15
Mientras Biel se alejaba en un convoy militar camino de Teruel, Hitler perfilaba su gesta épica para someter a Europa.
Alemania, Italia y Rusia habían convertido la guerra española en un valioso campo de pruebas de estrategia militar. Aunque Inglaterra y Francia miraban desde la barrera sin intervenir, con la esperanza de que no les llovieran palos, la muerte planeaba sobre la tierra como un pajarraco tenebroso, portador de malos augurios.
A ambos bandos se les habían terminado los voluntarios, y la necesidad de combatientes los había obligado a reclutar levas para engrosar las filas de la tropa.
Franco ya había movilizado a once reemplazos. Cerca de medio millón de hombres entre dieciocho y veintisiete años se unían a sus divisiones de voluntarios falangistas, carlistas navarros y los catalanes del Tercio de Montserrat. Se les habían sumado los desertores del bando republicano, prisioneros de guerra reconvertidos en combatientes fiables y las cajas de reclutas de las ciudades y pueblos conquistados.
Así, a principios de año el ejército de los rebeldes contaba con casi ochocientos mil soldados.
Con medio metro de nieve bajo los pies, que confería a los campos aragoneses el aspecto de un desierto blanco, Biel soportaba a regañadientes la arenga del comisario comunista de su batallón.
—¡Camaradas! La República espera de vosotros vuestro valor, sacrificio y entrega. Y vuestra sangre si es necesario. Luchemos hasta la muerte para liberar Teruel de los fascistas.
—¡Será hijo de puta! Así se muera él —había murmurado el soldado corpulento, de piel curtida por el sol y el frío, que Biel tenía a su izquierda.
La sinceridad de aquel combatiente lo sorprendió. Era uno de los cuatro soldados de su escuadra y le hacía temer que se tratase de un estalinista infiltrado para descubrir tendencias. Con el fin de curarse en salud, lo amenazó:
—Podría delatarte ahora mismo por lo que has dicho, Vidal.
—No lo harás —afirmó el miliciano mirándolo fijamente a los ojos—. Estoy harto de arengas, Biel. Tú acabas de llegar, pero yo hace dos años que veo sangre y cuerpos reventados. Y tú, Pincel, ¿qué estás mirando? —increpó al soldado delgaducho que aplicaba el oído a su derecha—. ¿También quieres denunciarme?
—Ya te he dicho que me llamo Emilio —lo corrigió, molesto por el apodo que le había puesto. Antes de apartarse le hizo saber—: A ninguno de nosotros nos importa lo que pienses.
—¿Lo conocías de antes, Biel? —quiso saber Vidal—. Es de Barcelona como tú.
—Veo que estás muy interesado en quiénes somos y quiénes dejamos de ser... Y no sé por qué narices preguntas tanto. Deja en paz al chico.
—Me gusta saber de qué pie calzan los que tengo al lado. —Señaló muy serio el fusil—. Lo que tienes en la mano no es una vara de madera, ¿sabes?
—Aquí nadie ha hablado de afinidades políticas. En cuanto a Emilio, según dice estaba empleado en los grandes almacenes de la calle Pelayo. La guerra le ha jodido las aspiraciones que tenía de llegar a jefe de sección.
—Demasiado fino para aguantar lo que le espera por aquí. —Escupió al suelo la brizna de tabaco que se le había quedado en la lengua al lamer el papel. Lo encendió y, expulsando el humo, rezongó—: ¡Me cago en la puta! Qué compañeros de escuadra tan penosos me han tocado.
—¿Por qué lo dices? —lo retó con cara de pocos amigos Biel.
—Es importante confiar en quien tendrá que cubrirte las espaldas cuando llegue el momento. —Se subió el cuello del abrigo y, sujetando el cigarrillo entre los labios, se frotó las manos para hacerlas entrar en calor—. Al menos, el extremeño pequeñajo, Currito, es un soldado fogueado.
—Mira, compañero, no te lo tomes a mal, pero no he venido aquí a hacer amistades.
—Entonces, camarada, déjame decirte que durarás poco. Aquí un hombre solitario es un hombre doblemente muerto.
Biel tenía el capote empapado de escarcha y el frío lo calaba hasta los huesos.
En su infancia siempre había imaginado el infierno como un lugar lleno de llamas, pero ahora sabía que era un paraje helado, donde por la mañana los árboles parecían fantasmas cubiertos de hielo.
El 22 de febrero, cuando Teruel volvió a ser de los nacionales, los cuatro seguían vivos. Ya habían desaparecido las desconfianzas entre ellos, y el batallón, con más de cien hombres agotados y ateridos de frío, recibió la orden de retirada.
Biel caminaba por aquella carretera solitaria arrastrando el alma. Algunos hombres ya no volverían a ver a sus mujeres e hijos porque él les había arrebatado la vida.
Antes de su primer combate, cuando aún no había recibido su bautismo de fuego entre las calles de Teruel, se había hecho el firme propósito de no apuntar bien. Sin embargo, apenas se vio en medio del fuego cruzado de balas y granadas de mano, concedió más valor a su vida que a la de cualquier otro y resonaron con furia en su interior las palabras que había oído hasta la saciedad: «matar o morir».
—A veinte kilómetros de aquí está mi casa —confesó Vidal con tristeza—. Vendería mi alma al diablo por estar en brazos de mi mujer.
—Y yo se la regalaría por estar dentro de aquella casa de labranza de la que sale humo por la chimenea —gimió Emilio, que temblaba bajo el abrigo.
Se había puesto la manta sobre la cabeza y solo dejaba al descubierto los ojos con el fin de no tropezar.
—Seguro que en el hogar tienen un perol donde deben de estar cociendo comida —dijo Curro con un suspiro.
—No pienses en el hambre, amigo, o te entrará más —le aconsejó Vidal.
El extremeño tenía aspecto de niño vestido de soldado. Había llegado a Cataluña con sus padres con ocasión de la Exposición Internacional del veintinueve y hablaba un castellano trufado de palabras catalanas.
La necesidad de los republicanos de reclutar a hombres que diesen «Apto» en los exámenes médicos había rebajado la altura requerida hasta entonces al metro cincuenta y el perímetro torácico a setenta y cinco centímetros. En esas redimensionadas medidas había encajado Curro.
En su escuadra, a menudo se les añadía Antón, un maestro que, si bien recorría las diversas secciones de la compañía con la función de alfabetizar a los soldados, había adoptado a Curro como a un discípulo protegido.
El maestro había empezado a sentir ternura hacia aquel soldado al ver que, apenas recibir una carta, el extremeño le daba un beso y se la guardaba en lugar de apresurarse a abrirla como hacían todos. Primero había creído que sencillamente quería leerla en solitario, hasta que un día se sinceró con él y le dijo que no sabía leer. Fue así como Antón se convirtió en su lector y escribiente.
Sin embargo, pese al agradecimiento que sentía por el maestro, Curro no se separaba de Vidal, como si la estatura de aquel hombre fuerte y franco supliese la corpulencia que a él le faltaba.
A pocos kilómetros de entrar en tierras catalanas, el oficial hizo detenerse a la famélica y agotada compañía a la entrada de un pueblo.
—¿Lo conoces, Vidal? —preguntó Biel.
—Llonera. He venido muchas veces a comprar ganado. De pequeño ya venía con mi padre.
Siguiendo las órdenes del oficial, los cabos se apresuraron a repartirse con sus soldados por las casas para pasar la noche.
Los cuatro siguieron a Marcelino.
Solo la voz del viento recorría aquellas calles de tierra con las puertas y las ventanas cerradas.
—¿Dónde está la gente? —preguntó intranquilo Emilio.
—Escondida en las casas de labor y cagada de miedo por las bombas.
Finalmente, Marcelino vio un caserón que se le antojó bastante adecuado.
—Este sí. Tiene pinta de ser la vivienda de un rico, dejemos en paz las de los pobres.
De un tiro reventó la cerradura; después, dio una patada para acabar de abrir la puerta.
—¿Podemos hacer eso? —preguntó Emilio con candidez.
—¡Acabamos de destrozar Teruel y ahora te preocupa si podemos entrar sin permiso en una casa! —respondió sarcástico Vidal—. ¿No querías cobijo, Pincel?
Dentro todo estaba oscuro.
Entraron encañonando los fusiles en todas direcciones. En lo alto de cinco escalones en forma de abanico, un segundo portal impedía el paso al interior. En el centro había una aldaba de latón que reproducía una cabeza de león con una argolla en la boca.
Con precaución por si había alguien escondido, recorrieron todas las estancias hasta el desván, entreabriendo los postigos a su paso para obtener un mínimo de claridad del exterior.
Todo el mobiliario estaba protegido bajo sábanas blancas.
—Eso es para que si les cae una bomba no les cubra de polvo los muebles —se burló Vidal.
Al comprobar complacidos que en el caserón no había nadie, se lanzaron hambrientos a destapar tinajas de la despensa en busca de comida y agua.
—No han dejado ni un mendrugo para las ratas —se lamentó Curro.
Volvieron a las latas de alubias de su intendencia, calentados por el vino que habían encontrado en la bodega.
Con ellos se encontraban los soldados de dos escuadras más. En total, doce hombres y los tres cabos. Marcelino se había instalado con sus homólogos en una sala presidida por un halcón disecado.
—No te dejes nada en el plato, Currito. Tienes que crecer. Así, cuando mueras por la República, llegarás bien saciado ante Lenin —se mofó de él Vidal.
El extremeño comía envuelto en la manta en la cocina. No les habían dejado encender ningún fuego a fin de que el humo de la chimenea no los delatase.
Para entrar en calor, y feliz por el olvido temporal que le proporcionaba el vino, Emilio no había dejado de beber. Se lo llevaron directo a la cama cuando empezaba a ponerse triste, pasada la primera euforia. Los cuatro compartieron la misma habitación.
Vidal se había ofrecido a hacer la primera guardia y estaba en el desván. En lugar de quedarse con los demás, Biel se reunió con él.
Desde allí se veía el jardín interior. En el medio había una fuente hexagonal de poca profundidad y rodeada de cuatro peces de piedra. En el centro, una pechina con un surtidor del que no manaba ni gota de agua. Al pie de una morera desnuda de hojas había un banco de piedra donde dos soldados estaban charlando.
De repente uno de ellos se dirigió a la fuente y con una piedra golpeó uno de los peces. «Este se ha quedado sin cola», oyeron que decía. Luego su compañero se lo llevó de allí.
—Si estás desde el treinta y seis, ¿significa eso que te alistaste voluntario, Vidal? —le preguntó Biel.
—¿Tengo cara de loco? Me obligaron los cabrones de los anarquistas. Yo estaba labrando el campo con mi amigo, Pitus, y aparecieron unos milicianos. «¿Qué hacéis aquí tan tranquilos, desgraciados?», nos gritaron. «¿No sabéis que estamos en guerra contra los fascistas?» Pitus y yo acabamos en Madrid, y cuando se hartaron de que matásemos hombres en la capital, nos llevaron a escabechar a Teruel.
—¿Y dónde está ahora tu amigo?
—Los «nuestros» se lo cargaron a él y a cincuenta más de la brigada poco antes de que llegarais vosotros. —Apretó con más fuerza el fusil—. No éramos unos cobardes, Biel. Estábamos reventados y no queríamos volver al asedio. Nos habían prometido un descanso de tres días y habían llegado los relevos. Teruel ya era nuestra, pero los nacionales habían contraatacado.
—¿Tú volviste allí?
—Yo sí, pero Pitus quería celebrar la Nochevieja. Le pedí que obedeciera, pero no logré convencerlo. De haber sabido la repercusión que tendría su rebeldía, me lo habría llevado aunque fuese atado de pies y manos. No lo mató el enemigo, Biel, lo fusilaron esos malnacidos comunistas de nuestro bando.
Tras acabarse un segundo cigarrillo, Biel se disponía a descansar antes de que le tocase guardia, cuando Vidal le dijo:
—Pincelito se parece mucho a como era Pitus. Por eso a veces me enfado tanto con él. Tengo miedo de que algún día también él cometa una estupidez. No te fíes de Marcelino, amigo. Parece una buena persona pero es un títere del comisario.