23

A trescientos metros de allí, al viejo anarquista se le hundía el mundo. De todas las jugadas del destino, debía reconocer que la de aquella tarde había sido memorable.

Abatido en el sillón, las piernas le flaqueaban. A costa de gran esfuerzo había conseguido mantener la calma al verse en la fotografía que le había mostrado Alicia.

Era él hacía un montón de años en la finca de sus padres en El Prat.

Baptiste se debatía entre el deber de decir la verdad a aquella recién descubierta nieta fisgona o bien guardar silencio.

Hacía un mes que había cumplido los noventa y, si callaba, aquella duda fermentaría en su interior. Por la manera en que su nieto había insistido en que recibiese a Alicia, intuía que aquella joven significaba algo más para Julien que una simple amistad.

No deseaba pasar los días que le quedaran de vida con mala conciencia.

Finalmente, se decidió a llamarla al hotel.

—Es importante que hable con usted, Alicia. Mañana, antes de irse, ¿podría venir a verme? He encontrado la fotografía de Argelès.

Apenas colgar el auricular, ya arrepentido tras el sí entusiasmado de la joven, Baptiste abrió el envase de caldo con fideos y se calentó un plato. No tenía apetito. Demasiadas emociones para un cuerpo cansado como el suyo. Con todo, confiaba en que llevarse algo caliente al estómago lo ayudaría a dormir.

Mientras la cena se enfriaba en el bol, sacó la carpeta de la cómoda. Tras retirar las gomas con cuidado, extrajo del sobre azul el retrato de Ágata y la niña tomado en diciembre del treinta y siete.

Debía preparar las respuestas a todas las preguntas que llegarían una vez dijera la verdad a Alicia.

«¿Entenderá los motivos que me llevaron a guardar silencio?», se dijo con desasosiego.

Le costaba aceptar que aquella joven fuese su nieta.

Se llevó una cucharada de sopa a la boca y luego otra. A la tercera, apartó el bol.

«¡Puñetas! ¿Qué necesidad tengo de dar explicaciones sobre la miseria y los sufrimientos que pasé?», rezongó, furioso consigo mismo por haberla llamado.

Durante los primeros días en el exilio, había estado muy enfadado con su mujer por no haberlo seguido. Semanas después, al ver el sufrimiento de Marieta por sus hijos, se resignó a aceptar la decisión de Ágata.

Al cabo de dos meses de estar en Argelès, ante la imposibilidad de volver a España como no fuera a cambio de perder la vida, para él ya no existía más familia que Marieta y Manuel. No hacía otra cosa que comparar la valentía y el amor de aquella mujer por su marido con los temores de Ágata.

Los había conocido en un tramo de la carretera de Vilajuïga, cuando él y Arturo se habían salido de ella para protegerse de la aviación. Allí agachados en la cuneta estaban el abuelo Lucio, Marieta y sus tres hijos, Pablo, Montse y Andresito. Mientras en el cielo se enfrentaban un «chato» republicano y un caza alemán, Manuel sujetaba por la brida a la mula enganchada al carro, tratando de serenarla.

De repente, el hijo pequeño se soltó de los brazos de su madre para recoger el juguete que le había caído junto a la rueda y Arturo salió disparado tras él. Estaba justo sacando al niño de debajo del carro cuando este se tambaleó y la mula cayó muerta, alcanzada por la metralla.

Cuando el piloto republicano abatió al alemán, todos gritaron eufóricos con salvas de aplausos menos la familia que tenían a su lado. Desde el mayor hasta el pequeño, todos contemplaban con tristeza a la mula muerta, que estaba tendida en el suelo con un gran ojo vidrioso que miraba sin ver.

—¿Y ahora qué haremos sin la mula, papá? —preguntó el chiquillo, que no pasaba de los trece años.

—Nos llevaremos el toldo a Francia, Pablo. Tal vez nos lo compre alguien. Aún está bastante nuevo. —Luego, Manuel miró al anciano y preguntó—: El carro tendremos que dejarlo, ¿no, Lucio?

El viejo dio a entender que estaba de acuerdo con una palmada en la espalda de su yerno. Recostado en el carro, seguía mirando con tristeza cómo su hija intentaba acarrear con todo a hombros de los miembros de la familia.

—No podremos ir cargados como burros hasta el final, Marieta.

—Hemos de hacerlo, padre. —La mujer seguía bajando bultos—. Es todo lo que tenemos.

—Párate un momento a pensar, amor mío —intervino su marido, tomando sus manos entre las suyas—. Ni siquiera sabemos dónde acaba este viaje. Solo nos llevaremos lo que sea imprescindible.

—¡Todo lo es, Manuel! Ya abandonamos en Mataró lo que consideramos que no lo era... Si lo dejamos aquí, nos lo quitarán.

—Mira a tu alrededor, mamá —dijo enfadada Montse, una adolescente de la misma estatura que su hermano—. ¿No ves como todo el mundo se desprende de peso?

Justo en ese momento, los gritos aterradores de una mujer los hicieron volverse. Avanzaba por la carretera impidiendo que su marido le arrebatase a un pequeñín que no debía de tener ni un año. Lo llevaba en brazos como si fuese una ofrenda. La cabeza y los bracitos le colgaban con un balanceo.

La mujer gritaba desesperada: «¡No lo dejaré al borde del camino como si fuese un gatito muerto!»

Marieta asistió horrorizada a la escena y rompió a llorar. Sus tres hijos habían vuelto a sentarse en el suelo. El pequeño escondía el camioncito de madera bajo el abrigo por temor a que lo obligaran a dejarlo.

—¿Quieres que volvamos a Mataró? —le preguntó él.

—¡Seguiremos adelante, Manuel! No quiero ver cómo te arrancan el pellejo los fascistas. —Tras secarse los ojos con un pañuelo, abrió un cofrecillo de madera lacada negra con dibujos que imitaban un paisaje chino y vació dentro de un calcetín hilos, agujas, cintas, tijeras y botones—. Con los niños siempre hay descosidos y desgarrones que arreglar. Hemos de tener buen aspecto. No quiero que los franceses nos vean como a unos desharrapados.

«¡Cuánto deseé que fueras como aquella mujer, Ágata!», dijo mentalmente Baptiste al retrato que sujetaba con manos temblorosas.

Acto seguido lo guardó dentro de la carpeta, que procedió a dejar sobre la mesa. Volvería a abrirla al día siguiente ante Alicia. Enseñarle las tres fotografías sería la manera más cruda de decirle la verdad, pensó, aunque también se le antojaba la más rápida para empezar o acabar de golpe una conversación que ignoraba adónde iría a parar.

«No creo que tu nieta entienda por qué desaparecí de vuestra vida, Ágata —siguió dirigiéndose el viejo libertario, mientras se encaminaba a la cama, a una mujer imaginaria que un día había sido la suya—. Eso te lo dejo a ti. Si cuando vuelva a Barcelona te lo pregunta, explícale por qué te negaste a venir en el cuarenta y cinco, cuando Arturo podía haberte ayudado a cruzar los Pirineos.»

Baptiste se abrochó los botones del pijama, mientras rememoraba aquella carretera llena de trastos abandonados. Al dejar atrás Colera, vio el mar. Aquella playa pequeña, al fondo de la costa rocallosa, fue lo más bonito que vio antes de abandonar su país.