobierno, Abd Allah. Hace veinte años la situación era aún más desesperada, el futuro del emirato se jugó a una sola carta en Bulāy, y fue el arrojo de su emir, tú mismo, el que consiguió derrotar a un Ibn Hafsún cuyos proyectiles incendiarios habían llegado a prender en los techos de nuestra mezquita aljama.
—¿En qué se diferencia aquella situación de la actual? ¿En que aquel emir se ha convertido en un hombre viejo y acabado?
—No digas eso, el paso de los años sustituye el vigor físico de la juventud por la sabiduría y la experiencia de la madurez.
—Sabiduría, experiencia… y desengaño también. Surgen nuevos problemas, y ya no estoy seguro de poder afrontarlos. El avance de los fatimíes en el Maghrib me quita el sueño. ¿Qué noticias tenemos?
—Al Mahdi mantiene su presión sobre Fās, y nuestros generales no creen que Ibn Idris pueda resistir mucho más en su capital.
—¡Pero eso es dramático! Si cae Fās, el camino hacia el norte quedará expedito. ¡Tendremos al ejército fatimí en Sabta, ante Yabal Tāriq! ¡Un nuevo frente abierto!
—El mar debería protegernos del peligro… si no fueran ciertas las noticias que hablan de la soberbia flota de guerra que Al Mahdi está armando en Ifriqiya.
—¡Y ese renegado, Ibn Hafsún, obligando a que se pronuncie su nombre durante el sermón de los viernes en sus mezquitas! ¡Facilitando la labor de los propagandistas fatimíes que inundan los caminos de Al Ándalus!
El emir se volvió hacia el wazīr, con las huellas del cansancio y del hastío en la mirada.
—No me siento capaz, mi fiel Badr —le confesó mirándole directamente a los ojos, a solo dos palmos de distancia—. Cada día surgen nuevos desafíos que se suman a la lista de asuntos sin resolver. Dime que la situación de Qurtuba no es crítica.
—Hemos atravesado otros momentos de dificultad, y bajo tu mando se han superado.
—Hay algo que me inquieta, Badr. Hace tiempo que debí haber nombrado a mi heredero, y si no lo he hecho es porque no puedo confiar en ninguno de mis hijos. Sabes bien que por ello he preferido concederles el dominio de sus propias vidas fuera del alcázar, y les he procurado tierras, residencia y un estipendio para que puedan vivir junto a sus familias sin ambicionar más de lo que poseen.
—Sabes que siempre he valorado esa forma de proceder como una decisión sabia. Ya nombraste un heredero en la persona de tu primogénito, y solo sirvió para despertar en sus hermanos la envidia y la codicia que lo condujeron a la muerte.
—Eso ocurrió hace veinte años, y tras aquellos sucesos he reinado sin atreverme a sustituir a Muhammad por ninguno de sus hermanos. Temo su ambición. Sin embargo, no puedo mantener esta situación por más tiempo.
Un ligero escalofrío recorrió la columna de Badr. ¿Acaso no eran aquellas las palabras que esperaba escuchar desde hacía tiempo? Tenía a su propio candidato, y solo esperaba el momento en que la cuestión se planteara para interceder por él. Pero conocía bien el carácter desconfiado de Abd Allah, y por ello debía actuar con infinita cautela. Sabía que se toparía con un muro de sospechas y recelos si cualquiera proponía o simplemente apoyaba de forma decidida a un candidato. Debía conseguir que el emir creyera que era él mismo quien había tomado la decisión.
—Durante estos años ha crecido junto a mí alguien que podría ser un buen candidato, si no fuera por su juventud —continuó el soberano, mientras tomaba asiento con gesto cansado en uno de los bancos de mármol del mausoleo.
—Te refieres a tu nieto Abd al Rahman…
Badr, en pie ahora al lado del emir y ligeramente retrasado respecto a él, reprimió un gesto de triunfo.
—No tiene más que veinte años. Sabes que su inteligencia es despierta, tú has sido el primer sorprendido por su tenacidad, por su agudeza a la hora de resolver cuestiones por vías en las que nadie ha pensado antes. De hecho sé que tú estás detrás de muchas de sus cualidades, que has contribuido a desarrollar durante los años en que has sido su preceptor.
—Me siento abrumado por el halago, pero el joven Abd al Rahman habría demostrado su talento con cualquiera que hubiera estado al frente de su formación. Todos sus maestros han coincidido en destacar lo excepcional de su capacidad.
—Fue un acierto tu nombramiento como preceptor —insistió—. Y cada día que pasa estoy más convencido de que un hombre con las aptitudes que has sabido potenciar en él hubiera sido una buena garantía para asegurar el futuro de la dinastía.
Para Badr no pasó desapercibido el significado de aquella última frase, y experimentó una sacudida provocada por la decepción.
—Nuestra diferencia de edad no es grande, y eso ha facilitado el entendimiento entre nosotros —se limitó a apuntar.
—Has sabido inculcar en él la pasión por el saber. Siempre me ha sorprendido saber dónde encontrar a un muchacho que podría estar perdiendo su tiempo con diversiones infantiles.
—Lo que dices es cierto, los tesoros que contienen las bibliotecas del alcázar han sido siempre para él, para nosotros, el mejor de los pasatiempos. Pero era tu nieto quien me arrastraba a ellas, siempre ávido por mostrarme el último de sus hallazgos.
—Se ha convertido en un hombre más sabio que muchos, a pesar de su juventud. Pero es esa insultante juventud lo que me impide dar el paso. Entre los ulemas y los miembros de la jassa no sería bien recibido un heredero de veinte años.
Badr tomó aire, preparándose al parecer para desgranar los argumentos que llevaba mucho tiempo pergeñando.
—Comparto tus reservas, pero no debes olvidar que vuestro antepasado, el primer emir de Al Ándalus, también de nombre Abd al Rahman, instauró el emirato en Qurtuba a la edad de veinticuatro años.
—Necesito a un heredero con carisma, que sea acogido con entusiasmo, capaz de exaltar el ánimo de nuestros súbditos, sumidos ahora en el desánimo y la postración. ¡Alguien capaz de dar a la nave el golpe de timón que yo no puedo dar! ¿Lo entiendes, Badr? ¡La racha de viento que hinche las velas de este barco varado!
—Sahib, tus palabras demuestran una visión lúcida de los asuntos del Estado. Has sabido comprender que, para garantizar en el futuro la pervivencia del emirato, es necesario aglutinar en un solo hombre todas las expectativas, las esperanzas de nuestro pueblo. El viento del que hablas volverá a soplar sin duda, pero tu labor es conseguir que para entonces las velas estén desplegadas, el aparejo en tensión y dispuesta la tripulación. Elige al mejor candidato, pero prepara antes su camino.
Abd Allah se volvió hacia el wazīr, aparentemente sorprendido por su discurso.
—Creo que tienes mucho que decirme sobre este asunto… ¿me equivoco?
Badr sonrió de nuevo, bajando la mirada al suelo con impostada humildad.
—He estudiado los escritos de nuestros ulemas, he consultado las obras de los hagiógrafos, los hechos de nuestra historia pasada, conozco las profecías que circulan sobre los sucesos que están por venir… Y por todo ello he comprendido que tienes en tu mano la posibilidad de darle a tu pueblo el sucesor que espera, de formar a un nuevo caudillo que aglutine todas las expectativas que tú mismo puedes crear en torno a él.
—¿Te refieres de nuevo a mi nieto?
—Tu nieto será el hombre, pero serán obra tuya las circunstancias que lo lleven, con la ayuda de Allah, a refundar el emirato, a recuperar el prestigio que Al Ándalus nunca debió dejarse arrebatar. Puede que los siglos venideros te recuerden como el hombre que no solo supo mantener en pie la obra de los omeyas, sino que puso las bases para que su sucesor la llevara a sus más altas cotas de esplendor. En las palabras que acabas de pronunciar, se esconde el secreto que te llevará a conseguirlo.
Abd Allah contempló a su wazīr con una mezcla de admiración, escepticismo y desconcierto. Badr dio unos pasos hacia el muro meridional y, con un simple gesto, consiguió que el emir se acercara a él.
—Has de crear en torno a tu heredero las más ambiciosas expectativas, de forma que, cuando llegue el momento de la sucesión, su advenimiento sea equiparable al de uno de esos mesías que anuncian los profetas. Utiliza las predicciones que ya circulan entre los ulemas, utiliza el simbolismo de los números, utiliza las promesas que proporciona el cambio de siglo que está a punto de producirse, despierta las esperanzas en un nuevo caudillo capaz de repetir las gestas de sus más destacados antepasados.
—¿Por eso me traes ante la tumba del primer Abd al Rahman?
Badr asintió, y señaló la estela de mármol en la que aparecía grabado el nombre del difunto.
—Fíjate en la kunya de Abd al Rahman I, el primer emir omeya…
—Abul Mutarrif Abd al Rahman ibn Mu’awiya —pronunció Abd Allah en voz alta, sin necesidad de leer las marcas de la sepultura.
—Exactamente igual que el segundo emir del mismo nombre…
—Abul Mutarrif Abd al Rahman ibn Al Hakam —recordó el emir.
—¿Cuál es el nombre y la kunya de tu nieto?
—Abul Mutarrif Abd al Rahman ibn Muhammad…
—Tu heredero llevaría pues el nombre y la kunya no solo del fundador de la dinastía, sino del que se considera como el artífice de su período de mayor esplendor hasta la fecha.
—Interesante —reconoció Abd Allah—, pero quizás esa simple coincidencia no sea suficiente para compensar…
—Ya sabes que comparte su juventud con el primer emir —le interrumpió Badr, con lo que desatendía las más elementales reglas del protocolo y respeto debido al emir—, aunque no acaban ahí las similitudes. El padre de Abd al Rahman I no llegó a reinar, pues murió prematuramente después de ser nombrado heredero, pero su abuelo fue Hisham, el califa omeya de Damasco. El primer emir de Al Ándalus fue nieto, y no hijo de califa.
—Algo que también sucedería en el caso de que nombrara a mi nieto como heredero, por delante de todos mis hijos. Pero intuyo que hay más…
—Si tu nieto te sucediera, sería el octavo emir omeya de Al Ándalus, es decir, ocuparía el sitial del soberano después del gobierno de siete emires. Y no seré yo quien te descubra el simbolismo del número siete en el islam.
—Los califas omeyas de Damasco fueron catorce —recordó el emir, asintiendo.
—Y bajo el gobierno de Sulaymán, el séptimo de ellos culminó la conquista musulmana de Al Ándalus. El gobierno del octavo califa, Umar, coincidió con el primer cambio de siglo tras la Hégira. Y a estos dos ciclos de siete califas omeyas les sucedió el ciclo de los siete emires de Al Ándalus, que a su vez culminaría con tu sucesor, nombrado precisamente en el tercer cambio de siglo, que se producirá en el año entrante.
Abd Allah alzó la mirada, y en ella se adivinaba cierta agitación.
—Empiezo a comprender el reflejo de las lámparas en tus aposentos hasta bien entrada la madrugada.
—Todo esfuerzo es pequeño si lo que se pretende es corresponder a lo que tu familia ha hecho por mí. No era más que un huérfano hambriento y desarrapado cuando me colé entre estos mismos muros —dijo, levantando la vista.
—Sin embargo, pronto brillaron los primeros destellos de una inteligencia despierta, la misma que te ha traído hasta el lugar que ocupas.
Badr bajó la cabeza, abrumado. Era la primera vez en casi veinte años que el emir le expresaba con palabras la opinión que albergaba sobre él, y se sintió incapaz de encontrar una respuesta adecuada.
—Admiras a ese muchacho, ¿no es cierto?
—Daría mi vida por él. Lo amo más que a mis propios hijos.
El emir lanzó una carcajada y, ante la cara de desconcierto de Badr, se vio obligado a explicarse.
—Esa misma frase podría haber salido de mi boca.
—Llevo mucho tiempo especulando sobre lo que acabas de escuchar. Estoy convencido de que Abd al Rahman será el mejor de los soberanos para Al Ándalus cuando llegue su hora, quiera Allah que no sea pronto…
—Obvia las fórmulas de cortesía, que solo tratan de ocultar lo evidente de la realidad. Tú y yo sabemos que mis fuerzas empiezan a mermar.
—En cualquier caso, si mis humildes consejos te parecen dignos de consideración, debes hacer circular en toda la corte, entre los ulemas, en las mezquitas y todos los cenáculos, la idea de que el próximo cambio de siglo es el momento en que debe aparecer en Al Ándalus un nuevo Abd al Rahman, encargado de abrir otro ciclo de poder para la dinastía omeya. Y reservar para entonces, en los primeros días de Muharram del año trescientos de la Hégira, el nombramiento oficial de tu nieto como heredero.
Abd Allah pareció reflexionar.
—Temo la reacción de mis hijos —repuso, lacónico.
—Para entonces, la idea de nombrar a Abd al Rahman debe ser ya algo incontestable, algo que reclamen ulemas y alfaquíes, la jassa omeya al completo, jueces y funcionarios y, sobre todo, debe ser el pueblo de Qurtuba el que lo reclame. Será ese pueblo, al que tendrás que preparar con habilidad, el que grite a favor de tu nieto como un nuevo Mesías, pasando por encima de sus tíos, de forma que ninguno de tus hijos tenga la menor posibilidad de oponerse al nombramiento.
Las dudas parecían no despejarse para Abd Allah, a juzgar por su expresión, y Badr trató de esgrimir un nuevo argumento.
—Al Ándalus necesita un revulsivo para salir del marasmo, y es por ello que Allah ha puesto en ti el íntimo deseo de que sea tu nieto quien te suceda. Creo con firmeza que los planes del Todopoderoso para el futuro de Al Ándalus pasan por el nombramiento del tercer Abd al Rahman de la dinastía.
—Y si todo se produce según esos planes, es muy posible que el pueblo de Qurtuba pida mi destitución…
—Es una posibilidad que debes afrontar. Pero vas a ser tú quien les dé lo que desean, harás ver que sacrificas los derechos de tus propios hijos para acceder a su demanda. Eso te ganará de nuevo su favor.
Abd Allah volvió a tomar asiento y apoyó los brazos rígidos en ambas rodillas. Permaneció en silencio, con la mirada fija en la fina capa de musgo que crecía sobre la tumba de su antepasado.
—Hace tiempo que sé que es lo mejor para Qurtuba —reconoció al fin—. Pero es un paso que no está exento de riesgos.
—Si conservas alguna duda, contempla también los efectos que tu decisión puede producir más allá de nuestras fronteras, entre los que ahora son nuestros enemigos más directos, los fatimíes. Pertenecen a la rama ismailí de los shiítas, quienes sostienen que los imanes, vicarios de Allah en la Tierra, se suceden en ciclos de siete, como los días de la semana. De hecho el número siete tiene un valor simbólico mucho mayor en la doctrina ismailí, hasta el punto de que Al Mahdi ha falseado su genealogía para conseguir aparecer como el primero de un nuevo ciclo de califas, el séptimo descendiente de Fátima. Para ellos, el Mesías ha de regresar en el año trescientos de la Hégira.
—¿Podría servir el nombramiento de Abd al Rahman para contrarrestar su agresiva propaganda?
Badr sonrió.
—Solo si logras extender la creencia de que es él, y no el califa fatimí, el nuevo enviado de Allah para dirigir a las gentes del islam. Por tus palabras veo que comprendes que se trata de luchar con sus mismas armas, de manejar con inteligencia las creencias más profundas de las gentes.
Abd Allah asentía de forma pausada.
—Tan solo dime una cosa más… ¿Está Abd al Rahman al corriente de todo esto?
—¡En absoluto! —respondió Badr tajante y sin permitirse un atisbo de duda—. Eres el único a quien he osado confiar mis pensamientos, y tan solo cuando tus propias ideas me han dado pie para ello.
—En ese caso debes asegurarte de que siga siendo así. Esta conversación ha de permanecer en secreto. Aunque has de saber que la información que me has trasladado encaja como anillo al dedo con los anhelos que me han quitado el sueño durante años, al pensar en mi heredero. Haz circular por la corte todos y cada uno de los detalles que me acabas de explicar.
—Estoy a tu lado solo para servirte —repuso Badr, mientras inclinaba levemente la cabeza.
El emir correspondió al saludo, se levantó y se dispuso a abandonar el mausoleo. De inmediato, dos soldados saqaliba, que habían permanecido discretamente ocultos a suficiente distancia para respetar la intimidad de las conversaciones, se pusieron en guardia y presentaron sus armas, preparados para escoltar al soberano hasta sus aposentos privados.
Badr se quedó solo en aquellos jardines, habitualmente desiertos. Por un instante recordó al pequeño de apenas un año que en un jardín como aquel había descubierto su presencia, abriendo así para él, aun de forma traumática, las puertas de la familia real. Veinte años después, con la ayuda del Todopoderoso, creía estar en condiciones de colocar al joven Abd al Rahman en el camino de la sucesión al emirato.