3
El sábado a medianoche, Alicia bajó a la arena por la senda. Quería alejarse del barullo de la fiesta. Extendió una toalla gigante y se tumbó boca arriba a contemplar las estrellas con el rumor de las olas como música de fondo.
—¿Tú también te aburrías allá arriba? —le preguntó muy cerca una voz con acento extranjero.
Del susto, se levantó de un brinco. A la segunda zancada ya estaba de nuevo en el suelo por culpa de un pie con el que involuntariamente había tropezado.
—¿Quién eres? —gritó a la oscuridad con el corazón a punto de estallar.
—Un invitado de Juana que necesita airearse un poco. —Se iluminó la cara con el encendedor—. Tranquila, no soy peligroso. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Si debo temer que me hagas algo...
—Maldecirte porque acabas de perturbar la tranquilidad que he venido a buscar.
—El cielo está abarrotado de estrellas. Hay de sobra para que los dos podamos contar una infinidad.
Al darse cuenta de que no estaba bebido, Alicia volvió a la toalla que había abandonado.
—Sería mejor que antes nos presentásemos, ¿verdad? —Le tendió la mano—. Me llamo Julien.
—Soy la hermana de Juana. Y mi nombre no te hace ninguna falta.
—Qué mal humor que te gastas.
—Tengo motivos. —Sin dar más explicaciones, añadió—: ¿Vives en Barcelona? Por el acento no pareces de aquí.
—He venido para cerrar un negocio. Vengo con frecuencia. Soy de Caen, pero hace seis años que vivo en París.
—¡En París! Mi sobrina, Mireia, vivirá allí el curso que viene. Le han becado un doctorado en no sé qué especialidad de derecho.
—¿Tienes una sobrina tan mayor?
—Solo nos llevamos tres años. Es la hija de mi hermana Lourdes.
—¡Perfecto! Sé el nombre de tus dos hermanas y el de tu sobrina. Y a ti ¿te pusieron nombre tus padres?
Ella no contestó. Se abrazó las rodillas y clavó la mirada en la espuma blanca de las olas que se extendía por la orilla.
—¿Quieres que nos bañemos a la luz de la luna, muchacha sin nombre?
Se volvió a mirarlo. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y Julien estaba apoyado en el brazo derecho. Un mechón de su flequillo de cabello lacio le caía sobre un ojo. Se lo apartó peinándoselo con los dedos abiertos.
Llevaba una camiseta negra y bermudas con bolsillos tipo safari. Se había descalzado y las sandalias estaban tiradas de cualquier manera en la arena.
—Mi nombre es Alicia, pero mis amigos me llaman Alis. Y no me apetece bañarme.
—Bien, entonces, Alis, si vas a visitar a tu sobrina... podríamos vernos —dijo mientras se liaba un porro—. ¿Fumas?
Ella se lo cogió y dio una calada.
—De hecho, voy dentro de quince días. Mireia acaba de alquilar un pequeño apartamento, pero no lo utilizará hasta septiembre. Ahora está en Londres.
—¡Menuda suerte! París es muy caro...
—Lo cierto es que no lo alquila ella directamente. Es de una amiga de su amiga que se lo realquila porque ahora está en Estados Unidos. Mireia lo compartirá.
—¿Debo entender que si vas, nos veremos?
—Puede ser... No corras tanto.
Dio otra profunda calada y se lo devolvió.
—¿Te gusta viajar, Alis?
—Si algo hacía con Javier era precisamente viajar.
—¿Hacías? ¿Quién es ese tal Javier?
—Era mi pareja. ¡Ha muerto!
—Merde! Lo siento. ¿Estaba enfermo?
—No. ¡Lo he matado!
—Putain! Esta maría es de primera. Estoy alucinando de veras.
A Alicia se le escapó la risa, y él se contagió.
—Por un momento me lo he creído, Alis. Ay, l’amour... Hará año y medio yo también maté al mío.
—¿Te dejó plantado en el altar, como a mí?
—¡Oh, no! Fue menos teatral. Una mañana de domingo, después de un buen polvo, se levantó, agarró las maletas y dijo: «Lo nuestro ha terminado. Estoy aburrida, así que dejémoslo correr, ¿vale? Adiós.» Llevábamos ocho meses viviendo juntos.
—¡Hostia! Lo siento. Veo que somos dos pringados...
Entre risas, él se tendió del todo en la toalla y propuso:
—¿Compartimos otro?
—¡Hecho! Pero te lo advierto, Julien: ¡no intentes nada! Todavía estoy haciendo el duelo.
—¿Ni un beso?
—Nada. Ni una mirada de perrito triste, ¿entendido?