Año 920, 308 de la Hégira

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Diario de la campaña contra los infieles emprendida por el emir Abd al Rahman III en el mes de Muharram del año 308 de la Hégira

Jueves, 12 de Muharram del año 308

(3 de junio de 920)

Pudiera parecer que ocho años no son nada, tan solo el escaso tiempo transcurrido desde que, por vez primera, tomé asiento en el trono de Qurtuba. A veces cierro los ojos y pienso que fue ayer. Pero pocos saben que he contado los meses, las semanas, los días que han tenido que sucederse hasta alcanzar este lugar, este momento en que siento que realmente comienza mi reinado. Todo lo anterior no ha sido más que el preludio, los preparativos para la campaña que ha de determinar el éxito o el fracaso de mi política. La pacificación de Al Ándalus, el aseguramiento de las rutas comerciales, la repoblación de tierras, la recaudación pacífica de los tributos, el refuerzo de la flota, el fortalecimiento del ejército, no son sino los hitos del camino que nos conducirá, Allah lo quiera, a la meta que entonces me fijé.

El momento ha llegado. La audacia de Ordoño y la insolencia de Sancho van a recibir por fin la respuesta de la que han carecido hasta ahora. Prestos para partir, esta será la ‘saifa más multitudinaria desde los tiempos de mi bisabuelo, el emir Muhammad. Jamás Qurtuba había visto una afluencia semejante de mercenarios y de voluntarios de la yihād, procedentes de todos los rincones de Al Ándalus y aun de ultramar. Las coras se han volcado a la hora de proporcionar efectivos y pertrechos, y hoy, treinta días después del alarde, la ciudad bulle con los últimos preparativos. La explanada de la musara se ha quedado pequeña, y los improvisados campamentos se extienden a lo largo de las riberas del río, a la espera de la orden de partir. Es mi hāchib quien, lúcido como acostumbra y poco sospechoso de abusar del halago, ha creído hallar la explicación para esta reacción que nos asombra. Así como en los peores momentos de la fitna, con el emirato en peligro de desintegración, las deserciones y la traición eran el problema que minaba nuestros ejércitos, la llamada de un ejército recompuesto y poderoso atrae ahora a los hombres, ávidos por participar en una campaña que suponen exitosa, ávidos del botín que les espera. También las soldadas han crecido, porque unas arcas saneadas nos permiten tal dispendio. Y el llamamiento a la guerra santa, proclamado en todas las mezquitas de Al Ándalus, del Maghrib, de Tahert, hasta donde alcanza la mano de nuestra cancillería y nuestra diplomacia, ha traído hasta Qurtuba a bereberes y miembros de cien tribus, en tan gran número que sus unidades eclipsan a las de los musulmanes de la Península.

Será al amanecer, después de que los banderines y estandartes se hayan bendecido en la mezquita aljama, cuando los timbales y los tambores anuncien el inicio de la marcha. No he reparado en medios, me acompañan mis mejores generales al mando del más valioso de mis ministros, y en la ruta se sumarán a la columna los gobernadores de las coras que atravesemos, al frente de sus propios efectivos. Debo hacer mención, por el significado que tiene su presencia entre nuestras filas, de la participación en esta ‘saifa del que hasta hace poco era uno de nuestros enemigos más encarnizados, Sulaymán, el hijo del maldito Ibn Hafsún. En ella tendrá ocasión de demostrar, como uno de mis generales más destacados, la autenticidad de sus sentimientos al mando de los hombres que llegaron con él a Qurtuba. Queda en el alcázar mi hijo mayor y heredero, Al Hakam, a quien asiste el wazīr Mūsa ibn Muhammad ibn Hudayr.

El tiempo de la cosecha ha llegado, las lluvias de la primavera auguran abundancia en los campos, y no habrá de faltar el trigo con que alimentar al sinnúmero de hombres que, ansiosos, esperan ver a su soberano encabezando la marcha que les conducirá a tierra de infieles.

Miércoles, 18 de Muharram

(9 de junio de 920)

Cuatro días después de nuestra partida, en los que hemos remontado el Gran Río, nos encontramos acampados en Majādat al-Fath[21], el mismo lugar que hace dos siglos atravesó Tāriq en su camino imparable hacia Tulaytula, la capital del caduco reino godo. Si este caluroso atardecer he convocado a mi escribano es para dejar constancia de las excelentes nuevas que nos han llegado procedentes de la Madinat al Faray, en una exultante epístola de puño y letra de su gobernador. Nunca es tan agradable el baño que nos quita el polvo del camino como cuando el agua tibia y el rudo masaje se acompañan de relatos como el que el hāchib Badr ha leído en alta voz y de la visión de las cabezas cortadas a los enemigos de Allah.

Según cuenta el gobernador, los infieles de Yilliqiya atacaron días atrás en gran número, capturaron ganados y acémilas en los campos y marcharon contra la fortaleza de Al Qulaiya para sitiarla. Toda la población de la zona, sin embargo, se levantó en armas, y caballeros e infantes, ya pertrechados para unirse a la ‘saifa procedente de Qurtuba que en pocas semanas habría de acampar en el lugar, presentaron batalla con arrojo. Allah puso a los enemigos en sus manos, mataron y cautivaron a muchos, y los persiguieron desde el principio hasta final del día, diezmándolos con el sable. Las mulas cargadas de cabezas son la prueba de la victoria, y el mejor de los augurios para lo que resta de campaña. Una vez más, este vado donde acampamos quedará asociado a las victorias de los creyentes.

Lunes, 12 de Safar

(3 de julio de 920)

Magnífica sería la visión de la Madinat Selim si la guerra no hubiera hecho mella en sus altos muros, ahora arruinados. En mis treinta años de vida, nunca había encabezado una expedición que me llevara tan lejos de Qurtuba, y no puedo sino manifestar mi admiración por las tierras y los paisajes que cada día se extienden ante nuestros ojos, salpicados de aldeas y alquerías, atalayas, fortalezas y ciudades como esta. Cuatro semanas se cumplen desde nuestra partida, y aún debemos salvar un tercio de la distancia que nos separaba de la frontera. Cierto es que los asuntos de gobierno nos han retenido, tanto en la capital de la Marca Media como en Madinat al Faray, pero empiezo a tomar la medida de la obra que aún me resta por hacer.

Al acampar junto al Ūadi Tadjo frente a Tulaytula, la ciudad siempre al borde de la rebeldía, se unió a nosotros su señor, Lubb ibn Tarbīsa, manifestando un acatamiento que mis informes desmentían, pues el deseo de desobediencia anida en su alma. Pero las hordas sin número que allí se sumaron al ejército nos hicieron olvidar afrentas aún por venir y seguimos realizando etapas hasta acampar en Madinat al Faray, cuya población es leal, y de buena fe llegó a mí con quejas acerca de los Banū Selim, la familia sobre la que hasta ahora recaía el mando de la plaza. Acabar con situaciones de mal gobierno es misión de esta aceifa y, después de escuchar a unos y a otros, he optado por nombrar como nuevo gobernador a uno de mis caídes de mayor confianza, Sa’id ibn al Mundhir al Quraysí, a quien en el mismo acto promoví al rango de wazīr. Mas sus cualidades militares lo hacen necesario en la campaña, por lo que Sa’id dejó como suplente a su propio yerno para seguir comandando las tropas que tiene asignadas, hasta el regreso. Los Banū Selim, con el grueso de los hombres de la ciudad, partieron con nosotros a la guerra santa, de forma que el ejército que hace cuatro días dejaba Madinat al Faray rebosaba los caminos, por anchos que fueran.

Nos disponemos a salir, y he hecho circular el rumor de que lo haremos en dirección a Saraqusta, siguiendo el Ūadi Salūn. Y hacia allí se encaminará la vanguardia, pero no el grueso de las tropas, que lo harán a marchas forzadas en dirección al Ūadi Duwiro. Los que tres años atrás acabaron en Castro Muros con la vida del mejor general cordobés, Abí Abda, tendrán ocasión de ver ahora el rostro de su soberano.

Sábado, a cinco noches del fin de Safar

(15 de julio de 929)

Tranquilos y confiados se hallaban los cristianos de Osma, a pesar de la repentina aparición en sus confines del mayor ejército jamás visto. Y es que el bárbaro que los sojuzgaba se había adelantado a nuestra llegada para tratar de esquivar el peligro a cambio de ciertas promesas, que fingí atender. Bien sabía que era uno de los que participaron en la matanza de Castro Muros, y apenas había abandonado el campamento cuando envié en pos de sus tierras al recién nombrado wazīr, Sa’id ibn al Mundhir al Quraysí. El ataque cogió a los suyos desprevenidos, y Allah quiso hacerles grave daño, pues sus ganados y acémilas estaban sueltos y desatendidos, y a la vista, las cosechas recién segadas. Sa’id regresó al caer la tarde, a salvo, victorioso y arrastrando consigo un cuantioso botín. Fue al día siguiente, viernes, cuando la caballería, en perfecta disposición, cayó sobre su fortaleza, que llaman Uakhshama. La hallaron desierta, y el fuego acabó con sus muros después de que pasaran a su abrigo la noche del sábado.

De allí se dio la orden de partir hacia nuestro verdadero objetivo, la fortaleza de Castro Muros, nido de infieles y capital de su marca. Estos, al ver la resolución de los fieles de Allah, se descorazonaron y abandonaron la protección de sus murallas, fugitivos y despavoridos. Aún colgaba, clavada en una pica y a la vista de la canalla, la cabeza de mi buen general, al lado de un inmundo jabalí. Los dientes apretados en su boca descarnada reflejaban una expresión risueña, y con sus cuencas vacías parecía mirar con asombro a quien de forma harto tardía acudía en su rescate. En medio del respeto de quienes le conocieron en vida, se le dio sepultura, y allí mismo, sobre el túmulo, se encendieron las teas que prendieron fuego a la fortaleza.

Desde allí nos trasladamos a una de las ciudades de cristianos más antiguas e importantes, de nombre Quluniya, sin hallar ejército a nuestro paso, sino cuidadas alquerías y dilatados cultivos, que nuestras tropas saquearon y arrasaron, al tiempo que mataban a los pobladores a los que atrapaban en sus algaras, hasta llegar a la ciudad, que hallaron vacía, pues sus habitantes se habían dispersado para huir a las altas montañas vecinas.

Varios días nos hemos demorado con la destrucción a las fortalezas, las moradas y las iglesias de la zona, capturando un sustancioso botín y dando a las tropas el descanso y la satisfacción que merecen. Pero Allah nos señala el camino, pues hoy nos llega nueva de la frontera de Tutila donde nuestro cliente, el esforzado Muhammad ibn Abd Allah, de los Banū Qasī, resiste con denuedo el asedio con el que el maldito Sancho, señor de Banbaluna, aprieta la madina.

Era mi intención cruzar las abruptas montañas y los desfiladeros escarpados que conducen a Baqira, sometida también al cerco de Sancho desde la inmediata fortaleza de Cantabria. Liberado el bastión, nuestro destino final era la montaña de Deio, la primera y más significada conquista del rey de Banbaluna, por cuanto es la cuña que aprieta la entrada de su reino. Pretendo arrebatarla de sus manos para devolverla a los musulmanes que la alzaron frente a sus enemigos, en tiempos de Mūsa ibn Mūsa. Sin embargo, la visión de las tierras de la Marca desde sus alturas habrá de esperar, pues se impone acudir en ayuda de los descendientes del gran Mūsa, que durante demasiado tiempo han defendido en solitario la frontera ante el empuje de los infieles.