35

Con las emociones a flor de piel, cuando el avión empezó a dar vueltas antes de aterrizar en El Prat, Baptiste no despegó la nariz de la ventanilla mientras contemplaba el territorio de su infancia.

Ya en el taxi, camino de Barcelona, miraba en todas direcciones. Se sentía como un muerto al que hubiesen concedido una semana de vida para averiguar en qué se había convertido cuanto había sido su mundo.

—He vuelto para despedirme de un pasado perdido —murmuró—. Hasta me ha parecido ver desde el avión que el río no desemboca en el mismo sitio de antes.

—Así es, señor —intervino el taxista—. Lo desplazaron unos dos kilómetros más abajo. Se había quedado pequeño.

—¿El delta del Llobregat?

—No. Se había quedado pequeño el puerto de la ciudad.

Mientras Baptiste charlaba con el taxista, Céline miró a su hijo, que le apretó la mano para tranquilizarla. El joven se había sentado en medio con el fin de estar al lado de su abuelo. El marido de Céline, Pierre, se volvió desde el asiento del copiloto a mirar a su mujer.

Esta se había resistido al principio a permitir aquel viaje, pues temía que agotara a su padre, si bien se trataba de un hombre fuerte que aún caminaba sin bastón y con paso seguro. Pese a haber superado los noventa, seguía cultivando el huerto de casa.

Cuando Julien explicó a su madre sus razones para visitar Barcelona, esta rompió a llorar. Tras la sorpresa inicial, no encontró motivos ni argumentos para negarle el derecho a ver a su otra hija.

Al pasar por delante de la plaza de España, Baptiste miró a su derecha el Palacio Nacional y recordó cuando lo estaban construyendo para la gran exposición del veintinueve. Por entonces había ayudado a su padre y a su tío a cargar gravilla del Llobregat en el carro volquete para las obras.

—Caray, ¿también están haciendo reformas en la plaza de toros?

—Ya no lo será, señor... —dijo el taxista, que se sentía contento con su papel añadido de guía—. La están convirtiendo en unas galerías comerciales. Dentro habrá tiendas, restaurantes, cines... y no sé cuántas cosas más.

Cuando rodeaban la fuente del centro de la plaza, Baptiste dijo de repente:

—Olvide la Gran Vía, por favor. Doble en la próxima calle y siga por el Paralelo. Ya entrará en las Ramblas por Colón.

Al viejo libertario se le humedecieron los ojos al pasar por delante de la calle Tapioles. Se sorprendió al reencontrar, sesenta y ocho años después, El Molino y a mano izquierda el Café Español, en cuyo sótano había jugado tantas partidas de billar.

Al pasar junto a las tres chimeneas, sintió que el taxi iba demasiado deprisa, más rápido que sus recuerdos.

Se sacó un pañuelo del bolsillo para enjugarse los ojos.

Céline seguía atenta a su padre y Julien a ella, a la que tranquilizó en voz baja:

—No pasa nada, mamá... Todo va bien.

Al rodear el monumento a Colón, enfilaron la Rambla de Santa Mónica, la de Capuchinos y la de las Flores.

—Mis Ramblas —susurró Baptiste, emocionado.

Cerca de la fuente de Canaletas, el vehículo se detuvo.

—Ya estamos en el hotel, abuelo.

Cuando el recepcionista pidió en francés los nombres para registrarlos, el anciano se adelantó y dijo:

—Gabriel Viñolas. Y puede hablarme en catalán, joven.

Pierre indicó con un gesto de la cabeza a su mujer que lo siguiera, para darle a entender que debía desentenderse de su padre por unos días. Ya se ocuparía de él Julien, tal como habían acordado antes de emprender el viaje.

—Tú y yo haremos de turistas, ¿de acuerdo? —le había pedido mientras cerraban la maleta en Caen.

Abuelo y nieto entraron en la habitación que compartirían durante su estancia de siete días.

—La Barcelona que dejé en el treinta y ocho ya no existe, Julien —se lamentó cuando estuvieron solos.

—Lo más importante es que volverás a ver a las personas que amaste, abuelo —lo animó.

Julien no se atrevió a decirle toda la verdad. Tampoco a sus padres se lo había contado.

Se había comprometido a ser él quien llamase a la familia española con el fin de concertar la hora en que se verían al día siguiente para comer juntos.

A fin de no desanimar a su abuelo, Julien calló que, al hablar con el padre de Alicia, este le había comunicado que su suegra no deseaba reencontrarse con el que había sido su marido y que la familia respetaba su decisión.

Tras una cena ligera y temprana, Biel, agotado, se durmió. Estaba conmocionado por el viaje y por las novedades.

Julien lo dejó solo.

«He de conseguir que madame Ágata acceda a verlo», se propuso mientras se dirigía a la habitación de sus padres.

—Qué nervios —refunfuñó Céline—. Me siento como si hubiera hecho algo malo.

—¿Por qué? Tú ni sabías que existían, mamá... Mañana todo irá bien, no te preocupes.

Ella lo abrazó fuerte y le dio un beso.

—¿Estás resentida con él? Con el abuelo, quiero decir.

—¿Por qué iba a estarlo? He tenido el mejor padre del mundo. Tal vez su otra hija piense lo contrario. Lo que más me preocupa de la reunión de mañana es cómo reaccionarán al vernos.

—Mamá... —Se disponía a hablarle de su amor por Alicia, pero se lo pensó mejor—. Mañana todo irá bien. Ya lo verás.

—¿A qué hora habéis quedado, Julien? —preguntó Pierre para desviar la conversación hacia cuestiones más prácticas.

—Hacia las doce del mediodía, papá. Pediré en recepción que nos reserven una mesa para nueve en el restaurante del hotel. Por lo que me ha dicho monsieur Carlos, ellos serán cinco.

—¿Quién es ese señor, Julien?

—Por el momento tu cuñado, papá —dijo con una sonrisa.

En lugar de volver a su habitación, que estaba al otro extremo del pasillo, el joven bajó a la cafetería.

Pidió un gin-tonic y, mientras esperaba a que se lo sirvieran, sacó el móvil para llamar a Alicia. En el último momento se lo pensó mejor y lo guardó de nuevo.

Esperaría a verla al día siguiente en la comida familiar para medir su grado de resentimiento hacia él. En dos meses no se había dignado llamarla una sola vez, aunque había hecho un par de viajes a Barcelona y se había visto por cuestiones de trabajo con su hermana, Juana.

Cuando, al cabo de media hora, apuraba ya la bebida, reconoció que en el fondo lo demoraba por temor a descubrir que ella hubiera pasado página.

A la una de la madrugada Julien seguía desvelado y salió a pasear. Enfiló Ramblas abajo hasta el puerto, y de allí siguió por el Moll de la Fusta hasta llegar ante el edificio de Alicia.

Sacó el móvil y, a punto de marcar el número, lo guardó de nuevo.

Acto seguido paró un taxi para volver al hotel.

Al día siguiente, mientras las dos familias hacían la sobremesa, Julien los dejó con la excusa de que debía acudir a una cita de trabajo.

Tal vez lo que se disponía a hacer no era lo más correcto: presentarse en casa de madame Ágata, a la que no conocía, sin previo aviso. Pero le había costado mucho convencer a su abuelo para hacer aquel viaje y también le dolía ver cómo ahora se le partía el corazón de melancolía. Julien se dijo que no podía arriesgarse a que el anciano se presentase en su antiguo hogar y volviera con el rabo entre las piernas sin ser recibido.

Justo al llegar ante el edificio de la calle Tamarit, aprovechó que salía un vecino para entrar en él. Una vez dentro del ascensor, inspiró hondo y luego pulsó el botón para subir al ático.

Llamó a la única puerta que había en el rellano, muy decidido a ser él, en todo caso, quien recibiera la negativa de la mujer.

—¿Quién es? —preguntó una voz débil al otro lado de la puerta.

—Me llamo Julien, madame Ágata. Soy el amigo francés de Alis —respondió acercando la cara a la mirilla.

Tras un rato de quietud y silencio, Julien oyó como la mujer metía la llave en la cerradura.

El corazón le latía desbocado. Había superado el primer paso. «Ahora no puedo fallar», se animó.

Mientras esperaba a que abriese, la luz del rellano se apagó. Pulsó con fuerza el interruptor que confundió con el de la luz y el timbre sonó estrepitosamente.

—¡Menudas prisas, chico! —exclamó Ágata a la vez que abría la puerta y el rellano se iluminaba con la claridad que salía del piso.

—Me he confundido de interruptor... ¡Discúlpeme, por favor!

—¿Y qué quieres de mí, muchacho?

—Necesito pedirle un favor para una persona a la que quiero mucho y que usted conoce.

Con movimientos lentos, ella se apartó de la entrada para cederle el paso. Después lo condujo al comedor y lo invitó a sentarse.

—¿Ha ido bien la comida? —preguntó aparentando indiferencia.

—Ha sido un encuentro repleto de sentimientos. Aún deben de estar juntos.

—Me alegro por Biel y Gloria —dijo entonces con voz entrecortada por la emoción.

A Julien le costaba imaginar a su abuelo bajo ese nombre. Como también le costaba hacerse a la idea de que aquel comedor, donde se sentía incómodo por la situación, en otro tiempo había albergado una parte importante de su vida.

—No eres muy hablador —dijo Ágata al joven, que observaba en silencio desde su silla las fotografías del aparador—. Y ahora cuéntame... ¿A qué has venido?

—A rogarle que acceda a la visita de mi abuelo.

—¿Y te ha enviado Biel para que me convenzas?

—Él no sabe que estoy aquí. Está decidido a venir mañana y sufro porque usted no quiera recibirlo —dijo inclinando el cuerpo hacia delante y cogiendo las arrugadas manos entre las suyas.

—No tiene ningún sentido reabrir heridas a nuestra edad, joven. —Ágata se removió en el asiento, soltándose de las manos del muchacho—. Es un mal trago que a estas alturas podemos ahorrarnos. Los dos tenemos ya un pie en la tumba.

—Yo prefiero verlo como un modo de hacer las paces con la vida.

Ágata meneó la cabeza mientras pensaba qué sabría aquel joven de lo que podía dar de sí toda una existencia.

—¿Cómo es que mi nieta no ha venido contigo?

—Alis no sabe que estoy aquí. —Sorprendido por la pregunta, se justificó—: Tampoco ha venido a la comida.

—¿Estáis enfadados?

—Cuando me reveló que compartíamos el mismo abuelo, dejamos de vernos. Yo necesitaba tiempo para hacerme a la idea.

—No te veo ningún parecido con Biel —dijo de repente tras observarlo con atención.

—Físicamente he salido a la familia de mi padre. —Retomando el motivo por el que se había presentado allí, Julien prosiguió—: Sé que no conseguiré que mi abuelo renuncie a venir a verla, madame Ágata. Por eso le pido ese favor.

—De eso sí que estoy bien segura, joven —dijo con un suspiro, dándose por vencida—. Veo que Biel no ha cambiado. Él a la suya, caiga quien caiga.

Treinta minutos más tarde, Julien bajaba la escalera corriendo como alma que lleva el diablo. Necesitaba quitarse los nervios de encima.

¡Lo había conseguido!

Una vez en la calle, paró un taxi y dio al conductor la dirección de Alicia en el paseo de Colón.

«Ya es hora de que también yo afronte mi realidad», se ordenó a sí mismo con decisión.

Ajena a lo que había sucedido en casa de su abuela, Alicia estaba sentada en el sofá hecha un mar de lágrimas. Era media tarde. Tenía en el regazo un bol de leche con cereales y masticaba despacio, con desgana. No dejaba de mirar a cada minuto el móvil que tenía al lado. Como si por el mero hecho de no perderlo de vista tuviera que sonar.

Se sentía la mujer más desgraciada de la tierra. Había desperdiciado una oportunidad única de ver a Julien y, además, tenía a su madre y a Lourdes enfadadas con ella por haberse negado a acudir a «una comida tan trascendental para mamá», en palabras de su hermana mayor.

Alicia había aguantado estoica los reproches de Lourdes, esforzándose por no ceder. Se dijo que al fin y al cabo habría sido inútil contar a «la mariscala» que se había pasado todo el día anterior esperando una llamada en especial para invitarla.

Desde que Lourdes la había informado de que el abuelo y su familia francesa ya estaban en Barcelona y se alojaban en un hotel de la parte de arriba de las Ramblas, Alicia se había quedado clavada en casa con la esperanza de que Julien pasara a buscarla.

Había estado atenta a todos los timbres que sonaban en el edificio. Pero todos eran lejanos, ninguno rompía el silencio de su apartamento.

Pasada la una de la madrugada de esa misma noche, aún seguía despierta, esperando que sucediera un milagro.

Casi no había pegado ojo hasta el amanecer, y a media mañana se había levantado más dormida todavía.

Dejó sobre la mesa el bol de cereales sin terminar, ya blanduzcos como sopas de pan, y puso un disco de Moustaki. Guiada por la melancolía de Ma solitude, se tendió de nuevo en el sofá a dar vueltas a todo aquello que la hacía sufrir.

«¿Qué hago aquí completamente sola esperando a que él me rescate?», se riñó.

En menos de un cuarto de hora, Alicia ya había pasado por la ducha y el vestidor, y estaba a punto de irse, decidida a correr al hotel de las Ramblas.

Antes de salir, se dio cuenta de que había olvidado el móvil sobre el sofá y volvió para recuperarlo.

Un suspiro de tiempo más tarde, cuando abría la puerta, se quedó estupefacta.

Julien estaba en el rellano, a punto de llamar al timbre.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, él le dijo:

—No quiero pasarme la vida buscándote en otras mujeres, Alis. Te quiero.

Ella lo arrastró al interior.