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Mientras el avión daba vueltas sobre El Prat a la espera de autorización para entrar en pista, Alicia contemplaba las cuadrículas verdes de los cultivos que lindaban con el aeropuerto. Mucho antes de que ella naciera, parte de aquellas pistas de aterrizaje habían sido campos de sus antepasados.

Con la nariz apoyada en la ventanilla, jugueteaba con un mechón de cabello, enroscándolo en el dedo índice, al tiempo que recordaba las palabras de Baptiste, el viejo exiliado republicano al que acababa de entrevistar en un pueblecito de la Alta Normandía.

«La vida es una carrera de fondo, Alis.»

Mientras se desplegaba el tren de aterrizaje, notó un vacío en el estómago, como el que las revelaciones del viejo republicano habían abierto en su existencia.

Aquel hombre hasta hacía un año desconocido le había desdibujado de repente su pasado familiar.

La primera parte de la odisea personal de Alicia había empezado el año anterior.

En agosto de 2005 había viajado a Francia con la excusa de iniciar el proyecto fotográfico, continuamente aplazado, sobre el exilio español del treinta y nueve. Sin embargo, en el fondo el verdadero motivo para escapar de Barcelona había sido alejarse de la ciudad con el fin de poner en orden sus sentimientos.

Hacía mes y medio que Javier, el hombre que iba a ser su marido, había dado un vuelco a su vida.

—Estoy en Nueva York, nena —le había soltado por el móvil, como si encontrarse a más de seis mil kilómetros de distancia fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Qué haces ahí, Javier?

—Cancélalo todo, Alis. No habrá boda. —Con voz falsamente afectada, prosiguió—: Lo siento muchísimo. Sé que te estoy haciendo una putada muy gorda, pero he descubierto que no puedo quererte como mereces y nuestro matrimonio sería un fracaso.

Dichas estas palabras, que la habían dejado anonadada, en el aparato se hizo el silencio. Apenas cinco minutos atrás Alicia había confirmado con la floristería que todo estaría a punto para el domingo.

Las manos le temblaban cuando apagó el móvil sin decir palabra.

Durante la hora siguiente, por más que daba vueltas a aquella situación absurda, seguía sin entender nada.

«Se suponía que ni siquiera iba a hacer noche...», se dijo entre sollozos, mientras recordaba cómo, a las seis de la mañana, habían hecho el amor antes de que él se levantara para viajar a Bruselas. Al menos ese era el destino que le había dicho.

«Solo tengo que presentar al cliente un informe previo a la auditoría. Le justifico el recorte de sueldos y vuelvo.» Tal había sido su explicación apenas once horas atrás.

Sobre la mesa del comedor aún seguía abierto el plano que les había procurado el restaurante para la distribución de los invitados. Habían acordado que esa noche decidirían juntos el sitio donde sentar a cada uno.

Al coger la taza de té para dar un sorbo, Alicia la volcó. El líquido se derramó libremente como un arroyo por la mesa y goteó en el parqué, como las lágrimas que a ella le caían de la barbilla.

Aquello le sucedía a finales de junio y, pese al calor, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. La lista de encargos para que el domingo todo saliera redondo se había convertido de pronto en un montón de urgencias que había que resolver.

Llevaba tres años viviendo con aquel auditor de empresas en crisis que tenía cuarenta años, diez más que ella. Por San Jorge le había pedido: «Casémonos, Alis.» Tras meditarlo mucho, ella había aceptado.

Ahogada en un llanto sin fin, pensó en el traje de novia que esperaba en casa de sus padres. Había querido sorprender a Javier y que no lo viese hasta el momento de la ceremonia.

Le costaba creer que lo que le estaba pasando fuera real.

Al cabo de dos horas Alicia seguía debatiéndose entre el deseo de huir y desaparecer ella también y el deber de avisar a la familia para que lo parasen todo. El tiempo corría contra reloj.

Hasta última hora de la tarde no tuvo ánimos para hacer lo correcto.

Cogió el metro hasta San Antonio. Al salir delante del mercado, caminó lentamente hasta la calle Calabria y, antes de subir al piso, se armó de valor en el pequeño parque de al lado.

Al entrar en casa de sus padres, el ambiente rezumaba calma. Antes de quebrar aquella paz con la novedad que les traía, estuvo a punto de echarse atrás, pero se ordenó a sí misma: «¡Dilo y acaba de una vez!»

En el comedor, su padre levantó la vista del periódico que estaba leyendo. Le dio un beso, y otro a su madre, que en aquel momento enseñaba el vestido que luciría en la boda a su hija mayor, Lourdes.

Alicia frunció el ceño al ver a su hermana. No esperaba encontrarla allí.

—¿Y para mí no hay besos, hermanita? —se quejó esta al tiempo que le ofrecía la mejilla.

Le dio uno rápido antes de encerrarse en su antigua habitación, donde aquel vestido fantasmal la esperaba en la oscuridad.

—¿Qué le pasa hoy a Alis? —oyó que preguntaba su madre—. Ha entrado muy callada y mustia.

—No te preocupes, mamá... Deben de ser los nervios.

Tumbada sobre la colcha, Alicia pensó de nuevo en huir y así librarse del interrogatorio de su hermana en cuanto se enterase de la noticia.

En todos sus recuerdos de infancia, Lourdes, que le llevaba dieciocho años, era ya una mujer casada. Nunca habían compartido el mismo techo. Pese a ello, seguía desempeñando con ella el papel de segunda madre. Nada que ver con la relación de igual a igual que mantenía con su hermana mediana, Juana, que le llevaba nueve años.

«Me voy», decidió de repente. Subió la persiana para que entrase la luz y luego descolgó el vestido sin ningún miramiento. Lo embutió en la bolsa de plástico que hasta aquel momento lo protegía del polvo y salió con él al comedor.

—¿Por qué te lo llevas? —preguntó Lourdes muy sorprendida.

—No habrá boda.

—Pero ¿qué estás diciendo?... ¡No bromees, Alis! No tiene ninguna gracia.

—Me ha llamado Javier desde Nueva York —les informó con un hilo de voz—. Ahora dice que no se casa.

Con expresión de incredulidad, su madre necesitó un rato para poder articular palabra.

—Pero... ¡si es dentro de cinco días!

—¿Y los invitados? —preguntó su padre, al que se le había caído el periódico de las manos—. ¿Quién cojones va a pagar un banquete donde ahora no esperamos a nadie?

—¿A alguien de esta casa le importa una mierda cómo me siento yo?

Alicia rompió a llorar mientras se dejaba caer en el sofá. Resoplando, Lourdes se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo.

—A ver, hermanita, vayamos por partes... Tú y Javier os pasáis la vida «ahora sí, ahora no». ¿Lo que acabas de decirnos va en serio o es una agarrada más de esas a que nos tenéis acostumbrados? ¿Has vuelto a llamarlo? Igual se le ha pasado la pájara.

—No pienso llamarlo. Esta vez va en serio, y no quiero suplicarle. No podía haber huido más lejos ese malnacido, no.

Lourdes se levantó bruscamente del sofá y, con gesto decidido, ordenó:

—Pues entonces, ¡ya podemos correr! No vamos a permitir que el domingo ciento veinte personas esperen de punta en blanco delante de Santa María del Mar para nada.

—¡Ay, Dios mío! —gimió su madre dirigiéndose a su marido—. Ya te decía yo, Carlos, que ese veleta no le convenía a nuestra niña.

—¿Sabes lo que te digo, Gloria? Tal vez la decisión de ese zopenco sea para bien. Nos ahorrará un divorcio penoso —concluyó arrojando al suelo el periódico—. Ahora lo que me preocupa es cómo salir de este berenjenal.

Alicia miró sorprendida a su familia. A su padre se lo veía aliviado. Su madre había rubricado su parecer asintiendo con la cabeza. En cuanto a su hermana, caminaba arriba y abajo por el salón, como un mariscal de campo.

Solo hacía tres horas que la vida se le había hecho pedazos y nadie en casa parecía sufrir por su corazón roto.

—No hay un momento que perder —decidió su hermana—. Debemos avisar cuanto antes al cura, a la floristería y a la gente.

Lourdes habría utilizado esas mismas palabras para informar de un funeral, se dijo Alicia mientras salía dando un seco portazo.

Al volver al piso que compartía con Javier desde hacía tres años, descolgó del salón el cuadro abstracto que él le había regalado por su cumpleaños. En el mismo clavo colgó el traje de novia.

Durante los días siguientes se dedicó a contemplarlo, blanco y colgando en el vacío, como el cuerpo de un suicida.

Mientras agotaba las lágrimas, pensó en todos los proyectos que había abandonado por seguir al lado del hombre que ahora la dejaba plantada.

Tres años atrás, con veintisiete recién cumplidos, había aparcado el sueño de hacer reportajes fotográficos por el mundo a cambio de llevar una vida más convencional con Javier.

Para estar a su lado se había convertido en una fotógrafa de estudio. No era con eso con lo que había soñado.

Un par de domingos después de aquel cataclismo, camino de casa de su abuela Ágata, en la calle Tamarit, Alicia se detuvo en el mercado de libros de viejo. En un puesto con postales antiguas, una en especial le llamó la atención.

La imagen representaba un montón de cruces blancas alineadas sobre un cuidado césped. Era el cementerio de los americanos que habían muerto en el desembarco de Normandía. La compró pensando en su abuelo Biel.

Nadie en casa sabía dónde estaba enterrado. El marido de Ágata se había exiliado en el treinta y nueve y había desaparecido durante la Segunda Guerra Mundial.

Antes de subir a casa de su abuela a comer, se sentó en la terraza del bar de la esquina. Era muy pronto todavía. Mientras contemplaba la postal, se le ocurrió un proyecto que le permitiría recuperar el ímpetu y dejar de compadecerse de sí misma.

Haría un reportaje fotográfico sobre el exilio español.