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Baptiste caminaba lentamente hacia casa tras tomarse el café en la plaza de la Madeleine. Contemplaba las techumbres con tejas de pizarra imbricadas como escamas de pez, la hiedra que trepaba por los troncos, el musgo que almohadillaba pequeños rincones y los canales que corrían como riachuelos de aguas saltarinas.
Era julio y llevaba días dando vueltas a la oferta de Julien. El deseo de volver a Barcelona, después de toda una vida, y despedirse de Ágata y Gloria antes de morir, crecía en su interior.
Apenas llegar a casa, llamó a su nieto por teléfono.
—Prepara el viaje, hijo.
Entretanto, a más de mil kilómetros de allí, Alicia volvía de Madrid tras participar en una exposición fotográfica. En su interior aún subsistía la tristeza, pero confiaba en que con el tiempo se le pasaría.
Desde que Julien y ella se habían separado en Grecia, dos meses atrás, Alicia se esforzaba por aceptar el fin de su historia de amor.
Su búsqueda de paz y olvido había quedado interrumpida por la llamada de Juana. Le había pedido que, cuando llegase a Barcelona, fuera a verla a su casa esa misma noche.
—¡Tengo que darte una noticia espectacular!
En todo aquel tiempo, su hermana y Julien no habían perdido el contacto. Estaban en tratos con un galerista de Lyon amigo común y se comunicaban a menudo.
Alicia se atrevió a preguntar:
—¿Tiene algo que ver con Julien?
—Con todo el linaje... ¡Lástima que me lo perderé! En agosto me voy a Filadelfia y pasaré allí todo un mes.
—Por favor, explícate mejor, Juana. ¡No sé a qué te refieres!
—No pienso darte ninguna pista, hermanita. Quiero ver la cara que pones cuando te lo diga.
Alicia contemplaba cómo los campos segados corrían en dirección contraria al tren. Su cabeza era un hervidero de preguntas mientras se enroscaba con desasosiego un mechón de cabello y soñaba con la posibilidad de volver a verlo.
Desde que había vuelto de Grecia, consultaba continuamente su bandeja de entrada con la esperanza de encontrar un e-mail suyo.
Respetando la distancia que él le había pedido, no se había atrevido a enviarle ninguno.
Un día, con los nervios agotados por no poder compartir con nadie aquella absurda situación, se lo había contado a Juana.
—¡Hostia, qué fuerte! Así que Julien es primo mío... ¡Qué fuerte, pero qué fuerte!
—Déjate de aspavientos, Juana. Dime una cosa, ¿te parece que le revele a mamá que su padre está vivo y que lo he conocido?
—Uf, es que no me lo puedo creer, Alis. Se trata de una cuestión muy peliaguda. ¿Es necesario que les digas algo?
—La yaya ya lo sabe, y aunque he dejado en sus manos la decisión de contarle a mamá la verdad, creo que no lo ha hecho.
—Entonces no hay ningún problema, déjalo correr.
—¡Jolín, Juana! Alucino con la calma con que te lo tomas todo. A mí incluso me cuesta mirar a mamá a la cara.
—¡Menudo lío! Yo se lo diría primero a papá y que él decida.
Finalmente, Alicia había seguido su consejo.
—¿Lo has pensado bien, Alis? —le había dicho muy serio su padre—. Seguramente la confianza entre mamá y la abuela saldrá malparada.
—La vida está llena de cambios y ajustes, papá, y en lo que a mí respecta, existe una razón muy importante para sacar a la luz esa historia familiar.
—No veo qué relación pueda tener contigo... ¿Hay algún problema, hija?
—Es solo que me siento responsable de la situación. —No tenía intención de hablar de su relación truncada con Julien y prosiguió con lo que realmente la tenía preocupada—: La yaya me ha dicho que, pasado el verano, se trasladará a vivir con vosotros. Si ha de estallar una guerra entre ella y mamá, mejor cuando aún no estéis viviendo juntos, ¿no te parece?
—Entonces... deja que antes sea yo quien hable con tu madre.
Ella asintió con la cabeza y suspiró. Aquel ofrecimiento de su padre la libraba del compromiso.
Tras dejar la maleta en su apartamento, Alicia cogió el coche y se fue a casa de Juana. Cualquier noticia de Julien tenía para ella la máxima prioridad.
Al llegar al chalé del Garraf, dentro no había nadie. Abrió con su llave. Estaba tan acostumbrada a aquella situación que ya llevaba el juego de llaves junto con las suyas en el mismo llavero.
Detrás de la puerta de entrada, un folio pegado con letras escritas a toda prisa decía:
Volveré tarde, pero vendré a dormir.
Agotada por el ajetreo de los últimos días, con lo de la exposición y el viaje, Alicia decidió no añadir más cansancio por el mal humor de no encontrarla en casa. Era mejor hacerse a la idea de que pasaría la noche sola. Para su hermana, volver tarde y de buena mañana significaban lo mismo.
Mientras se comía una ensalada envasada le sonó el móvil.
—¿Dónde estás, Alis?
—En tu cocina, cenando. Me has pedido que viniera sin pérdida de tiempo y llego y no te encuentro... Así que ya estás soltando eso tan espectacular que tenías que decirme.
—Lo siento..., se me han complicado las cosas y estoy en Cadaqués.
—La noticia, por favor.
—Nuestro difunto abuelo republicano viene a visitarnos con Julien y sus padres. —Alicia se dejó caer en la silla como un fardo. Oyó cómo su hermana reía al otro extremo del hilo—. Esta sí que es buena, ¿a que sí?
—¿Cómo es posible que te lo tomes todo tan a la ligera, Juana?
Alicia rezaba por que su padre hubiera cumplido la promesa de contárselo antes a su madre.
Con su hermana en casa o no, decidió quedarse a dormir en el chalé. No tenía ninguna prisa.
Bajó hasta la arena y dejó que su cuerpo se empapase de la bonanza del tiempo mientras el agua le lamía los pies.
Al día siguiente, siguió en el chalé hasta el mediodía. Su buen criterio le ordenaba que fuera a casa de sus padres a hablar con ellos y brindar apoyo a su madre si era necesario, pero estaba harta de tantas emociones y de tratar de seguir adelante pese a todo lo que le había sucedido en poco menos de un año, de manera que se lo pensó mejor.
«Al fin y al cabo, el mundo gira perfectamente sin mí», se tranquilizó.
Cuatro días más tarde se presentó allí. Encontró a su padre en el quiosco de la esquina, y hablaron el tiempo justo para que él le comunicase que ya los habían llamado de Francia.
«Bien, todos lo saben ya. Menos problemas», se dijo mientras pulsaba el botón del ascensor.
Al entrar en el piso fue directa al comedor. Gloria tejía un entredós de ganchillo para toallas. Eran para el ajuar de Mireia.
—No sé por qué te tomas la molestia de hacerlas, mamá. Yo todavía las tengo por estrenar y Mireia hará lo mismo.
—No son para utilizarlas, sino para hacer bonito. Quiero que todas tengáis una labor hecha por mí.
—¿Quién hay en la cocina, mamá? —se extrañó al oír ruido de platos—. Creía que estabas sola.
—Es Lourdes que guarda la compra. Me ha llenado la nevera de bebidas y el armario de aperitivos por si viene a casa «la familia». Porque ya lo sabes, ¿no?
Asintió con la cabeza y se sentó en el sofá al lado de su madre.
—¿Los invitarás a casa, mamá?
—No hay ninguna necesidad. Iremos al restaurante. Pero ya sabes que a tu hermana le gusta dirigirlo todo.
—¿Y por qué se lo permites?
—Tampoco está de más tener bebidas por si acaso.
Con la energía que la caracterizaba, Lourdes apareció en el comedor.
—Ya está todo, mamá. Me voy, se me hace tarde. —Entonces vio a su hermana y se paró—. ¡Ah!, no sabía que estabas aquí, Alis.
Alicia le dio un sonoro beso y un abrazo. Contemplaba a «la mariscala» desde un ángulo distinto del que lo hacía Juana. Pese a sus ansias de mandar, Lourdes también era el espíritu que aglutinaba a la familia. Siempre estaba atenta a que ninguno de los suyos saliera lastimado.
—Lourdes está hecha un flan con la visita de los franceses —dijo Gloria en tono confidencial una vez se quedaron solas en el piso.
—Y tú... ¿cómo estás?
—Con muchas ganas de conocer a mi padre —dijo emocionada.
—Te admiro, mamá. Creía que la noticia te dejaría hecha un guiñapo.
—¿Y qué te hace pensar que no ha sido así, hija? Al saber que venían, ¡casi me caigo de culo!
—No es para menos... Toda la vida creyendo que tu padre está muerto y de repente te dicen que vendrá a visitarte.
—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho que creía que mi padre estaba muerto? Bueno..., de un tiempo a esta parte sí que lo pensaba a veces, pero por la edad.
Mientras su madre hablaba, ella no podía dejar de pensar en Julien y en cómo lo había arrojado todo por la borda para salvar una situación que en realidad no peligraba en absoluto.
—Tenía mucho miedo de que entre tú y la yaya se produjera un cataclismo y resulta que las dos lo sabíais —comentó un tanto molesta.
—Escucha, Alis. El hombre al que quise como a un padre fue Juan García. Aquel hombre tan bueno para mí fue bastante más que un padrino. —Mientras lo decía, limpiaba con el dedo una mancha de la mesa rinconera del sofá para ahorrarse la mirada de su hija—. Tu abuela jamás hablaba del abuelo, pero el tío Juan sí lo hacía. Habían sido muy amigos.
—Pero tú siempre has puesto flores por Todos los Santos al retrato que la yaya tiene sobre la cómoda... ¡Ya me dirás qué sentido tiene si sabías que estaba vivo!
—Ella me había acostumbrado de pequeña y seguí haciéndolo de casada, cuando ya sabía la verdad. No recuerdo a mi padre, Alis. Nací en septiembre del treinta y seis y él se marchó al frente y después al exilio cuando yo tenía dos años, así que pocas horas me tuvo en sus brazos.
—¡Pero la yaya decía que era viuda! —insistió, inquisidora, para que la mirase mientras hablaban.
—En realidad, lo dimos más por hecho nosotros. Mi madre siempre decía que su marido se marchó a Francia y no volvió.
—¿Y no te cabrea que no te dijese la verdad? ¡No entiendo a vuestra generación, mamá!
—Tú no puedes entender lo que significa una posguerra, Alis. —La molestaba tanta suspicacia por parte de su hija—. Mi madre se limitó a protegerme. No puedes imaginar lo señaladas que estaban las hijas de los rojos. Pero a mí en el colegio nadie me dijo nunca nada. El tío Juan me hizo ir a un colegio de monjas. Tenía buenos contactos y habría conseguido que llevaran a comisaría a quien me hiciera la puñeta por ese asunto. Un padre muerto no requería tantas explicaciones.
—Entonces, ¿tú sabías desde pequeña que tu padre estaba vivo?
—¡No! Claro que no. Pero la sorpresa de saberlo vivo no me ha llegado ahora, Alis. Me enteré pocos días antes de mi boda.
»El tío Juan debía llevarme al altar haciendo el papel de padre de la novia. Para mí era lo más normal del mundo que así fuese.
»Días antes, me encontraba en su casa y estábamos los dos solos. Mi madre y la tía Rosario habían ido a ultimar unas compras. Mi padrino y yo estábamos en el patio y nos entreteníamos jugando al siete y medio. Entonces me contó que, cuando era pequeño, allí había una magnolia de buen tamaño.
»Me dijo que había sido allí donde Biel se había enamorado de Ágata. Entonces le confesé que a él lo quería mucho, pero que era triste no saber dónde estaba enterrado mi padre.
—¿Y fue entonces cuando te dijo la verdad?
—Casi... Me pidió que no lo buscara, y que de aquella conversación Ágata no debía saber nada, porque hacía muchos años de todo aquello. Él le había jurado que no revelaría su secreto a nadie, ni siquiera a Rosario. Era la primera vez que rompía ese juramento.
—¿Y no te enfadaste con la yaya? —repitió por segunda vez, sorprendida de que un descubrimiento tan importante hubiera permanecido oculto tanto tiempo.
—Comprendí que lo había hecho por mi bien. Cuando me casé, aún había muchos rojos en la cárcel, y los mataban, Alis. Rogué a Dios que, dondequiera que estuviese mi padre, cuidara de él.
—Yo no sé si me conformaría con no buscarlo si me ocurriera a mí, mamá.
—Eso es porque has conocido al tuyo. Ya te he dicho que, para mí, mi padre era Juan García. Te seré muy sincera, Alicia.
Tomó las manos de su hija entre las suyas como había hecho toda la vida cuando quería llevarla a su terreno. Sin embargo, ella se soltó. Gloria la miró con tristeza y, tras unos segundos de silencio, añadió sin vacilar:
—Si me los hubieran puesto delante a los dos y hubiese tenido que elegir a uno de ellos, habría escogido a mi padrino, nena. Biel, para mí, era solo una fotografía, un nombre legendario.
—¿Y qué harás ahora cuando lo veas?
—Lo que me dicte el corazón... Lo cierto es que tengo muchas ganas. Quien me preocupa de verdad es tu abuela.
—¿Crees que querrá verlo? —No ocultó que eso era lo que más deseaba que sucediera.
—Ha pedido que la dejemos tranquila, Alis. Dice que no quiere ver a nadie, tampoco a la familia francesa de su marido.
Esa última revelación hirió a Alicia.
Su abuela Ágata sabía cuánto quería a Julien.