Año 919, 306 de la Hégira

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Qurtuba

Diario de la campaña emprendida por el emir Abd al Rahman III en el mes de Dul Qa’da del año 306 de la Hégira

Viernes, a diez días para el final de Dul Qa’da

(23 de abril de 919)

En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso, yo, Abd al Rahman, el tercero de los soberanos de Al Ándalus de tal nombre, al final de esta jornada de oración y júbilo, doy inicio a la crónica de la campaña que me dispongo a encabezar contra los apóstatas que porfían en su extravío, tal como Él me ha inspirado.

Seis largos años han transcurrido desde que iniciara esta práctica, ya consolidada, de registrar los hechos de mi reinado, y hoy, después de compartir en la mezquita aljama las alabanzas al Todopoderoso con alfaquíes, ulemas y con lo más granado de la jassa qurtubí; después de asistir al frente de mis mejores generales al magnífico al’ard en la explanada de la musara; después de reunir a mis ministros con el fin de sancionar los decretos que liberarán los fondos para la campaña y que permitirán en las próximas semanas la movilización y la dotación del ejército con bagajes y pertrechos, doy inicio al dictado de esta crónica.

Largas han sido las deliberaciones que nos han traído hasta aquí, dispares las opiniones de mis visires y escasas las señales del cielo que nos hagan estar seguros del acierto en nuestras disposiciones. Por eso he decidido revestir con el manto de la inspiración divina lo que no es sino una decisión personal de continuar con los planes trazados al comienzo de mi reinado. Hablo de una decisión personal, pero no aclarar el término sería engañar a quienes en el futuro tengan esta crónica entre sus manos, pues de nuevo han intervenido dos voluntades. O no, quizá tal explicación resulte innecesaria, si tenemos en cuenta que la voluntad del hāchib Badr y la mía funcionan como una sola desde hace ya muchos años.

A la influencia de Badr, a sus consejos, e intuyo que también a sus intrigas, debo el lugar que ocupo desde hace siete años. Se ha convertido en el pilar cuyo fuste sustenta mi reinado, el hombre a quien confío las más importantes empresas. Él fue, en calidad de qa’id de mis ejércitos, quien sustituyó al general Abí Abda en la campaña que el último verano plantó cara a las tropas cristianas en Mitonia, y proporcionó a Qurtuba la victoria que necesitaba ante la arrogancia de Sancho y Ordoño. Los malditos venían campando por las tierras de la Frontera Superior, tomando nuestros castillos y atreviéndose a quemar nuestras mezquitas, como sucedió en el arrabal de Balterra, en las tierras que yo mismo había confiado al gobierno de los Banū Qasī. Pero la pericia militar de Badr les hizo morder el polvo, bien es cierto que ayudado por el joven caudillo de Tutila, Muhammad ibn Abd Allah, así como por los tuchibíes afincados en Qal’at Ayub.

Sin embargo, las batallas victoriosas pronto quedan atrás cuando no se ha conseguido terminar con la guerra, y la lucha de Qurtuba tiene aún abiertos demasiados frentes. El peligro fatimí no solo no está siendo conjurado en el Maghrib, sino que nuestros coaligados, los idrisíes, los miqnasa, y el resto de las tribus bereberes con las que tenemos establecidas nuestras alianzas, retroceden. Y el hijo de Ibn Hafsún, el voluble Ya’far, ha roto el pacto que su padre había mantenido hasta el día de su muerte. No le ha bastado ser confirmado en el gobierno de sus dominios, ni le ha servido el gesto de buena voluntad que supuso la liberación de su propio hijo, que permanecía en Qurtuba como rehén. Sin duda lo ha hecho empujado por la facción de los cristianos más indomables y montaraces que lo apoya, aunque pronto tendrá ocasión de comprender hasta qué punto su debilidad y su perfidia van a marcar su destino. Las razones del pacto alcanzado con su padre han caducado, pasaron la sequía y la hambruna, Allah sea alabado, y únicamente la sumisión a nuestros designios podía mantener el compromiso.

Algunos de mis visires, algunos de los ulemas de Qurtuba y el propio imām de la mezquita aljama opinan que se impone una gran ‘saifa contra los reyes infieles, tal como era en tiempos de mis antepasados, antes de la fitna. No perdonan la muerte de los valientes creyentes que defienden la frontera y no perdonan la profanación de nuestras mezquitas. Tampoco yo lo hago, ni lo haré nunca. Pero he de terminar lo que empecé, y no permitiré que los cachorros de Ibn Hafsún sigan poniendo en jaque la autoridad del emir en las tierras de Al Ándalus. Mi decisión es firme, y hoy es el día en que se anuncia a los cuatro vientos, para que acudan a la capital desde todas las coras los hombres que han de acabar de una vez y para siempre con todos los malditos que persisten en la rebeldía. A Allah juro, por mi pueblo, y así lo dicto para que la posteridad me juzgue, que no cejaré en mi empeño hasta arrasar Burbaster, el refugio de la perdición.

Martes, mediado el mes de Dhul Hiyah

(18 de mayo de 919)

Veintiséis días han transcurrido desde la revista y la movilización de las tropas en vistoso alarde, y en este tiempo no hemos cejado en el empeño de reunir el más nutrido ejército ni hemos escatimado los fondos para pertrecharlo. En la mañana de hoy, he dado la orden de partir, y los cordobeses han podido ver a su emir a la cabeza de la vanguardia, flanqueado por el primero de sus ministros, el victorioso hāchib Badr. Queda en palacio mi primogénito, Al Hakam, al que recientemente he nombrado heredero, asistido por mi allegado el visir Mūsa ibn Muhammad ibn Hudayr.

Si estaba escrito que este año había de producirse un incendio pavoroso en el zoco de Qurtuba, Allah el Misericordioso ha querido que se iniciara en los días de más afluencia, con miles de mercenarios, soldados de leva y voluntarios de la yihād paseando ociosos por las calles. Únicamente esos miles de brazos fueron capaces de vaciar el río para llevar hasta las tiendas de los torneros y fabricantes de peines, las más afectadas por el fuego, barreños suficientes para sofocar las llamas y dominar lo que podía haberse convertido en un terrible desastre para la ciudad. Es solo el primer servicio que estos hombres valerosos y arrojados han de ofrecer a Qurtuba.

Jueves, primer día de Muharram, año 307 de la Hégira

(3 de junio de 919)

En el día de hoy celebramos con gozo la llegada del nuevo año, que mis augures han anticipado como venturoso y propicio. Quiera el Todopoderoso que lo sea tanto como el que dejamos atrás, que ha traído en sus últimos días la muerte y la destrucción para los malvados en las campas de Balda, lugar cuyo nombre habría de aparecer escrito con letras de oro en esta crónica.

Llegamos allí cuando las mieses estaban casi en sazón, pero no habían madurado del todo, por lo que di la orden de que permanecieran en el lugar algunos caídes con un grupo de mercenarios para segarlas, mientras se fortificaba la peña de Ūdān, que domina el llano. Mi intención, y la de mis generales, era cerrar el cerco sobre la alqasába de Balda sumando Ūdān a las fortalezas de Isām y Banū Basír, para acabar de estrangular así a su población. Una vez establecido el asedio con tropas numerosas, seguimos avanzando con el resto hasta la vega de Antaqīra, donde nos constaba que las mieses sí estaban listas para la cosecha. Tomamos el grano que nos plació y destruimos el resto, mientras el hāchib Badr salía contra la fortaleza de Dus Amantis, la más fuerte de la región. Su gente, al ver aproximarse a la caballería, salió al arrabal para trabar batalla con los mercenarios, pero nada pudieron hacer contra una tropa más numerosa y mejor armada. Se refugiaron en las dos altas alcazabas que dan nombre al lugar, mientras el ejército se entregaba al incendio del arrabal y de las iglesias que allí tenían. Badr hostigó luego a los malvados en lo alto de las peñas, fatigándolos día y noche, sin permitirles respiro, hasta que se dispersaron derrotados, dejando las alcazabas con sus pertrechos. El hāchib se apoderó de ambas el viernes, cinco días antes del fin de año.

Regresamos después a Balda, donde Badr recibió la orden de combatir a los sitiados de la misma manera, y así lo hizo, atacando con tesón y sin descanso. Las disensiones debieron de surgir entre ellos al ver la aterradora fuerza que los rodeaba, porque los musulmanes del lugar acordaron rendirse a mi persona, con garantía de sus vidas y las de sus familias, a lo que accedí hasta el punto de acogerlos en nuestro campamento. Los infieles, entre los que se encontraban hombres principales e importantes caídes de Ya’far ibn Umar, se mantuvieron firmes en su decisión de luchar y, aunque demostraron constancia y arrojo, Allah los hizo flaquear hasta ser derrotados. Los mercenarios irrumpieron en la fortaleza y recorrieron el solar, alcanzaron a su gente por encima y por debajo, y los mataron de los peores modos en patios y casas[19]. Escogieron como prisioneros a algunos jefes y notables, que fueron atados en las inmediaciones de la haymah real.

Pero no es esta una campaña en la que busquemos capturar enemigos, ni llenar nuestras mazmorras de rehenes con los que obtener un botín, sino acabar de una vez por todas con los enemigos que asolan nuestras tierras y que impiden que la paz reine en el corazón de Al Ándalus. No me tembló la mano cuando ordené decapitarlos en cuanto los tuve delante, y en mi presencia fueron exterminados, tras lo cual se reunieron junto al pabellón ciento setenta cabezas de jefes y caballeros, sin contar a los reclutas sin nombre. La cosecha de grano de Balda llenó nuestras alforjas y alimenta a nuestros soldados, y ver cómo ahora la cizaña que anidaba entre la mies se pudre al sol no hace sino alimentar su ánimo y su moral de victoria.

Ignoro si ha llegado a oídos de Ya’far la noticia de esta pérdida, pero sé que ha de hacer mella en su ánimo, pues la región, sometida ahora a los designios de Qurtuba, se convierte en su pesadilla tras haberle servido de apoyo y refugio. Aunque más habrá de temer cuando sepa que el causante de su desgracia se dirige ahora hacia los confines de su refugio.

Viernes, segundo día de Muharram, año 307 de la Hégira

(4 de junio de 919)

Henchido el ánimo ante el espectáculo que contemplo, he decidido llamar al escribano antes de que la imagen se desvanezca de mis ojos y las sombras de la noche se abatan sobre el campamento. Hoy ha aparecido por fin ante mis ojos el monte que llaman de Burbaster, donde la apostasía ha encontrado refugio desde los tiempos de mi bisabuelo Muhammad. Durante un tiempo que no he sabido medir, he permanecido quieto, a lomos de mi montura, contemplando las cimas que tantas veces había intentado sin éxito, ahora lo sé, vislumbrar en mi imaginación. Por un momento la nostalgia ha hecho su aparición, al recordar que mi propio padre, fugitivo, recorrió un día estas veredas en busca de refugio, pocos meses antes de encontrar su propia muerte. Pero mientras la ensoñación se apoderaba de mi ánimo, mi hāchib Badr no perdía el tiempo, y buscaba entre los hombres a aquellos más valerosos y capaces. Dispuesto a que cayeran de una vez por todas, los ha enviado contra los enriscados castilletes de Sant Awlaliya y Sant Mariyya, que circundan y protegen Burbaster, pues dominan desde sus alturas la vaguada que desciende hasta el Ūadi al Jurs[20]. En previsión de un asedio prolongado, nuestros hombres han sido dotados de abundantes pertrechos, incluso de cabezas de ganado, pero todo ha sido innecesario. Como ayer aventuraba al dictar esta crónica, Allah ha infundido el pavor en los corazones de los rebeldes, y tan pronto como los nuestros han atacado sus posiciones, han cedido. Veo en la lejanía, desde la posición que ocupo, cómo los hafsuníes se dispersan por doquier y aquellos que no encuentran otra salida que la de enfrentarse a los hombres de Badr prefieren despeñarse con sus cabalgaduras desde los riscos. No menos de medio centenar han caído o se han arrojado al vacío hasta este momento en que las sombras se ciernen sobre Burbaster. Las cabezas de los infieles que ayer se amontonaban en el campamento de Balda abren ahora el paso a los nuestros y ahorran muchas de sus vidas.

Jueves, sexto día de Muharram, año 307 de la Hégira

(9 de junio de 919)

Después del espectáculo que presenciamos el día de nuestra llegada a las inmediaciones de Burbaster, en que quedó claro que los infieles prefieren presentarse ante su Dios con los huesos quebrados a hacerlo con la cabeza separada del cuerpo, el ejército marchó a la fortaleza de Al Lura, notable por lo inexpugnable de sus muros. Acampamos allí, seguros de que Ya’far la guarnecería y procuraría defenderla con sus mejores hombres. Sin embargo, al parecer no le habían quedado arrestos, porque nuestros caídes la hallaron abandonada, lo que agradecimos al Todopoderoso y fue presagio de victoria sobre el maldito y sus facciones.

Avanzamos entonces por el cauce del Ūadi al Jurs, de regreso a Burbaster, con la intención de que Badr se hiciera con el control de la fortaleza de Talyayra, que se alza sobre el río, a los pies del nido de los prevaricadores y a la vista desde sus almenas. Los mercenarios se hicieron con la mayor parte de sus murallas, que los arqueros limpiaban con sus continuos tiros por más aguante que los de la fortaleza mostraran. El combate duró dos días, al cabo de los cuales los rebeldes, atacados desde todas direcciones, salieron a una para dispersarse entre la espesura, tratando de escapar, presa de las espadas. Muchos procuraron escalar los escarpes que ascendían hacia Burbaster, a través del que llaman la cañada del Lobo, donde se recogieron con incontables bajas. Abandonada Talyayra llena de pertrechos y bagajes, los caídes escogieron vituallas para el ejército y permitieron a los hombres saquear el resto, lo que sin duda pudo el rebelde Ya’far contemplar con sus propios ojos desde lo más alto de su atalaya.

Hoy la caballería ha ascendido la cañada del Lobo, donde los rebeldes habían construido a lo largo de los años admirables mansiones en extensas terrazas, horadadas en la roca o cerradas con sillares, todas ellas amparadas por las ásperas escabrosidades que las hacían inaccesibles. Pero la esforzada caballería ha conseguido penetrar sus explanadas y apoderarse de sus ocupantes, que han sido exterminados por las espadas. Todo ha sido incendiado y derruido, convertido en desolación, como si no hubiera sido próspero ayer.

Jueves, a siete días el fin de Muharram, año 307 de la Hégira

(24 de junio de 919)

Mañana viernes, tras la oración en la que este emir será el primero en postrarse ante el Todopoderoso para dar gracias por su protección, mis ejércitos iniciarán el retorno a la capital. Desde la última anotación en estos pergaminos han transcurrido tres semanas, durante las cuales hemos asolado la región y hemos obtenido los frutos que veníamos a recoger.

Badr lanzó caballería e infantes hacia las partes altas de las laderas de Burbaster, rodeándola como collar al cuello. Los rebeldes les salieron al paso cual bestias azuzadas por su amo y trabaron combate por algún tiempo entre las puertas de Burtiqát y Talyayra, mas pronto los prevaricadores se encerraron tras las murallas, rehuyendo a los mercenarios y abandonando la lid. Entonces fueron por doquier talados los árboles y arrancadas las viñas, sin que se salvara nada.

En los días posteriores, se pasó a la fortaleza de Al Lura para acabar de guarnecerla, y de allí a Qasr Bunayra y a Fardālis, donde se destruyó cuanto había, para regresar, completado el círculo, a la humillada pero todavía inaccesible Burbaster. Dos días hace que asentamos los reales cerca de la puerta de Burtiqát, y allá donde uno mira ve soldados de Qurtuba que festonean las cumbres recortados contra el horizonte. Solo el inexpugnable recinto fortificado de la cumbre de Burbaster sigue acogiendo a los rebeldes, en tan gran número que malamente podrán algunos encontrar una sombra que los proteja del sol abrasador. Peor que todo lo anterior ha debido ser esta acampada para el hereje Ya’far, pues hoy, con las primeras luces, ha hecho salir de las murallas a un mensajero que en su nombre se ha dirigido a mi persona, reconociendo su falta, rogando disculpa, pidiendo la paz y ofreciendo sumisión. Tras deliberar con mis generales, y entendiendo que conquistar el reducto no es posible sin gran pérdida de vidas, nos damos por satisfechos con la destrucción infligida. No ha mucho que el enviado ha cruzado de nuevo la puerta de Burtiqát con las condiciones impuestas, que, a juzgar por la tardanza de la respuesta, no son fáciles de asimilar.

Viernes, a seis días el fin de Muharram, año 307 de la Hégira

(25 de junio de 919)

Con cierto asombro hemos comprobado en la jornada de hoy que la capacidad de mando de Ya’far entre los suyos no era tan limitada como aventurábamos. Difícil de aceptar para sus caudillos ha debido de resultar la entrega de todos los rehenes enemigos que quedaran dentro de la fortaleza, y el compromiso de gobernar los castillos y territorios dependientes de Burbaster con lealtad y sumisión a Qurtuba, lo que incluye la puntual entrega de los tributos a nuestros recaudadores. Pero si algo demuestra que Ya’far aún conserva su autoridad, nadie sabe si impuesta por la razón o por la fuerza de las armas, es la entrega como rehenes, tal como se le exigía, de todos sus sobrinos varones y otros parientes escogidos. Quede recogido para muestra de la sagacidad de mi hāchib que no se le ha exigido la entrega de su propio hijo, cosa que es de suponer que habrá aumentado la disensión y el enfrentamiento entre los parientes de Ya’far, tal como se pretendía.

En viernes, hace dos meses ya, tuvo lugar el alarde con el que dio comienzo esta campaña victoriosa, y en viernes, día de oración y de alabanzas al Todopoderoso, doy la orden de levantar el campamento para regresar a Qurtuba, cargados con un gran botín y acompañados por los rehenes que han de garantizar que Burbaster no se convierta de nuevo en espina en nuestras fauces. Allah sea loado.