26
Desde que había vuelto a Barcelona, Alicia no cesaba de repetirse las palabras del republicano.
«La vida es una carrera de fondo, Alis.»
Se sentía confusa y le preocupaba cómo tomar dos decisiones de suma importancia en su vida. Por una parte, comunicar a Julien la realidad que los unía, o callársela, antes del viaje a Grecia. Por otra, si debía contar a su abuela Ágata que conocía su secreto.
Por el momento, revelárselo a su madre ni le pasaba por la cabeza.
Tal como solía hacer, Alicia salió a correr por la playa. El esfuerzo y el ritmo la ayudaban a pensar.
Al volver ya había tomado una decisión. Se había invitado a comer en casa de su abuela con la certeza de que no sería una comida como cualquier otra.
Sin embargo, de camino dudaba si era conveniente desencadenar el cataclismo que sin duda provocaría la noticia en el seno de su familia.
Tal vez por eso, iba retrasando la hora de llegar y, en lugar de coger el 64, que pasaba por delante de su casa y la dejaba casi en la calle Tamarit, optó por pasear, recorriendo con parsimonia el Paralelo desde Atarazanas.
Entretanto, Ágata se impacientaba sin dejar de refunfuñar porque ya eran las tres y media y su nieta seguía sin dar señales de vida.
Preocupada por su tardanza, se levantó del sillón a mirar por el balcón. Poco a poco, a la mujer la vejez se le había ido haciendo aburrida. Las tardes en que bajaba a pegar la hebra ante un café con leche al bar de la esquina, con el viejo matrimonio judío que había tenido un puesto en los Encantes, se habían ido espaciando hasta acabarse.
Finalmente oyó que se abría la puerta del piso.
—Habrá que recalentar la comida —rezongó a regañadientes cuando su nieta la saludó con un beso—. ¡Estas no son horas de llegar!
—Lo siento mucho, yaya. No te preocupes, ya la caliento yo.
—Mi cuerpo necesita comer a sus horas, Alis, si no, se me pasa el hambre —refunfuñó siguiéndola a la cocina.
Cinco minutos más tarde, cuando la sopa ya humeaba en los platos, Ágata había cambiado de cara, pero la joven mantenía su aire ausente.
—Sea pronto o tarde, me encanta que vengas a verme, Alis. Cuéntame lo que has estado haciendo estos días.
—Yaya..., la semana pasada estuve en Francia.
—No me habías dicho que te ibas —la riñó en tono cariñoso—. ¿Te has encontrado con ese chico que te trae de cabeza?
—A decir verdad, no me he visto con Julien, sino con su abuelo, Baptiste.
—Pero... ¡si dijiste que dejabas el reportaje! —comentó con desencanto.
Alicia se sentía inquieta hasta los tuétanos desde que había dado a Baptiste el teléfono de Ágata. Ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Decidió ir al grano, preguntando en tono suave como un susurro:
—Tú sabías que el abuelo Biel no murió en la guerra, ¿verdad?
Ágata se quedó horrorizada.
Había temido durante muchos años aquella pregunta, pero nunca imaginó que sería una nieta quien se la hiciera.
—¿Por qué esa mentira innecesaria, yaya? —insistió acusadora Alicia—. ¡Hiciste creer a mi madre que su padre había muerto!
Ágata meneó la cabeza, desolada, ante la mirada atenta de la joven. Los años también enseñaban a mentir.
—¿Cómo lo has sabido?
Dejó caer la cuchara en el plato. Se sentía débil ante el tono que había adoptado su nieta.
—Porque acabo de conocerlo...
—Ahora lo entiendo todo... Tu reportaje sobre los republicanos era solo una excusa para husmear, ¿a que sí? ¡Y las fotografías y toda la martingala!
Pese a la dureza en la mirada de la joven, Ágata intentaba mantener la calma en relación con lo que ya no se podía cambiar, pero también ella estaba enfadada y la voz se le entrecortaba.
—¡Cálmate, yaya, por favor! —le pidió Alicia, asustada.
Había acercado la silla a la suya y le acariciaba las manos. Si le daba un infarto, jamás se lo perdonaría.
—Tuve que optar por la mentira que doliera menos, jovencita —le espetó con decisión, rechazando las carantoñas de su nieta—. La vida no siempre nos concede lo que esperamos. ¡Qué sabrás tú de la guerra!
Alicia no dejaba de asentir con la cabeza y se recriminaba a sí misma su falta de tacto.
—No empecé el reportaje con esa intención, yaya —se esforzó por convencerla—. Te aseguro que ha sido una coincidencia.
—¿Crees que porque hayas leído cuatro libros lo sabes todo? Entre sufrir una situación y vivirla hay una gran diferencia, niña.
La distancia con que la trataba Ágata la hería más que la propia bronca. Los «jovencita» y «niña» los utilizaba para dirigirse a Juana y a Mireia, nunca a ella, que era su nieta favorita. Alicia era siempre su «cariño», su «cielo», hacia quien extendía los brazos reclamando besos y abrazos apenas verla. Ahora, en cambio, se la quitaba de encima y la apartaba a manotazos.
Arrepentida de haber soltado aquella revelación mientras comían, sin más preámbulos, se dijo que habría sido mejor esperar a hacerlo con más calma en la sobremesa, preparando antes el terreno.
Tras la tormenta emocional, en el comedor reinaba un silencio doloroso. La joven se sobresaltó por el ruido metálico del reloj de pared al dar las horas. Se habían hecho las cuatro y media y los platos con la sopa, ya fría, seguían encima de la mesa. El de su abuela con la cuchara dentro.
Cuando Ágata cogió de nuevo el cubierto, Alicia respiró aliviada.
—¡Caliéntala! —le ordenó.
Al quitarse el plato de delante, vertió parte del líquido en el mantel.
Alicia obedeció sin rechistar.
—No fue tan premeditado como imaginas, Alis —prosiguió Ágata, muy emocionada, cuando su nieta volvió de la cocina con los platos calientes—. Hay secretos que vienen obligados por las circunstancias.
—¿Me perdonas, yaya? —imploró, acercando la mano a la suya sin atreverse a tocarla—. No quería herirte.
—Ahora comamos, que ya es hora.
Acabado el primer plato, la anciana rechazó la merluza a la plancha de segundo y le pidió que le trajera un yogur.
Después fue a sentarse en su sillón. Lo tenía junto al balcón para mirar a la calle tras los cristales y que las horas no se le hicieran tan tediosas.
Alicia seguía sentada a la mesa. Se puso tensa cuando su abuela, ya más calmada, empezó a contarle, con la mirada perdida en el exterior:
—En mayo del treinta y nueve, Franco dejó que regresaran a España todos los soldados republicanos que no hubieran cometido ningún delito de sangre, Alicia. Cosa difícil de probar, como comprenderás. Pese a todo, empezaron a volver a miles. Los periódicos y el NO-DO no cesaban de repetir «cómo las hordas rojas engañadas por el comunismo regresaban a la Madre Patria cual un rebaño».
»Yo no me creía aquella generosidad y rogaba por que a Biel no se le ocurriese volver. En Montjuic y en el Campo de la Bota los fusilaban a cientos cada semana.
Alicia pensó en el lugar donde hacía dos años se había celebrado el Fórum de las Culturas. Resultaba duro pensar que allí, por donde ella corría, se hubieran segado tantas vidas.
—No se trataba de generosidad —intervino la muchacha para demostrarle que también sabía de lo que hablaba—. El dictador aceptó esa petición del Gobierno francés a cambio de recibir el oro republicano depositado en su banca.
»¿Cómo es que no fuiste a reunirte con el abuelo? —quiso saber—. Muchas mujeres lo hicieron.
—Hacía pocos meses que se había firmado la paz en Europa —dijo con un suspiro—. Mira, Alis..., la guerra no solo destruyó casas y vidas. También separó familias. Tu abuelo me escribió una primera carta hacia el verano del cuarenta y cinco en la que me pedía que me reuniera con él. Arturo García tenía contactos que me ayudarían a cruzar los Pirineos.
A Ágata la incomodaba tener que dar explicaciones sobre una decisión que en su momento ya le había producido suficiente dolor.
—¿Y por qué no fuiste?
—Tenía mucho miedo. Y no podía dejar solo a mi padre. —Buscando un intento de comprensión por parte de la muchacha, añadió—: Estaba muy delicado de salud y mi madre había muerto año y medio atrás.
—Si solo te tenía a ti, es comprensible que te sintieras responsable de él.
—De haber estado sola, tal vez tampoco me habría atrevido a vivir en un país que no era el mío, lo reconozco. Cada cual tiene su manera de caminar por la vida, Alis. Y yo era consciente de que nunca podría seguir a Biel. Ni siquiera lo había conseguido cuando estábamos juntos en Barcelona. A mi marido la vida le venía pequeña y yo jamás había sabido cómo contentarlo.
—¿Y no tuviste más contacto con él?
—Al cabo de dos años, en el cuarenta y siete, me escribió una segunda carta. Me comunicaba que había rehecho su vida con una mujer francesa y me aconsejaba que no lo esperase porque nunca volvería a España. Aquella noticia me hizo tanto daño que se la oculté a todos. Desde entonces, hice creer que había desaparecido.
—¿Y los bisabuelos de El Prat?
—Tampoco tenían noticias suyas. Digamos que todos nos acostumbramos a su ausencia como se llora a un muerto.
—Que él no quisiera volver no significaba que hubiese que hacerlo desaparecer —insistió con ganas de saber más.
—Por entonces, ser la mujer de un exiliado rojo era muy jodido, Alis. Tampoco quería que en el colegio hicieran el vacío a mi hija como hacían con otros niños. En más de un sentido, la petición de Biel me liberaba.
»Además, Gloria iba a cumplir doce años y era necesario que dejase de esperar a un padre al que únicamente recordaba por las fotografías.
—Uno no pasa a estar muerto oficialmente solo porque alguien se lo invente, yaya.
—Para Franco, los exiliados no existían. Y a los que volvían, o los encerraban o los mataban.
»Un día fui a sacarme el carné de identidad. Era invierno y todavía llevaba luto por mi madre. Cuando el policía detrás de la ventanilla me preguntó: “¿Estado civil, señora?”, me sorprendí a mí misma respondiendo: “Viuda.” Lo miré como si pudiera adivinar mi mentira, pero a él le traía sin cuidado. ¿Por qué no iba a creérselo? España había quedado llena de viudas. Se limitó a escribirlo sin siquiera exigir ningún documento que lo acreditase.
»Entre ser una mujer abandonada o una viuda, prefería la segunda opción. Al menos no me resultaba tan dolorosa. Al fin y al cabo, hacía tiempo que mi corazón había decretado la muerte de Biel. Si lo pienso bien, nuestro matrimonio estaba sentenciado desde mucho antes. La guerra solo lo remató.
—¿Y no le dirás a mamá que su padre está vivo? A lo mejor quiere visitarlo...
—Tengo que pensarlo... Me quedan pocos años de vida, tal vez solo unos meses. Nadie pasa de viejo, y lo último que querría en el mundo es pasar ese tiempo enemistada con mi hija.
—¡Pero debe saberlo, yaya! Y tiene derecho a escuchar de tus labios los motivos que tuviste para ocultárselo. Te quiere mucho, seguro que acabará por entenderlo.
—Necesito tiempo para aceptar todo esto, Alis. Ahora déjame respirar.
—De acuerdo, haremos una cosa, yaya. Este es el número de teléfono de tu marido. —Se lo dejó sobre la mesa, tal como había hecho con Baptiste—. Habla con él y entre los dos decidid si le decís a vuestra hija la verdad.
—Eres igual que tu abuelo... Siempre tenéis que saliros con la vuestra caiga quien caiga.
Por primera vez, Alicia unió en su imaginario a Biel y a Baptiste como una única persona. Entonces, abrazó a su abuela con ternura y depositó un beso en su frente antes de salir del piso.
Esta vez Ágata no la rechazó, y le devolvió el beso con un «cuídate, cariño».
A pesar del cambio de actitud de su abuela, la joven bajaba la escalera llena de tristeza. También su idilio con Julien terminaría cuando, dentro de tres semanas, ambos viajaran a Grecia y allí se enterase de que eran primos.
Una vez a solas, Ágata suspiró con resignación. Debía admitir que no se lo había contado todo a su nieta. «Ni falta que le hace saberlo a nadie», pensó. Aunque miraba con nostalgia la fotografía de su boda, quien de verdad había compartido su vida y la había ayudado a superar los primeros años de soledad había sido Juan García, el amigo de siempre.
La última carta que había recibido de Biel no había sido nada fácil de digerir. Ya completamente sola en el mundo, solo tenía a Gloria, había esperado con ansiedad que Biel las enviase a buscar de nuevo. Entonces, con su padre ya muerto y la niña mayor, habría tenido el valor de hacerlo.
Que él hubiera rehecho su vida con otra mujer ponía punto final a su historia.
La semana que siguió a aquella carta definitiva, Ágata sufrió unas fiebres que la tuvieron postrada en el lecho. Hasta que un día soleado de primavera se levantó decidida a inventarse una vida sin él, a vivir solo para su hija y hacer lo que fuera necesario por su bienestar.
Durante su convalecencia, Rosario, la mujer de Juan, no solo se ocupó de ella, sino que también ayudó a Gloria, que trabajaba en el puesto los días en que por la enfermedad de su madre había faltado al colegio.
Poco antes de que ella volviera al mercado, Juan García se presentó en su casa y se le sentó delante.
—¿Qué te ocurre, Ágata?
—Te diré un secreto si me juras que no se lo dirás ni a tu mujer, Juan.
—Sabes de sobra que siempre haré lo que me ordenes. Prometí a Biel que os cuidaría.
—¡No me hables de él! —Quería pensar en Biel como si se tratase de un desaparecido de guerra—. He recibido carta suya. Dice que lo olvide, que allí tiene a otra. Por mí ya se puede morir.
—¿Qué le dirás a Gloria?
—Tenía dos añitos cuando él se fue... No recordaría su cara si no fuera por las fotografías. Dado que no piensa volver, es mejor no decirle nada y que vaya haciéndose a la idea de que ha muerto.
—No llores, por favor. Verte así me parte el corazón. —Cogiéndole las manos, se refirió a su hermano Arturo y a Biel al añadir—: Aprenderemos a vivir sin ellos.
—Tengo treinta y un años y la vida deshecha.
—Nos tenemos el uno al otro, Ágata.
Ella se turbó por la manera como Juan la miraba a los ojos mientras la abrazaba. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
—Tú tienes a Rosario. Yo nunca podré rehacer mi vida.
Entonces él le dio el beso que había deseado darle desde que eran adolescentes, mucho antes de que su amigo le robase a la mujer a la que amaba y a la que ahora había abandonado.
En aquel mismo lugar donde su nieta acababa de resucitar a su marido, ella y Juan habían iniciado lo que serían ocho años de amor clandestino. Hasta que en 1955 un hecho inesperado acabó con aquella relación de amantes.
Ella y Rosario habían salido a hacer las compras de Reyes. A lo largo de ocho años de matrimonio, la esposa de Juan se había convertido en una mujer enfermiza. Confiaba en que Dios resolviera sus problemas y no veía en la existencia ninguna otra función que ganarse el cielo. Incapaz de enfrentarse a su marido, sufría en todo momento de un «no sé qué» en su interior, según decía, que no la dejaba vivir.
—Sospecho que mi marido tiene una amante, Ágata —soltó aquel día en Can Jorba, como si fuera algo banal, mientras elegía una corbata—. Daría lo que fuese por gustarle como antes, pero me he vuelto invisible para él. ¿Tú qué me aconsejas que haga, amiga?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió llena de remordimientos y con ganas de huir de allí—. ¡Eso debéis resolverlo juntos! Yo no puedo ayudarte.
Al cabo de tres horas agotadoras dando vueltas por los grandes almacenes, se sentaron a tomar un chocolate a la taza en la calle Xuclà. Ágata se vio obligada a retomar el tema de conversación.
—¿Por qué sospechas que Juan tiene una amante, Rosario?
—Lo intuí hace ya mucho. Un día en que mi Roberto estaba en el colegio y Juan y yo estábamos solos, intenté seducirlo para recuperar la intimidad, ya sabes... Él me miró fijamente y me quedé helada. Entonces entendí, Ágata, que le sobraba mi presencia. «¿Por qué me miras así?», le dije a punto de llorar. «Eres como una santa de yeso, siempre poniendo cara de sufrimiento», respondió. Daría lo que fuese por que mi marido me dijera que me quiere... Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que lo hizo.
Ágata habría querido no tener que oír nunca aquella confidencia. Sintió que se ahogaba en aquella chocolatería llena de gente y, por enésima vez, se repitió que su relación clandestina con Juan debía terminar.
Sea como fuere, el final no tardaría en producirse. Sucedería aquella misma Nochevieja.
Gloria había cumplido los diecinueve y estaba invitada a la fiesta de una amiga. Roberto, que tenía siete, la acompañaba. También él era amigo del colegio del hijo de los anfitriones. Terminada la celebración, los dos se quedarían a dormir allí.
Siguiendo la costumbre de todos los años, esa noche Ágata debía cenar y tomar las uvas con el matrimonio García.
Para hacer los honores a las dos botellas de Codorníu que les había regalado el amigo policía de Juan y que habían desterrado la sidra de la mesa, Rosario se había vestido casi de gala. Llevaba un collar de perlas artificiales, herencia de su madre, y un anillo con piedrecitas rojas que ella juraba que eran rubíes.
—Eres una mujer que está de buen ver, Ágata —dijo de repente Rosario, que no se comportaba con la modestia habitual en ella y vaciaba su copa a largos sorbos y brindis continuos—. ¿Cómo es que no vuelves a casarte?
Tanto ella como Juan entendieron al instante que aquella mujer había descubierto su idilio.
—¡Deja de beber, Rosario! —le rogó él, muy sofocado—. Tanto champán no te sienta bien.
—Como siempre, tienes razón, Juan. He bebido demasiado. —Miraba con ojos vidriosos cómo subían las burbujitas tras golpear la copa con el dedo—. Déjame hacer un último brindis para pedir un deseo. No os molestaré más.
Juan se removió en la silla. Ágata no sabía adónde mirar cuando Rosario levantó la copa señalando ahora a uno, ahora al otro, y arrastrando las palabras dijo:
—Brindo por que se acaben las mentiras entre nosotros.
Solo ella dio un largo trago.
En aquel piso de la avenida Mistral, Ágata se sintió la mujer más miserable de la tierra. Muy decidida, se dirigió al recibidor. Entonces, Juan corrió tras ella y casi le ordenó:
—No te vayas, Ágata.
Mientras la ayudaba a ponerse el abrigo, vio que desde el otro extremo del pasillo Rosario contemplaba celosa cómo la arropaba con suavidad.
Al salir a la calle, Ágata había aprovechado el lento paseo por la calle Tamarit para decirle que su sueño había terminado. Habrían podido ser marido y mujer si hubiera hecho caso a su madre, o si Biel no hubiera ido a trabajar al puesto de sus tíos, pero no era eso lo que el destino había querido para ellos.
La semana siguiente a que Alicia la hiciera partícipe de su descubrimiento, sonó el teléfono en el piso de Ágata mientras la mujer echaba una cabezadita.
Sobresaltada, las pulsaciones se le aceleraron al oír por el aparato la voz de su marido al cabo de sesenta y ocho años.
Sin saber todavía qué sentir ni qué pensar, escuchó aquella voz, más vieja y cansada pero con la misma cadencia y matices con que en otro tiempo le había dicho palabras de amor.
El auricular le pesaba en la mano como si de repente se hubiera vuelto de plomo. Sintió un mareo y reclinó la cabeza en el sillón.
—Me alegra saber que sigues vivo, Biel —dijo finalmente.
Un silencio largo y significativo precedió a las palabras del viejo exiliado:
—He conocido a nuestra nieta, Ágata.
Ella habría querido seguir la conversación, pero las palabras se le atascaron en la garganta, ahogadas por lágrimas de emoción.
Colgó el auricular con suavidad.
Por unos instantes se había sentido como si volviera a tener veintidós años. Se vio a su lado, en la cama de matrimonio donde se habían amado y donde ella le había prometido, un lejano diciembre del treinta y ocho, que iría a reunirse con él a Figueras para huir a Francia.
Acto seguido miró hacia la ventana que daba a la terraza. Había llovido y por el alféizar se deslizaba un caracol.
Sonrió al recordar a aquel niño malcarado que había llegado de El Prat para vivir con unos tíos y que aplastaba caracoles. Añoró aquellos días en que jugaba con sus amigos, Juan, Arturo y Biel, en el patio del mercado.
A sus noventa años, decidió que debía terminar lo empezado antes de morir, irse de este mundo sin asuntos pendientes.
Tras reclinarse en el sillón y entornar los ojos, se dio cuenta de que ya no le quedaban fuerzas para albergar en su corazón otra guerra, siquiera fuese de puertas adentro.
Dejaría que Gloria siguiera honrando a un padre al que creía muerto y, si acaso, que el futuro lo resolviese.
Absorta en tales pensamientos, el teléfono volvió a sonar. No lo descolgó.
Y él lo entendió.