18
A las puertas del otoño, la batalla del Ebro seguía encendida en un baile por recuperar los picos de las cordilleras.
La posibilidad, cada vez más segura, de una guerra en Europa daba esperanzas a los republicanos. Desde su observatorio en el Coll del Moro, Franco sabía que aunque el enemigo se hiciera fuerte en las cotas de Pàndols y Cavalls, acabarían sucumbiendo por falta de todo, como la totalidad de las ciudades asediadas. Decidido a ganar la contienda de una vez para siempre, destinó a veinte mil hombres, entre falangistas, requetés y moros, para liquidar a los rojos.
La brigada de Biel, sumamente malparada tras la última batalla, había pasado a la reserva. Los intensos aguaceros de septiembre habían hecho callar las armas durante unos días. Las mantas goteaban y los pies se hundían en el barro.
Los de su compañía habían tenido suerte. Se hallaban a cubierto de la lluvia en los refugios de pastores y en las cuevas excavadas en la montaña. Damián, desnudo como el día en que nació y afeitado de pies a cabeza, se lavaba bajo la lluvia acompañado de las risas de sus compañeros.
—Haced como yo si queréis libraros de los piojos de una puta vez.
Seis de ellos lo imitaron. Desnudos, disfrutaban como chiquillos del baño que les ofrecía la naturaleza.
Damián empezó a cantar a pleno pulmón:
—El ejército del Ebro, rumba la rumba la rumba la.
Y todos los demás se apuntaron a corear:
Una noche el río pasó,
¡ay, Carmela, ay, Carmela!
—Y a las tropas invasoras, rumba la rumba la rumba la —prosiguió de solista Damián, dando paso a los demás:
Buena paliza les dio.
¡Ay, Carmela, ay, Carmela!
Los veteranos reían contemplando aquellos cuerpos juveniles que habían crecido y madurado bajo las bombas y la artillería. Biel deseó que en algún rincón de sus corazones subsistiera oculto un ápice de esperanza en la humanidad para, algún día, sonreír de nuevo a la vida.
Delante de la cueva, vueltos del revés a modo de cubos, había un montón de cascos para recoger el agua y llenar las cantimploras.
Damián disponía de dos, la suya y la del compañero que había muerto en el nido de ametralladoras. Se había negado a abandonar el frente sin haberlo enterrado.
La noche antes de retirarse, tapándose la boca y la nariz con la camisa para aguantar el hedor, había cavado la tumba que albergaría eternamente a su amigo en la cota 481.
Concluida la tarea, Damián se colgó su cantimplora del cinturón.
Biel había cogido verdadero cariño a aquel adolescente, el cual le había enseñado con su ejemplo que la bondad de los hombres seguía viva, aunque los corazones se endurecieran de dolor.
A finales de septiembre, la llegada de una noticia a la brigada socavó los ánimos.
En posición solemne, los brigadistas franceses habían empezado a entonar La Marsellesa.
En el campamento se hizo el silencio.
—¿Sabes lo que celebran, Janik? —preguntó Biel al checo.
Ambos estaban jugando, junto con Damián, una partida de cartas.
—No es una celebración. Están rindiendo honores a los cientos de camaradas suyos que no volverán con ellos a casa.
—De aquí a que llegue el final, quién sabe si alguno de nosotros volveremos a casa —bufó Biel.
—Los internacionales tenemos que retirarnos del frente, amigo —dijo dejando de mirar la jugada—. Negrín ha anunciado que debemos dejar las armas.
—¡No jodas! Con la falta de soldados que tenemos, ¿por qué ordena eso? —preguntó Damián.
—Según Inglaterra, la presencia de soldados extranjeros en las filas hace peligrar el Acuerdo de No Intervención.
—¿Y Francia qué dice? —quiso saber Biel.
—Daladier ha claudicado para no hacer enfadar a su socio.
—Siento mucho que te vayas, Janik —dijo emocionado Damián.
Junto con Biel, aquel brigadista se había convertido en un verdadero amigo para el muchacho.
—Yo no me voy —afirmó el otro con voz tranquila, al tiempo que con el as de bastos recogía el tres del mismo palo que había tirado Biel y hacía baza.
—¿Puedes quedarte? —preguntó Damián, que acababa de matar con un triunfo y cantaba las veinte en oros.
—No tengo país al que volver. Hitler es ahora el amo de Checoslovaquia y a los que hemos ayudado a la República nos ha convertido en apátridas. De manera que..., puestos a elegir un país, me quedo en el vuestro. Al fin y al cabo también era el de mi bisabuelo.
—¿Te lo permitirán?
—Me esconderé... En lugar de desertar para irme, seré un desertor para quedarme.
—¿Y qué harás con tu nombre? —dijo riendo Damián—. Aquí nadie se llama Janik Ramírez.
—Entonces, seré Juan Ramírez como mi bisabuelo. Y... ¡Las cuarenta, chicos! —cantó.
Al igual que los compatriotas de Janik, en las filas de húngaros, alemanes, italianos, austríacos, irlandeses y polacos se había recibido la noticia con gran preocupación. Se sentían abatidos. Su futuro se había convertido en un agujero negro. Tampoco ellos tenían país al que regresar, y temían correr la misma suerte que los italianos. Mussolini había dado permiso a Franco para fusilar a todos los que ya tuviera prisioneros.
En otoño, la partida de los brigadistas vació de soldados las filas de las nueve divisiones republicanas en el Ebro. Biel se temía que no tardarían en sacarlos de la retaguardia para ir a reforzar brigadas.
Estaba haciendo un solitario, cuando oyó un bramido seguido de un estruendo. Las constantes lluvias habían empapado el terreno y la montaña se había vuelto peligrosa.
Todos se volvieron hacia el lugar del que provenía. Una roca de grandes dimensiones se había desprendido y Damián estaba tendido boca abajo, con la pierna derecha atrapada bajo el pedrusco. Tenía embarrada la cara y de una ceja le manaba sangre.
—¡Me cago en la puta de oros, Biel! No me dejéis aquí atrapado, por favor.
—¡Buscad ramas gruesas para hacer palanca! —ordenó a gritos Biel—. Y que los de comunicaciones avisen a los sanitarios para que vengan con una ambulancia.
—¿Tienes galones para mandar tanto, camarada?
Biel se quedó helado al ver ante sí a Marcelino, el antiguo cabo con quien ahora el azar lo enfrentaba de nuevo. Desde que habían cruzado el Ebro y a él lo habían destinado a otra brigada no había vuelto a verlo.
—Por favor, cabo... —De repente Biel se dio cuenta de los nuevos galones que lucía y rectificó—: Por favor, sargento.
—Ya veo que se te pegan todas las criaturas. A este al menos lo has vigilado mejor, no ha desertado como Pincelito.
Biel, apelando a la parte humana que pudiera quedar dentro de aquel hombre, suplicó de nuevo:
—Por favor, Marcelino.
—¡Mientras llegan los de la Cruz Roja, intentad sacarlo! Encárgate tú, soldado —ordenó a Biel con arrogancia.
Pese a los esfuerzos, no conseguían levantar la roca los centímetros suficientes para liberar al joven. La tierra estaba blanda y los palos se hundían. Sobre sus cabezas, el ruido de los trimotores hacía temblar el cielo.
Transcurrida casi una hora consiguieron liberarlo con un doloroso tirón. Damián estaba a punto de desmayarse. Tenía la pierna descarnada y se le veía el hueso.
—Si no aparecen pronto los camilleros... se le infectará la herida —pronosticó Janik—. Deberíamos bajarlo hasta la carretera para ganar tiempo.
—Voy a suplicar a Marcelino que nos dé permiso.
—¿Y no será peligroso moverlo? —preguntó uno de los amigos del chico.
—Si se le gangrena... morirá. Mientras vuelvo, buscad unas ramas fuertes y largas para hacer una camilla. No podemos llevarlo al cuello tal como tiene la pierna.
Damián temblaba y la frente le ardía. En su delirio, empezó a tararear:
Pero nada pueden bombas,
rumba la rumba la rumba la,
donde sobra corazón,
¡ay, Carmela, ay, Carmela!
Un gemido de dolor lo hizo callar y reinó el silencio. El joven había perdido el conocimiento.
Dos días antes de Todos los Santos, cientos de cañones de Franco disparaban contra el enemigo al tiempo que protegían el avance de sus tropas de infantería. Era de madrugada y las explosiones sobre Pàndols habían pillado por sorpresa a los republicanos. Desde el cielo, la aviación descargaba sin tregua sobre la sierra. Los hombres de Líster se retiraban de las cotas, minados por los ataques.
Las montañas estaban tapizadas de cadáveres y la vegetación había desaparecido.
Dos semanas más tarde, a primera hora de una noche brumosa de noviembre del treinta y ocho, miles de hombres cruzaban en silencio la pasarela de madera colocada sobre hileras de barcas.
Tagüeña había dado vía a la orden de retirada hacia la orilla izquierda del Ebro.
Una vez en Mora, Biel se dirigió al túnel del tren donde estaba instalado el hospital de campaña. Un desparramamiento de cuerpos heridos y moribundos esperaban a ser atendidos por un equipo de sanitarios que no daban abasto.
—Busco a un soldado de la quinta del biberón que les llegó hace dos semanas —dijo Biel dirigiéndose a un médico que, agachado, examinaba a un herido.
El corte abierto en la carne apestaba.
—No me haga perder el tiempo, soldado —dijo en un castellano con acento latinoamericano.
—Mi amigo se llama Damián y su herida no era de bala, sino producida por una roca que lo aplastó al caerle encima —insistió por si la información le refrescaba la memoria—. Es muy importante que lo encuentre, doctor.
—Todos los días me llegan heridos a centenares —observó el médico peruano mientras se lo quitaba de delante—. Lo más seguro es que ya esté muerto.
—¡Tiene que estar vivo! —bramó Biel muy furioso—. Damián solo tiene diecisiete años, y su obligación es salvar a un chiquillo de esa edad que nunca debería haber venido al frente.
—¿Estás loco, imbécil? —lo recriminó el médico al tiempo que se lo llevaba a un rincón, cogido del brazo—. Si sigues hablando así, te pegarán un tiro por traidor y poco patriota.
Biel agachó la cabeza. Sabía que aquel hombre tenía razón.
—Busca tú mismo a tu amigo. Yo no puedo ayudarte. Tengo ese camión que ves ahí lleno de hombres heridos que parecen despojos humanos, pero aún tendrían una oportunidad si se los atendiera con los medios adecuados. Necesito con urgencia a un conductor que los lleve a Barcelona, o los nacionales los rematarán cuando crucen el río. Y tú vienes a exigirme que averigüe dónde está uno de tantos heridos...
—¡Yo sé conducirlo! —casi chilló Biel.
—¿Cómo? Rápido, soldado, dime tu nombre y de qué brigada eres.
—Biel..., quiero decir, Gabriel Viñolas, de la treinta y uno mixta, tercera división del decimoquinto cuerpo de ejército del teniente Tagüeña.
El peruano tomó nota y se alejó a toda prisa. Biel lo siguió con la mirada y vio cómo, unos metros más allá, hablaba con un oficial y señalaba el camión.
Al cabo de quince minutos volvió con un papel en la mano.
—Llévalos al hospital Clínico de Barcelona. Aquí tienes la orden firmada.
—¿Y mi amigo?
—Si ha sobrevivido y a ti la aviación no te ametralla por la carretera..., el destino ya se encargará de reuniros otra vez, si quiere.
Mientras Biel conducía por Falset camino de casa, meditó sobre cuanto le había sucedido aquellos seis meses en el frente.
Al divisar la sierra de Montserrat, la emoción le anegó los ojos de lágrimas.
Barcelona estaba muy cerca y él volvía.