11
En febrero del treinta y seis, las elecciones parecían un tablero de ajedrez sobre el que experimentar estrategias. El espectro de una revolución fascista por una parte y de la socialista por otra planeaba sobre todos los ánimos, y se luchaba secretamente para obtener el poder total.
Por más que el socialista Largo Caballero animase a votar a los anarquistas, estos tenían muy presentes las humillaciones recibidas por parte de la República hasta el momento. Miles de camaradas suyos seguían encarcelados, y sabían que las libertades se derogaban a conveniencia cuando surgía la oportunidad.
Si bien se mantenían firmes en que la única salida contra el fascismo era la revolución, y que como sindicato no animarían al voto, la promesa de que tras la victoria sobrevendría una amnistía que sacaría a los compañeros de la cárcel dejó vía libre para que cada afiliado tomara su propia decisión.
Con el voto anarquista, las izquierdas del Frente Popular ganaron. Azaña era elegido presidente de la República y en el campo contrario se preparaba el golpe de Estado.
La madrugada del 19 de julio el cielo entre las montañas de Montjuic y Collserola, desde el río Llobregat hasta el Besós, se estremecía por el ruido de las sirenas. Desde los cuarteles barceloneses, los soldados avanzaban por la Diagonal, la Gran Vía y el Paralelo hacia la plaza de Cataluña con la intención de rodear la ciudad y ganarla en unas horas.
Biel saltó de la cama y se vistió a toda prisa.
—¿Qué es eso? —se horrorizó Ágata.
—Los comités de defensa anarquistas, que dan la señal de alarma. ¡Nos llaman a la lucha!
El chillido de Petra hizo salir disparada a Ágata de la habitación. Su padre venía por el pasillo abrochándose los pantalones y con la camisa colgada del brazo.
La mujer, descalza y en camisón, miraba tras los cristales del balcón con cara de espanto.
—¿Qué pasa, madre?
—¡No lo sé! Un gentío corre hacia la ronda.
—Son las milicias populares, suegra —aclaró Biel mirando también por el balcón.
Sin perder un minuto, se caló la gorra de visera.
—¿Adónde crees que vas, muchacho? —preguntó la anciana en tono seco.
—No pienso quedarme aquí escondido sin hacer nada, señora Petra.
—No vayas a las barricadas, Biel. ¡Por favor! —suplicó Ágata, colgada de su cuello—. Quédate. ¡Estoy muy asustada!
—Si no los paramos, la que nos caerá encima será peor.
—¿Qué será de mí y del hijo que espero si te matan?
—¡No me pasará nada! —exclamó con enfado. Arrepentido de su brusquedad, la abrazó—. Quédate en casa con tus padres y no salgas.
Ante la mirada de desprecio de su suegra, Biel se desembarazó de su mujer y corrió escalera abajo.
Apenas poner un pie en la calle, oyó un silbido. Era Arturo, que doblaba la esquina de Viladomat.
—¡Vuelve a casa! —le ordenó, muy contrariado al verlo allí—. Eres demasiado joven y esto no es ningún juego.
—¡Y un cuerno! Ya tengo catorce años, Biel. Los militares nos han rodeado. Han acampado en las plazas de España, Universidad y Cataluña.
—¿Cómo lo sabes?
—Me he encontrado a Ramón y me lo ha dicho.
—¿Dónde está ahora?
—Iba hacia el Paralelo. Los facciosos tienen ocupado el puerto desde Correos. Parece que vienen también hacia aquí, Biel.
—¡Vamos, pues! —dijo al ver que no lo convencería de que volviera a casa—. Pero no te separes de mí.
Al llegar a la altura de la calle San Pablo, Ramón los divisó. Los llamó y ambos corrieron a la barricada donde estaba el pescadero junto con unos cuantos más. La improvisada fortaleza era un arsenal repleto de adoquines arrancados del suelo, que habían dejado la avenida de los teatros y cabarets casi sin pavimento.
—¡Ya soy un miliciano! —exclamó emocionado Arturo, atrincherado entre los dos, y todos ellos parapetados entre sacos, colchones y pedruscos.
—¡Eres un valiente! —lo felicitó Ramón revolviéndole el pelo con la mano—. Pedro IV, Arco del Triunfo, ronda de San Pedro, Urquinaona y Layetana ya están copados por los nuestros.
—¡Defenderemos nuestro barrio! —exclamó eufórico el muchacho—. ¿Quieren Paralelo, esos cabritos? ¡Pues que vengan, que los haremos bailar!
Biel escuchaba preocupado a su joven amigo por la satisfacción que mostraba ante el enfrentamiento.
«Ágata me matará si hoy a este chaval le pasa algo —pensó. Tampoco él se sentía tranquilo de que el chico estuviera allí—. Aún tiene cara de niño.»
Aprovechó que Ramón se había retirado unos pasos a hablar con un compañero para ordenarle:
—No te hagas el héroe, Arturo. Deja que los más expertos y los que llevan armas tomen la iniciativa.
—¡¿Entonces qué hacemos aquí?!
—Prestar apoyo a la revolución desde el lugar que nos corresponde. ¿Lo entiendes?
Arturo lo acató sin demasiado entusiasmo. Quería a Biel y sabía que no era un cobarde. Siempre lo había tratado con consideración y no como si fuera un crío insignificante, tal como hacía Juan.
El día en que se enteró de que Biel le había birlado a Ágata a su hermano, se desternilló de risa viendo cómo Juan daba puñetazos a las puertas y hacía rodar las sillas ante los gritos de espanto de su madre. Su padre había tenido que darle un par de tortazos para que se calmara.
Llegaba el ruido de disparos lejanos, que enrarecían el ambiente, mientras canciones de resistencia disimulaban una seguridad incierta.
—¿Cómo sabes tantas cosas, Biel? —preguntó Arturo, refugiado muy cerca de su amigo.
—Leo. ¡Tú también deberías hacerlo! El saber es importante para que el patrono no joda al trabajador. La ignorancia crea esclavos.
—Por ahora, mi patrono es mi... hermano.
Se disponía a nombrar a su padre, pero rectificó. Había muerto antes del verano de un cáncer que lo había roído con rapidez.
—Los hombres debemos ser libres para asociarnos sin coacciones. Ni Dios, ni rey, ni amo. Contra la jerarquía, solidaridad entre los hombres. ¡Recuérdalo! Han de ser los trabajadores los que gestionen la producción y la distribución de los bienes.
—Si no nos presentamos a las elecciones, Biel, nunca podremos crear esa sociedad igualitaria que dices.
—¡No te equivoques, chaval! No es precisamente en el Parlamento donde radica la justicia social. Cuando ocupan los lugares privilegiados, los dirigentes no tardan en olvidar sus promesas.
—Pero nosotros no lo haríamos. Podemos ser el partido de todos los trabajadores.
—¡Somos un sindicato, Arturo! Nuestra finalidad es la colectivización. Que cada cual aporte según pueda y reciba según necesite.
—¿Y los comunistas? También ellos son proletariado y bien que saben arrimarse a los republicanos.
—Son estalinistas. Desean el poder, pero en manos y beneficio del Estado. Nosotros lo queremos en manos de los trabajadores.
—¡Teoría entre trincheras! —exclamó Ramón, que volvió a sentarse entre los dos—. Biel es un libertario demasiado puro, jovencito. Hay momentos en la historia en que uno ha de saltarse algunas normas.
—Si te cargas el ideal es que no te lo crees de verdad, Ramón.
—A más de uno me cargaría yo, compañero... ¡Y muy deprisa! —replicó sacándose del bolsillo la pistola que acababa de conseguir.
Acto seguido apuntó hacia las aspas del Petit Moulin Rouge, que tenían justo delante, e imitó el sonido de un disparo.
Deslumbrado al ver el arma, Arturo la sopesó ante la sonrisa triunfal de Ramón.
—Un libertario de verdad no ama la guerra ni las armas. Devuélvesela, por favor —le ordenó Biel.
—¿Estás negando que yo lo sea solo porque pertenezco a la FAI? —dijo con risa burlona el otro antes de guardarse el arma—. ¡Baja de la higuera, Biel! ¡De qué le sirve a la revolución tener un proletariado conformista, cojones!
Si algo recriminaba Biel a su antiguo instructor era la agresividad que mostraba cuando se le presentaba la ocasión.
Los tiros que sonaban por la parte baja del Paralelo pusieron fin a la discusión. Los adoquines, acompañados de gritos y consignas libertarias, empezaron a volar desde las barricadas.
Cuando, horas más tarde, los soldados se rindieron, el clamor de los atrincherados era ensordecedor.
Arturo lloraba de alegría abrazado a Ramón.
A las once de la noche del día siguiente, los anarquistas se apoderaron del cuartel de San Andrés, con un botín de treinta mil fusiles, y se dio por ganada la lucha.
Biel, ebrio de triunfo, se sacudió de la conciencia el deber de correr a tranquilizar a Ágata. Desde que había salido de casa, la madrugada del 19, no había vuelto. De eso hacía tres días. Solo con pensar en encerrarse en el pisito de sus suegros le entraban arcadas. Las calles del centro de la ciudad bullían de gente que lanzaba gritos de victoria, envueltos en el estrépito de los cláxones.
Nunca antes se había sentido tan libre, y decidió que cuando todo quedase resuelto, ya volvería.
A su lado, pegado a él como le había pedido, iba Arturo, con los ojos abiertos como platos. El adolescente no se perdía detalle de aquel momento histórico. Hacía rato que Ramón se había fundido entre la multitud y lo habían perdido de vista.
También ellos deambularon por los callejones del barrio Gótico, y la oscuridad de la noche los pilló en la Barceloneta.
A modo de premonición de un futuro próximo, aquella noche de verano ambos durmieron en la arena, bajo un manto de estrellas y mecidos por el rumor del mar.