32

Tal como habían augurado los republicanos españoles, Francia no conseguiría escabullirse de las garras hitlerianas.

En septiembre del treinta y nueve, el Gobierno francés declaraba la guerra a Alemania. El país necesitaba mano de obra y soldados. Por otra parte, la vigilancia y alimentación de los refugiados les suponía un estorbo.

Biel era el último del grupo de amigos que quedaba en Argelès. Eloy, al enterarse en agosto de que Stalin había firmado un pacto con los alemanes, había roto el carné del partido y, con ese gesto, también había perdido el trato de favor de los camaradas comunistas. Lamentablemente, se le cerraba en el peor momento la oportunidad de un pasaje a México.

Hacía pocos días que Tonia había cumplido su palabra de buscar a su familia por los barracones, y lo había conseguido.

Un día en que Eloy fue a instalar más lavaderos en el arroyo, Silvia y Daniel se encontraban allí esperándolo; sin embargo, estaban destinados a separarse de nuevo una semana más tarde. La amenaza por parte de un gendarme de repatriar a su mujer y su hijo fue suficiente para que se alistase en la Legión extranjera.

Silvia y Daniel fueron enviados a un refugio en Angulema mientras Eloy embarcaba hacia África.

También Biel había sido amenazado por el gendarme:

—O te alistas o de una patada os envío a tu amiguita y a ti a la frontera. Nos habéis costado millones de francos. ¡Demostrad que sois gente agradecida, putain!

Biel se ahorró hacer comentarios. Mientras «el gabacho», como lo llamaba Tonia, lo insultaba blandiendo un papel, él miraba fijamente cómo el mar lamía la larga playa. Durante meses sin fin había experimentado cómo cada ola, de manera incansable, iba borrando capas de humanidad.

Se volvió para mirar directamente a los ojos al gendarme que sujetaba el papel. El libertario calculó las escasas posibilidades que tenía de salirse con la suya y pensó en Tonia. Si la devolvían a España, era mujer muerta.

—Deja que ella llegue a Toulouse y yo trabajaré para Francia donde tú quieras, pero no me hagas coger un fusil —pidió al guardia, que esperaba la respuesta con cara de pocos amigos.

—No me extraña que perdieseis la guerra, rojo de mierda —lo menospreció, escupiéndole a los pies en un arrebato de ira—. Eres un derrotado sin valor. No estás en posición de negociar.

Dicho lo cual, chasqueó la lengua contra el paladar y le tendió el documento, que ya tenía un destino decidido.

—Te lo concedo. Me dais lástima.

Al leerlo, Biel ocultó su contrariedad. Con su firma, era consciente de que se alistaba en un batallón de marcha por todo el tiempo que durase la guerra. Sin embargo, no le daría al gendarme la satisfacción de humillarse ante él.

Cuando esa noche, con la complicidad de la oscuridad, explicó a Tonia la situación, sintió como ella se tensaba de rabia en sus brazos.

—¡Es un cerdo!

—Así y todo, hemos de agradecerle las briznas de libertad de que hemos disfrutado los últimos dos meses. Ha hecho la vista gorda pese a saber que me escapaba para encontrarme contigo.

—¿Cómo sabes eso?

—Por «Mojamé».

—¡Nos han convertido en esclavos! Porque nos han dejado caminar cien metros a escondidas, les parece que les debemos la vida.

Estaban tendidos uno al lado del otro, al abrigo del cañaveral, a solas con la claridad de la luna. Él le había pasado un brazo bajo la cabeza y ella le cruzaba el suyo sobre el vientre.

—Esta pesadilla acabará, compañera querida. Los dos hemos sobrevivido a una guerra, también lo haremos a esta. —Ella bajó la vista y Biel temió que se debiera a una duda—. ¿Echas de menos tu vida de antes, Tonia?

—Hasta hace poco echaba de menos lamer un terrón de azúcar —susurró cual si musitara una oración—. Ahora querría no separarme nunca de ti, amor mío.

—Cuando todo esto acabe, empezaremos una vida juntos. —Tampoco él tenía el menor deseo de volver al pasado—. Júrame que serás prudente, Tonia, y que no te fiarás de nadie.

La muchacha le acarició suavemente la mejilla con el dorso de la mano. Entonces, Biel besó los labios salados por las lágrimas de aquella anarquista que colmaba de amor cada rincón de su ser.

En la primavera del cuarenta, la vanguardia alemana de blindados, protegida por los Stukas y las divisiones motorizadas, entraba en Francia por la brecha de las Ardenas.

Ocho meses después de salir de Argelès, Biel era conducido a la frontera con Bélgica con un fusil anticuado en las manos.

El libertario maldecía el destino que le guiñaba un ojo malévolamente, devolviéndolo a infiernos pasados. Desde los veinte años era un mercenario involuntario matador de hombres, en España al precio de diez pesetas al día, ahora, por cinco francos diarios y un paquete de cigarrillos.

Una mezcla de rabia, tristeza e impotencia le removía las entrañas cuando oía las risas llenas de soberbia, fruto de la ignorancia, de aquellos soldados envalentonados que estaban convencidos de que aplastarían a los nazis en un abrir y cerrar de ojos.

Al ver el río Mosa, Biel recordó el Ebro y a aquellos que habían sido sus camaradas en Teruel y La Fatarella. Su piel recordaba demasiado bien los bombardeos alemanes sufridos en la Tierra Alta como para sumarse al entusiasmo de aquellos soldados que cantaban y reían camino de la muerte.

Cercados por el mariscal Rommel, a finales de mayo solo quedaba una cuarta parte del batallón y se retiraban al paso de Calais para salvar la piel.

Mientras, vencido una vez más, esperaba en el puerto de Dunkerque a que lo hicieran prisionero los alemanes, Biel tarareaba con los ojos llenos de lágrimas el himno libertario. Se sentía un paria que, huérfano de patria, contemplaba cómo los barcos zarpaban hacia Inglaterra cargados de ingleses y franceses mientras ellos, miserables españoles sin derechos, aguardaban un turno que no llegaría a tiempo.

De su interior brotaba la melodía que años atrás le había dado una causa que abrazar. Jamás en la vida podría saber a cuántos hombres había matado ni a cuántos miles de hermanos había visto morir.

Estaba repitiendo a media voz, cual si fuera un réquiem, «arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan», cuando una mano lo agarró con firmeza.

—¡Levántate, camarada! No es momento de entretenerse con canciones. —Un brazo fuerte lo obligaba a ponerse de pie y a seguirlo—. Aquí esperando no hacemos nada. Nos han dejado tirados en manos del enemigo.

Biel obedeció sin rechistar. Le hablaba uno de los compatriotas de la línea Maginot. A la frontera de Bélgica, en plena línea de fuego, no solo habían enviado a soldados. Miles de españoles que trabajaban en el tramo oriental de la colosal obra defensiva se habían encontrado, de un día para otro, con un fusil entre las manos.

Ahora, aquellos mismos camaradas lo arrastraban hacia el sur.

Entre los españoles destinados a trabajos forestales y agrícolas había nacido una red de ayuda extendida por toda Francia con la misión de hacerse cargo de los fugitivos y esconderlos. Una partida de cenetistas los esperaban en las proximidades de la presa de Aigle, en la Baja Normandía.

Cuando pocas semanas después, el 22 de junio, Pétain entregaba el país a los nazis, Biel ya era un miembro de la Resistencia.

Desposeída de nombre y de derechos, la Tercera República francesa quedaba sometida por completo al Tercer Reich. Bajo la cruz gamada había nacido el nuevo Estado francés gobernado desde Vichy.

No había resultado tan fácil doblegar a todo el país. Desde la BBC de Londres, De Gaulle había alentado el alma de una Francia decidida a no someterse a Hitler.

Cuatro años más tarde, en el cuarenta y cuatro, Biel y un camarada estaban escondidos en el establo de una granja a dieciocho kilómetros de Burdeos. Con la misión de entregar unos documentos, esperaban a que llegasen sus enlaces.

Al cabo de cinco horas, nadie había dado aún señales de vida. Ni siquiera se veía movimiento en la casa del granjero que, supuestamente, debía proveerlos, y que se hallaba a tan solo treinta metros.

Esperaron a que declinase la tarde para llegarse allí. Apenas habían asomado un pie de los establos, cuando los encañonaron dos hombres con el rostro medio oculto bajo la visera de la gorra.

De repente, uno de ellos ordenó al otro:

—Baja el fusil, André. Son de los nuestros.

—¿Cómo lo sabes? —dudó el otro antes de bajar el arma—. ¿Te fías así sin más..., de buenas a primeras?

—Me fío de este que tiene un ojo de cada color.

A Biel le dio un vuelco el corazón y respiró tranquilo al reconocer la voz de Arturo.

—¡Entremos, pues! —ordenó decidido el francés que llevaba la voz cantante.

No tardó en abrirse la puerta. En el umbral apareció un hombre grueso con un cubo de cinc. Entró con calma, dejando el portón abierto de par en par. El granjero cogió una horca y arrojó paja al suelo donde estaba la yegua. Ellos estaban acurrucados en el altillo.

Antes de salir, el hombre colgó el cubo que llevaba en un clavo de la pared y se llevó otro idéntico al primero. Había entrado y salido sin decir palabra.

Al quedarse solos, el compañero de Arturo descolgó el cubo. Dentro estaban las provisiones.

—Suerte de la gente —dijo al tiempo que destapaba la botella de vino y la pasaba. Al volver a sus manos, dio un trago—. Las cosas serían muy difíciles sin su ayuda.

La noche había caído sobre los campos. Biel los contempló con atención desde la ventana del altillo. De la casa del granjero salía una pálida luz. En lo alto, la luna flotaba en la negrura azulada del cielo como una espora gigante que plateaba el tejado.

Acto seguido fue a tenderse al lado de Arturo. A un par de metros de donde estaban ellos, André fumaba con el fusil cruzado sobre el vientre. El cuarto compañero ya dormía.

—¿Cómo están nuestros amigos, Arturo? —preguntó Biel.

Antes de responder, el joven encendió con calma un cigarrillo y aspiró el humo.

—Después del armisticio empezó la caza y las deportaciones. —Al oír aquello, Biel se incorporó a medias. Arturo seguía tumbado boca arriba, dando caladas que le alargasen las pausas—. Sabemos que los trenes cargados de hombres van hacia Alemania.

—Te he preguntado por nuestros amigos —insistió con creciente inquietud.

—Se llevaron a cientos de españoles refugiados en Angulema, Biel.

—¡La familia de Eloy! —recordó de repente.

—No sufras. Silvia y Daniel se salvaron y la familia de Manuel... también. Deben la vida a Claire y a sus parientes.

—Pero vosotros... estabais con un campesino en Colliure cuando yo me fui de Argelès.

—No por mucho tiempo. A todos los que teníamos entre dieciocho y cincuenta años nos obligaron a dejar las viñas para trabajar en las obras defensivas. De los tres solo se quedó Pablo, porque aún no tenía la edad y el vinatero lo tomó bajo su protección. Manuel y yo fuimos a parar a la línea Todt de los alemanes. Tan pronto como se me brindó la ocasión, me escapé.

—Y Manuel... ¿sigue allí?

Arturo aplastó la colilla en el suelo y se pasó las manos por el cabello antes de darle la espalda.

—No conseguí salvar a mi suegro, Biel.

—¿Qué estás diciendo? —Lo sacudió—. ¿Ha muerto?

—No lo sabemos. A él lo pillaron y se lo llevaron los nazis.

Mientras lo escuchaba, Biel buscaba en su amigo los rasgos del joven con el que, apenas cinco años atrás, había cargado con los pies heridos hasta Argelès, pero algo en su interior había cambiado. Tan profundamente que, pese a que solo tenía veintidós años, no veía en él sino a un hombre madurado a fuerza de golpes.

Las ideas libertarias de progreso seguían siendo su catecismo, pero Arturo estaba convencido de que solo con las armas se conseguiría la paz. Ya mientras se hallaban en Argelès, el muchacho había establecido contactos para seguir luchando.

—¿Cómo ocurrió?

—Estábamos en Burdeos construyendo la base submarina. Llevábamos tiempo preparando una evasión masiva. A los trabajadores nos tenían alojados a doce kilómetros de la ciudad. Para escapar aprovechamos el cambio de turno de las seis de la tarde.

Desde entonces, Arturo García se había convertido en un espíritu escurridizo que recorría una región tras otra con la resistencia libertaria. La visión de cómo había caído Manuel no había dejado de perseguirlo, convirtiendo en una obsesión el dinamitar la gigantesca edificación costera del canal de la Mancha. Aquella titánica obra defensiva de los alemanes contaba con miles de edificios de hormigón y acero entre túneles, búnkeres y casamatas blindadas para alojar a la tropa y la artillería.

En silencio, cada uno de los dos amigos aguantaba el dolor que le despertaban los propios recuerdos.

Biel ansiaba saber de Tonia, pero recordaba la discusión mantenida cinco años atrás. Arturo había acompañado al vinatero a Argelès y Biel había pedido a su amigo que preguntase a Claire si podía ayudarla a salir del campo.

Arturo encajó mal que «la anarquista» hubiera desplazado a Ágata en el corazón de su amigo. Pese a ello, al cabo de unos días el marido de Claire apareció trayendo mercancía y le hizo saber que unos conocidos suyos de Toulouse estaban dispuestos a darle trabajo.

—Mañana yo seguiré hasta Toulouse —le anunció Biel—. ¿Sabes cómo puedo localizar a Tonia?

—El año pasado resultó muy difícil, amigo. En el sur, los libertarios hemos sido prácticamente triturados.

—No te vayas por la tangente y deja de contarme lo que ya sé. Quiero a esa mujer, Arturo. Sé que no lo apruebas, pero Ágata y yo nunca volveremos a estar juntos. Cada vez lo tengo más claro.

—Tu amiga cerró los ojos para siempre en Fumel. Para escapar de un registro se arrojó por una ventana.

Aquella noticia lo dejó anonadado. Con lágrimas en los ojos, exclamó:

—¡Hostia puta! ¿Por qué no se quedó en Toulouse?

—Ella no era como Montse, Marieta o Silvia, compañero. Tonia era de la Resistencia, como tú y yo. No hay ninguna ciudad segura para nosotros, Biel.

Le constaba que, desde el cuarenta y dos, en los Bajos Pirineos existía una brigada de guerrilleros españoles con el cometido de establecer contactos y recuperar armas y explosivos. Toulouse seguía siendo el punto central del movimiento de la Resistencia. Se sentía deshecho por la muerte de quien había sido la encarnación de su sueño de mujer y compañera.

Muy de mañana, antes de separarse, Arturo tendió la mano a su amigo y este la rechazó. No había pegado ojo en toda la noche. A sus pies quedaban doce colillas.

—Todos estamos expuestos, Biel. Hace un año coincidí con Tonia en una asamblea. Entonces comprendí que te hubieras enamorado de ella. Se mantuvo firme a los principios libertarios. Teníamos que decidir si nos integrábamos en los otros grupos de resistencia, como pedía De Gaulle, o bien seguíamos con la alianza establecida con los socialistas y los republicanos.

—En eso el general tiene razón. Tantos grupos diferentes restan eficacia a las acciones de sabotaje, Arturo.

—Puede ser..., pero nuestras bases se negaron a aceptar una anexión en la que volvían a mandar los comunistas. Lo peor de todo era que la falta de apoyo de las Fuerzas Francesas del Interior volvía a dejar las manos libres a los estalinistas para masacrar nuestras filas.

Biel miró con comprensión a aquel cabezota al que quería como a un hermano y lo abrazó con fuerza. Lo conocía lo suficiente para saber que no se doblegaría ante los comunistas, y esa falta de ductilidad lo debilitaba.

—Sé prudente, por favor... La familia de Manuel te necesita. ¡Y no quiero perderte a ti también!

—Procuro estar cerca de Montse, por eso me muevo principalmente por el Ariège.

—Cuando acabe todo, ¿te casarás con ella?

—Ya es mi mujer, amigo. Aunque no estemos casados, no tengo otra mujer que ella.

A principios del cuarenta y cinco, cuando las tropas alemanas se replegaban hacia el Atlántico y casi todo el sur había sido ya liberado, Biel estuvo a punto de perder la vida en Saint-Nazaire. Desde que se había enterado de la muerte de su «anarquista», odiaba la vida y actuaba de manera temeraria.

Una quemazón le atravesó el pecho y, de repente, sintió como todo perdía importancia. Caído al suelo se sentía ligero como si la metralla le hubiera reventado la pústula que le envenenaba el vivir.

El gris intenso del cielo fue virando al opaco hasta volverse negro y su conciencia se apagó.

Al abrir los ojos de nuevo, Biel se vio en una cama de hospital. Un ángel con las pestañas más rubias que había visto jamás le sujetaba la muñeca y contaba las pulsaciones.

—Bienvenido al mundo de los vivos, soldado —lo saludó la enfermera con una voz tan dulce como su mirada—. Me llamo Lucile y cuidaré de que no te mueras.

Él ni siquiera sonrió.

En abril, Biel recibió en forma de aliento el preludio de lo que podía ser el anuncio del final de la guerra. Lucile lo besaba suavemente en los labios y, al apartarse, le dijo que Hitler había muerto y que a él el médico le daría el alta esa misma mañana.

—¿Qué haré ahora...? Llevo nueve años seguidos de guerra —susurró cual si se lo dijera a sí mismo.

—Ven conmigo, si quieres —le ofreció con ternura—. Yo también vuelvo a casa.

Antes de abandonar el hospital, Biel envió una carta a Ágata pidiéndole que se reuniera con él para rehacer la vida juntos. Empezarían de nuevo en Francia. Si le decía que sí, él hablaría con Arturo para que su amigo apalabrase con unos pasadores de frontera que la ayudasen a cruzar los Pirineos. Estaba convencido de que, después de la guerra, las democracias no colaborarían para expulsar a Franco.

Una vez más, el silencio de Ágata atestiguó su negativa a abandonar Barcelona.

Solo entonces Biel permitió que Lucile se lo llevase a su cielo de la Alta Normandía.

Los años siguientes, mientras el mundo recuperaba la calma y los bloques de Occidente y del Este alimentaban la guerra fría con disonancias antiguas y jamás desgastadas, en el pueblecito de Verneuil-sur-Avre Lucile dormía al lado de Biel.

Por la ventana entraban los primeros rayos de sol, que despedían el amanecer añadiendo matices de tranquilidad al dormitorio. Ella se volvió hacia su hombre y entreabrió los ojos, sonriéndole mientras le pasaba el dedo por los labios, llena de amor y deseo. Biel no sentía por aquel ángel la pasión que le había despertado Tonia, pero era bastante feliz a su lado.

En una cuna dentro de la misma habitación dormía la pequeña Céline, de solo dos meses.

Fue entonces cuando el libertario decidió matar su pasado y, en lugar de Biel, dar vida a Baptiste. A partir de entonces solo respondería a su segundo nombre de pila.

Justo al día siguiente escribía una carta de despedida a Ágata.

Estaban en 1947. Tenía treinta y un años y ningún sueño en el horizonte que pudiera turbar su paz.